¿Qué le quedaba ahora? ¿Qué había hecho para merecer aquello? ¿Nacer en el seno de una familia filidh? ¿Llamarse Carrick? ¿Ser diferente?
El vanirio no comprendía nada excepto el dolor. De eso sabía, y mucho. Sabía de violencia, de agresiones, de rabia, de coacciones, de abusos… Él había respirado esas emociones como si no existieran otras durante tanto tiempo que le pareció una eternidad.
Carrick peinó con sus dedos la lacia melena negra de Aiko, que se hallaba muerta entre sus brazos, con aquellos increíbles ojos rasgados cerrados y llenos de oscuras y largas pestañas. La pálida piel de sus mejillas se había manchado de motas rojas, de su propia sangre. Sus labios, perfectamente delineados, habían adquirido una tonalidad rosa palo, tirando a cerúlea.
Era su cáraid. La chica japonesa de no más de dieciocho años que había dejado de respirar y cuya alma, seguramente, habría regresado al caldero de Anwn, era su pareja de vida. Y la vida, otra vez, se había reído de él, al hacerla aparecer sorprendentemente casi dos días atrás, para que acariciara algo en su interior, como un recuerdo de lo que una vez fue y sintió, llamándole a la vida, al despertar. Para decirle más tarde: «¿La ves? Pues ya no la tendrás».
Carrick sintió la necesidad de abrazarla, de pegarla a él, como si así pudiera insuflarle parte de su vida, por muy oscura que esta fuera. Pero mejor oscura que no muerta.
Cerró los ojos para inspirar su aroma, esa esencia a natural que se evaporaba, del mismo modo en que languidecían sus últimas ganas de vivir y de continuar.
Acariciaba su oportunidad de salvar su alma pero se le escapaba de entre los dedos, como una utopía, o como el oasis que falsamente veía un sediento en el desierto, víctima de sus propias alucinaciones.
—Dal dy wynt! Arbed dy dafod! Vuelve a respirar. Mantente con vida —susurró acariciando la herida del pecho de la joven, tintándose los dedos de líquido rubí, mágico y ancestral. Muerto—. Dal dy wynt, Aiko… —En la roca seca del suelo escribió con dos de sus dedos la misma oración a sangre, dedicada a su pareja caída, como un mantra.
Carrick la miró con ternura. Sus ojos marrones, desprovistos de esperanza, lamentaron su destino, mientras la cargaba en brazos y volaba a través de los túneles oscuros.
¡Cómo hubiera deseado cargarla así en vida! Él sabía poco de amor y de seducción, pero con su cáraid lo habría intentado, porque ella no se merecía otra cosa.
Siempre había tenido una orientación y un sentido del tiempo envidiable. En Capel-le-Ferne sabía cuándo era de día o de noche, contaba los días que se sucedían uno tras otro, y se ubicaba dentro de las horas y las semanas como si tuviera un reloj de arena adherido a su cabeza.
Ahora era igual.
Llevaba día y medio bajo los túneles y sabía que cuando encontrara la salida a aquel laberinto de piedra no le quedaría nada para que el astro rey se erigiera e iluminara con sus rayos la Tierra convulsa que, irremediablemente, se dirigía al fin de sus días.
Como él.
Mientras volaba y fijaba sus ojos en los estrechos pasillos horadados, recitaba en voz alta una oración para Aiko.
Aquí yace parte de mi alma,
la única que podía amarrarme a la luz,
cuyo puerto seguro me pertenecía.
Aquí yace mi única salvación.
Y si ella no regresa con vida,
viajaré con destino a la luz del Sol,
de camino a mi despedida,
de vuelta a casa y a mi rendición.
Daimhin detuvo su vuelo y clavó los ojos en el techo de piedra. No habían aparecido más etones ni más purs; y eso era bueno, porque así solo tenía que centrar su atención en la única señal mental de su hermano.
Pero a Carrick le pasaba algo. Era como si ya no estuviera. El desánimo lo envolvía, porque también envolvía a su corazón; y ellos siempre tuvieron una relación parecida a la de los hermanos gemelos. Vivir lo que juntos vivieron en Chapel Battery los vinculó de maneras inexplicables; y también los hizo más fuertes y poderosos, pero sólo cuando estuvieran juntos. Juntos lo superaban todo.
Y ahora no lo estaban.
—¿Qué pasa, sádica? —preguntó Steven agotado tras ella. Se sentía tan débil como un viejo octogenario. Apoyó las manos en sus rodillas y cogió aire con disimulo. Los pulmones le ardían. Daimhin había bebido demasiada sangre.
Ella levantó la mano y le dijo:
—Chis… No hables ahora.
«Menuda dictadora. Me manda callar después de salvarla… Además, no he hablado. Pero está metida en mi cabeza».
La joven lo miró por encima del hombro, escuchando sus pensamientos, y se sintió mal por él. Aunque su atención ahora estaba centrada en lo que sucedía con Carrick y no podía atender al berserker.
—Algo ha pasado —le dijo.
—¿Puedes contactar con tu hermano?
—Lo intento. Pero mi hermano no me deja… Las fuerzas que le quedan las utiliza para mantenerme al margen. Siempre lo hace —lamentó con despecho—. Siente tanto dolor… Ella ha muerto. La valiente Aiko ha muerto. Y Carrick sentía que era su cáraid… Y eso es terrible.
Daimhin sentía miedo y pavor ante lo que podía llegar a sucederle. ¿Qué decisión rondaba por la mente de Carrick? ¿El Sol? No podía ser… ¡Tenía que dar con él!
—Hay sangre vanir cerca —murmuró Steven moviendo las aletas de su nariz.
