La oscuridad era sentirse como él se había sentido durante tantísimo tiempo. Un espacio carente de sonrisas y luz. Una habitación personal en la que sólo residían los pensamientos faltos de claridad. Un pozo negro donde sólo tenían cabida el dolor y la vergüenza; dos sensaciones lacerantes que se retroalimentaban la una de la otra hasta llegar a destruir los únicos retazos de lo que alguna vez, en su corta vida, fue.
Carrick vivía sólo porque las ansias de venganza le mantuvieron en pie cuando lo hicieron pedazos y borraron de un plumazo al niño que peleó hasta el final por sobrevivir. Soñaba con el día de la vindicta final, no porque quisiera olvidar y continuar. No. Sino porque cada maldito amanecer desde que salió de Chapel Battery se convertía en una eternidad de tormento y desesperación por no poder dejar ir toda la fría furia que hervía en su alma. Y tener algo tan caliente en su interior, al final, acababa quemando y transformándolo todo en cenizas.
Cahal McCloud le ofreció borrar sus recuerdos y devolverle su melena rubia, característica del celta vanirio proveniente del largo linaje de bardos del que él y su hermana descendían. Pero Carrick rechazó su propuesta, porque, ¿de qué servía cambiar el envoltorio si el interior estaba podrido? A él no le servía de nada que lo acicalaran cuando estaba tan manchado como podía estarlo un cerdo en el barro.
«Cerdo. Zorra. Eres la vergüenza de tu clan». Recordaba aquellas duras palabras que tanto le habían repetido los humanos de Newscientists. Ni siquiera le repugnaban. Se habían convertido en combustible para su fuego interior.
Pero aquella vida que tanto daño le había causado y no podía entender, se estaba riendo en ese momento de él. Malditas nornas del demonio… Parecía ser que incluso el más desgraciado y perdido de todos los vanirios podría llegar a tener una oportunidad para recordar que una vez tuvo bondad en su mente y en su corazón. Y esa oportunidad se presentó en la forma de una japonesa llamada Aiko.
Hacía sólo un día y medio que la había visto desde que llegaron a aquella tierra convulsa y a punto de morir llamada Escocia.
Desde entonces, desde que Carrick clavó su mirada en sus ojos rasgados y oscuros, en su melena lisa y negra y en su exótico rostro, la necesidad de matar se había colocado milagrosamente en un segundo plano.
Decían que los cáraids vanirios se reconocían por el olor. La pareja elegida desprendía un perfume que noqueaba los sentidos de su consorte. Sus padres se amaban antes de ser transformados por los dioses. Las parejas que él conocía ya estaban hechas cuando nació. Y, ahora, a las puertas del Ragnarök, nadie podría explicarle si lo que él estaba percibiendo con esa japonesa del clan vanirio kofun era o no era la vinculación de los cáraids. Lo único que podía hacer era seguir el rastro de ese olor a chocolate caliente, que le recordaba a las noches en las que su madre, cuando era muy pequeño, le preparaba un tazón para que pudiera descansar, relajarse, y dormir, aunque los vanirios no lo necesitaran.
¿Aiko tendría la capacidad de relajarle?
La había visto luchar; y también había reconocido la luz en sus ojos cuando obtenía el dolor de sus oponentes, cuando sesgaba las vidas de los jotuns, como una experta y maravillosa sanguinaria. Parecía seria y disciplinada, nada accesible para nadie, exactamente como él era ahora. No obstante, Aiko lo había mirado durante unos eternos segundos mientras el purs se la llevaba, como si quisiera decirle algo o despedirse de él. Y ese leve pero intenso contacto fue el que encendió la chispa en su tenebrosa alma, y el que le hizo creer que si había una cáraid para él, después de lo vivido, era que no estaba todo perdido.
Entonces, Carrick no tuvo ninguna duda sobre lo que tenía que hacer. Decidió ir a buscarla. Encontrarla era su mayor afán.
El túnel constaba de techos y paredes altas. Desconocía cuál era la auténtica fisiología de los purs para crear esas penetraciones en la piedra pero, fuera como fuese, esos monstruos tenían la necesidad de construir madrigueras. ¿Para qué? ¿Por qué?
