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Se suponía que mi hotel tenía conexión a internet. «Wi-fi gratis», decía en su web. Cuando reservé la habitación lo confirmé.

—¿Tienen conexión wi-fi, verdad?

—Naturalmente —me aseguró el recepcionista—. Todas nuestras habitaciones disponen de conexión a internet.

La conexión no había funcionado más de tres minutos seguidos desde que llegué.

—Es culpa de cocks[2] —soltó el recepcionista. Al principio creí que se refería a los tíos que se ocupaban del servicio defectuoso, pero más tarde descubrí que se estaba refiriendo a Cox, la compañía proveedora del acceso a internet—. Es realmente difícil tratar con ellos. Los de Cox siempre te están jodiendo.

Tras varios intentos infructuosos, a la mañana siguiente encontré un café en Frenchman Street que tenía wi-fi; no de su propia red, que también estaba jodida por Cox, sino de la tienda de bicicletas contigua.

—Cox los ama —me contó amargamente la chica del café mientras me preparaba un espresso—. Cox siempre les da un buen repaso antes que a nadie.

Tenía planeado encontrarme con Leon a las tres en el apartamento de Vic. Llegué a las dos y media, aparqué la furgoneta al otro lado de la calle y me detuve a observar. La casa de Vic se encontraba en la parte baja de Bourbon Street, cerca del límite del Barrio Francés, en un complejo de apartamentos de estilo colonial español de comienzos del XIX. Esa manzana era tranquila; el ruido, el tumulto y el vómito de la parte alta de la calle, unas cuantas manzanas más allá, no llegaba hasta allí. Había olvidado que en Nueva Orleans cada manzana era un mundo en sí misma; los lugareños describían su ciudad manzana a manzana, las buenas y las malas. Ésta era una de las tranquilas, en apariencia completamente residencial, aunque se podría apostar a que detrás del exterior colonial se escondían al menos varias empresas ilegales. Incluso el traqueteo de los carruajes de caballos de alquiler sonaba lejano. La calzada estaba despejada y las aceras bien limpias.

Caminé por la calle arriba y abajo y volví al edificio de Vic. A través de la verja pude ver un patio dominado por una piscina. A su alrededor había unas cuantas mesas de metal con sillas, y las buganvillas y el bambú crecían por todo el perímetro. En un día soleado seguro que era bonito, pero en ese momento se veía frío y vacío. Leon apareció a las tres y veinte, nos encontramos en la verja y subimos al apartamento de Vic, en el segundo piso.

Las casas son como las personas, sólo que menos fastidiosas. Para asimilarlas tienes que empezar por lo más grande y luego ir bajando hasta lo pequeño. Primero me paseé por el apartamento, simplemente mirando, con Leon siguiéndome de cerca. Era bastante pijo. Mobiliario antiguo, limpio inmaculado a pesar de diecisiete meses de polvo, todo cuidado y de buen gusto, a punto para aparecer en una revista. En la cocina, electrodomésticos bastante nuevos y un hueco donde había estado el refrigerador. Leon me comentó que era todo lo que había hecho cuando se puso a ordenar. Gracias a Dios. Perder la nevera ya era suficiente.

Había un dormitorio, un despacho, un salón, un comedor y una cocina. El despacho era la única habitación que tenía algo de personalidad, y esa personalidad era «yo trabajo mucho». Sobre el escritorio, varios montones de papeles que hojeé un poco. Asuntos de dinero y de trabajo, nada interesante.

Me di una vuelta por todo el lugar. Después otra, sólo que más lentamente, y luego otra más, aún con mayor lentitud. No pasó nada. En la cocina había dos vajillas distintas, una para las ocasiones especiales y otra de diario. Le pregunté a Leon qué había pasado con toda la comida.

—Bueno, nos hicieron tirar la nevera con todo lo que había dentro. Y el resto —frunció el ceño—, no lo sé. Supongo que él comía mucho fuera.

—¿Ni sopa? ¿Ni galletas? Todo el mundo guarda una lata de sopa en algún rincón del armario. Todo el mundo tiene un bote de algo que cree que le apetecerá, que luego no se toma pero que no tira porque está en perfecto estado.

Leon se encogió de hombros.

Volví a recorrer el apartamento. En el armario del cuarto de baño encontré medicamentos con receta que se remontaban hasta 1995, incluyendo un bote casi lleno y bastante reciente de Vicodin, que me metí en el bolso junto con algo de penicilina y un frasco casi vacío de Valium, las tres cosas prescritas por un cirujano dental.

