Después de unas cuantas vueltas conseguí llegar a la Universidad de Nueva Orleans en Broadmoor, que había quedado gravemente afectada por la inundación. Me acordaba de dónde se encontraba el Departamento de Criminología, pero cuando llegué, estaba cerrado y no tenía muy buena pinta. Eché un vistazo por una ventana y vi rayos de débil luz solar: no había techo.
En la puerta, una nota escrita a mano decía lo siguiente: «PARA LAS CLASES DE CRIMINOLOGÍA, LIT Y TERAPIA OCUPACIONAL DIRIGIRSE AL DOUBLE WIDE HALL». Una flecha señalaba el camino.
Rodeé el edificio. Por la parte de atrás había una serie de camiones, algunos conectados entre sí y otros independientes. Al acercarme pude ver una pancarta colgada en el frontal del primero: «DOUBLEWIDE HALL».
Entré en el Doublewide Hall. El camión entero tembló cuando cerré la puerta a mis espaldas. Dentro había unos cuantos pupitres repletos de archivadores y una mesa con una chica rubia. En un cartelito pegado a la mesa se leía «RECEPCIÓN».
—Hola —me saludó la chica de una manera falsamente amistosa. Se veía despierta y lista, de sólo unos veintiún años, aunque eso no era culpa suya. Por lo que pude ver, bajo esa alegre fachada rubia se escondía un corazón que era pura maldad—. ¿Puedo ayudarla?
—Sí. ¿Está Mick Pendell por ahí? Pasaba por el barrio y pensé que…
—¿Tiene usted cita? —me preguntó la rubia.
—No. Dígale sólo que Claire DeWitt está aquí y que me gustaría verle.
La rubia puso cara de desolación.
—Lo siento, pero no puedo dejar pasar a nadie sin cita.
—Es que no tiene que dejarme pasar —repliqué—. No tiene que dejarme pasar a ningún lado. Sólo llámele.
—Lo siento. De verdad que no puede atender a nadie sin cita…
—¿No puede decirle simplemente que estoy aquí?
—Ojalá…
—¿No se lo puede decir?
—En realidad…
—Dígaselo.
—Yo…
—Dígaselo.
—Nosotros…
—Dígaselo. Por favor, sólo dígaselo.
—De acuerdo —accedió finalmente.
No intentó disimular su odio, aunque no la culpé. Cogió el teléfono y marcó un número. Luego masculló una extensa disculpa y al final dijo «Claire DeWitt» entre dientes, como si fuera una maldición, que suele ser la pronunciación habitual. La persona al otro lado de la línea también farfulló algo. Ella le dio las gracias, sonrió y colgó.
—Dice que le encantaría verla —dijo radiante—, con cita previa. Cómo…
—Creo que no. No creo que vaya a funcionar.
Revolví mi bolso y saqué una libreta y un bolígrafo.
—¿Qué tal si le dejo una nota al señor Pendell? ¿Será tan amable de pasársela?
—Cómo no. Será un placer.
«Estás muerto», escribí en el papel.
Lo doblé por la mitad y se lo di a la rubia, que lo cogió con una sonrisa helada y fijó la vista en la pantalla del ordenador, sin pestañear, hasta que me fui.
Cuando volvía al centro, sonó el teléfono.
—¿Claire?
—¿Sí?
—Claire, soy Mike. Mike Yablonsky. ¿Cómo estás?
—Hambrienta —le respondí—. Flaca, famélica. Como no me has pagado los quinientos que me debes no tengo qué comer, Mike. Me estoy muriendo de hambre.
—Seguro —me dijo—, y apuesto lo que quieras a que te sienta la mar de bien, Claire. Oye, recibí tu e-mail sobre Vic Willing. ¿Quién te ha contratado?
—El sobrino. El tipo desapareció en la tormenta. ¿Lo conocías?
Cuando yo vivía allí, Mike era poli. Ahora se había hecho detective privado, algo que tenía que agradecerle a Constance. No era un tío instruido, pero era listo y tenía el don. Yo confiaba en él, al menos todo lo que podría confiar en alguien.
—Pues sí —contestó Mike—. Me contrató varias veces. Lo había visto también en los juzgados, ya sabes, y en esos actos de la PBA para recaudar fondos, ese tipo de cosas.
Yo iba hacia la parte alta de la ciudad por Claiborne. Frente a mí, en medio de la calzada, había una enorme plataforma blanca, ese tipo de camión con un gran brazo hidráulico que puede elevar a alguien casi diez metros para reparar un poste telefónico o limpiar una ventana. El camión se detuvo junto a un punto de unión de líneas eléctricas en la esquina siguiente y yo me hice a un lado. Podía conducir y hablar por teléfono al mismo tiempo, pero no hacerlo todo igual de bien.
—¿Y? —pregunté.
—Pues no lo sé.
—¿Qué es lo que no sabes?
Dos tipos con monos salieron de la plataforma elevadora, se quedaron mirando el poste en el que confluían las líneas y se pusieron a deliberar. Me fijé bien. Parecía que la corriente eléctrica funcionaba perfectamente por allí.
—Pues no sé —respondió Mike—. Quiero decir que no creo que fuera un mal tipo.
—Por supuesto que no —le dije, porque imaginé que eso era exactamente lo que estaba diciendo—. ¿Pero…?
—En fin, que era un buen tipo —añadió a la defensiva—. Por lo menos conmigo siempre se portó bien.
—¿Pero…? —repetí yo.
Los dos tipos volvieron al camión. Uno trepó hasta la zona del brazo elevador y el otro se puso a los mandos.
—Pero había algo raro en él —concluyó Mike—. No era lo que decía ni lo que hacía. Era algo así como una nube que a veces le pasaba por encima.
—¿Una nube?
—Una nube negra. Algo le sucedía por dentro.
—¿Como qué?
—Como que no tengo ni puta idea.
Eso era todo lo que tenía que decir sobre Vic. Me invitó a que nos viéramos y a cenar con su familia en Metairie. Le dije que iría si tenía tiempo. Pero no iba a tenerlo.
Una nube negra. La había percibido en el dormitorio de Vic, durante apenas un segundo.
Me quedé mirando a los tipos de la plataforma varios minutos más. No pude imaginar qué era lo que estaban haciendo.
Y me marché.
«El detective cree que está investigando un asesinato o la desaparición de una niña», escribió Silette, «pero en realidad está investigando otra cosa bien distinta, algo que no puede captar de forma directa. La satisfacción será una rareza. Tu estado natural será la incertidumbre. La certeza te evitará siempre. El detective se irá acercando a aquello que desea, pero nunca podrá verlo por completo.
»No proseguimos a pesar de ello, sino por su causa.»