Carrick se detuvo hacia el final del nuevo túnel, que acababa en una nueva bifurcación. ¿A cuántos metros bajo tierra estaban?
Cerró los ojos y esperó a que el olor de Aiko le golpeara de nuevo.
Sí. Estaba cerca. Seguía viva. E iría a por ella.
Carrick se impulsó sobre los talones y, al percibir su inminente cercanía, arrancó a volar a través del túnel oscuro y sombrío. Al final de ese nuevo pasaje, una claridad anaranjada alumbraba la boca al otro extremo del pasillo.
Él entrecerró los ojos y los colmillos le explotaron asomándose a través de sus labios. Su mirada marrón y clara se enrojeció por completo.
Ahí no sólo latía el corazón de Aiko. Había otros corazones, más pequeños y más humanos que los de la japonesa.
Niños. ¿Qué hacían los niños ahí adentro? Era imposible que sobrevivieran a la falta de oxígeno, provocada por los gases intraterrenos y por las altas temperaturas de las cavernas.
Aumentó la velocidad y salió como una bala por el agujero, hasta levitar en una gruta tan grande como un coliseo.
Abajo, ríos de lava que otorgaban claridad a aquella boca del mal, rodeaban una plataforma de piedra. En el centro de esa roca, dos purs más grandes de lo normal, de piel viscosa y grisácea y con ojos grandes de color carbón, estaban flanqueados por etones de piel negra y ojos amarillentos. Las dos razas de jotuns eran muy poco agraciadas.
Al parecer, los dos purs de grandes dimensiones actuaban como las abejas reina de una colmena. Todos les protegían, y a ellos eran llevados los niños que cargaban sobre sus hombros aquellos adefesios de Loki.
A Carrick no le sorprendía nada. Ni la maldad, ni la violencia, ni el odio, ni la lascivia de los seres de Loki. Pero continuaba lastimándole el hecho de que se jugara con la inocencia de los más indefensos.
Purs y etones dejaban a los pies de la pareja de líderes los cuerpos casi sin vida de los críos que habían secuestrado del Midgard. Caían desmadejados, como muñecos de trapo. Veía sus rostros y recordaba a los niños perdidos de su clan, que apenas tenían una oportunidad para luchar, tan débiles y tan maltratados…
Los dos purs, que doblaban en tamaño y en anchura al resto, cogían a los niños, y abrían sus asquerosas bocas para clavarles dos colmillos putrefactos en su tierna piel. No dejaban de succionar hasta que les arrancaban la energía vital.
Y cuando acababan… Dioses… Cuando acababan, vomitaban algo por la boca. Algo rojizo, redondo y gelatinoso.
—Son huevos —susurró Carrick estupefacto.
Esos malnacidos podían incubar huevos después de arrebatarles la vida a los pequeños. Y tenían una increíble montaña de ellos que otros se encargaban de guardar en orificios hechos a medida en la piedra, como si fueran las cunas de los futuros purs o etones que salieran de allí.
Mientras observaba aquella escena y buscaba desesperadamente a Aiko entre aquel enjambre de niños, huevos, purs y etones, notó la intrusión mental de un eton.
Los etones tenían la capacidad de leer la mente de sus adversarios y manipularla a su antojo. El lápiz anulador de frecuencia se le había quedado sin batería desde hacía horas, pero Carrick estaba más que dispuesto para enfrentarse a los juegos telepáticos del jotun. Usaría la mente del jotun para averiguar dónde estaba Aiko.
Algunos etones alzaron las cabezas, dispuestos a enfrentarse a Carrick que, todo vestido de negro, con su espada samurái en mano y su cabeza rubia y afeitada, señalaba a cada uno de ellos con una sonrisa maquiavélica, dispuesto a enfrentarse a la muerte.
—Venid a por mí —les animó.
Carrick se dirigió al enjambre como una bola, con la inconsciencia de quien desea la batalla porque no tiene nada que perder.
Graznó como un salvaje al paso que iba cortando cabezas, piernas y brazos, mientras investigaba en las mentes de los etones dónde había ido a parar la vaniria.
