Capítulo 9

Carrick tragó algo sólido que venía acompañado del tacto suave, caliente y esponjoso de unos labios.

Jamás había experimentado una sensación igual. El corazón se le disparó y la piel le hormigueó. Era agradable sentir. Carrick, sublevado por la caricia, decidió tocar con su lengua aquello que frotaba la suya con tanta timidez; y, en ese instante, su adormecido corazón bombeó con fuerza contra su pecho, de un modo que hasta su caja torácica vibraba.

Un olor a flores de la noche lo hipnotizó. Así olía Aiko.

En ese instante, abrió los ojos, incrédulo al ser objeto de aquella fantasía. La japonesa los tenía cerrados y le estaba besando. Carrick parpadeó sin comprender la situación, hasta que cayó en la cuenta de que lo que le estaba sucediendo no podía ser otra cosa que un sueño.

El peinado de Aiko tenía flores de almendro entre las trenzas, y ella vestía como una ninfa de los bosques, como su padres, Gwyn y Beatha, le habían asegurado a través de sus leyendas que vestían las hadas y los elfos, la Buena Gente.

Sí. Esos tiernos besos y aquella mano titubeante que acariciaba su barbilla rasposa por el inicio de la barba no podían ser de verdad; no podía ser un gesto otorgado voluntariamente. Porque, después de beber de ella violentamente hasta dejarla exhausta, la vaniria jamás lo trataría de aquel modo tan amable. No se lo merecía.

Sin embargo, por una vez, Carrick, inmóvil, accedió. Aceptó que solo pudiera besar y tocar a Aiko de aquel modo en sueños, y decidió aprovecharse de ello, porque sus sueños nunca eran sueños, sino pesadillas, y porque ese era el primer sueño agradable que tenía después de que lo secuestraran los miembros de Newscientists.

Su respiración se tornó pesada, como pesados eran sus besos, calentándose y volviéndose más atrevidos y necesitados.

Y sí. Estaba hambriento. De nuevo. Y no quería despertarse. Quería ir rápido, no recuperar la conciencia y quedarse en lo mejor.

Carrick levantó las dos manos, sin perder el contacto del beso, las posó sobre la cara de Aiko y se incorporó.

—Carrick… —susurró ella contra sus labios.

Él negó con la cabeza, acallándola de nuevo con otro beso, más profundo que el anterior, temeroso de que en su sueño ella pudiera decir algo que le incomodase o que provocase su despertar.

No quería despertar. Jamás.

Llevaba una ropas élficas, y él sabía cómo se las debía quitar. Porque los bardos conocían los secretos del mundo élfico, ya que así los habían instruido de generación en generación. Las hojas que le cubrían el torso eran la verdadera llave y no las hebillas. Las acarició, pidiéndoles permiso a las sutiles enredaderas que forjaban su protección, como un muro. El corsé se abrió de par en par, dejándola parcialmente desnuda.

Carrick miró hacia abajo y contempló los pechos blancos y perfectos de la japonesa que tragaba saliva, impresionada por la velocidad con la que él se movía. Sonrojada igual por sus besos, seguramente, tanto como lo estaba él.

La tumbó sobre el lecho de hierba, flores y margaritas, y él se colocó sobre ella. Ansiaba tanto hacerle el amor… Él jamás había hecho el amor.

A él le habían hecho otras cosas, pero nunca el amor.

Intentando alejar los fantasmas de su cabeza, se centró sólo en Aiko, que ahora le rodeaba el cuello y lo volvía a besar, como si comprendiera que a él intentaban asolarle los miedos.

—Solos tú y yo, Carrick —le dijo ella con dulzura.

Carrick asintió con la cabeza, y prosiguió con la labor de desnudarla. Pero tenía prisa. Si de verdad era un sueño, no habría tiempo que perder.

Le subió la falda con premura y escuchó la risa nerviosa de Aiko. Él levantó la cabeza, maravillado por tan dulce sonido.

Pasó la mano por la entrepierna de Aiko y susurró:

—Por favor… —A continuación, deslizó la braguita marrón aterciopelada que cubría la intimidad de la hermosa japonesa por sus piernas y se la quitó por los tobillos, envueltos en estilizadas botas élficas.

