Capítulo 4

Paso Shipka.

En el Midgard había un lugar llamado Infierno. Un territorio para el olvido y la locura; un reducto exclusivo hecho a imagen y semejanza de las ideas de Loki, su particular tierra de muerte, odio, frío y fuego.

Y habían sido los humanos quienes ayudaron a crear aquel campo de concentración de seres sobrenaturales, movidos única y exclusivamente por sus ansias de saber, de ambición, de conquistar… Y, ante todo, movidos por su miedo a morir y a desaparecer.

Años atrás, fruto de la curiosidad de Mikhail Ernepo, se fundó Newscientists, una organización formada por importantes científicos, químicos, biólogos y astrofísicos que estudiaban la existencia de seres como ellos, como los vanirios y los berserkers. Y en vez de preguntarse qué hacían ahí, en lugar de cuestionarse si no habían llegado a la Tierra para protegerles en vez de para atacarles, si tenían un motivo para encontrarse en ese universo que no era el de ellos, esos humanos, tan mentalmente preparados, tan llenos de inteligencia pero vacíos de sentido común, aparcaron sus preguntas y se centraron en lo que podían obtener y absorber de unos cuerpos como los suyos.

Y se dedicaron a cazarles como animales, con la inestimable ayuda de algunos traidores que no eran capaces de soportar la sed vaniria y que prefirieron situarse al lado de Loki para dejar de sufrir. Y entre todos experimentaron con ellos para obtener ese elixir preciado de la eterna juventud y de la inmortalidad. Pero ni vanirios ni berserkers tenían la clave de esa fórmula, sólo quienes les habían creado tenían todas las respuestas.

Y como los humanos desconocían de dónde venía esa sustancia mágica que los hacía longevos, y a sabiendas de que ni siquiera un ser inmortal podía soportar tantas torturas y tantas pruebas, decidieron clonarlos y hacer seres a su imagen y semejanza, pero huecos de alma y corazón.

Sin embargo, los clones sólo les servían de eso, de clones. No podían estudiarlos ni tampoco obtener lo que querían de sus cuerpos, porque eran iguales a sus cuerpos originales, aunque peores: no razonaban ni sentían ningún tipo de emoción que no fuera la de comer y destruir. Fue entonces cuando los miembros de Newscientists intentaron estudiar el origen real de los vanirios y los berserkers, y pensaron que sería buena idea abrir portales dimensionales y visitar el mundo de esos dioses que les crearon.

Él lo sabía. Sabía perfectamente que cada paso, cada decisión errada de esos humanos que optaron por apoyar al dios Timador, llevaría al Midgard a ese punto en el que sin duda se encontraban. La completa destrucción.

Una vez, hacía mucho tiempo, siempre creyó que había algo de luz en los humanos. De hecho, no toda su vida fue un vanirio. A él, como a todos los de su clan, lo transformaron los dioses vanir en el círculo de piedra de Stonehenge; y les otorgaron dones, aunque también alguna que otra debilidad. La eternidad hizo que olvidara su parte humana, y a veces dudaba de si alguna vez lo fue en realidad.

Pero sí recordaba… Thor MacAllister se agarraba al recuerdo del amor que sintió por su mujer. Y fue un amor que no podía ser catalogado de humano, pero tampoco de inhumano: fue un amor divino. Mágico era la palabra. Y la poca razón que todavía le quedaba y que tanto habían insistido en arrebatarle se agarraba a ese recuerdo borroso como a un clavo ardiendo, sin importarle si se quemaba por ello.

El nombre de su mujer era Jade. Y no era humana, pero tampoco vaniria. Era berserker. Entonces, su relación era completamente imposible, porque ambos venían de razas totalmente enemistadas. Pero su corazón vanirio eligió el corazón de esa hembra berserker, toda una loba, toda una princesa: la hija del líder del clan de Wolverhampton.

