Bulgaria.
Paso de Shipka.
Sólo un humano.
Habían dejado a un único humano en Newscientists para programar la apertura de los techos de cristal y arrasar con todos los vanirios allí inmóviles y encadenados, fritos por los rayos del sol. Para los berserkers, los aspersores de la misma sala desprenderían ácido hasta deshacerlos.
Un Auschwitz para inmortales, aquello era ese reducto. Un campo de concentración en el que seres como él, bajo la violenta batuta de los científicos y guardias humanos, perderían su mortalidad y su inmunidad.
«Habría sido tan fácil acabar con ellos», pensó Thor. Los habían menguado tanto que olvidaron que eran seres poderosos y mágicos. Dioses de los humanos.
Pero uno nunca podía dar por muerto a un vanir hasta que no le arrancaran la cabeza o le aplastaran el corazón. Y ni con lo último podrían acabar con alguien como él, pues su corazón había sido devastado al apartar a Jade de él. Y, aun así, ahí continuaba.
Había ordenado al guardia que le quitara las esposas. También que le trajera algo de ropa, una bata con la que poder cubrirse. Adolf obedeció, dejando la bata pulcramente doblada sobre el suelo.
Los pinchos metálicos se desclavaron de sus muñecas, lo que le provocó un dolor abrasador. La sangre brotó de sus heridas, pero Thor ya había sido liberado.
—Tanto tiempo dominado… —murmuró con voz rasposa mientras tiraba del pelo de Adolf. Incluso su voz sonaba extraña. Hacía mucho que no la oía—. Tengo hambre… —Abrió la boca y mostró sus colmillos.
Le sacaba casi medio cuerpo al guardia insignificante que tenía delante, y no le costó nada alimentarse de él y beber sangre para coger fuerzas. Sabía que no debía propasarse y que jamás debía beber más sangre de la que contenía su propio cuerpo, porque hacerlo sería una invitación directa para que Loki pudiera tentarle. Los vanirios acarreaban con la cruz del hambre; y si se dejaban llevar por la gula, iban de cabeza a la perdición.
Bebió lo suficiente para cubrir sus primeras necesidades, y después le partió el cuello con una rotación seca de sus manos. El cuerpo del humano se había desplomado dando un golpe duro contra el suelo, propio de un recipiente vacío y sin alma.
Thor había realizado el último esfuerzo que aquella voz suave y empática le había sugerido: se había centrado en Adolf y lo había dominado mentalmente con su último aliento de poder.
Después, liberó uno a uno a todos los guerreros que apenas se mantenían en pie y que lo miraban perplejos por lo que había hecho. No tardaron en tomar el cuerpo de Adolf para beber lo que le quedaba de sangre… Que no fue suficiente para tantos guerreros como había.
A continuación, el vanirio salió de allí con las tarjetas que pendían del cuello de Adolf y las llaves que abrían todas las puertas y descodificaban programaciones. Se habían manchado con su sangre. No le importó. Thor las limpió con la mano y dirigió su mirada lila hacia la puerta que conectaba con la planta de arriba.
En el edificio no había ni un alma. Sólo ellos. Y sin la protección, sin la cúpula que anulaba las señales mentales, toda la información de la gente de los Cárpatos que había en el exterior entró en él.
Ese era su don. Su maldición. Sin Jade, sin su sangre, estaba totalmente perdido, y lo sabía.
Con paciencia y tesón, logró caminar hasta la planta superior, dejando que todas las voces entraran en su cabeza, aceptando que lo volvieran loco y que convivieran en su mente.
Ellas le decían que el mundo se acababa, que la tierra temblaba y que de ella salían seres monstruosos dispuestos a devorarlos y a acabar con la humanidad. Hablaban de caos y asesinatos, de quiebra y de apocalipsis.
Sonrió para sí mismo. ¿Sería que el Ragnarök había llegado de verdad? ¿Sería que Loki por fin había traído su reino de maldad a la Tierra y había mostrado a sus malignos hijos?
La voz que lo contactó le dijo que se dirigieran todos hacia la planta de arriba, a los muros exteriores, que una vez allí recibirían ayuda. Thor obedeció, con todos los recién liberados siguiéndole los pasos, no sin dificultades.
La debilidad en ellos era patente.
