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Esa noche estuve repasando en mi habitación el dossier que había empezado sobre Vic Willing. Al dorso de la cubierta de la carpeta había pegado una foto de Vic que me había descargado e impreso de la página web del Colegio de Abogados. Se trataba de un varón de cincuenta y seis años, blanco, originariamente rubio y después con el cabello plateado, de un metro setenta y ocho (una altura mayor en Nueva Orleans que, digamos, en San Francisco o en Nueva York), razonablemente en forma, razonablemente bien parecido, de ojos azules y con una corbata de las caras. Sospeché que siempre llevaba corbatas caras.

En el dossier también tenía los tres últimos extractos de su tarjeta de crédito, movimientos bancarios de los últimos seis meses, correos electrónicos de su cuenta, fácilmente pirateable, y algunos informes médicos. Vic tenía la tensión alta y demasiado colesterol, algo muy común, especialmente en esa ciudad. Si hubiera mostrado altos niveles del antígeno prostático específico podría haber significado algo, pero la salud de su próstata apenas tenía importancia en ese momento.

Por lo que se refería a sus compras, bueno, las corbatas eran realmente caras, unos cien pavos cada una. También lo eran los sombreros, los trajes, los zapatos, incluso su ropa interior, que era de seda. Frecuentaba restaurantes caros y bares de hoteles unas cuantas noches por semana, probablemente para encontrarse con otros abogados. Sus correos electrónicos eran perfectamente predecibles: trabajo, citas y vida social con amigos. No estaba casado y no lo había estado nunca. Los ecos de sociedad lo mencionaban ocasionalmente como asistente a actos de beneficencia, a los que acudía con amigos, con las mujeres de sus amigos o con otros abogados. Me imaginé que era homosexual.

Hacía unos días había mandado correos a detectives que conocía, a abogados que conocía y a gente de Nueva Orleans que conocía. Resultó que un montón de gente que yo conocía había conocido también a Vic Willing, o se lo habían presentado, o habían hablado con él, o conocían bien a alguien que lo conocía. Sus respuestas estaban en el dossier.

Un príncipe, decían muchos. Un tipo realmente bueno. Bueno de verdad. Generoso. Siempre tenía tiempo para ti, aunque fuera un poquito, teniendo en cuenta lo importante que era. El tiempo que invirtió en sacar de apuros a su adversario, el abogado defensor Hal Sherman, y conseguir que saliera de la OPP, la famosa Orleans Parish Prison. El trabajo de asesoramiento gratuito que realizó en el caso Shimmel en su tiempo libre y lo que se había preocupado por Harry Terrebone cuando éste salió de la rehabilitación y nadie más quería ni siquiera tocarlo. Incluso se había ofrecido voluntario, cuando el tiempo se lo permitía, para orientar a jóvenes de Nueva Orleans y animarlos a abandonar sus actividades criminales. Quedaos en el colegio, chicos. No toquéis las drogas. El asesinato está mal. Etcétera.

«Él era el tipo al que había que acudir en la Oficina del Fiscal del Distrito —escribió en un correo un poli retirado del Departamento de Policía de Nueva Orleans—. El único con el que se podía tratar. Ya sabe cómo son. Pero Vic era distinto. Se podía hablar con él.» Los polis y los fiscales de distrito de la ciudad mantenían una disputa histórica. Era como los Hatfield y los McCoy, excepto que cuando volaban las balas, los que recibían el disparo eran los demás.

Los rumores de sobornos y corrupción acosaban la Oficina del Fiscal del Distrito. Ese tipo de acusaciones eran un lugar común en cualquier departamento de justicia; después de todo, incluso los agentes de la ley más honestos tienen errores, y a la gente que de verdad comete crímenes no le gusta admitirlo. Y todos los departamentos albergan sus manzanas podridas. Pero en Nueva Orleans estaban podridas la mayor parte de las manzanas y la mayoría de las acusaciones eran ciertas. Aquí, el soborno y la corrupción eran el pan de cada día.

Sin embargo, ninguna de esas acusaciones manchó a Vic Willing. «Un abogado honrado —escribió otro detective al que conozco—. Si es que eso existe.»

Si yo fuera poli, sospecharía que Leon hizo desaparecer a Vic. Pero yo no soy poli. Probablemente, Leon podría matar a alguien si las circunstancias le obligaran, casi todo el mundo podría. Aunque no me parecía que Leon tuviera el talento organizativo que se necesita para llevar a cabo una desaparición de ese tipo.

