En mi segundo día en Nueva Orleans todavía necesitaba conseguir un coche. Había planeado hacerlo el día anterior, pero había perdido mi vuelo de San Francisco a Nueva Orleans y tuve que reservar otro más tarde. Aunque llegué al aeropuerto con tiempo de sobra, mis viejos amigos de la Administración de Seguridad en el Transporte me localizaron, se me llevaron aparte y me hicieron algunas preguntas. Nunca aceptes un caso que afecte a los que te pueden poner en la lista de los que tienen prohibido volar.
«Al detective nunca le darán las gracias por revelar la verdad», escribió Silette. «Será menospreciado, puesto en duda, detestado y le escupirán encima. No habrá desfiles, flores ni medallas para él. Su única recompensa será la verdad, la misma espantosa e insufrible verdad. Si eso no le basta, es que su línea de trabajo está equivocada y que debe replantearse totalmente su vocación.»
Intenté alquilar un coche en una oficina cerca del Centro de Convenciones. Al final acabé llevándome una furgoneta. Una gran furgoneta blanca con cuatro ruedas atrás, por si necesitara desviarme campo a través hacia las montañas a la caza de algún animal salvaje, quizá, o descender al fondo de un valle para localizar el origen de un incendio. Debe de ser que en Gretna eso sucede todo el rato.
—Éste es nuestro modelo más popular —recitó la mujer del mostrador con su monótono acento de Luisiana—. Todo el mundo quiere la furgoneta.
—Pero yo no. Lo que yo quiero es un coche.
—No nos quedan coches —me contestó sin mirarme—. Solamente tenemos la furgoneta. ¿La quiere?
—No, pero me la quedaré.
En mi enorme furgoneta sintonizo la WWOZ y conduzco en círculos por la ciudad. Los destrozos empezaron a unas quince manzanas de la «loncha junto al río», como llama la gente al terreno elevado que se encuentra al lado del Mississippi. Era la parte más antigua de la ciudad y la más visitada por los turistas. La loncha estaba como siempre estaba Nueva Orleans. Un turista medio que visitara la ciudad no percibiría demasiadas diferencias: algunos porches derrumbados, algún tejado volado, coches abandonados entre montones de basura. Una parte eran daños ocasionados por la tormenta y otra, sin duda, simplemente daños.
Pasada la loncha elevada y seca se encontraba una zona intermedia, el área que el agua apenas visitó, de la que se retiró pronto sin subir demasiado. Los servicios públicos eran irregulares, evidentemente: la mayor parte de las farolas estaban apagadas y la basura se amontonaba. Algunas casas se desmoronaban hacia la muerte, mientras otras remontaban gracias a la rehabilitación. Los rótulos en los que faltaban letras contaban la historia: había un montón en los que se leía «otel», «cang ejo her ido» o «empeñ s». En esta zona intermedia empecé a ver símbolos pintados con espray sobre las casas: círculos con X en su interior y números y letras en los huecos de las X. Algunas de las pintadas estaban claras: 1 muerto, 2 gatos, 3 vivos; pero otras resultaban misteriosas, crípticas: 1x3, TC5.
Quizá habían cogido las letras de los carteles; si alguien las volviera a colocar en su lugar, todo podría repararse.
Unas cuantas manzanas después vi el primer edificio de apartamentos sin paredes, con habitaciones amuebladas expuestas como en una casa de muñecas. Aquí había un dormitorio, allí una cocina, más allá la sala de estar de alguien congelada en el tiempo. Aquí y allá aparecían manzanas y manzanas de pequeños pisos lineales de madera, y cada cuatro o cinco edificios, una casa derrumbada entre un montón de escombros, o inclinada hacia uno u otro lado, a punto de rendirse y venirse abajo en cualquier momento. Manzanas enteras de viviendas protegidas estaban cerradas con tablas y vacías, algunas a causa de la inundación, otras clausuradas desde hacía años. Se veía poca gente y muy desperdigada. Vi a varios que limpiaban sus casas o que iban andando hasta las zonas de la ciudad en funcionamiento. Vi a muchos sentados en sus porches, haciendo lo que hace la gente cuando se encuentra abrumada. Sólo pensar por dónde se podría empezar era suficiente para sentarte y no levantarte más. Pero los que ocupaban principalmente la zona intermedia eran los camellos y sus clientes. Los chicos que entraban y salían de pisos abandonados y de casitas decrépitas portaban armas en la cintura, apenas ocultas bajo vaqueros sobredimensionados, sudaderas enormes y camisetas finas y holgadas. Lo que estaban haciendo no era ningún secreto.
Sus clientes eran relativamente variados: blancos, negros, unos cuantos latinos, muchos en grandes furgonetas con cuatro ruedas atrás, como la mía, casi todas con matrículas de Texas. No sé si eso quería decir que venían de Texas y que estaban allí para sacar partido de la reconstrucción, si eran ciudadanos locales que habían comprado coches mientras estuvieron evacuados en Houston o si la gente matriculaba sus coches allí a causa de las tarifas estratosféricas de los seguros en Luisiana. Supuse que se podía encontrar más o menos lo básico: cocaína en diversas presentaciones, heroína, quizá cristal, seguramente hierba, aunque podría ser que ése fuera un negocio independiente, de interior.