Carrick se arrodilló y se desabrochó el pantalón para poder liberar su erección.

Desde que había visto a Aiko, aquella parte dormida en él solía despertar por las mañanas y, sobre todo, cuando olía su esencia, como en ese momento.

Aiko dejó caer la cabeza en la alfombra de césped verde y le echó los brazos, invitándole a que se tumbara sobre ella.

Carrick tragó saliva y asintió. Pero no sin antes subirle la falda para verla totalmente desnuda. La joven estaba húmeda entre su sexo, completamente liso.

Era un milagro que aún tuviera la capacidad de soñar, pensó él. Su mente todavía tenía voluntad de crear belleza. Como los lienzos que dibujaba de pequeño sobre otros mundos.

Carrick guio su erección hacia la entrada de Aiko y empujó, abrumado y extasiado por el placer del roce de sus carnes: la suya hinchada; la de ella estrecha y resbaladiza.

Ella gritó curvándose, dibujando un semicírculo con la espalda, sujeta a su cuello y colgada de él.

El vanirio se quedó inmóvil y sonrió en su interior. Atesoraría aquel sueño siempre, porque había sido capaz de crear a una Aiko pura para él. Era la primera vez de ambos.

Torpe, tierna y caliente, tanto, que no supo detenerse. Carrick la sujetó y empezó a embestirla con ímpetu. El olor del sexo y el de sus cuerpos lo excitó aún más.

Sentía las paredes internas de Aiko contraerse, absorberle como si dijeran a gritos que aquel siempre fue su hogar. Un hogar descubierto muy tarde y bajo el influjo del sueño.

Carrick la cubrió con todo su cuerpo, sin dejar de moverse en su interior.

Ella, igual de acelerada que él, le pasó las manos por la camiseta con todo el ardor que él le proporcionaba y dejó su torso descubierto, liso, y perfecto, ya que su sangre lo había sanado en su totalidad. Incluso le habían desaparecido las cicatrices que lucía en el cráneo, producto de las crueles experimentaciones en Chapel Battery.

Carrick hundió el rostro en el cuello de Aiko y gruñó con rabia por haber sido víctima de tales tratos. Las caderas se mecían hacia delante y hacia atrás, hasta lo más hondo, y Aiko gemía y murmuraba palabras en japonés que a él le sonaban a gloria.

Mordió a Aiko para beber de ella mientras su cuerpo empezaba a temblar con los primeros estertores del orgasmo.

Y en su sangre, esta vez, pudo ver la pequeña kofun que fue. La traición que sufrió su clan bajo el mando de Seiya, el hermano gemelo de Kenshin. Descubrió que tuvo un hermano al que perdió en Diablo Canyon. Entendió el dolor de la pérdida de Ren, y por qué lo miró tan rabiosa cuando él mismo se intentó inmolar al creer que estaba muerta. Aiko no creía en la rendición porque era de cobardes. Comprendió por qué ella era quien era y cómo era. Supo que, aunque tenía un cuerpo muy joven, era toda una mujer de mil quinientos años. Una anciana involucrada en muchas guerras, que peleó siempre al lado de los justos y que nunca abandonó a su clan. Esa lealtad y esa entrega fue lo que más impactó a Carrick.

No eran muy diferentes el uno del otro. A los dos les movía lo mismo, la solidaridad y la lealtad hacia uno mismo y hacia los demás; hacia todos aquellos que sujetaban un arma y la alzaban para pelear codo con codo en honor a la verdad.

Carrick sintió el momento exacto en el que Aiko empezó a alcanzar su orgasmo. Y aunque le sorprendió que ella le mordiera, le permitió que lo hiciera y que bebiese tanto como desease, porque, mientras ambos se corrían y bebían el uno del otro, un sueño no podía cambiar nada de su vida real.

Porque, los sueños sólo eran eso, sueños.

Y su secreto continuaba a buen recaudo, al igual que su vergüenza.