—Sí. Lo sé. —Daimhin se dio la vuelta con una determinación inquebrantable. En un visto y no visto, apareció tras la espalda de Steven, lo cogió por debajo de los hombros, pegó su torso a la ancha espalda del guerrero y alzó el vuelo con él para ir más rápido.
—¿Qué haces? —preguntó Steven sorprendido.
—Cargar contigo. Vas muy lento y no tengo tiempo.
Steven no replicó. Había momentos en los que uno debía tragarse su orgullo, y aquel era uno de ellos. Agradeció el descanso. Realmente, su cuerpo sin sangre no era nada, por muy inmortal que fuese.
Daimhin voló todo lo veloz que le permitía su nueva y renovada energía. Salió como una bala del túnel en el que se encontraban, igual que todos los anteriores, pero este finalizaba en una enorme gruta, en la que cientos de niños y jotuns cubrían el suelo como una grotesca manta sin vida.
Ella se quedó sin respiración, suspendida en el aire, al ver tantas vidas jóvenes e inocentes arrebatadas. Los habían utilizado como alimentos para poner más huevos, pero Carrick se había encargado de acabar hasta con el último eton o purs de aquel infesto infierno de lava y llamas. Sí, su hermano les había dado su merecido.
Steven gruñó al observar tantas vidas sesgadas. Le dolía ser observador de tanta muerte y no haber podido hacer nada para evitarlo.
—Los han matado a todos —murmuró abatido.
Daimhin tragó saliva apenada. Pero, aunque odiara admitirlo, aquellos cadáveres eran lo de menos. A ella sólo le importaba salvar la vida de su hermano.
Voló con Steven hasta el agujero en la pared, una nueva cueva, en la que Aiko había muerto. Daimhin la reconocía por haberlo visto en el recuerdo de la mente grupal de los etones.
Cuando entraron en la cueva, la vaniria dejó a su compañero en el suelo y, con sus vivos ojos, buscó a su alrededor a su hermano.
Pero Carrick no se ocultaba ahí, por supuesto que no. Se movía buscando su liberación eterna. Se le llenaron los ojos de lágrimas por él… Incluso su hermano bardo había dejado un mensaje escrito en el suelo con la misma sangre de Aiko, que aún permanecía húmeda.
Daimhin caminó arrastrando los tacones hasta aquel mensaje.
Hubo una época en la que adoraba cantar las canciones que escribía su hermano; adoraba ponerle música a todo lo que él creaba, rimase o no. En Capel-le-Ferne, Carrick, que era un poeta, escribía poco, y Daimhin, a falta de sus bellas palabras, cantaba las canciones que su madre y su padre les habían enseñado. Sabía que su voz provocaba sensaciones buenas en quienes la escuchaban y con ella se dormían los niños perdidos. Menos Carrick. Él nunca dormía. Su mente no obtenía descanso porque se sentía responsable de todos y quería erigirse como el guardián y el protector de los cabezas rapadas. Y lo fue.
Ahora, ella era la única en pie que podía encontrarle y protegerle.
Y no era capaz de dar con él. Su hermano la rehuía.
Se desplomó de rodillas y se acongojó al pensar en una vida sola. Le hacía daño darse cuenta de que su Peter Pan, su bondadoso y atormentado Carrick, había tirado la toalla.
Pasó los dedos por la hermosa letra escrita de su hermano, tocando la sangre de su compañera muerta, mientras escuchaba los pasos pesados de Steven tras ella.
—Dal dy wynt, Aiko —leyó ella en voz alta—. Mi hermano ha escrito esto… Pidiendo que Aiko… —Cogió aire entre estremecimientos—… Pidiéndole que regresara a la vida. Oh, mo Carrick…
Él la miró con solemnidad. Daimhin parecía tan lejos de echarse a llorar, tan entera, que Steven se sentía un poco ridículo por querer abrazarla y calmarla.
Pero quería, porque incluso los cactus, a pesar de sus espinas protectoras, necesitaban de luz y cariño para crecer.
Y Daimhin necesitaba de sus cuidados. Él quería ser el hombro en el que esa joven se apoyara.
—Tu hermano estará donde esté ella, colmillos. Búscala a través de la sangre —le ordenó Steven animándola para que no se rindiera—. ¿No hacéis eso los vanirios?
Ella se dio la vuelta y lo miró a su vez.
—Es sangre muerta…
—¿Y no puedes? —La retó él—. ¿La sangre muerta no os dice nada?
Daimhin entrecerró los ojos, extrañada, y negó con la cabeza mientras frotaba la sustancia líquida entre sus dedos con patente curiosidad. Tal vez Steven tenía razón… Tal vez ella podría hacer un esfuerzo y Aiko…
Un fogonazo de luz en su mente la dejó cegada. ¡Zas!
Una imagen atravesó su cabeza, seguida de un camino de piedra a seguir para dar con su hermano… ¿Cómo podía ver a su hermano? Carrick estaba de rodillas, mirando al cielo, en la salida de una de las cuevas que regresaban a la superficie de la corteza terrestre… Al exterior. ¿Había salido?
Empezaba a amanecer. Carrick estaba de rodillas, con los ojos cerrados, esperando que el sol le iluminara y se lo llevara.
Daimhin abrió los ojos de golpe, temblando violentamente, asustada y desesperada por encontrarle.
—No, no, no… ¡Carrick! —gritó con todas sus fuerzas.
Sin pensárselo dos veces, cogió a Steven y lo cargó con ella.
—¿Le has visto?
—¡Sí!
—¡Vamos, Daimhin! ¡Date prisa! —la animó él.
¡Sabía dónde estaba! ¡Ahora sólo tenía que llegar a tiempo!
Carrick se entregaba al sol. Cerró los ojos con gesto atormentado, sin paz ni gloria, sabiendo que su cáraid yacía muerta a sus espaldas, estirada en el suelo… Desaparecida.