Él, Thor, también había sido un líder. El líder del clan vanirio de Dudley, de la Black Country, o eso creía… Porque de líder ya no le quedaba nada. La cuestión era que cuando la vio, no pudo resistirse: ni siquiera hizo el intento de luchar contra ello, contra el magnetismo de aquella mujer. Cayó fulminado por ella, por sus ojos, tan verdes como la piedra que llevaba su nombre, y por su sonrisa, dulce y ladina. Aquellos atrevidos ojos color jade y su sonrisa altiva y desafiante lo cambiaron todo, y pusieron en duda el mundo de prejuicios que él y los suyos habían construido a su alrededor. Si un vanirio podía llegar a desear a una berserker hasta el punto de casi volverse loco, quería decir que los dos clanes no estaban tan lejos los unos de los otros como creían. ¿Y si los dioses estaban equivocados?

Tal vez, aquello fue realmente el detonante de todas las desdichas siguientes. Tal vez, él y Jade con su decisión de romper las normas lo iniciaron todo. Dieron pie a la llegada del final de los tiempos.

Ahora, encadenado en aquel salón oscuro, débil y casi nulo de fuerzas, esperaba el amanecer. Necesitaba el amanecer como agua de mayo. Su don, después de que le quitaran a Jade de las manos, se había descontrolado por completo, afectado por todas las drogas y torturas a las que le sometieron y acentuado mucho más por no poder volver a beber de ella, que había sido su bálsamo al regalo otorgado. Ella le había dado un poder sublime, convirtiéndole en el mejor telépata de todos los de su clan. Podía entrar en contacto con quien quisiera, cuando él quisiera. Además, era el vanirio más rápido de todos: podía cruzar los cielos continentales en menos de un día. Pero el don que ahora le caracterizaba era el de leer mentes, estuvieran en el radio que estuvieran… Sin embargo, sin poder beber de su cáraid, las voces, los pensamientos y las mentes se habían descontrolado y le hacían perder la cordura. En ocasiones, cuando todavía se sobreponía a sus torturas, a sus dolores y a su más que posible perdición mental, intentaba leer en todos los miembros de Newscientists y en todos sus enemigos lo que estaba sucediendo en el exterior, en ese mundo que él ya no podía defender. Había intentado entrar en contacto con la superficie: pero tal y como había leído en las mentes de los miembros de seguridad, una barrera de protección mental impedía que se produjeran fugas. Él, al igual que los cientos de guerreros que increíblemente debilitados esperaban la siguiente sesión de rayos de sol, de heridas, de extracciones de sangre y de intentos de hibridaciones con mujeres de otras especies, pendía colgado de las cadenas, como los cerdos en un matadero.

Thor abrió los ojos lilas y amoratados, y los clavó en el techo de aquella prisión de seres desterrados al purgatorio, como si tuvieran pecados que limpiar… Cuando, tal vez, el único error que habían cometido había sido creer en los humanos por los que tantísimo habían luchado.

Ya hacía dos días que por ahí no pasaba ni una alma. Ni guardias ni médicos les hacían nada… Nada de increparlos con golpes ni jeringas que más bien parecían puñales; ni un insulto, ni un escupitajo. Y lo agradecía; agradecía ese aislamiento, porque ya no tenía fuerzas para soportar nada más.

Tras él, un guerrero que no conocía tosió y gimió de dolor. ¿Quién sería? ¿Sería alguno de los amigos que había hecho en los Balcanes, donde berserkers y vanirios habían vivido en respeto y armonía? Muchos de los que conocía habían muerto intentando defenderlo a él y a los suyos. Siempre había sido un líder destinado a ser considerado como tal, ya fuera en Casivelania, en la Black Country o en los Cárpatos, donde vivió algunos años con Jade.

Ahora, tenía la cabeza embotada; las migrañas eran insoportables. La droga que le inyectaban sólo retrasaba lo inevitable: cuando pasara el efecto, las voces y los pensamientos de todos los que allí estaban, fueran humanos o inmortales, entrarían en él como si fuera un canal abierto. Jade había tenido el poder de silenciar las voces y de darle el control, para que escuchara sólo a quien él quería. Sin embargo, hacía casi dos décadas que le separaron de ella… Dos décadas de un dolor tan profundo, de una agonía sin medida tan cruel por su pérdida que ya no podía sobrellevarlo más. No se sentía capaz.