Los camellos no eran nada variados. Chicos jóvenes de entre trece y veinticinco años, todos negros y todos con camisetas blancas, con o sin mangas, además de vaqueros enormes que llevaban caídos para mostrar unos calzoncillos boxer de fantasía, a menudo dos pares. Algunos vestían parkas o sudaderas gigantes con capucha para protegerse del frío. La mayoría exhibía fundas de oro sobre todos o varios de sus dientes y lucía peinados con moños o trenzas que medían entre diez y quince centímetros, aunque una minoría llevaba rastas bien cuidadas aún más largas. Se parecían tanto entre ellos como los agentes de bolsa de Wall Street con sus trajes grises de franela, los médicos de hospital con sus batas blancas o los marines uniformados; y como en el caso de toda esa gente con sus uniformes respectivos, su igualdad reprimía algo en ellos, hacía que olvidaran una parte de sí mismos. Algo que debería haber estado en sus ojos no se encontraba allí.
Conduje hacia el lago, pasando por Broadmoor y Mid-City hasta Lakeview. Las calles se tornaron más calladas hasta que el silencio se convirtió en un estruendo, inquietante y ensordecedor. Los edificios tenían como un cinturón a la altura a la que el agua había llegado y se había mantenido unos días antes de retirarse. Conforme pasaban las manzanas, la línea parduzca del agua aparecía más alta. Empezaba por los escalones, seguía por encima del porche, por las ventanas, por encima de las ventanas, y después no quedaba nada donde dejar una marca excepto los árboles.
Los destrozos no se acababan nunca. Cuando en un momento dado parecía que ya no podía ser peor, surgía una manzana todavía más dañada: edificios sin paredes, casas empotradas en otras por la fuerza del agua, coches montados sobre otros coches, manzanas enteras casi derruidas, barcas varadas sobre las aceras y aparcamientos totalmente cubiertos del polvo blanco calcáreo que había dejado el agua a su paso. Había transcurrido ya más de un año desde la tormenta, pero en algunas zonas era como si no hubiera pasado nada desde entonces; literalmente nada, ni siquiera una brisa, una llovizna, un pájaro o una simple respiración.
Volví a bajar hacia Carrolton. Cerca de la autopista encontré un centro comercial inundado y abandonado. Me metí en el aparcamiento y me costó mucho hacerme una idea de cómo habría sido, con su tienda de todo a cien y su outlet de artículos de belleza, el restaurante de pollo frito y la oficina de préstamos instantáneos y abono de cheques. En cada esquina de la zona de estacionamiento se observaban las bases de cemento de lo que fueron unas farolas, probablemente arrancadas mucho antes de la tormenta.
Desde que había vuelto a Nueva Orleans me había dado cuenta de que todos los coches que veía eran como el mío: descomunales furgonetas relucientes o cuatro por cuatro blancos o cromados, descendientes de los coches ahogados, de los cheques de la Agencia Federal de Emergencias y de la histeria. Pero cada uno de los automóviles o de las furgonetas tenía como mínimo una cicatriz: un guardabarros aplastado, faros o luces traseras machacadas, un panel, un capó o una puerta notablemente abollados. La gente seguía conduciendo como en una emergencia: cambiando continuamente de carril, a alta velocidad, frenando aún más rápido e intentando todavía dejar atrás la tormenta. Mi furgoneta inmaculada sobresalía como un pulgar dolorido.
Si había alguien en un radio de un kilómetro, yo no lo había visto. Comprobé mi cinturón de seguridad y lo apreté un poco. Después arranqué la furgoneta y empecé a circular por el aparcamiento haciendo ochos y círculos, aumentando un poquito la velocidad con cada giro, manteniéndome por debajo de los cincuenta por hora para no hacer saltar los airbags. Hice un último bucle y me dirigí hacia la base de una farola situada en una esquina del aparcamiento. En lugar de tensarme, relajé cada parte de mi cuerpo y cuando la furgoneta chocó contra el cemento fue como dejarse llevar por una ola al romper. Pude oír un satisfactorio crujido de acero y cristal.
El coche disparó una alarma para que todo el mundo supiera que había resultado herido. La apagué y salí del vehículo para observar los daños. Un trozo de cemento de la base de la farola se había soltado, dejando que los cables muertos asomaran como huesos y venas. Al coche le había salido una abolladura del tamaño de un venado en el guardabarros frontal, rodeada por una constelación de otras abolladuras menores, golpes y rayas.
Ahora yo ya parecía normal… o todo lo normal que era posible.