En cinco minutos, un nuevo amanecer en aquella Tierra cuyos días estaban contados vertería su luz con impotencia. A los humanos no les servía de nada la claridad del Sol, porque no veían la realidad ni aunque la enfocaran con cien mil soles. Los seres como él, hijos de padres inmortales cuyo destino había sido proteger a los humanos, habían sido educados para lo mismo: como guardianes y protectores.
Pero él no respetaba a los seres del Midgard. La gran mayoría eran oscuros, involucionados, traicioneros y desinteresados. Una minoría estaba llena de sensibilidad, inteligencia y buenas intenciones. Pero, como en todas las guerras, las minorías siempre perdían aplastadas por el poder de las mayorías. Las mayorías manipulables, ignorantes y codiciosas.
Y así iba a suceder con vanirios, berserkers, einherjars y valkyrias… Por mucha resistencia que ofrecieran, iban a sucumbir ante las garras del más puro mal, mientras los dioses contemplaban su fatídico destino sin hacer nada.
Y él no vería ese final. Pero tampoco se volvería un jotun de Loki. Por esa razón, como sabía que Loki tentaba y que la oscuridad nacía en él de forma inminente, lo mejor era despedirse como un héroe caído antes que como un villano reconvertido porque, aunque ya no creía en la bondad universal, tampoco tenía el valor suficiente como para enfrentarla y hacerla desaparecer.
—Se acabó… —murmuró con un último recuerdo hacia sus padres y hacia su hermana, por la que siempre había luchado y a la que siempre protegió. Ella era la verdadera demostración del bien en la Tierra. Daimhin era luz. Su luz. Pero no viviría para decepcionarla, porque sentía tanta rabia por la muerte de Aiko que estaba a punto de ocultarse en la cueva de nuevo, huir de los rayos del sol y matar hasta convertirse en nosferatu. Por esa razón luchaba por mantenerse sereno y aceptar su sino. Un destino sin manipulaciones. Una inmolación por decisión propia. Moriría sin haber sido doblegado por el Timador.
El calor del amanecer frotaba su piel morena e iluminaba su pelo rubio y rapado como si fuera una bombilla. En nada, el primer rayo le alcanzaría y lo quemaría hasta hacerlo desaparecer. Su alma se iría y sus cenizas fosforescentes alcanzarían el cielo.
Todo habría acabado.
Le apagarían la luz para siempre…
Una mano templada le agarró de la camiseta y lo apartó de la claridad del amanecer, lanzándolo al suelo y cubriéndolo con su cuerpo por completo.
—¿Qué crees que estás haciendo, guerrero?
Carrick parpadeó confuso al ver el hermoso rostro vivo y resplandeciente de Aiko frente a él, a un palmo de su cara. A la vaniria le brillaban los ojos negros como el ónix, tan grandes que destacaban en su rostro y ligeramente rasgados, otorgándole una cara exótica y asiática, aunque bajo los párpados tuviera leves ojeras.
Le mostraba los colmillos a través de sus esponjosos labios rosados, ya no pálidos ni secos. Labios vivos.
—¿Pero qué? ¿Tú…? —No tenía palabras para describir cómo se sentía en ese instante.
Aiko lo miraba con asombro, como si para ella él también fuera un increíble descubrimiento. El rubio alto y lleno de tormento, con aspecto de niño perdido eterno, estaba con ella… A solas con ella. Y Aiko podría pasarse lo que le quedase de vida oliéndolo sin descanso. Era fascinante.
—¿Ibas a entregarte al sol? ¿Estás loco? Baka! ¡Tonto!
A Carrick, un mechón de pelo negro de Aiko le acariciaba en la mejilla, y su esencia a flores lo embriagaba.
—No entiendo nada —musitó absorbiendo toda su belleza embobado.
—Ni yo. ¿Ibas a suicidarte?
—¿Estás viva? —susurró perdido y emocionado.
Aiko parpadeó confusa, pues tampoco lo comprendía. Pasó de estar luchando en Edimburgo a ser raptada por un monstruo jotun y perder el conocimiento hasta ese momento.
—Sí, lo estoy. ¿Cómo te llamas?
—Carrick.
—Carrick —repitió para notar su nombre en la lengua con agrado—. ¿Me has salvado, Carrick?
Él negó con la cabeza, arrepentido y afligido por su fracaso.
—¿No me has dado tu sangre? ¿No has sido tú quien ha hecho que me recupere? —Ella no entendía la respuesta.
—Te… Te arrancaron el corazón —contestó Carrick aceptando, ligeramente incómodo, el leve peso de Aiko en él—. Un eton te lo arrancó delante de mí… Habías muerto. Un vanirio muere si destrozan su corazón.
Aiko se incorporó con lentitud y quedó sentada sobre el estómago del vanirio. Se llevó la mano al agujero de la camiseta negra que tenía sobre el pecho, a la altura del corazón. Se le veía parte del sostén del mismo color y la curva pálida de un seno.
—¿Me arrancaron el…? Pero sigue aquí —frunció el ceño—. No recuerdo nada.
Carrick miraba fijamente el agujero de la tela, pensando en que instantes atrás solo había carne malograda a través de la cual podría ver el otro lado de la cueva.
—Habías muerto —repitió él con voz ahogada.
—Pues… Parece que sigo viva.
—Sí, eso parece.
Ella sintió vergüenza al verse tan expuesta y perdida. Además, lo hacía frente al vanirio que le había llamado la atención como la luz a las polillas desde que lo vio por primera vez.