—Nada interesante por aquí —le dije a Leon después de tragarme un Valium.

Él me ignoró, se sentó en el sofá y encendió el televisor.

Abrir cajones, mirar en los armarios y meter la nariz en el botiquín no es suficiente. Todo el mundo sabe que eso es lo que harás. Todo el mundo sabe que, algún día, alguien meterá la nariz en su botiquín, abrirá el cajón cerrado con llave del escritorio, la caja fuerte, el arcón de debajo de la cama. Ya había inspeccionado los escondrijos de Vic, pero sabía que todo lo que había encontrado era lo que él creía que era importante. Y la gente normalmente se equivoca sobre lo que es importante. Si quería enterarme de lo realmente importante, tenía que buscar en los lugares que él había olvidado. ¿Qué era eso tan común que ni siquiera pensó en ocultar? ¿Qué se deslizó entre las rendijas de la casa, o entre los cojines del sofá, o detrás de la nevera? ¿Qué se dejó en el fregadero? ¿Qué había junto a la cama? ¿Por qué esos libros? Entre los millones de libros que hay en el mundo, ¿por qué Vic escogió guardar ésos en su despacho? Cuantos menos libros tiene alguien, menos tienen que decirnos. No hay muestra suficiente para deducir un patrón. Un recetario entre cinco libros significa mucho menos que veinte libros de cocina entre un centenar.

Pero Vic era fácil. Sólo tenía de dos tipos, ficción y no ficción, casi todos en tapa dura. Eché una ojeada a lo que había en los estantes. La mayor parte de la obra de Dickens, todo Flaubert y todo Zola, todo Poe y las obras completas de Mark Twain, siempre en ediciones decentes. Cogí un ejemplar de Thérèse Raquin. Su cubierta de tela estaba pegada a Nana por un lado y a Germinal por otro; lo abrí y el libro crujió. Vic no había leído ninguno. Un decorador o un librero le había rellenado los estantes.

En el caso de la no ficción, Vic Willing tenía un manual de su ordenador, un manual de su coche y unos cien libros sobre Nueva Orleans. Ésos sí que parecían haber sido leídos. Estaban más o menos organizados por temas: libros de cocina, de historia, de política, de arquitectura. Al final había diez libros sobre los indios del Mardi Gras, conocidos también como indios negros o bandas indias.

Los indios eran grupos de personas de Nueva Orleans (básicamente hombres negros) que por Mardi Gras y el día de San José, así como en otras ocasiones misteriosas, se reunían para tocar, bailar y cantar en su extraño idioma. No eran nativos norteamericanos. Algunos de ellos, como Bo Dollis, eran tan buenos músicos que se hicieron profesionales. En Norteamérica nadie los conocía, pero en Europa y en Asia (y en sus propios barrios de Nueva Orleans) eran estrellas. Los indios se organizaban en tribus con nombres como los Wild Magnolias o los White Hawks. Dentro de la tribu existían ceremoniosas categorías ritualizadas, empleos y cargos. El Chico Espía de cada tribu se movía para propiciar o evitar encuentros con otras tribus, el Chamán era el líder espiritual de la tribu y el Gran Jefe era, naturalmente, el Gran Jefe. Los días de fiesta se vestían con trajes que supuestamente eran indios, pero parecían más de Las Vegas: con lentejuelas y cargados de cuentas y plumas.

A mí me habían fascinado los indios cuando vivía aquí, pero jamás los entendí. Constance tenía amigos indios, aunque no me los presentó nunca.

—Son susceptibles —me contó—, complicados.

Una vez había visto una especie de ensayo de los indios, lejos de los turistas y a meses del Mardi Gras: un simple grupo de hombres que tocaba y cantaba en un sucio parque de Nueva Orleans. Fue hace diez años, me acababa de enterar de que habían asesinado a Constance y estaba conduciendo sin ningún tipo de rumbo por la ciudad, asimilando todo lo que pudiera antes de marcharme. Sin ella no había razón alguna para quedarse. Estaba cerca de Shakespeare Park cuando oí su percusión y di la vuelta al recinto con la esperanza de poder echarles un vistazo.

Los hombres se mantenían apiñados mientras cantaban, marcando el ritmo con algunos cencerros y panderetas. Uno de ellos ocupaba el centro del grupo, entonando un cántico con los ojos entornados hacia el cielo, dos blancos vibrantes bajo los párpados rosados.