Cuando Aiko dejó de beber, lo hizo por necesidad, porque no podía soportar más dolor y más crueldad. La sangre de Carrick se abrió ante ella sin ningún reparo. Sus recuerdos, grabados todos en su ADN y en su mente, acudieron para fustigarla y para darle una lección: se dio cuenta de que su sufrimiento había sido infantil comparado con todo lo que el valiente y protector vanirio había vivido en nombre de todos, para proteger a los niños que vivían con él en ese agujero de odio, abuso y violencia. Carrick fue el Peter Pan de todos ellos, el que les cuidaba, el que les transmitía que, a pesar de la pena y el maltrato, incluso en ese infierno, seguían teniéndole a él y seguían siendo como una familia. Él se convertiría en su hogar.

Sí, una familia perdida, con la inocencia rota y arrastrada por el lodo. Pero él dio la cara por todos y cada uno de ellos.

Y Aiko se llenó de admiración y de vergüenza, golpeada por la bofetada de la honestidad. Vergüenza por ella, por sus insulsas quejas, porque una eternidad sola no se podía comparar con los castigos eternos y humillantes que él sufrió bajo la batuta de los humanos día tras día mientras estuvo cautivo. ¿Y todo por qué? Porque él poseía algo que ellos no tenían. Inmortalidad, pureza, valentía, pundonor y poder. Y le temían. Por eso quisieron destruirle.

Por ese motivo torturaron y vejaron a cientos de niños y guerreros que podrían haber salvado su mundo. Por ambición y avaricia. Por envidia y codicia.

Malditos pecados capitales que manchaban de sangre y dinero las almas de la especie humana y que la cegaban para que nunca vieran que la magia les rodeaba ni para que comprendieran lo insignificantes que en realidad eran.

Nada comparado con la magnanimidad y la fuerza de los vanirios o los berserkers.

Mientras Carrick seguía moviéndose en su interior, Aiko ahogó un sollozo de ira reprimida y de ansias de venganza, y se abrazó a él, a ese héroe con aspecto de príncipe incorruptible, para transmitirle cuánto anhelaba curar cada herida de su espíritu quebrado.

—Carrick…

Lo querría toda la vida por ello.

En ese instante de entrega absoluta y certera sorpresa por cada revelación, por cada herida abierta y supurante, y por ese reencuentro con su alma gemela, la única que podía complementarla, Aiko decidió que lucharía el tiempo que le quedase al lado de Carrick.

Jamás lo abandonaría. Ese era su momento. Y no importaba si se trataba de un solo instante, de unas horas o de días.

Carrick era de ella. Y de nadie más.

Y si, finalmente, sus dones no lograban evitar la destrucción final, cuando la luz se apagara y todo se volviese oscuro, la única mano que querría mantener agarrada a la suya, sería la de él.

—No sé cuándo despertaré de este sueño —susurró Carrick con voz rasposa, aún duro en su interior—, pero déjame aprovechar el tiempo que me queda dentro de ti. Tu cuerpo me llena de luz y esperanza.

Aiko le acarició la cabeza rapada con los ojos llenos de lágrimas y de amor incondicional por su pareja, y le susurró al oído:

—Por ti, lo que quieras.

Aiko desconocía cuánto duraría la Riley en el cuerpo del vanirio, pero se lo dejó de preguntar cuando Carrick volvió a empezar de nuevo a construir un mundo entre ellos, repleto de sensaciones y tacto, y un recuerdo permanente que ella iba a atesorar para su efímera eternidad.

Y la segunda vez, el segundo intercambio, la segunda entrega por amor, fue mejor que la primera.

Cuando Daimhin despertó, lo primero que vio fue a Steven, sentado sobre el mismo lecho de piedra y musgo que ella, vestido con inusuales ropas, propias de los duendes y los elfos. Jugaba entre sus dedos con una margarita y la olía ensimismado en sus pensamientos. La cresta roja volvía a estar perfectamente peinada hacia arriba; y el pendiente de su oreja refulgía, siempre que una luz titilante y en suspensión, una llama azul, se movía alrededor de ellos.

—Luces —susurró estupefacta. Arrugó las cejas rubias y finas, y se incorporó súbitamente, estudiando perpleja las llamas flotantes—. Hacía tanto que no las veía…

Él la miró con intensidad y negó con la cabeza.