¿Quién era Carrick? ¿Era suyo? ¿Había descubierto por fin a su cáraid? Jamás pensó que pudiera tener a alguien para ella. Sólo con su estricta disciplina soportó la eternidad sin irse al bando de Loki, igual que aguantaron Kenshin Miyamoto o Isamu. Ellos esperaron hasta encontrar a sus parejas de vida. Su hermano Ren, en cambio, después de perder a su pareja y casi enloquecer, había decidido vivir para ayudar a los suyos e inmolarse, como pretendía hacer Carrick, y eso la llenó de furia e impotencia. La rendición, por muy honorable que fuese, no entraba dentro de su vocabulario.
No soportó ver a su hermano morir. No permitiría que Carrick siguiera el mismo camino.
—Déjame que lo entienda… ¿Me viste morir y tú ibas a hacer lo mismo?
—Sí.
—Un guerrero nunca se rinde —le reprendió rabiosa—. ¿Ibas a entregar tu vida? —Se apoyó con las manos sobre su pecho y se levantó de un salto, apartándose de él—. Eso no está bien.
—Estabas muerta —contestó aún aturdido—. Sin corazón. ¿Cómo es posible que sigas viva? Los vanirios morimos si nos arrancan el corazón o nos cortan la cabeza. No lo comprendo.
Aiko se recogió el pelo liso en un moño mal hecho, sin perderle de vista ni un instante.
—Me inmovilizaron, me drogaron y me arrastraron hacia la grieta… No recuerdo mucho más y no sé de lo que me hablas.
—Te iban a comer —explicó—. Han matado a todos los niños que se han llevado con ellos. —Carrick se levantó con lentitud, respirando agitadamente, agotado por el esfuerzo y su debilidad.
—¿Niños? ¿Para qué?
—Utilizan la energía de los críos humanos para incubar huevos. Es energía pura y, al parecer, les sirve.
—¿Y por qué me querrían a mí? No soy una niña. Tengo muchos siglos a mis espaldas —señaló buscándole sentido, tan práctica como era ella.
Carrick la miró de arriba abajo, sin vergüenza ninguna.
—Porque eres vaniria y eres pura. Tu energía es muy potente para ellos.
Aiko inclinó la cabeza a un lado; se sonrojó pero la vergüenza no le hizo negar tal verdad. Sí. Era virgen.
—Tienen etones ponedores, como putas gallinas —aseguró Carrick, observando cómo uno de los rayos alumbraba la cueva y avanzaba casi hasta donde ellos estaban—. Por mucho que lo pienso, no entiendo cómo has vuelto a la vida si…
Aiko volvió a apartarlo de los rayos, con la fuerza y la velocidad suficiente como para aplastarlo contra la pared contraria y que se produjera un pequeño desprendimiento de arena sobre ellos.
—¡Despierta, celta! —lo instó—. Te vas a quemar.
Carrick la estudió con estupefacción, a escasos centímetros de su cara. Estaba tan seria y era tan guapa y delicada que le picaban los dedos por las ganas de tocarla. Sin embargo, se reprimió y se clavó las uñas en las palmas. ¿Cómo iba a acariciarla? Él era un ser despreciable.
—Debes olvidar tus instintos suicidas —le ordenó Aiko sin titubear—. Y debes ponerte fuerte. —Oteó todo lo que les envolvía—. No sé donde estamos, pero hay que regresar a Wester Ross y ayudar a nuestros clanes. Estarán preocupados por nosotros. Y tú no puedes continuar así. Has perdido mucha sangre. —Sus ojos negros se dilataron y sin pensárselo dos veces levantó su antebrazo a la altura de su boca y lo mordió hasta que las gotas de sangre cayeran a través de su piel hasta el codo—. Te ofrezco mi esencia, guerrero. Bebe.
—¿Cómo dices?
—Bebe. Hazte fuerte.
Carrick no supo cómo reaccionar y lo hizo de la peor de las maneras: rechazando su ofrecimiento.
—No la quiero. Gracias.
Aiko arqueó las cejas negras y entreabrió la boca para coger aire, asustada por su respuesta. El corazón se le paró, ofendido. Dolía obtener un no a algo tan íntimo para ella. Jamás le había ofrecido su sangre a nadie.
—¿Has arriesgado tu vida por mí y has venido a buscarme para rechazar el mayor de los regalos que podemos entregarnos entre nosotros?
Carrick no estaba acostumbrado a la honestidad tan directa de esa joven. Era samurái, ¿no? Lo poco que había investigado desde que la vio fue que tenía que cuidarse de no ofenderla o se lo guardaría para siempre.
—Tu sangre es un regalo muy valorado por mí —contestó él intentando rectificar—, pero no soy merecedor de ello y no estoy acostumbrado a beber. No sé cómo puedo reaccionar. No quiero ensuciarte.
Aiko fruncía el ceño a cada palabra que salía de la boca del celta vanirio hasta que se hartó de escuchar todos los contras. Si Carrick era para ella, como sentía que era, y si él creía lo mismo, no podían perder el tiempo de ese modo… Su sangre les haría fuertes a ambos. Y viendo cómo iba el Midgard, no podían escatimar ni en refuerzos ni en esfuerzos.
—¿Ensuciarme? —Aiko sacudió la cabeza y lo agarró del cuello de la camiseta de tirantes negra. Lo inmovilizó con sus ojos y susurró sin inflexiones, impeliéndole a hacer lo que ella quería. En ese instante, ella era más fuerte que él y se aprovecharía—. Bebe de lo que te ofrezco, guerrero. Acéptalo. Mi sangre te hará bien.
En el momento en el que Aiko aplastó su antebrazo en la boca del vanirio de aspecto melancólico y triste, y en el instante en el que su sangre tocó su lengua, algo en los ojos marrones de Carrick cambió hasta tornarlos salvajes.
—No lo hagas. Si haces esto —dijo Carrick con los colmillos y la lengua rojos, y su voz afilada como el acero—, no podrás negármela nunca más, samurái. No importará lo que descubras; tu vinculación conmigo se hará con todas las consecuencias. —Sus ojos cambiaban del marrón al caramelo muy claro—. Estés de acuerdo o no.