Esquivó el ataque de un eton y aplastó la cabeza de un purs con las suelas de sus botas militares negras.
Movía la hoja de su espada samurái con diligencia y sobriedad. Cortes limpios y mortíferos, precisos como los de un cirujano.
La piel del purs estaba recubierta por una gelatina que se parecía al ácido y quemaba como el demonio. Muchos de ellos intentaron cogerle y, ante todo, proteger a sus dos reinas ponedoras de huevos, que buscaban el modo de salir de allí antes de que ellas o sus nidadas sufrieran algún percance.
Pero Carrick no se lo iba a permitir.
Demasiados niños habían muerto en sus manos como para que escaparan sin recibir el castigo que merecían.
Un purs le escupió y la saliva impactó en su pantalón. Al instante, la tela afectada desapareció, quemada por completo. Al igual que la piel más superficial de su pierna.
Mientras luchaba, buscaba al eton con el que tenía ese contacto mental… Lo quería a él. Él le diría dónde estaba Aiko, aunque le hiciera creer que ya no estaba ahí.
Los ponedores de huevos horadaban el suelo y creaban un boquete tan grande como para conseguir desaparecer como gusanos. ¡No se le podían escapar!
Sobrevoló la cabeza de un grupo de etones y, entonces, clavó la punta de la espada en uno de los dos purs que querían desaparecer. Le atravesó la cabeza. El purs gritó como un animal herido y se revolvió, queriendo escapar de la punta metálica de Carrick, que se retorcía en su cabeza y que le empezaba a atravesar el cuerpo.
—¡Te mato como un cebo, gusano! —le gritó mirando por encima de su hombro para protegerse del golpe de un eton. Sus garras, curvadas y afiladas, negras como su piel, le arañaron la espalda. Carrick se quejó, pero antes de encargarse de su nuevo atacante percibió el pensamiento del eton al que tenía anclado a su mente. Estaba huyendo. Huyendo por una de las grutas superiores.
Sacó la espada y dio la vuelta sobre sí mismo para utilizar ese mismo movimiento como un molino degollador con el que pudo rebanar el cuello a varios purs.
Después, ignorando a todos los demás, alzó el vuelo para seguir al eton que sabía dónde estaba Aiko. Cuando llegó al orificio por el que el jotun había desaparecido, se detuvo en el umbral, impresionado por lo que veían sus ojos.
El eton tenía a Aiko, completamente inmóvil, adormecida y falta de vida… Estaba colocado a su espalda, tirándole del pelo, sin perder la mirada de Carrick. Sus ojos amarillos y reptiloides sonreían victoriosos.
Uno de los purs succionadores la había mordido, hasta el punto de dejarla casi sin sangre.
«¿Es esto lo que buscas, vanirio?», le preguntó el eton mentalmente. Sus dientes amarillentos y su hocico, parecido al de una serpiente, le convertían en el primer anfibio bípedo que Carrick había visto en su vida.
—Devuélvemela —le contestó Carrick acercándose a ellos, sin bajar la punta de la espada ni un ápice.
«Es demasiado tarde para ella. Es demasiado tarde para vosotros».
El vanirio negó con la cabeza, sin perder la calma.
—No es tarde si hay vida. ¿Para qué demonios cogéis a los niños? Sois deplorables.
«Sustento. Sustento para nuestra especie. Entre nosotros nacen pocas hembras que puedan procrear. Pero hemos descubierto que la energía vital de vuestras crías nos ayuda a incubar. Habéis acabado con todos nuestros huevos de los mares —inquirió con furia—. Es lo justo que también acabemos antes con los vuestros, ¿no crees?».
—Son humanos. No crías, ni huevos —remarcó Carrick, dando otro paso hacia ellos, mientras rezaba porque soltara a la japonesa, que tenía los ojos cerrados—. ¿Por qué habéis mordido a la vaniria?
«Es un ser sobrenatural. Tiene muchísimo poder, y su energía es tan pura y vital como la de las crías que se han comido Sal’zenac y Pur’nic. Ella es virgen. Como ellos. Hay mucha energía en los vírgenes… ¿No lo sabías?».