—No son sólo luces. Son luces mágicas; almas mensajeras que vienen a susurrar secretos…

—No son luces mágicas —repuso levantándose del lecho y apartándose ligeramente de él—. Es un fenómeno natural común en Escocia —le explicó sin mucho encanto—. Se produce por la filtración de la cantidad de ciénagas y pantanos a través de las capas terrestres. No sé dónde estamos exactamente, pero seguro que estamos bajo un pantano o algo. El agua se cuela a través de las paredes de estas rocas talladas.

—Son luces mágicas y punto —la cortó él, levantándose a su vez para colocarse a su lado—. ¿Ya no crees en los cuentos de hadas, Barda?

Daimhin no pudo reaccionar al encanto y a la belleza de Steven de otro modo que no fuera mirarlo fijamente, en tensión, y también un poco enervada por el efecto que provocaba en ella. Sus ojos brillaban llenos de vida, amarillos como el sol, compartiendo también su calor. Sonreía como si supiera las verdades de los Nueve mundos, y olía a naranja… Y ella adoraba los naranjos; le encantaba el perfume que emanaba de sus hojas y su fruta. Le recordaba a la niña que una vez fue.

—¿Por qué estamos aquí? —se apresuró a preguntar, eludiendo la respuesta—. ¿Qué nos ha pasado?

—¿No es obvio, sádica? —dijo él dando una vuelta sobre sí mismo con los brazos abiertos—. Nos reunimos con Arwen y Legolas para una fiesta de los elfos.

Los ojos anaranjados de la hermosa vaniria se dilataron, como si su cerebro captara la broma al instante. La comisura de su labio se estiró levemente, como haría un chicle duro.

—Es un chiste, supongo.

Steven puso los ojos en blanco y exhaló cansado. La cogió por la mano y tiró de ella con energía y brío.

—Claro que es un chiste. Nerthus ha venido a vernos, sus huldre elver nos han salvado del veneno de las serpientes doradas de los elfos oscuros Svartálfar. —Se introdujo a través del portal en el que las luces azules se internaban. Debía seguirlas—. Carrick y Aiko también están bien.

—¿Dónde está mi hermano? Lo quiero ver.

—Ahora nos lo encontraremos, no te preocupes. Nerthus me ha dicho que tenemos algo que hacer, y que cuando despertaras, debíamos seguir las luces y encontrarnos con los huldre.

Daimhin clavó los talones de golpe, seria e inflexible en su decisión de no proseguir.

—¿Dices que Nerthus ha venido a vernos?

—Sí.

—¿La madre de Freyja? ¿La Diosa Madre?

—Sí.

—Y… ¿Cómo es?

—Está tan buena como su hija.

Daimhin frunció el ceño. Un desconocido recelo recorrió su estómago como ácido. ¿Qué era esa sensación? Los colmillos se le alargaron, como si estuviera dispuesta a morder a alguien lo suficientemente fuerte como para arrancar alguna que otra extremidad.

Steven la miró de reojo y sonrió.

—¿Qué te pasa? ¿Y esa cara de perro?

—No me pasa nada —contestó con la boca pequeña—. Y no tengo cara de perro. ¿Y dices que nos vamos a reunir con los huldre? ¿Los elver huldre, los elfos que se ponían en contacto con los druidas de mis antepasados? —preguntó todavía resentida, intentando liberarse de un tirón de la férrea sujeción del berserker.

—Sí. Eso he dicho.

—Vaya…

—Pareces emocionada. —Steven continuó tirando de ella, envueltos por las luces flotantes en un pasillo tan oscuro como la noche—. ¿Qué sucede?

Daimhin se pasó la lengua por los labios y sacudió la cabeza, consternada.

—Es sólo que jamás he visto uno. Sé que existen, mi padre me ha hablado de ellos. A él su padre también le habló de la Buena Gente… Tengo ganas de verlos.