Y, aun así, mientras respirara, siempre creería en sus posibilidades. Aunque fuera incapaz de romper esas cadenas metálicas que lo sujetaban, aunque le dolieran las puntas desnudas de los dedos de los pies por mantener el equilibrio, aunque sus heridas tardaran meses en cerrarse… Tenía una razón para seguir vivo. Y se asía a ella.

Y ese motivo era el siguiente:

Un científico llamado Francesc lo liberó de los laboratorios de Oxford a los que les habían enviado primeramente, tanto a Jade como a él. Allí perdió el contacto con ella por completo. Se desesperó pensando que tal vez habría muerto… Pero su corazón le decía que no. Que la berserker continuaba con vida, porque él estaba atado a ella, y se hicieron la promesa de morir juntos. Thor sólo pensaba en ella… En su recuerdo… Jade no podía haber muerto porque él seguía vivo. Sus almas estaban conectadas. Era así de simple.

Francesc le dijo al oído, cuando lo llevó en los contenedores hasta los Balcanes, que esperaba que un día él pudiera liberarse; y que cuando lo hiciera se encaminase hacia una dirección que ya apenas recordaba… Francesc, además, había colocado un señuelo para los vanirios de su clan, para que dieran con él e investigaran toda la verdad sobre lo que sucedía. Ese científico no aprobaba el modus operandi de Newscientists, parecía que la voz de la conciencia le había dado un pellizco. No dudaba de que, tarde o temprano, Mikhail y los suyos lo matarían. Seguro que estaba muerto.

—Francesc… —susurró para comprobar si aún recordaba cómo hablar—. Jade…

Otro guerrero más carraspeó y vomitó. Las arcadas de aquel compañero, que parecía sacar el hígado, le removieron el estómago. Aquel lugar olía a defecación y a ácido… El hedor era insoportable. Y ahí estaban ellos: intoxicándose día a día con su propia mierda.

Los humanos iban a dejar aquel lugar abandonado, con ellos dentro, perdidos en su miseria y en su destrucción. Pero ¿hasta cuándo? ¿Cuándo acabaría todo?

Las cosas en el Midgard se habían vuelto locas, y en el planeta se empezaba a hablar de algo llamado «cambio climático», una serie de perturbaciones y desastres naturales que afectaban a toda la humanidad. Pero Thor sabía que no se trataba de eso. Había algo que detonaba la desaparición de una civilización; y si la Tierra se revelaba era por una razón: no soportaba a los parásitos que vivían en ella.

Tal vez, el destino de él y el de todos esos vanirios y berserkers, que una vez fueron indomables guerreros y ahora eran víctimas de la ambición de una especie inferior, era, sin lugar a dudas, hundirse sin luchar y perderse en el más absoluto olvido. Pero ¿cómo decir adiós sin saber si su cáraid seguía viva? Y había una niña pequeña… ¿Cómo se llamaba? ¿Qué sería de ella? ¿Por qué la había olvidado?

Sacudió la cabeza, disgustado consigo mismo… Tantas caras borrosas, tantos recuerdos perdidos. La terapia de electrochoque recibida durante tanto tiempo y sistemáticamente le había dejado huella… Su pasado estaba borroso, muchas personas habían desaparecido de los recuerdos de su mente atorada… Como si jamás hubieran existido. Se acordaba de algunos detalles de su vida. De otros… De otros ya no.

—Jade… Jade… —repetía dejándose ir por su locura, bajando la cabeza.

Calló inmediatamente cuando creyó escuchar el sonido de una puerta metálica al abrirse en una de las plantas superiores del edificio. Levantó la cabeza de nuevo y parpadeó confundido.

Habían vuelto.

Al parecer, estaban tocando algo, programando algo… ¿Vendrían a por ellos? Se agarró a las cadenas con fuerza.

Justo en ese preciso instante, por primera vez en tantísimo tiempo, su mente se quedó en silencio. Ni un quejido, ni un pensamiento, ni un gruñido lastimero de rendición…

La nada.

Las pupilas negras de Thor se dilataron hasta casi abarcar el lila claro y especial de sus ojos. Y fue entonces cuando, mientras intentaba escuchar el pensamiento de ese científico que manipulaba el sistema informático del edificio, otra voz llena de paz y empatía le habló e invadió cada una de sus sinapsis.