Carrick escuchaba atentamente la voz oxidada de ese eton dentro de su cabeza. Los demás etones y purs ascendían las paredes de piedra, escalando y arrastrándose para llegar a él. No tendría mucho tiempo antes de actuar. ¿La energía de una virgen les alimentaba? Entonces, con él, no tendrían nada que hacer.
—¿Sal’zenac y Pur’nic? —repitió Carrick—. ¿Así se llaman las criaturas ponedoras de huevos? ¿Tenéis nombres?
El eton alzó la comisura de lo que parecía ser su labio superior y le dedicó una sonrisa torcida.
«Todos tenemos un nombre. Tú has acabado con la vida de Sal’zenac —le dijo mostrando su lengua bífida entre los colmillos—. Y luchas por proteger a unos humanos que odias. Estás lleno de asco».
—No lucho por ellos. Jamás he luchado por ellos.
«Puede que no luches por ellos, pero sí guerreas por ella. —Miró a Aiko y echó el brazo hacia atrás para clavarle los dedos en la espalda e intentar atravesarle el pecho—. Es lo justo que te devuelva la afrenta».
Carrick corrió veloz y lo detuvo. Liberó a Aiko del amarre del eton y le cortó la cabeza al jotun.
Cuando se dio la vuelta, Aiko yacía en el suelo, estirada de modo disforme, con la cabeza echada hacia atrás.
Carrick la cogió en brazos, meciéndola y retirándole el pelo negro de la cara.
—¿Aiko? ¿Me oyes? —El corazón le latía errático.
No podía pasarle aquello. No podía perder a esa vaniria cuando apenas se acababan de encontrar. ¿Qué mierda de vida le había tocado vivir a él? Carrick la zarandeó.
—¡Eh! ¡Escúchame! ¡No te puedes ir! ¡No te puedes ir! —Se mordió la muñeca y abrió una herida profunda a través de sus venas. No quería darle su sangre manchada. Si la salvaba le pediría perdón, pero necesitaba ofrecerle su linfa para que despertara. Después, la mordió y bebió de la poquísima sangre que aún latía por sus venas. Necesitaba tres. Tres intercambios de sangre. Los purs se acercaban hacia la cavidad en la que él estaba. Tenía que sacarla de allí con vida. Pero Aiko no respiraba. Sus ojos negros seguían vueltos hacia arriba.
Carrick notaba los muslos mojados, señal de la sangre que perdía Aiko por la espalda. Desesperado, le dio la vuelta, hasta que comprendió lo que había pasado.
Desvió la vista hacia el eton que yacía sin cabeza en el suelo. En la mano tenía el corazón de la japonesa, que aún latía reflejamente.
—No… No puede ser… —Fijó sus ojos marrones y llorosos en el rostro de la vaniria. Parpadeó para contener las lágrimas e inspiró profundamente por la nariz. Los vanirios morían si les arrancabas la cabeza o el corazón. Y Aiko había sido víctima de lo segundo. Dejó caer el cuello hacia atrás y gritó hasta que le ardieron los pulmones.
Carrick la dejó en el suelo, y se levantó con el rostro completamente ensombrecido, sin brillo en su opacada mirada. Amarró el mango de su espada y esperó. Esperó a que vinieran los purs.
—Ahora vengo —le dijo Carrick al cuerpo sin vida de Aiko mientras que, con paso arrastrado, se dirigía a la entrada de la cueva, en la que esperaría uno a uno a aquel enjambre de etones y purs que iban a encontrar su muerte, antes de que él clamara por la suya propia.
Matar. Acabar con todos era lo que iba a hacer, antes de acabar con todo. Antes de dar fin a su pena y a su tormento.
Antes de entregarse, por fin, al Sol.
Cuando dos hermanos estaban tan conectados como lo estaban ellos dos, uno sentía siempre el dolor y la desesperación del otro.
Durante años, Carrick se ocupó de cubrir sus emociones y de acorazarse para que Daimhin jamás supiera cómo se sentía, para que nunca leyera en él nada de lo que le hacían. Por eso no podían hablar telepáticamente entre ellos, porque Carrick no lo permitía.