—Daimhin, eres vaniria. Tan mágica como ellos. —Steven se detuvo casi al final del larguísimo pasillo, cuando la claridad y la corriente del aire se hacían más patentes, y el leve viento traía los murmullos de una multitud hablando y orando en idioma antiguo. Fuera lo que fuese lo que se iban a encontrar al final de ese túnel sería, sin lugar a dudas, la primera vez para ellos.

—No lo entiendes. No importa.

—¿Qué es lo que no entiendo?

—Todo. No tienes ni idea.

—Pues seré idiota, y que conste que no es ninguna novedad. Pero aprendo rápido —Steven se plantó ante ella, tan enorme y alto como era—. Explícamelo. ¿Qué es lo que te cruza por esa cabeza hermética que tienes, sádica? No leo la mente como tú. No sé nada de ti. Cuéntame —la animó.

Ella dejó ir el aire con cansancio, y lo miró de frente.

—No lo entenderías.

—Pruébame.

—Soy una barda, Steven. Los bardos tenemos especial relación con el mundo feérico, con elfos y duendes; pero yo jamás he tenido ninguna —repuso nerviosa y afectada—. Nunca hablaron conmigo. Y nunca lo harán —tragó saliva, con vergüenza, agitada por pensar que cuando los elfos leyeran en su alma y vieran lo sucia que estaba no querrían tener contacto con ella—. No soy digna de la Buena Gente.

Esas palabras golpearon el corazón de Steven. Que una chica como esa, tan llena de magia y de valor, dijera que no era digna… No lo podía permitir.

—Daimhin —Steven dio un paso al frente y la tomó de la barbilla, para alzársela y que sus ojos atormentados se encontraran—. Tienes los ojos más increíbles que he visto, pero ven menos que los de un topo. Y creo que si los ángeles existieran tendrían tu rostro.

—No soy un ángel…

—Cállate —gruñó—. No te ves las alas. No las ves como yo. Cuando los huldre te vean se quedarán sin palabras, tal y como yo me quedé al verte por primera vez. Son ellos los que tienen el honor de verte y contemplarte, de hablar contigo. Ellos. No al revés. No vuelvas a decir que no eres digna, cuando son los demás los que no somos dignos de ti.

El silencio entre ellos se hizo pesado y expectante.

Daimhin sentía dicha y congoja a la altura del pecho por ser la receptora de tan hermosas palabras. No se las merecía. Ella no se podía merecer tales halagos.

«Pequeña tonta… Tan solo si te vieras como yo te veo», pensó Steven.

«¿Por qué me dices eso?», se preguntó ella perdida, sin saber qué hacer ni qué sentir. «¿Por qué me miras así? No me veo en el reflejo de tus ojos, no veo lo que tú ves… No sé qué esperas de mí».

La nuez del berserker se movió de arriba abajo; y, con la suavidad de las alas de una mariposa, le sostuvo el rostro en alto. Las luces azules revolotearon sobre sus cabezas y los susurros de los elfos impregnaron el ambiente como voces lejanas y proféticas.

—¿Qué haces? —dijo Daimhin asustada.

Thoir pàg dha Daimhin. Darle un beso a Daimhin.

—¿Pàg? ¿Un beso? —repitió sumida en la dulzura de la mirada de Steven.

Nunca la habían besado. Los besos habían dejado de ser hermosos para ella… No obstante, pocas veces había vivido un momento más bello que aquel. Rodeada de luces mágicas, aunque dijera que no creía en ellas. Cortejada por el guerrero más sexy y garrido que hubiera visto en su vida.

Los vanirios eran bien parecidos, hermosos guerreros, pues Freyja, vanidosa y hermosa como ella sola, no podía permitir que sus hijos no lo fueran. Los berserkers eran más masculinos y salvajes, más terrenales… Aun así, Steven era guapo, como si serlo fuera pecado.

Daimhin cerró los ojos, apunto de echarse a llorar por el miedo y los nervios. ¿Esta era ella de verdad? ¿Iba a aceptar un beso de Steven? ¿Por qué él era diferente? ¿Por qué la hacía sentirse merecedora de un beso de amor?

Levantó la barbilla y cerró los ojos.

Steven sonrió como un hombre enamorado y se decidió a posar sus labios sobre los de ella.