—No funciono mediante amenazas, Carrick. Ahora bebe bajo mi responsabilidad. Tenemos que salir de aquí.
Él sostuvo el brazo de Aiko contra su boca y por primera vez probó la sangre.
La sangre de su cáraid. Y entonces, todo su cuerpo se tensó. Carrick la inmovilizó pegándola a su cuerpo y no dejó de beber de su brazo hasta que se sació.
Y Aiko creía que todo se hacía bajo su responsabilidad… Qué inocente era. La japonesa no tenía ni idea de que él iba a ser su compañero, y de que no estaba precisamente sano de la cabeza.
La cordura la perdió años atrás.
—¡Por todos los dioses! ¡Está viva! —gritó Daimhin.
Steven se liberó de un salto de entre los brazos de la vaniria en cuanto puso sus ojos amarillos en el lienzo que hacían Carrick y Aiko juntos. Los habían encontrado.
La japonesa no estaba muerta como había sugerido Daimhin.
El vanirio estaba desangrándola, bebiendo de ella y dejándola inconsciente, tal y como su hermana pequeña había hecho con él.
Al parecer, estos hermanos bardos eran un peligro.
—¡Daimhin, ayúdame! —le ordenó Steven—. ¡Conseguirá matarla! ¡No sabe detenerse!, ¡es como tú!
Ella reaccionó inmediatamente cuando comprendió lo que sucedía. Se dispuso a apartar a Carrick de Aiko, pero cuanta más sangre bebía de la japonesa, más fuerte era su hermano; más se le ensanchaban los músculos y se tornaba hermoso y desafiante como un león.
—¡Detente, Carrick!
La sangre era adictiva para los vanirios, y más aún para ellos, que durante tantísimos años fueron confinados a morir de hambre y a aguantar todo tipo de torturas y vejaciones. El impacto que producía en ellos paliar el hambre y la sed era difícil de gestionar. Como ver el sol de nuevo.
Carrick se alejó de ellos, quedando agazapado en el techo, boca abajo como un murciélago, con los ojos brillantes y claros, mientras se nutría de su pareja y los desafiaba a que se acercaran.
Steven dio un salto para liberar a Aiko, pero Carrick se lo impidió golpeándole con el pie en el pecho. El berserker cayó de cuclillas al suelo, mientras Daimhin levitaba lentamente hacia su hermano, que parecía una bestia salvaje con el mejor de los manjares en sus fauces.
Steven, por su parte, miraba anonadado la imagen de la joven, suspendida en el aire, vestida con ropa negra ajustada, la katana colgada a la espalda y esos zapatos rojos de calavera… Mirando a su hermano fijamente y hablando con él en silencio, telepáticamente. Tan rubios los dos, tan parecidos… Y, a la vez, tan distintos. Menuda estampa.
La vaniria le permitía escuchar la conversación, y Steven no sabía si lo hacía por respeto a él o porque no tenía ni idea de cómo cerrar su canal recién abierto. Fuera como fuese, las razones no importaban. Solo importaba salvar a Aiko.
«Deja de beber, Carrick. Está inconsciente», le pidió Daimhin.
«Ella me lo ha permitido. Es mi pareja. Y no sé parar…», se defendió.
Steven registró el impacto que Daimhin sufrió al escuchar el reconocimiento abierto de su hermano hacia a Aiko. Se sentía feliz por él y, al mismo tiempo asustada por ella, como si pensara que iba a quedarse sola.
«Si no paras ahora, ella morirá, Carrick. Y lo que es peor, no te permitirá que te acerques otra vez. Pensaba que había muerto…».
«Yo también. Pero abrió los ojos de nuevo… Recuperó su corazón».
¿Qué recuperó su corazón? A Aiko le habían arrancado el órgano del cuerpo. ¿Cómo era posible que se hubiera regenerado de nuevo? ¿Era una resurrección plena?
«Deja de beber, Carrick. Explícame cómo ha regresado Aiko de entre los muertos».
«No tengo respuesta para eso. Sólo un poco más. Déjame beber un poco más… Ella es mía».
«No, Carrick. Escucha su corazón, apenas bombea… Escúchalo y ponte en sintonía con él. Ayúdala a recuperarse y detente ahora mismo. Hazlo por ti y por ella. Por los dos».
Carrick cerró los ojos con fuerza y abrazó a Aiko. Hacía rato que había dejado de beber de su brazo para morderla directamente en el cuello. La japonesa tenía la cabeza echada hacia atrás, el recogido casi deshecho señalando el suelo, y su aspecto se parecía al de Steven después de que Daimhin tomara de él. Ligeramente demacrado.
«Es tan bueno… —admitió avergonzado, bajo los efectos de la potente droga natural—. Me hace sentir tan bien, Daimhin…».
«Sí, lo es. Pero debemos respetar el regalo que nos otorgan y no abusar de ello».
«Ella me lo ha dado gustosa. No la mataré. No puedo vivir sin ella, ¿no lo entiendes? Sólo un poco más…».
—¡Carrick, maldita sea! —gritó su hermana enfrentándose a él, preocupada por su compañera—. ¡¿Acaso has salvado a Aiko para matarla tú?! ¡Estaba muerta! ¡Y por algún motivo ha revivido! ¡Suéltala! ¡Este no eres tú! ¡No te dejes llevar por la ansiedad de la sed! ¡Respeta a tu pareja!
«¿Mi pareja?».
—Sí, Carrick… Tu pareja de vida.
El joven osciló las pestañas y desclavó los colmillos de la suave carne de su víctima. Las palabras de su hermana fueron como un jarro de agua fría. Enfocó la mirada hacia su pareja, Aiko, y la miró horrorizado.