Pero en ese momento, corriendo a gran velocidad entre los túneles subterráneos, Daimhin se detuvo en seco y se llevó la mano al corazón. ¿Y ese vacío? ¿Y esa falta de vida o de emoción? Era como una bofetada.
Steven ralentizó el paso y se acercó a ella al percatarse de la congoja de la joven.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—No sé… —Los ojos naranjas de Daimhin se aclararon de golpe y agarró con fuerza la camiseta hasta arrugarla a la altura del pecho—. No estoy segura. Es… Carrick. Algo ha pasado.
—¿Algo ha pasado? ¿El qué? —Tan alto como era tenía que encogerse para hablarle casi a la misma altura.
—No lo sé… —susurró con la mirada perdida. «¿Carrick? ¿Brathair, estás bien? Háblame, por favor». Pero las preguntas siempre venían acompañadas de incómodos silencios.
Steven levantó la cabeza y se colocó delante de Daimhin.
Ella también se percató del movimiento que provenía del final del túnel. El olor a putrefacción golpeó sus fosas nasales.
—Ya vienen. Vienen hacia aquí —anunció Steven en posición de defensa sin dejar de mirar al frente.
Daimhin desenfundó su espada y la agarró con las dos manos.
—¿Vas a hacer que me preocupe por ti? —preguntó Steven mirándola de reojo—. Más vale que no dejes que te hagan daño.
Daimhin lo miró fijamente y no le contestó. ¿Que no se dejara hacer daño? ¡Como si la hiriesen porque ella quería! ¡Ese berserker estaba loco!
—Y yo espero que, sea lo que sea lo que aparezca por ahí, los barras. Que esa cresta te sirva de algo.
Steven sonrió disimuladamente.
—Caray —murmuró complacido—, si hasta sabes hacer bromas.
Daimhin no contestó pero, en cuanto él apartó la mirada, se descubrió sonriendo ligeramente, agradecida por esas palabras. ¿Sabía hacer bromas? Imposible.
El mal, la amenaza y sus enemigos aparecieron por dos frentes. El final del túnel era uno de ellos. Lo que no esperaban era que, bajo la tierra a sus pies, emergieran las manos ácidas de los purs para retenerlos y quemarles la piel mientras los etones corrían y embestían contra ellos.
Steven sacó su oks de su espalda y la utilizó como el increíble guerrero que era. Tal vez no era el líder más maduro, pero sí era el más habilidoso y tenaz. Movía su hacha de una manera totalmente brutal.
Se transformó como el berserker que era. Sus músculos se agrandaron y se hincharon, marcando venas, y cubriendo su piel de un vello suave y gustoso al tacto.
Sus ojos ambarinos se volvieron totalmente amarillos, y sus colmillos superiores e inferiores se alargaron, los de arriba más que los de abajo.
Eton que se acercaba, eton que mataba.
Purs que aparecía entre las paredes o barrenando las paredes, purs al que le arrancaba la cabeza.
Una cosa estaba clara: esos seres podían ser seres creados por Loki, pero los vanirios y los berserkers estaban mucho más preparados para la lucha que ellos.
Daimhin no pudo evitar no apreciar aquella salvaje transformación en él. Había visto a berserkers transformándose, pero a ninguno tan… hermoso. Si hermoso era una palabra apta para un hombre.
—¡Sádica, defiéndete! —le gritó Steven mirándola iracundo.
—¡Déjame alguno! —protestó.
—¡A tus pies!
Ella dio un respingo, alzó su espada y cortó la mano del purs, más grande de lo normal, que pretendía morderla en la pierna y que intentaba arrastrarla a través del agujero que había hecho en la tierra. Tiraba con tanta fuerza con la otra mano que le quedaba, y que ardía en su gemelo, que consiguió arrastrarla hasta el suelo.
La espada se le resbaló de los dedos. Daimhin levantó el pie y le dio un golpe en toda la cara. Después, se levantó de un salto, sostuvo su espada y, con un movimiento de izquierda a derecha, seccionó la cabeza del purs del cuerpo.
Los etones a su alrededor empezaron a gritar como locos, como si lo que hubiera hecho fuera un sacrilegio; y, entonces, uno de ellos intentó entablar comunicación mental con ella.