Pero entonces esos hombres me vieron y el ensayo se interrumpió. El cántico se extinguió, los músicos se dispersaron y cuando salí del coche fue como si allí nunca hubiera habido nadie.

La mayor parte de lo que cantaban estaba en su propia lengua india, aunque algunas palabras eran en inglés.

Hermana Constance,

Hermana Constance,

Nos has dejado tan pronto…

Aparentemente, a Vic también le habían fascinado los indios, o al menos interesado. Cogí una silla para inspeccionar la parte superior de la estantería. Nada. Mientras estaba allí arriba eché una ojeada por el cuarto. Nada, solamente polvo.

La caja fuerte se encontraba bajo el aparador. Estiré un poco la cabeza y miré por debajo del escritorio. Allí estaba la combinación, pegada con cinta adhesiva por la parte de abajo: 8-18-85. Me fijé en el número de serie de la caja. Se trataba de la fecha en que la compró.

Su interior fue otra decepción. Una porquería de revólver del 22 prácticamente fosilizado por la herrumbre y menos de mil dólares en metálico. Se la dejé abierta a Leon.

Me instalé en el escritorio de Vic. Había unos cuantos papeles todavía sin archivar y fueron lo primero que examiné. Nada interesante. Encendí el ordenador, estaba casi vacío. El tiempo, la programación de televisión, más tiempo y páginas web de tres comparsas distintas del Mardi Gras. Su correo electrónico era aburrido y relacionado con el trabajo, o también aburrido, pero personal. Lo invitaban a montones de fiestas y cenas, aunque no iba a demasiadas.

Eso era todo en cuanto al despacho. Le pregunté a Leon si podía utilizar las llaves de la casa un momento. Se quedó confundido, pero me contestó que sí.

Las cogí, salí del edificio y caminé hacia la esquina. Allí me paré, me di la vuelta y regresé por el mismo camino. Una manzana bonita, con muchas casas molonas, edificios de apartamentos pijos como el de Vic, jardines con buganvillas y bananos, mucha pintura fresca. Su edificio no tenía aparcamiento, así que lo más probable es que Vic tuviera que aparcar a menudo a una o varias calles de distancia. Recorrería esa manzana cada día, vería esos jardines, esas casas y después llegaría a la suya, que resistía bastante bien la comparación. Era tan bonita como cualquier otra del barrio.

Entré. Me detuve y charlé con unas cuantas personas imaginarias junto a la piscina. Me fijé en el suelo de hormigón del patio. No había ninguna huella de balazos.

Me despedí de mis vecinos imaginarios y subí por la escalera. Abrí la puerta del apartamento y dejé las llaves sobre la mesita antigua colocada junto a la puerta con esa finalidad. Miré a Leon, que había encendido el televisor, y le ordené:

—Dispárame.

Él levantó la mano en forma de pistola y me disparó. Me caí hacia atrás, rodé un poco e inspeccioné el suelo a mi alrededor. Nada. Ni disparos, ni marcas de arma blanca, ni sangre.

—¿Me haces un favor? —le pedí.

Se mostró indeciso y contestó:

—Sí, claro. Por supuesto. Bueno, depende.

—¿Puedes salir y llamar al timbre?

Se quedó más aliviado y salió. Me senté en el sofá y él llamó, pero yo no hice caso. Volvió a llamar. Me dediqué a ir cambiando de canal. Llamó una vez más y entonces me levanté, fui hasta la puerta y abrí.

—Oh, Dios mío. Eres tú.

Leon sonrió, metiéndose en el papel. A todo el mundo le gustan las novelas policiacas.

—Y llevo un arma —me soltó.

—Me estás amenazando —dije yo, a la vez que retrocedía unos pasos.

—Sí. Te amenazo con mi pistola. Son amenazas de verdad con un arma de verdad.

Me quedé pensando un instante. Leon seguía apuntándome con la mano.

—Debió de volverse y correr hacia su pistola.

Me di la vuelta en dirección al despacho.

—Bang —dijo Leon detrás de mí.

—Bang —repetí yo, mientras me caía y buscaba marcas inexistentes en el suelo—. ¿Tienes un detector de metales? —le pregunté.

—Pues no.