—¿Aiko? ¿Qué… Qué he hecho? —Tragó saliva y bajó del techo para depositarla en el suelo, sosteniéndola entre sus brazos—. Le dije que no era buena idea… Que no sabría cómo…
—Sí, sí… —Steven acudió corriendo a interesarse por el estado de la joven—. Los hermanos sádicos tenéis la obsesión de dejar seco a vuestro compañero, ¿eh? Tenéis un problema con la bebida.
A Daimhin no le gustó la broma, pero tampoco contestó.
Carrick le enseñó los colmillos cuando vio que las manazas de Steven iban a auscultar las heridas de los colmillos en Aiko.
Daimhin lo detuvo y negó con la cabeza.
—No la toques ahora, berserker. No es buena idea…
—No te acerques, chucho, o te arrancaré la cabeza —gruñó Carrick ferozmente.
—Pues vas a tener que darle sangre, colmillos, o se la daré yo —lo amenazó Steven—. Está casi muerta…
Daimhin frunció el ceño y el frío envolvió su corazón y su mente. ¿Cómo se atrevía Steven a sugerir tal cosa? Su sangre no era de nadie más que de ella. En el instante en que ese razonamiento ocupó sus pensamientos, se asustó y lo borró de su mente. ¿De dónde nacía ese sentimiento de posesión?
«Te he escuchado, sádica», dijo Steven pomposo.
«Sal de mi cabeza».
«Sácame tú si quieres. Es tu poder. ¿Te molesta que le quiera dar sangre a Aiko?».
—Tú no harás tal cosa —lo censuró ella, clavándole en el sitio. ¿Qué se había creído? ¿Que su sangre era el menú de todos?
Carrick, por su parte, se limpió la sangre de la boca con el antebrazo y negó con la cabeza repetidamente, tan decepcionado consigo mismo que casi no lo podía soportar.
—Tu hermano debería alimentarla e intercambiar sangre con ella —repitió Steven.
—No —negó Carrick—. Ella no merece eso —le peinó el pelo negro hacia atrás—. Perdóname, por favor —susurró en gaélico.
Steven levantó la cabeza para fijar su mirada en el vanirio. ¿Aiko no merecía su sangre? Daimhin tampoco quería darle la suya. ¿Qué se pensaban los hermanos? ¿Que los iban a infectar por darles de beber?
—¿Qué os pasa a vosotros? Vuestro clan bebe de sus parejas e intercambia su sangre. ¿Acaso sois vegetarianos?
La joven vaniria lo miró de reojo y después dejó caer la cabeza hacia delante, afectada por no poder hacerle entender a Steven que su sangre no era buena. Que ella no era buena.
—Si mi hermana dice que no, es no —ordenó Carrick cargando con Aiko y zanjando la conversación. Parecía más fuerte y sano. Mucho más intimidante que antes—. Y si yo digo que no, es no. Ni tú ni nadie nos va a obligar a hacer nada que no queramos hacer. Ya pasamos por eso. Se acabó.
Steven se quedó ahí plantado, sin saber cómo reaccionar.
—¿Pero sí podéis beber de los demás y dejarlos débiles? Es un poco egoísta, ¿no crees?
—No —contestó Carrick abrazando a Aiko con ternura—. Créeme. No lo es. Es suficiente con que uno esté jodido. No hace falta joder al otro.
Steven se encogería de hombros para relajar la tensión entre ellos, pero no estaba de acuerdo con que se atrincheraran.
—Que sea como vosotros digáis. Pero yo estoy muerto de hambre, y Aiko está inconsciente. No podemos salir de los túneles porque es de día y el sol os matará. Las entrañas de esta tierra están plagadas de purs y etones que han incubado huevos y matado a niños… Si seguimos aquí nos encontrarán, pero no podemos salir hasta que caiga el atardecer.
—Entonces, nos quedaremos aquí y vigilaremos que nadie nos aceche, hasta el anochecer —sugirió Carrick—. ¿Estáis de acuerdo? —Miró a Steven y a Daimhin alternativamente.
El berserker se sentó en el suelo y apoyó la ancha espalda en la pared caliente del túnel. Daimhin se sentó entre él y su hermano, que no dejaba de acariciar el rostro níveo de Aiko, pidiéndole perdón en todos los idiomas que él conocía.
Esperarían. Y al caer la noche se dirigirían a Wester Ross para ayudar a Ardan a organizar a los suyos.
La guerra era oscura bajo tierra, pero descarnada y mucho más genocida en la superficie. Y era ahí donde más los necesitaban, no en esos malditos túneles intraterrenos que no cesaban de temblar, como si el mundo estuviera a punto de partirse en dos.
Y lo estaba.
Daimhin apoyó la cabeza sobre el hombro de Carrick y este acomodó la suya sobre la de ella. Él le besó la rubia coronilla y musitó en voz muy baja.
—Siento mucho haberte preocupado.
Daimhin sacudió la cabeza y frotó su mejilla contra su hombro. Su hermano había estado a punto de entregarse al sol al saber que Aiko había muerto. ¿Por qué? ¿Por qué la habría abandonado así? Ella jamás le hubiera dado de lado. Él era lo más importante en su vida.
—¿Por qué Aiko sigue viva? La recuerdo en tus pensamientos… Le arrancaron el corazón.
Sí. Aquello era un misterio sin resolver. Un enorme enigma sin respuestas coherentes. Pero, lejos de buscar una razón, Carrick se quedaba con la gran inyección de vida y alegría que le había otorgado su extraña resurrección.
Al volver a nacer ella, había vuelto a nacer él.
Daimhin no podía leer la cabeza de su hermano. Después de beber de Aiko, su mente se había vuelto un fortín, y era infranqueable.
