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—Se trata de mi tío —dijo aquel tipo al teléfono—. Se ha perdido. Lo perdimos durante la tormenta.

—¿Perdido? Querrá decir que se ha ahogado.

—No —me respondió afligido—, perdido. Es decir, sí, claro, probablemente se habrá ahogado. Estará muerto. No he sabido nada de él y no puedo imaginarme que siga con vida.

—Entonces, ¿cuál es el misterio? —le pregunté.

Mientras hablábamos pasó un cuervo. Yo me encontraba en el norte de California, cerca de Santa Rosa. Estaba sentada a una mesa de picnic junto a un grupo de secuoyas. Un arrendajo azul graznó cerca de allí. Los cuervos solían ser pájaros de mal agüero, pero hoy son tan comunes que eso ya es difícil de decir.

Los augurios cambian. Las señales se transforman. Nada es permanente.

Esa noche soñé que había vuelto a Nueva Orleans. Llevaba diez años sin ir, pero en mi sueño resultó que me encontraba allí durante la inundación. Era una noche fría y oscura, y yo estaba sentada en un tejado. La luz de la luna rebotaba sobre el agua a mi alrededor. El silencio me envolvía. Todo el mundo se había marchado.

Al otro lado de la calle, en otro tejado, un hombre estaba sentado en una silla de respaldo recto. El tipo se desenfocaba a ratos, como en esos viejos rollos de celuloide llenos de manchas y fundidos a causa de la luz. Tendría unos cincuenta o sesenta años y era blanco, pálido, más bien bajo, de cabello entrecano y cejas pobladas. Llevaba un traje negro de tres piezas con cuello alto y una corbata negra. Tenía el ceño fruncido.

El tipo me miró con severidad.

—Si te contara claramente la verdad, no la entenderías —me dijo.

Su voz era áspera y distorsionada, como un disco viejo, pero aun así pude distinguir un deje de acento francés.

—Si la vida te diera respuestas rotundas, serían respuestas sin sentido. Cada detective debe buscar sus propias pistas y descifrar los enigmas por sí mismo. Nadie puede resolver el misterio por ti, un libro no te puede mostrar el camino.

Entonces lo reconocí: por supuesto, era Jacques Silette, el gran investigador francés. Las palabras provenían de su único libro, Détection.

Miré a mi alrededor y en la oscuridad de la noche vi un débil resplandor en la distancia. A medida que la luz se acercaba, descubrí que se trataba de un bote de remos con un farol en la proa.

Pensé que venía a rescatarnos, pero estaba vacío.

—Nadie te salvará —me dijo Silette desde su tejado—. No vendrá nadie. Estás sola en tu búsqueda, sin amigos, sin amor, sin un Dios en lo alto que venga en tu ayuda. Tus enigmas son sólo tuyos.

Silette aparecía y desaparecía, parpadeando bajo la luz de la luna.

—Lo único que yo puedo hacer es dejarte pistas —me dijo— y esperar que no sólo resuelvas los misterios, sino que también elijas con cuidado los rastros que dejas tras de ti. Escoje con prudencia, ma’moiselle. Los enigmas que no revuelvas se mantendrán durante varias vidas cuando tú ya no estés.

»Recuerda: eres la única esperanza para los que vendrán después.

Me desperté tosiendo, expulsando agua.

Esa mañana hablé con mi médico sobre el sueño. Luego llamé a aquel tipo y me hice cargo del caso.