A veces no entiendo a la gente. Para personas como Leon, llevar un detector de metales, una lupa o pagar el polvo para las huellas dactilares siempre es cosa de otro. En cualquier caso, no parecía nada probable que a Vic le hubieran disparado allí. Ni sangre, ni balas, ni nada fuera de lugar.

Me marché, volví a dar una vuelta a la manzana y no pensé en nada. Cuando regresé, mi cerebro estaba fresco de nuevo. Abrí la puerta y empecé otra vez. Leon seguía en el sofá viendo Love Connection.

—¿Volviste a instalar el cable? —le pregunté.

—No, sólo la corriente. El servicio de cable nunca se cortó.

Dejé las llaves y una carta imaginaria sobre la mesita antigua situada junto a la puerta. Me quité las botas y me fui al lavabo. Luego pasé a la cocina y fingí que buscaba algo que comer. Con mi bocado imaginario volví al salón.

Entonces lo vi: algo estaba fuera de lugar en el salón. Me detuve y me pasé unos minutos observando la habitación hasta que descubrí lo que era.

Se trataba de los muebles. La distribución del mobiliario no estaba bien. En un apartamento pijo típico como el de Vic, el salón debería ser simétrico. Y no lo era.

El sofá estaba bien puesto y bien centrado, con una de las butacas orejeras a un lado a una distancia proporcionada. Pero la otra butaca se veía fuera de lugar, casi un metro más allá de donde debería haber estado.

—¿Has movido tú esta butaca, Leon?

—Pues no. ¿Tendría que haberla movido?

La levanté un poco y revisé la alfombra que había debajo. Las marcas eran profundas, y por ello deduje que esa butaca llevaba allí bastante tiempo.

Me senté en ella. Si Leon miraba hacia delante veía el televisor, pero si yo hacía lo mismo lo que veía era el dormitorio.

No, el dormitorio no. La puerta cristalera del dormitorio. Miré a mi alrededor, cambié de postura. No había nada que ver desde esa butaca aparte de la puerta cristalera del dormitorio.

Me levanté y fui hasta ella. Tenía un pequeño balcón que daba a Bourbon Street y en el que no cabían más de dos o tres personas de pie. A su lado, subiendo desde la calle, se veía un roble vivo. En un rincón del balconcillo había una palmera botella muerta en un tiesto.

Crucé la puerta y salí al balcón. Me quedé quieta y en silencio, con los ojos cerrados. Hacía frío y al principio empecé a temblar, pero me puse a respirar lentamente hasta que logré dejar de tiritar.

Oí coches a lo lejos. Sirenas. A tres manzanas, una mezcla de dálmata y labrador ladró dos veces. Oí niños que lloraban, música rap de bajos potentes agitando un coche, el ruido de un arma en North Rampart Street. Los sonidos cotidianos de la ciudad.

Allí había una pista. Lo podía sentir, como se siente el vértigo o una mancha solar.

Las pistas son la parte que peor se entiende de una investigación. Los detectives novatos creen que el asunto va de encontrar pistas, pero el trabajo detectivesco tiene que ver con reconocerlas.

Las pistas están en todas partes, aunque sólo algunos pueden verlas.

Inspiré hondo por la nariz. Me llegó el olor a comida del restaurante de al lado, el humo de una chimenea cercana, la mugre de la palmera en su maceta y algo más. Inspiré de nuevo. Algo granuloso y con olor a tierra, bueno pero rancio, almizclado.

Abrí los ojos, me fui hacia el rincón y aparté la palmera muerta. Detrás había un comedero de madera para pájaros sobre un montoncito de tierra negra. Cogí un pellizco y la olfateé.

Eso era lo que había olido: semillas de girasol descompuestas. El comedero había caído al balcón desde el roble contiguo.

—Grrr.

Miré hacia arriba. En el árbol, casi un metro por encima de mí, había un pequeño loro. Mediría unos veinte centímetros y era de un verde brillante, como el de la jungla, con un pico blanco cremoso. Bajo sus alas asomaban un par de plumas azules, una a cada lado. Sus garras se aferraban a la rama y se tambaleaba ligeramente, como si hubiera bebido. Pero sus ojos se veían agudos y sobrios.

El pájaro ladeó la cabeza y me miró.

—¿Grrr? —preguntó.

Nos miramos.

—El restaurante está cerrado, amigo. Es hora de buscar un empleo.

Pero el pájaro no se movió. Se limitó a mirarme con su graciosa cabecita balanceándose de un lado al otro. Parecía un payaso con unos pantaloncitos anchos de payaso.