—Lo importante es que sigue viva —argumentó Carrick, impregnándose del olor de Aiko—. Es lo único importante para mí.
Daimhin clavó sus ojos en la japonesa, que seguía dormida y débil entre los brazos de su hermano. No sentía celos de ella. De hecho, era feliz por saber que su hermano había encontrado a su pareja y que, al parecer, a pesar de sus miedos y sus traumas, se había lanzado a por ella con la valentía suficiente como para saltar a través de una grieta infestada de jotuns, lava y gases tóxicos, sólo para regresar con ella. Porque era de él.
Aiko era vaniria, como él. Hacían buena pareja, supuso.
Y ella… ¿Ella qué? ¿A quién tenía?
Steven se envaró al leer su expresión. Al berserker le molestaba que la joven no quisiera estar cerca de él, que le tuviera miedo. ¿Acaso no comprendía que, de todos los hombres del Midgard, él era el único que jamás le haría daño? ¿Acaso no notaba que su sangre sería la única para ella? ¿Por qué estaba tan cerrada a él y al incuestionable vínculo que les unía?
Él era un berserker. No era un vanirio. Pero eso no quería decir que su amor fuera imposible.
—Mantén a raya tus pensamientos, sádica. —Steven sonrió sin ganas y se peinó la cresta con dedos temblorosos por la debilidad.
Daimhin echó los hombros hacia atrás.
—Tú no los puedes leer —le dijo ella como una soberana estirada.
—No me hace falta. Tu cara los dice en voz alta. Siento no ser un chupasangre. —Sus ojos amarillos se apartaron de ella para fijarse en la entrada de la cueva—. Aunque ser vanirio tampoco garantiza que me correspondas. —Se refería a Aiko y a lo débil que estaba porque Carrick no le daba de beber.
El aludido levantó la cabeza de golpe y no se enfrentó a Steven porque se sentía demasiado bien con la vaniria en brazos.
En cambio le sonrió falsamente y le dijo:
—Te perdono la vida, chucho. Tu aspecto es deplorable y no me gusta matar por matar. No tendría emoción —se encogió de hombros—. Ya me devolverás el favor.
—¿Igual que le has devuelto el favor a Aiko después de que te ofreciera su sangre? ¿Qué os pasa a vosotros? Dale de beber y la tendrás despierta y fuerte como tú estás ahora —le instó beligerante. Los miró lleno de recriminaciones—. ¿Acaso no sabéis cómo va esto? Yo te doy sangre y tú me das la tuya. Cincuenta por ciento para cada uno. Así es como funciona entre los de vuestro jodido clan. Pero vosotros dos sois como garrapatas —siseó con rabia, cogiendo una piedra pequeña para lanzarla contra la pared—. Solo chupáis, hasta dejar a vuestro huésped seco.
A Daimhin aquellas palabras le dolieron en el alma, y agrietaron la fragilidad de su endurecido corazón. Steven tenía razón, y ella había actuado a conciencia. Egoístamente, sí. Pero a conciencia. No quería compartir su sangre con nadie. Y mucho menos con él. Se había abastecido de él hasta que se hartó.
—No soy yo la que muerde sin permiso. —Se frotó la marca imprimada en la piel de su cuello—. Tú accediste a que bebiera de ti. No la obtuve sin permiso. No soy una garrapata —susurró.
—¿Has bebido de él? —preguntó Carrick pasmado por la revelación. ¿Su hermana había bebido de un berserker?
—Sí —replicó ella clavándose las uñas en la palma de las manos.
—Ha bebido de mí hasta dejarme como un Gelocatil —informó Steven, dándole la importancia que para él tenía. Mucha, por cierto.
—No puedes suponer las cosas sólo porque creas que deben de ser así, Steven —continuó ella—. Yo… No quiero darte mi sangre. No es para ti —contestó ella tragando saliva, frunciendo los labios para evitar decir nada más—. Lo lamento.
—¿Lo lamentas? ¿Tu sangre no es para mí? —repitió él, levantándose poco a poco. Tenía carácter y mucho temperamento. Y siempre lo había querido mantener a raya, como habían conseguido mantener sus caracteres el resto de líderes de su familia. Su padre siempre consiguió calmar su ira; y Scarlett siempre luchó por dominar su furia. Steven se enorgullecía del excelente trabajo que había hecho hasta entonces con aquella parcela de su personalidad. Sin embargo, en ese momento, todo lo trabajado durante años se iba a ir a pique—. ¡¿Tu sangre no es para mí?! —Se plantó delante de ella con los puños a cada lado de las piernas, tan tensos y duros como una piedra. Sus ojos amarillos cambiaban de tono hacia el fosforescente—. ¡¿Y si no es para mí, que me has dejado al borde de una anemia permanente, para quién se supone que es, niñata?! —Iba a perder los papeles.
Daimhin lo miró desde el suelo, inquieta por la actitud de Steven. No había simpatía ni docilidad en su porte. Era todo agresividad y carácter. No obstante, no estaba asustada. Se sentía mal consigo misma. Pero no le tenía miedo.
Carrick dejó a Aiko un instante en el suelo. Por proteger a su hermana lo haría, dejaría a un lado la paz que ganaba con la japonesa. Por eso, de un salto placó a Steven y lo estampó contra la pared de enfrente.
El berserker no dejaba de mirar a Daimhin, ofuscado y decepcionado por las palabras de la joven. Carrick lo cogió de la barbilla con dureza para que se centrara en él y le enseñó los colmillos.
—No nos juzgues. No la juzgues a ella por lo que cree que puede ser lo mejor para su estabilidad. Si ella no quiere darte sangre, si no la quiere compartir, es su maldita decisión. ¡No tuya! No la conoces; no sabes nada de Daimhin. Y no voy a permitir que la coacciones o la hagas sentir mal. ¿Me has entendido?