«Es la hermana de Carrick», empezaron a repetir todos para confundirla. «Ven conmigo, te llevaré hasta él». «Ven, vaniria. Él está bien y a salvo».
Daimhin sacudió la cabeza y miró la luz parpadeante de la muñequera en la que tenía el anulador de frecuencias mentales. Maldición, ya no le quedaba energía, por eso los etones hablaban con ella.
—¡Steven, los etones se meten en nuestras cabezas! —gritó Daimhin manteniendo la hoja en alto.
—¡No les prestes atención! —replicó Steven arrancando la cabeza de un eton—. ¡Piensa sólo en acabar con ellos! ¡Córtaselas!
Pero los cuatro etones que la rodeaban le aseguraban que su hermano estaba vivo y bien. ¿Lo habían visto? ¿Lo conocían?
—¡Los etones tienen mentes grupales, conciencias colectivas! —Steven gritaba rodeado de purs babeantes que querían ir a por él—. ¡Arráncales las cabezas, maldita sea! ¡Defiéndete, Daimhin! ¡Te están haciendo daño!
«Ven. Te llevaremos con él», continuaban instigándola.
Daimhin cerró los ojos con fuerza y decidió utilizar el contacto mental del eton en su propio beneficio. Si tenían mentes grupales y en bloque todos sabrían y habrían visto lo mismo. Daimhin no se echaría atrás. Mientras pensaba en ello y buscaba la información que necesitaba, no percibía que un purs le estaba quemando la pierna con sus manos y que un eton le había abierto la carne de las costillas con sus garras. Podía aislarse del dolor; había aprendido esa capacidad en Capel-le-Ferne y la tenía muy asumida. No iba a prestar atención a sus heridas, sí, en cambio, a los circuitos mentales del jotun reptiloide. Lo que quería era encontrar a Carrick en la mente de esos etones.
A través de sus recuerdos, vio el final de un túnel como todos lo que ya había atravesado, pero este daba a una gruta enorme que parecía un maldito coliseo de piedra.
—Niños… —susurró Daimhin contrariada—. Muchos niños muertos. Oh… Por Morgana…
—¡Daimhin! ¡Reacciona! —Steven luchaba por quitarse de encima a sus atacantes. ¡Tenía que ayudarla o la matarían!
La vaniria no hacía nada contra las múltiples heridas que le propiciaban los etones y los purs, decidida a obtener la información que descubría.
Hasta que lo vio. Hasta que la obtuvo.
Lo vio todo.
A los ponedores de huevos, a Aiko muerta y a Carrick… A Carrick aniquilando a todos y cada uno de los jotuns que había en esa colmena. Masacrándolos. Después, todo se oscureció y ya no vio nada más.
Daimhin abrió los ojos agotados y naranjas como faros, saliendo de la mente del eton. Pugnó por salir de su entumecimiento, y por fin empezó a luchar contra aquellos que poco a poco le quitaban la energía, la cortaban y la herían con garras, colmillos y esa baba asquerosa que expectoraban sus cuerpos.
En cuanto acabó con todos sus oponentes, Steven se dirigió como un rayo a socorrerla.
Tan herida como estaba Daimhin, no iba a poder sola con ellos. Horrorizado y enfadado con la joven samurái por ser tan inconsciente, la echó a un lado, apartándola del foco de violencia. Él sería su martillo castigador.
Daimhin cayó y chocó contra la pared. Las piernas apenas la sostenían. ¿Tanta sangre había perdido? Se miró el cuerpo e inmediatamente cerró los ojos con estupefacción. El maldito eton la había colocado donde él había querido, y aunque ahora sabía donde estaba su hermano y hacia donde debía dirigirse para dar con él, el contacto la había dejado a merced de sus enemigos, que la convirtieron en un cromo en un instante.
La carne abierta, el cuerpo sangrante… Heridas profundas que debían ser atendidas si quería continuar.
Se llevó las manos a las incisiones del estómago y se hizo un ovillo.