Cada pista que encuentras es como un nuevo par de ojos. Volví a mirar a la calle y en los árboles cercanos encontré más pájaros: pinzones, palomas, un cardenal hembra, un estornino en el suelo junto a la puerta del edificio. Antes no los había visto, pero allí estaban.

Volví a entrar.

—Daba de comer a los pájaros —le solté a Leon, que seguía en el sofá. Mientras tanto, Love Connection se había transformado en Family Feud.

Puso un poco de cara de asco. Los pájaros son todo un temita para los de Nueva Orleans.

—Ah, lo olvidé. Los loros. Creo que hay un programa en marcha para deshacerse de ellos. Son una especie invertida, o como quiera que se llame.

—Invasiva —le corregí—, como nosotros.

—Sí… Se comen las cosechas.

—Al revés que nosotros.

Leon hizo una mueca de disgusto.

—Son sucios —dijo— y transmiten enfermedades.

Me quedé mirándolo.

—Vienen de… —empezó a decir para luego detenerse—. Viven en…

—He oído que algunos son comunistas. ¡Cuidado! —dije yo—. ¿Te importa si busco huellas dactilares?

—¿Huellas dactilares? —preguntó confuso—. ¿Tienen dedos?

—Oh, no. Bueno, quizá. Pero no de los loros, sino por la casa.

—Ah, supongo que no. Haz lo que puedas.

Saqué de mi bolso una cajita de piel sintética del tamaño aproximado de una libreta. La puse sobre la mesa de café y extraje un pequeño frasco de cristal con polvo negro, un cepillo de pelo de camello y un librillo de hojas de plástico autoadhesivo con un papel blanco rígido que las protegía una por una.

Antes que nada necesitaba una huella de control, la de Vic Willing. Seguramente podría encontrarla en internet, ya que en muchos estados los abogados tienen que registrar sus huellas dactilares a causa de los reglamentos de algún organismo; pero no tenía ninguna conexión a mano y, en cualquier caso, hubiera sido un lío, así que lo que hice fue ir a buscar el cepillo de dientes y el del pelo de Vic. Los cogí con las uñas, me los llevé a la mesa de café y los fui cubriendo con el polvo negro. Las huellas estallaron como rosas. Luego arranqué algunas hojas del librillo de plástico autoadhesivo, cogí una y quité con mucho cuidado el papel blanco que la cubría. La presioné sobre el mango del cepillo para el pelo y después la coloqué de nuevo sobre el papel blanco. Había un montón de manchas y una huella dactilar perfecta. Hice lo mismo con el cepillo de dientes y conseguí otra de la misma calidad.

Después tomé huellas en varios de los puntos de la casa que un visitante probablemente tocaría y las fui catalogando: los pomos de las puertas, los cajones de la cocina, la caja fuerte, el televisor (os sorprenderíais de cuántos asesinos lo encienden antes o después de matar a alguien) y el comedero para pájaros. Guardé todos mis papelillos en un sobre y me los metí en el bolso.

Tenía la sensación de que en el apartamento había más cosas de las que yo había visto, de que Vic había guardado allí sus secretos. La gente entierra cosas en sus casas, cosas de las que no puede deshacerse pero que tampoco puede tener a la vista. No son objetos físicos aunque existen igualmente. Todas las casas están encantadas, algunas por el pasado o por el futuro, otras por el presente.

Fui hasta el dormitorio y apagué las luces para tumbarme en la cama de Vic. Las sábanas parecían almidonadas y planchadas, y no eran muy confortables. Dejé que mi respiración se fuera ralentizando y mi mente se vaciara hasta casi quedarme dormida.

Me senté y me levanté de la cama de inmediato. Lo que había percibido no era descanso ni paz, sino lucha.

Vic estaba en guerra consigo mismo; ninguna novedad, muchos lo estamos. Era inquietante, pero no se puede decir que fuera una pista.

Le pregunté a Leon si podía quedarme las llaves para poder volver a buscar más pistas si me hacía falta.

Me dijo que no.

—Es que solamente tengo un juego —se excusó mientras se revolvía un poco en el sitio—. No es que no confíe en ti —me aclaró.

—Es exactamente porque no confías en mí.

Carraspeó y vaciló un poco antes de que lo soltara del anzuelo.

—Está bien —le mentí—, ya confiarás.

—Claro. Ya confiaré.

Él también estaba mintiendo.