Steven no apartaba la vista de la joven, que parpadeaba confusa y algo inquieta por ver a los dos hombres discutiéndose por ella.
—No os peleéis —pidió con voz débil. Se sentía perdida, desconcertada por las palabras de Steven. Apenada porque las cosas fueran así. Y rabiosa por tener los problemas y los miedos que sentía.
Entonces, Steven torció la cabeza hasta quedar cara a cara con Carrick. Una vena empezó a palpitar en su sien, y su corazón se disparó frenético. El Odd, la furia de los berserkers entregada por Odín, corría libre por sus venas. Iba a mutar de nuevo, deseando enfrentarse a todos, romper cosas, reventar cabezas… No podía pagar su impotencia con Daimhin. A ella jamás le haría daño. Pero a su hermano…
—Carrick… —Le mostró los dientes blancos, para que viera cómo sus colmillos se alargaban dispuestos a extirpar miembros—. Suéltame ahora mismo o tendremos una bronca.
El vanirio lo miró con seriedad, de arriba abajo. Steven jamás le ganaría. Estaba débil y al borde del desmayo. Hasta que no repusiera fuerzas no sería un digno contrincante para él.
—No puedes conmigo —le desafió Carrick con diversión—. Así no.
Aquellas eran las palabras que descontrolaban a Steven y lo convertían en el amasijo de furia y destrucción que empezaba a ser en ese momento. «Steven no es capaz de ser el líder berserker de Edimburgo», «Steven no puede. Es joven, mimado e inexperto», «Steven no intimida ni a un conejo. No nos puede dar órdenes», «Steven nunca será como Scarlett», «Steven es impulsivo. No piensa. No puede ejercer como nuestro caudillo. No tiene don de mando», «Steven abandonó al clan. No quería responsabilidades».
Steven esto, Steven lo otro… Pero él siempre había estado ahí, escuchando cada pulla, aguantándose las ganas de replicarles y de demostrarles que era un líder natural. Puede que inexperto, pero tenía los genes de su padre y de su hermana; y aunque había cometido errores, ahora era maduro y responsable para solventarlos.
O tal vez, tal vez todos tenían razón… Y si no era lo suficientemente bueno como para tener de pareja a esa vaniria, si ella no lo quería, tal vez estaban en lo cierto y él era un paria. Alguien incapaz de inspirar respeto por todas las malas decisiones tomadas en el pasado. Además, cuando destruyeron el castillo de Eilean Arainn, ¿quién estaba al mando? Él. Y murieron todos. Todos.
Tal vez…
Daimhin se levantó, preocupada al percibir la tristeza y la desesperación del punk. ¿En qué estaba pensando? ¿Por qué se echaba la culpa de todo? Con lentitud, se acercó a él para hablarle y tranquilizarlo. Estaba equivocado. Él no era el problema. Lo era ella. Pero no se atrevía a decírselo.
—Steven, mírame —pidió Daimhin con gesto sereno.
El berserker no atendía a nadie. A Carrick cada vez le costaba más dominarlo. Tal vez lo había infravalorado.
—Quítame las manos de encima o te arrancaré la cabeza, niño perdido.
Carrick parpadeó con sorpresa. Steven rugió como lo haría un lobo acorralado, empujándole y sacándoselo de encima.
En ese momento, la cueva tembló.
Los tres guerreros desviaron la atención los unos de los otros para centrarla en la salida que daba al exterior.
Algo, acompañado de un sonido extraño, como un zumbido, se dirigía hacia ellos.
El invitado dorado entró a la velocidad de un misil. Era una serpiente metálica, no muy grande, del tamaño de una esclava. Tenía los ojos rojos como rubíes.
Daimhin frunció el ceño, se colocó en su trayectoria y la desvió con un sablazo de su espada. La serpiente golpeó contra la pared.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Steven dando un paso al frente para otear el objeto.
Pero la serpiente seguía en movimiento. Levantó la cabeza dorada, moviendo las escamas como una de verdad y fijó los ojos rojos en Steven. Estos brillaron con interés y decisión y se fue a por él.
—¡Apártate! —le ordenó Daimhin.
No fue lo suficientemente rápida como para librar a Steven de su mordisco. La serpiente se enrolló en el fuerte antebrazo del guerrero y lo mordió.
Él gritó con todas sus fuerzas. El veneno le quemaba por dentro y lo inmovilizaba.
—¡Steven! —exclamó ella aterrada.
Daimhin corrió a socorrerle, asustada por él.
Pero dos serpientes más se colaron a través del agujero y volaron como torpedos hacia sus nuevas víctimas.
Y fue justo en ese instante de ignorancia, caos y descontrol cuando la cueva sufrió una nueva sacudida. Pareció desdoblarse en el espacio, como una imagen que ondeaba en un pozo llano y calmo en el que se lanzaba una piedra.
Daimhin miró a Steven, que apretaba los dientes, lleno de dolor. No entendía nada. ¿Qué estaba pasando?
—Daimhin —gruñó Steven—. No me puedo mover…
Ella le pasó los dedos por la cresta e intentó cargar con él, pero al ver que no le daba tiempo de huir del ataque de los reptiles de extraño acero, lo cubrió con su cuerpo protector.
Le protegería, no iba a abandonarlo.
Carrick fue a socorrer a Aiko, lanzándose encima de ella para que esas extrañas serpientes no la hirieran.
La cueva hizo vacío y se escurrió como haría el líquido en un embudo, o como lo hacían en el espacio los agujeros negros intermitentes.
Después, como sucedía con la imágenes reflejadas en el agua cuando las ondas desaparecían, la cueva volvió a emerger, cristalina y serena.
Inalterable.
Pero sin rastro alguno de los cuatro guerreros que la ocupaban.
Ya no estaban. Habían desaparecido.