Pero la ayuda que él necesitaba no se la podía dar nadie.
Lo que sucedía en realidad en aquella tierra que una vez protegió no debía importarle demasiado. Por él, que todos los humanos murieran, porque sólo quería encontrar a una persona.
La razón de su existencia.
La mujer de su vida.
Su cáraid, Jade Landin.
Hacía mucho frío. La tierra temblaba bajo su cuerpo.
La Elegida abrió los ojos y se llevó la mano al vientre descubierto y algo abultado ya. Aodhan crecía muy rápido. Se cubría la barriga con el jersey negro, dándole calor.
Miró a su alrededor y no pudo reconocer nada.
Hacía un momento estaba en el RAGNARÖK, con el resto del Consejo Wicca. Hablaban de las nuevas noticias sobre los contactos con alguien de los Balcanes. Decían que estaban encerrados y que les iban a matar de un momento a otro; que los humanos habían abandonado las dependencias del campo de concentración en el que estaban. El amanecer llegaría y, con ello, miles de vanirios morirían.
Vanirios.
Ella escuchaba atentamente todo, sorprendida de que supervivieran tantos de su especie bajo una tierra que desconocían. Sería una gran ayuda en la guerra.
Sabía que estaba apoyada sobre el hombro reconfortante de Menw, su pareja. Él jugaba con los dedos de su mano, haciéndole cosquillas, y aquello la relajaba, tanto a ella como a su bebé.
Con él se sentía tan a gusto que no pudo evitar dormirse.
Eso era lo último que recordaba.
Daanna se levantó y fijó sus ojos verdes en las rejas de una propiedad. Estaba escrito en cirilio, el idioma de Bulgaria.
Ella estudió el edificio que se veía al fondo, en lo alto de una colina. En un par de horas amanecería.
Saltó la verja y corrió hasta llegar a las puertas metálicas que cercaban la propiedad.
Un enorme estruendo intraterreno provocó temblores en toda la colina.
Daanna abrió las puertas metálicas con su poder mental y el de Aodhan, que era increíblemente vigoroso. Su bebé sería un rey entre reyes y era muy importante para el día que se avecinaba, el Ragnarök final.
La Elegida no sabía por qué, sólo sabía que lucharía por su supervivencia.
Sabía dónde estaba. Estaba en el paso de Shipka. Y sabía quiénes había bajo esas instalaciones. Eran los vanirios. Desde ahí se había puesto en contacto con ellos uno de los vanirios.
¿Cómo sabían del foro? ¿Cómo contactaron?
Daanna entró en el edificio y no supo hacia dónde dirigirse. Posó sus manos sobre su vientre y le dijo:
—Ayuda a mami, bebé. Si sientes y sabes dónde están y cómo puedes sacarlos de aquí, ayúdales. Caithfidh siad duit. Te necesitan.
«Cúrsa, mammaidh. Claro, mamá», contestó Aodhan mentalmente.
Daanna frotó su vientre y sonrió.
«Estamos aquí, Thor. Ya llegamos».
Thor no parpadeaba siquiera. Tenía los ojos fijos en la puerta de hormigón, que separaba el campo de concentración en el que había vivido los últimos años, privado del exterior, de la vida en libertad.
«¿Quiénes?».
«Nosotros».
«¿Pero quiénes sois vosotros? ¿Cómo te llamas?», quiso saber.
«A mi madre la llamáis la Elegida. Y mi padre es el Sanador, que te puede ayudar con la sed que tienes. Él ayuda a los vanirios sin pareja para que controlen el hambre».
«Tu madre… ¿La Elegida?». Una vez tuvo muchos amigos, recordó con dificultad. Miembros de su clan con los que vivió todo tipo de experiencias… Ahora, su mente, tan castigada durante años, debía sobreesforzarse para ordenar su memoria confusa. Sus emociones estaban desconectadas de su cerebro, poblado por rostros borrosos y nombres sin identificación. Dioses, ¿qué habían hecho con él?
«Con el tiempo podrás encontrarte mejor. Mi padre te ayudará, Thor».
«¿Cómo sabes mi nombre?».
«Mi madre te recuerda a menudo. Recuerda que cuando erais niños casivelanos y los vanir aún no habían acudido a vosotros, tú eras el único que la animaba a aprender a luchar. Pero mis tíos y mi padre se lo impedían».