—Lamento mucho interrumpiros, bom priumsa, mi princesa.

Daimhin se apartó de golpe, escurriéndose de los dedos de Steven como si hubiera sido un sueño imposible, tan fugaz como una estrella.

Los ojos de Steven enrojecieron de la frustración al ver que el elfo que le había casi insultado en la cámara intraterrena justo cuando él acababa de despertarse estaba plantado en la salida del túnel, con una rodilla clavada en el suelo, y los ojos plateados fijos en ella.

Hacía como si él no existiera, el maldito.

Daimhin parpadeó impresionada al ver al elfo. Sus ojos se llenaron de fantasía al contemplarlo, como si de repente todos los mundos mágicos que ella había negado en su cautiverio, se abrieran de golpe, como un amanecer.

Steven experimentó el primer puñetazo de los celos, en pleno plexo solar.

Había estado a punto de besarla; ella lo quería tanto como él y, de repente, se había quedado cegada por el huldre. Y ambos, tanto el elfo como la Barda, lo habían apartado de la ecuación.

El rostro del berserker se agrió.

Daimhin se acercó al elfo, como si sus pasos tuvieran vida propia. El cretino la había llamado «mi princesa». Tendría que dejarle bien claro que Daimhin no era de nadie y, en caso de serlo, sería de él. No de un huldre vestido con mallas verdes y cuero marrón, abalorios dorados, un pendiente con una bola de brillante y los brazos decorados con brazaletes rebosantes de verdor.

—Este es Rulos, el elfo —lo presentó mal Steven, para romper el hechizo naciente entre ellos.

—Mi nombre es Raoulz, princesa —corrigió el elfo, dirigiendo una mirada compasiva hacia Steven, mirándolo como si fuera lerdo y no supiera sumar dos más dos—. Esperábamos tu despertar con ansia. Es una alegría inmensa tener a los hijos de los bardos con nosotros.

Raoulz le ofreció la mano, y Steven tuvo que contemplar con amargura como Daimhin, tan reticente como había estado respecto a que él la tocara, no tuviera reparo alguno en posar la mano sobre la del huldre e incluso sonriera a caballo entre la timidez y la coquetería.

—¿Nos esperabais?

—Siempre —contestó rotundo Raoulz—. Déjame que te acompañe al Salón de la Buena Esperanza, y allí podremos informarte sobre todo lo que nos acontecerá en este futuro inminente. Sería un honor disfrutar de tu compañía, hermosa Daimhin.

«¿Hermosa Daimhin?», se preguntó Steven. Él tenía que medir sus palabras para no asustar a la Barda y resultaba que al elfo se lo permitía todo.

—Voy a operarme las jodidas orejas —murmuró en voz baja.

Daimhin afirmó con emoción y caminó como una princesa al lado de su príncipe a través de la salida del túnel. Justo cuando ambos estaban a punto de desaparecer, Daimhin se detuvo en el umbral, miró por encima del hombro a Steven y le dijo sin soltarse de la mano del huldre.

—¿Vienes, berserker?

Steven se tragó el resquemor y los celos y movió la cabeza afirmativamente.

—Por supuesto, sádica.

Cuando el berserker los siguió, se llevó la mano al bolsillo del pantalón en el que reposaban las pastillas Riley.

No las había necesitado para haber estado a punto de besarla. No había necesitado ni magia, ni hierbas ni fuerza. Pero Raoulz les había interrumpido, y ahora le parecía una escena lejana e intangible.

No las había utilizado todavía porque no quería abusar y coger a Daimhin en horas bajas. La orden de Nerthus había sido clara. Debía usar las Riley porque los nuevos dones resultantes de la vinculación podrían ser de ayuda en el destino de los dioses y del Midgard. Dependían muchas cosas de ello.

No. Se corrigió. Dependía todo de ellos.

Tal vez debería dejar sus reparos a un lado y ser como el tipo falto de interés e irresponsable que siempre había sido. De esa manera, apartaría su conciencia y haría lo que un hombre tendría que hacer, aunque fuera mediante unas pastillas: enseñarle a la mujer destinada para él que, en realidad, estaban hechos el uno para el otro.