«Atráelo. Atráelo, Thor. Ha quitado la barrera. Atráelo».

Thor no entendía de dónde procedía aquella voz. No lo conocía, y a pesar de ello, sabía que venía de alguien amigo.

«¿Por qué puedes hablar conmigo? ¿Quién eres?».

«Soy un amigo. Atráelo, Thor. Él no se imagina que todavía tienes energía para manipularle. Eres un vanirio. Oblígale a llegar hasta ti y liberaos», ordenó.

Thor tenía la garganta tan seca como un estropajo, pero se impelió a tragar saliva y concentrarse en lo que estaba pasándole en ese momento. Alguien había entrado en contacto con él y le animaba a que con sus dones atrajera a ese miembro de Newscientists que tan descuidadamente había entrado allí de nuevo, después de días de aislamiento, para apagar las máquinas y cualquier tipo de energía que hubiera en ese edificio.

«Hazlo. Tú puedes hacerlo. Haz un último esfuerzo», le animó. «Si lo haces, si te liberas, tendremos el tiempo suficiente para ayudarte y sacaros de ahí».

«Pero ¿cómo? —preguntó aturdido—. Las compuertas de este edificio se abren todas desde afuera… No tengo tanta energía como para mantener contacto con él el tiempo suficiente y convencerle para hacerlo todo», lamentó abatido. Estaba tan débil…

«Solo encárgate de atraerlo para que te libere. Una vez esté hecho, tú decides qué hacer con él; pero tenéis que salir de ahí. Es sólo una persona. Cuando llegue el amanecer, los techos de ese reducto se abrirán y, entonces, todos moriréis quemados por los rayos solares. Debes aprovechar el momento ahora o no tendrás otra ocasión. Después de que acabes con él, libera a todos los guerreros que hay en ese lugar, y dirigíos a los muros exteriores. Antes de que amanezca, recibiréis ayuda».

Thor escuchó con atención cada palabra de ese emisor, y se dejó bañar por su paz y su amabilidad. Hacía tanto que no escuchaba a nadie hablarle así…

El vanirio asintió, y con energías renovadas por ese hálito ajeno de ánimo, se concentró de nuevo en la persona que rondaba por las plantas superiores.

Era un hombre de cuarenta años. Se llamaba Adolf. Estaba en la planta número dos, la principal. Las demás eran plantas inferiores ubicadas bajo tierra.

Adolf se encargaba de la seguridad del edificio; y le habían enviado para desconectarlo todo y dejar únicamente listas para su apertura las compuertas que cerraban la cueva en la que ellos estaban y que se convertiría en un crematorio para los suyos.

Adolf era meticuloso y lo hacía todo como un robot, sin pensar si lo que ejecutaba era correcto o no. Tenía prisa por salir de ahí y abandonar aquel lugar maldito. Quería ponerse a salvo del caótico mundo que se desmoronaba ahí afuera y sólo se preocupaba por su pellejo.

La voz que había contactado con Thor tenía razón.

El tal Adolf había desconectado ese escudo protector de ondas mentales; y ahora, por fin, Thor, ayudado de la paz de esa persona que rozaba aún su mente, podía tocar su cabeza sin ninguna restricción. Y era mejor tocar la mente de un asesino sin compasión que haber convivido con todas las voces torturadas que ocupaban su mismo espacio, sus mismos miedos, su misma desesperación. Aquello lo había vuelto loco.

Thor entró en contacto con él como un huracán, sin inflexiones ni fisuras. No le daría ni una oportunidad de escapar.

Puso toda su voluntad y las pocas energías que milagrosamente aún residían en su interior y se centró en seducirle con su voz.

Con las esperanzas centradas en su último intento, sonrió a través de su larga y enmarañada melena negra y, tras años de opacidad y tormento, sus ojos lilas se aclararon como dos focos y se clavaron al frente, justo en la puerta que, a pesar de estar absolutamente a oscuras, él podía divisar y tarde o temprano esperaba que se abriera para conocer a Adolf.

«Adolf, ven. Tengo algo que decirte».