A la vuelta me paré en una gasolinera en la esquina de Magazine Street con Washington para coger un poco de agua y algo para picar que llevarme a la habitación del hotel. Dejé el coche en Washington, fuera del estacionamiento. Cuando salí con mi botella de agua, frutos secos y Chick-o-Sticks, me encontré a dos chicos recostados contra la puerta del conductor de mi furgoneta. Tenían unos dieciocho años y vestían el uniforme estándar de vaqueros enormes y sudaderas negras con capucha y cremallera frontal. Uno de ellos iba arremangado y podía verle los tatuajes en los antebrazos y en las manos, combinaciones de números y letras que ya conocía de los barrios, las bandas y los planes de vivienda, pero que parecían tan aleatorias como las marcas pintadas en las casas: 3MP, 7WB.
El más alto iba con el pelo corto y tenía una bonita cara con unos ojos marrones grandes, tristes y acuosos. El más bajo era de piel oscura y lucía unas cuidadas rastas que le llegaban un poco más abajo de los hombros. Su rostro habría podido ser agradable y amistoso, pero se esforzaba por parecer malvado, sin conseguirlo del todo. Bajo la sudadera, el chico de las rastas llevaba una camiseta blanca con una foto de otro adolescente que formaba con las manos los mudras de los códigos del barrio y de los símbolos de la banda. La foto se encuadraba en un marco hecho con billetes de mil dólares. «Kwame Peanut Sinclair», decía. «1990-2006. Te querremos siempre.»
—Disculpad —les dije—, mi furgoneta.
El chico de rastas sonrió como gato que se hubiera tragado canario y se alejó un poco. Intentaba parecer malo y acababa pareciendo bobo. Un chiquillo divertido y ridículo que llevaba una nueve milímetros bajo su camiseta holgada.
El más alto no se movió. Se quedó donde estaba y me miró sin sonreír.
Me enderecé y le miré fijamente. Era aproximadamente de mi talla y mucho, mucho más fuerte. Bajo su ropa amplia podía apreciar la silueta de un cuerpo joven y fuerte, pero me habría sorprendido mucho que pudiera generar la energía necesaria para pegar un puñetazo. Parecía sonámbulo.
Supuse que estaba esperando a que alguien le arrebatara la vida. Y no quería ser yo.
El chico y yo nos miramos.
—Deberías darle las gracias —intervino el de las rastas, con los ojos brillantes y un acento tan marcado que apenas pude entenderle.
El chico suicida y yo nos miramos. El cielo gris se cernía sobre nosotros.
—¿Sí? ¿Y eso? —repliqué yo.
—Te está vigilando el coche.
El chico suicida me miraba. Acaba con todo, pedían sus ojos. Hazlo. Ahora.
No dije nada. Conocía esa mirada.
—Es verdad —insistió el rastas—. Le ha dado su bendición. Ahora es como si estuviera segregado.
Supuse que quería decir «sagrado», pero «segregado» también estaba bastante bien. Una segregación que consagra. Me fijé en la furgoneta. Había un charco bajo la rueda delantera y el neumático estaba mojado. Me imaginé que el chico suicida había meado allí. Así pues, estaba segregado.
El rastas sonrió, pero el suicida no. Siguió mirándome, deseando que ése fuera el día de liberarse de todas sus miserias.
No lo era, por lo menos no gracias a mí.
—Eh —me preguntó el rastas—, ¿qué significan esos tatuajes?
Tengo una docena de tatuajes, pero él solamente podía ver dos: una «T» en mi muñeca izquierda y una «K» en la derecha.
—No me acuerdo. Estaba borracha.
Rodeé el coche hasta la puerta del copiloto, abrí y me metí dentro. Al hacerlo, el chico suicida se separó de la puerta del conductor y se alejó. Me senté al volante y arranqué sin volver a mirar a los chicos, dejando que el pequeño incidente muriera de muerte natural.
Por el retrovisor los vi parados en la calle. El rastas se reía, el chico suicida no.
Mientras me dirigía hacia el centro, llamé a un reportero de sucesos que conocía en el Times Picayune por si sabía algo sobre Vic Willing.
—¡Eh, Jimmy! Soy Claire DeWitt.
—¡Por Dios! Venga, ¿quién es? —respondió entre risas.
—Claire. Jimmy, soy Claire. Estoy en la ciudad.
—No, en serio —insistió—. Vamos, ¿quién es?
—De verdad —repetí, a la vez que me preguntaba si me había confundido—. Soy yo, DeWitt.
—¡Oh, Dios! ¿De verdad? En serio, ¿me estás llamando de verdad? ¿Por teléfono? ¿Eres realmente Claire DeWitt?
—Sí —contesté, cada vez menos segura de que yo fuera de verdad Claire DeWitt—, soy yo. Oye, ya sé que nosotros no…
—¡Por Dios! —repetía sin parar—. Es gracioso. Es real y jodidamente gracioso. Claire DeWitt. Me cago en Dios.
—Sí, bueno, es que estaba pensando… En realidad, podría usar tu…
—Oh, no. No. Para nada. Ni siquiera sé por qué hablo contigo. No, lo siento, pero no. En realidad, ni siquiera debería estar hablando contigo. Lo sabes, ¿no? De hecho, no voy a hablar contigo en absoluto. Adiós.
Y colgó.
Fue mejor de lo que esperaba.