Los extractos bancarios de Vic eran numerosos pero aburridos. Muchos depósitos y un montón de retiradas. Tenía unos ingresos semidecentes como fiscal, aunque las corbatas de lujo las costeaba con sus herencias. Su padre, Tolliver Willing, había realizado buenas inversiones inmobiliarias y le había dejado todas sus propiedades a su único hijo, Vic. La madre de Leon, Vivian, la hermana de Vic, se había casado con un músico y la habían excluido casi totalmente de la fortuna de la familia por su mala cabeza. Con buen juicio, Vic no había vendido ninguna de las propiedades que había heredado, y cuando murió, seguía recaudando los alquileres de cinco edificios residenciales en el Garden District y en el Barrio Francés. Ahora todo era de Leon. Todos los edificios estaban abandonados y su valor se había duplicado en los últimos años. Las propiedades inmobiliarias habían estado subiendo rápidamente de precio antes de la tormenta, y mucho más rápido desde entonces, ya que apenas quedaba mercado inmobiliario alguno.

Eché una ojeada a los casos de Vic, o por lo menos a los que me dio tiempo de encontrar en unos días. Si lo necesitara, podría hacer un seguimiento exhaustivo más tarde. Vic era un fiscal acusador. Como la mayoría de los de Nueva Orleans, ganó muchísimos casos pequeños y perdió casi todos los grandes. Era prácticamente imposible encontrar testigos que declararan en casos de grandes negocios con drogas o de asesinato, porque los testigos sabían que, con o sin condena, si testificaban acabarían muertos. Ningún gran traficante de drogas actuaba solo. Incluso en el caso de que el acusado fuera condenado y encerrado (muy improbable), uno de sus compatriotas se desquitaría. Además, el Departamento de Policía era bien conocido por su incompetencia y por su incapacidad para trabajar con otras agencias, como en el caso de la Oficina del Fiscal del Distrito. Entre ellos, los grandes casos simplemente no funcionaban. El laberíntico sistema legal de Nueva Orleans, basado en el Código Napoleónico, tampoco ayudaba mucho. La mezcla de todo ello daba como resultado que Nueva Orleans tenía tanto la tasa más alta de asesinatos del país como una de las más bajas en cuanto a número de condenas.

De los ciento sesenta y un asesinatos cometidos en Nueva Orleans el año anterior, sólo se consiguió procesar y condenar con éxito a uno: llámalo mala suerte: ciento sesenta de tus colegas siguen libres y tú en Angola[1].

«No, nunca me pregunto “¿Por qué a mí?” —contestó Silette en su última entrevista, después de que hubiera desaparecido su hija Belle—. Porque antes, cada día de mi vida me preguntaba “¿Por qué no a mí?”. Ahora queda claro que yo tenía que ser tan desdichado como cualquier otro.»

Lo metí todo otra vez en la carpeta y lo guardé en un cajón del aparador. De mi maletín saqué una pequeña bolsa de muselina que contenía cinco monedas del I Ching y las arrojé sobre la cama. Constance Darling, mi maestra, me enseñó hace tiempo el método de las cinco monedas.

Hexagrama 25. Lo busqué en la vieja y raída edición en rústica que ella me dio, uno de los cinco libros que me traje de viaje: el Manual del I Ching de las cinco monedas; Détection, de Silette; Orquídeas venenosas de Siberia: una interpretación visionaria; un libro sobre las prácticas de brujería en el norte de México, y una novela barata para leer en el avión.

Hexagrama 25: la serpiente en la montaña. La serpiente se traga su propia cola y nunca se siente satisfecha. Cuando la reina llora, el arroz llora con ella. Un hombre bueno le da arroz a la serpiente y al final él está lleno. Un hogar sin arroz es como un hogar sin alegría.

Cogí el teléfono y llamé a Leon.

—Me gustaría ver dónde vivía Vic. ¿Podría ser mañana? —le pedí.

—Pues no —me respondió—. Estoy ayudando a un tipo que conozco a rehabilitar su casa en Mid-City. Pero podemos ir pasado mañana, claro. Perfecto.

—Perfecto —repetí.

—Perfecto —dijo él—. Y oye, mira. ¿Podríamos poner una hora límite para llamarnos por teléfono? No sé, ¿quizá las diez o las once?

Miré el reloj. Era la 1:11 de la madrugada.

—Lo siento, pero no. No creo que eso funcione.

Cuando le colgué el teléfono a Leon llamé a Frank, de Construcciones Ninth Ward. Marqué el número a partir de la tarjeta que había encontrado en la Napoleon House.

«¡Podemos hacerlo! ¡Puedo ayudar!»

A lo mejor podemos. A lo mejor podría.

El teléfono estaba desconectado.

Saqué una lupa de mi bolso y me dediqué a mirar más atentamente la foto de Vic que había pegado a la carpeta. A primera vista, su corbata tenía pequeños topos verdes. Bajo la lupa podía apreciarse que eran animales. Saqué otra lupa más potente.

Los topos eran loros verdes, varios centenares.

Caso 113, escribí en la parte superior de la carpeta. El Caso del Loro Verde.