El veneno de los purs y de las ponzoñosas uñas de los etones fluía a través de su torrente sanguíneo y le hacía entrar en colapso. No podía perder el conocimiento. Su cuerpo debía luchar para resistir y empezar a sanar. Los vanirios eran inmortales, pero sus heridas, sobre todo cuando estaban tan débiles como ella, no se cerraban con facilidad. Necesitaría algo más para mejorar y para que los cortes se cerraran con mayor velocidad.
Steven acabó con los últimos purs que lo acechaban; y cuando se dio la vuelta, respirando agitadamente, sudoroso, y lleno aún de la rabia berserker, clavó sus ojos en ella para estudiarla con atención.
Daimhin lo miró a su vez y levantó la barbilla con dignidad.
—No me mires así. Ya sé donde está mi… —se quejó cuando tosió sangre por la boca.
—Dioses… ¡Cállate!
Steven no perdió ni un segundo: se arrodilló a su lado mientras su transformación, poco a poco menguaba y recuperaba el estado normal, no tan animal, pero igualmente violento.
—¡No te has defendido! —Parte del cuerpo de la joven vaniria que miraba era una zona magullada y lacerante. No habían dejado nada sin golpear—. Qué tipo de guerrera eres tú, ¡¿eh?! ¡¿Estás loca?! ¡¿Eres una suicida?!
—Lo he hecho para encontrar a mi hermano. Han matado a Aiko… Pero yo ya sé dónde está. Sé cómo llegar hasta él —dijo con calma, tragando saliva e intentando controlar las punzadas de dolor. Cómo dolía.
—Aparta las manos. Déjame ver…
Steven no quería escucharla, sólo ayudarla a cicatrizar sus heridas. Le dolía el cuerpo al ver el dolor de ella, su piel tan blanca, tan maltratada. Él no había podido defenderla, pero tampoco esperaba encontrarse con una Daimhin inmóvil mientras los demás la apaleaban y la herían de aquel modo.
—No hay nada que ver, punk. Estoy hecha polvo —reconoció ella aguantando las ganas de gritar.
Steven cerró los labios con fuerza, ofuscado, pero también decidido a hacer lo que fuera necesario para ayudar a esa chica.
—Ardan me contó en Wester Ross que los vanirios que estuvisteis encerrados durante tanto tiempo en Chapel Battery aguantasteis vuestra sed como pudisteis, a base de autocontrol y…
—Y desesperación. Mucha desesperación —contestó ella de frente, mordiéndose el labio inferior para no dejar ir un alarido de dolor.
—El sanador de la Black Country creó las pastillas Aodhan para los vanirios a los que les pudiera la sed de sangre y no tuvieran aún a su cáraid. —Steven le cubrió un corte en el muslo del que no cesaba de borbotear sangre. Daimhin siseó, pero él no retiró el tapón que hacían sus dedos—. Os tuvo que dar a todos… —Oteó a Daimhin esperando encontrar una riñonera negra y plana, como la que todos llevaban a la cintura. Pero ella no llevaba nada consigo—. ¿Dónde lo tienes?
Daimhin apoyó la cabeza rubia en la roca de la pared y negó con la cabeza.
—No lo sé. La he perdido… Creo que al forcejear contigo en el precipicio se desabrochó —contestó abatida.
Steven gruñó y dejó caer la cabeza. Para un berserker como él ver a su pareja con tan mal aspecto le suponía un duro golpe.
—No puedes seguir así… Necesitas gasolina para cerrar todas estas heridas.
—Si fuera una vaniria fuerte no tardaría nada en curarme —lamentó—. Pero…
—¡Memeces, Daimhin! Eres muy fuerte, pero has actuado sin disciplina y con una falta de responsabilidad absoluta.
Ella frunció el ceño, e invirtió las pocas energías que le quedaban en mirarlo malhumorada.
—No me riñas. No tienes derecho.
—¡Te aguantas! —Steven la cogió en brazos sin ningún permiso y la sentó sobre sus piernas.
El corazón de Daimhin, que ya trabajaba a un ritmo superior al habitual para abastecer a todos sus órganos de la sangre y el oxígeno que les faltaba, se aceleró por los nervios y el estrés.
—¿Qué haces? —susurró Daimhin petrificada.
Él percibió su miedo; ese olor en ella le rompía el corazón, pero no iba a detenerse.