Thor entreabrió la boca, moviendo los ojos titilantes, sumergido en su pasado eliminado. Sentía pinchazos que le atravesaban el cráneo cada vez que empujaba la barrera del olvido, como si acceder a sus orígenes estuviera vetado para él. Entonces, recordó a una niña morena y sonriente, adoradora de los animales y la vida, escalando árboles junto a él en un poblado celta…
«¿Daanna McKenna? ¿Mi amiga Daanna?». Thor no podía comprender cómo esa suave voz le hablaba de ella… ¿Se suponía que el Sanador era Menw? ¿El melancólico Menw? Sí… Podía recordarlo ahora. Inevitablemente, el recuerdo de ella lo llevaba hasta él. Porque no había habido en el mundo dos personas más predestinadas que ellos. ¿Querría eso decir que, por fin, después de milenios, Daanna y Menw se habían reconciliado?
«Sí. Ella es mi madre. Y mi padre es Menw. Yo me llamo Aodhan, y soy su hijo».
Thor tragó saliva, y sólo un leve movimiento de su labio reflejó su nerviosismo y emoción.
«¿Y quién viene a por nosotros? ¿Quiénes son los refuerzos?».
El silencio se rompió con una suave y pura risa de Aodhan.
«Nosotros somos los refuerzos».
El sonido de bisagras crujiendo, puertas al abrirse y funcionamientos mecánicos poniéndose en marcha inundaron la colina. Material oxidado, sin duda.
Pasados los minutos, las luces de las verjas y de alrededor se encendieron. Daanna no dudaba de que aquel lugar debía llamar la atención al pueblo y a todos los que vivieran en las faldas del misterioso puerto de montaña en el que se encontraba.
El hierro de los cercos, el suelo de tierra y todo tipo de instrumentos que había en el exterior, instrumentos de tortura, seguían manchados de sangre.
A la vaniria se le revolvió el estómago. Ahí habían martirizado a los suyos, y ellos no habían tenido ni idea. No pudieron ayudarles porque desconocían su paradero.
De repente, la puerta central metálica, inmensa, robusta y gris, se abrió de par en par.
Daanna estaba sólo a diez metros de esta y vería con claridad quiénes aparecerían a través de ella.
Y sólo había la silueta de un hombre, abierto de piernas y los brazos tensos a cada lado de sus caderas.
Un hombre musculoso y firme, vestido con una bata blanca manchada de sangre. Tenía el pelo negro, largo y liso y los ojos… Los ojos, lilas.
Él levantó la mirada hacia ella e intentó sonreír, pero sólo le salió una mueca mal hecha.
«¿Dónde se supone que estás, Aodhan?», preguntó Thor confundido.
«Estoy aquí. En el vientre de mi madre».
Thor parpadeó, como si estuviera viendo un sueño cuando fijó sus ojos en el vientre abultado de la vaniria. ¿Cómo podía ser? A los vanirios les costaba mucho concebir… ¿Y cómo era posible que recordase eso ahora?
«Llevo mucho siglos esperando nacer. Los dioses dijeron que no era mi momento milenios atrás. Mi momento es este».
Daanna abrió y cerró la boca, pues no sabía ni qué decir.
El impacto era tal que se le llenaron los ojos de lágrimas, y dio un paso para acercarse a él y mirarlo mejor, pues se sentía incrédula ante aquella aparición.
—Hola, Elegida —la saludó el hombre con voz rota.
«Thor, tu don puede leer mentes a largas distancias», señaló Aodhan. «Mi madre y yo desapareceremos ahora mismo; hemos venido aquí sólo a liberarte. Lo que tienes que hacer es encontrar a la persona que contacta desde aquí en el foro de mitología nórdica y…».
«¿Y qué?», la señal de Aodhan era cada vez más débil.
«Mi madre no aguanta más… Sabrás qué hacer… Trae a todos los guerreros que puedas y únelos para la lucha final».
Daanna no tuvo tiempo de decir nada más. Se desmayó al instante, al tiempo que sus labios susurraban un nombre desaparecido para los de su raza. Un nombre de culto y respeto entre los vanirios. El nombre de un líder caído, torturado. Asesinado.
—¿Thor?