—¿Quieres ir en busca de tu hermano y no desfallecer por el camino? —La tomó de la barbilla con pulso firme y seguro—. Mírame, Daimhin. Estamos solos tú y yo. Tienes que beber.
Ella negaba, decidida a huir de allí y a aquel tipo de contacto. «No te me acerques. No me toques. ¿Cómo te atreves?». En un último hálito de energía, se defendió de aquello como una gata luchando por su supervivencia.
¡Zas!
Mordió la mano de Steven con fuerza y después la soltó.
Él la miró estupefacto. El mordisco había sido doloroso.
Steven retiró la mano un tanto confuso. Sus ojos eran una fina línea amarillenta que cambiaba del oro al rojo, como si no supieran qué color elegir.
Por su parte, Daimhin se bajó de sus piernas, y ahora estaba acuclillada ante él, con los colmillos rojos de sangre y los labios manchados, observándolo como una fiera dispuesta a arrancarle la cabeza.
La joven tragó saliva, convulsa por la situación, solo para descubrir por primera vez, de manera fulminante, el increíble sabor fresco y picante de la sangre. En Newscientists jamás bebió; los debilitaron y los menguaron para que nunca pudieran rebelarse. Una vez fuera de su cárcel, Menw le ofreció las pastillas que, ciertamente, surtían efecto. La ansiedad desaparecía, aunque quedaba un recuerdo adyacente y adormecido de lo que era el hambre vaniria.
Pero nunca, jamás, esperó experimentar la sensación de beber vida. Vida tan pura, fuerte y brillante como la sangre de un guerrero berserker.
Antes, aquello era pecado. Vanirios y berserkers se odiaban en tiempos pasados y no podían convivir juntos, mucho menos intercambiar su sangre. Pero Thor cambió las reglas; y ellos mismos, los niños perdidos, lucharon codo con codo con niños y jóvenes de distintas razas en Chapel Battery, y lo hicieron para sobrevivir.
Si podían luchar para sobrevivir, también podían vivir juntos para luchar, ¿no?
—¿Muerdes, sádica? —Steven la miró de reojo y después le mostró la mano sangrante con los dos orificios algo desgarrados del mordisco. Sabía que la estaba provocando y que ella no iba a poder resistir el olor y la energía que le daría beber de él—. Mira, aquí tienes lo que necesitas. Sangre para ti.
La sangre goteaba en el suelo, y Daimhin mostraba sus colmillos sin pudor.
Un elixir de vida, uno rejuvenecedor y constituyente… La gasolina que necesitaba en ese momento corría libre y salvaje por el cuerpo del guerrero que tenía frente a ella.
—¿Tienes idea de lo que estás haciendo? —preguntó ella con un hilo de voz, siseando como una serpiente, intentando apartarse de ello. Su corazón bombeaba anhelante de más sangre, más oxígeno, más vida. Sus músculos palpitaban, clamando por aquel líquido que los reconfortaría. Su piel pedía más. Siempre más.
—Te estoy ofreciendo mi sangre, sádica —le explicó él—. Soy un berserker, tú una vaniria. Por supuesto que sé lo que estoy haciendo.
—No voy a saber parar —le aseguró ella temerosa de sí misma.
Steven parpadeó, perdido por aquella sinceridad, para segundos después sonreírle con dulzura. Era tan bonita y parecía tan salvaje… Y tan asustada…
—Tranquila, colmillos. No voy a dejar que me mates. Me las apañaré. Pero, maldita sea, hazlo antes de que lleguen más jotuns y ya no te pueda defender.
Daimhin no lo pudo soportar. La sangre de Steven la hipnotizaba y le exigía probarla, beberla como agua. No era fuerte para resistirse a aquello. Era débil.
Cogió el brazo que le ofrecía el berserker y, controlándolo en todo momento con sus ojos claros y naranjas, clavó de nuevo los colmillos en las perforaciones ya hechas. Cuando empezó a beber, no tuvo fuerza de voluntad para seguir aguantándole la mirada.
Cerró los ojos para dejarse llevar por el placer, por su sabor, y por todos los recuerdos que alguien como Steven era capaz de albergar.