Capítulo 27

—Rápido. Rápido. —El anciano Agelystor, que casi parecía un fauno, caminó renqueante por los pasillos intraterrenos del interior de aquel mágico tejo—. Dejadlos aquí —ordenó a Carrick y Aiko.

Carrick dejó el cuerpo sin vida de Steven sobre un lecho de musgo, y Aiko dejó a su lado el de Daimhin, inconsciente.

El elfo se preocupó por cubrirle la herida que rodeaba el níveo cuello de la joven con una mezcla de plantas que había recogido en su trayecto hasta la hule.

Porque estaban en una hule, una cueva protegida por Nerthus e invisible para los jotuns.

—Nos encontrarán —anunció el vanirio, visiblemente preocupado por su hermana. La cueva era parecida a la de los huldre.

—Aquí sólo pueden encontrarnos los Svartálfar. Aiko y tú habéis matado a los cinco lugartenientes que había enviado Loki para encontrar a la Barda y el objeto. Cuando el Trickster vea que los habéis matado a todos, enviará a su ejército al completo. Cuando lleguen, lo primero que harán será destruir todos las hule —explicó Agelystor—. Y no tendremos nada que hacer. Nadie. Porque ellos son miles… Y nosotros estamos muy solos —lamentó—. Por eso debemos esperar a que tu hermana obtenga el don por completo y así revelar el secreto que oculta la piedra. Para ello necesita el comharradh, y aún no lo tiene.

—Pero Steven está muerto —observó Aiko—. ¿Cómo piensan culminar su… acto?

—Tú también moriste —le explicó Agelystor—. Y ella te revivió.

—¿Ella? —repitieron Carrick y Aiko a la vez.

—Sí. Es una larga historia —movió la mano como si no le diera demasiada importancia—. Ahora esperemos a que ellos abran los ojos y Daimhin decida qué reino elegir. Mientras tanto, sólo os puedo mostrar cómo el Midgard va sucumbiendo.

Daimhin abrió los ojos visiblemente mareada y con un dolor de garganta atroz. Aún sentía los ojos hinchados de las lágrimas derramadas. El recuerdo de sentirse muerta por dentro y devastada por la profunda depresión de saber que Steven ya no estaba la dejaban totalmente indefensa.

No obstante, estaba estirada en un lecho de musgo y margaritas, y olía a naranjas… ¡Naranjas! Como el berserker.

Daimhin se dio la vuelta de golpe y se encontró con el cuerpo sin vida de Steven.

—¡Steven! —Arrancó a llorar, presa de los nervios y la histeria. Le tocó el pecho, lo abrazó. El miedo no le permitía pensar con claridad—. Por favor… No quiero que te mueras. Por favor… ¡No me puedes dejar sola! —La rubia le abrió el chaleco y las hebillas para ver la herida del pecho… ¿Dónde estaba su corazón? Parecía que lo habían hecho estallar. ¿Cómo iba a resucitar sin corazón? De repente, sobre el aparatoso agujero en la carne, como si le hubieran dado un cañonazo, encontró las palabras escritas que ella misma le había pintado en el pecho.

«Revive. Nada puede acabar contigo».

—Sí, eso es… —Pasó la punta de los dedos por las letras y repitió—. Revive, Steven. Nada puede acabar contigo. Revive, Steven. Nada puede acabar contigo. Por favor… —suplicó, uniendo sus frentes—. Steven… Necesito que abras los ojos. Revive. Nada puede acabar contigo.

Su herida se cerró gradualmente, a su ritmo, ante la incredulidad de la vaniria, que sumida en su desgracia, sentía la muerte de Steven como definitiva, aunque no fuera tal.

Y, entonces, él revivió.

Steven abrió sus ojos, sus pupilas se dilataron al centrarse en Daimhin y cogió aire abruptamente por la boca, asustado de su propia resurrección.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Daimhin arrancando a llorar—. ¡Esto ha sido horrible! —le golpeó el pecho—. ¡Horrible!

—¿Daimhin?

—¡¿Qué?!

—¿Sigo vivo?

—¡Sí! —afirmó entre hipidos.

—Puedes dejar de golpearme cuando quieras… —La detuvo por las muñecas y se incorporó hasta quedar sentado en el lecho. Analizó la cueva y todo le pareció familiar—. ¿Estamos con los huldre otra vez?

—No… No lo sé. El Svart me lanzó una serpiente dorada ante la presencia de Agelystor. Pero llegó Aiko para robarle el objeto, y después mi hermano lo atacó por la espalda —aunque el dolor había sido espeluznante, vio y escuchó a sus salvadores, hasta que se desmayó.

—Así que llegaron a tiempo —sonrió agradecido.

—Sí —Daimhin, voluntariamente, alzó una mano y sé la pasó por el pelo y la cresta, que como ya le había dicho, no le crecía.

—Espera… —Steven se apartó repentinamente, encogiéndose contra la pared, huyendo de la joven, como si se asustara de ella—. No hagas eso.

—¿Qué?

—¿Tienes manera de salir de aquí?

—¿Yo? —Daimhin dejó caer la mano que se había quedado suspendida en el aire—. ¿Salir de aquí? ¿Cómo dices?

—Por tu bien, Daimhin, deberías irte.

A ella, el rechazo de Steven la dejó hecha polvo como nada. Maldito amor.

—¿Tienes idea del caos que ha reinado en mi cabeza creyéndote muerto? —le espetó rabiosa—. No voy a irme.

—Daimhin, no quiero ser maleducado…

—¡No lo seas, entonces! ¡Te he salvado la vida!

—Daimhin, te lo ruego… —su cuerpo empezaba a convulsionar y sus ojos se volvían completamente rojos—. No me puedo controlar.

—Me da igual. No pienso irme.

—¡Daimhin! —La aferró por los hombros y se lanzó a por ella hasta aplastarla contra la pared rocosa—. ¡La luna llena está en lo alto! ¡Aunque el cielo cenizo no deje verla, los berserkers la sentimos igual! ¡¿Sabes lo que eso significa?! ¿Sabes lo que es el frenesí?

Ella osciló las pestañas, y entendió a la perfección lo que le quería decir. Quería poseerla.

—Sí —contestó débilmente.

—¿Sí? Entonces, sal o no voy a ser clemente y voy a echar por tierra cualquier decisión que hayas tomado respecto a Raoulz, porque yo no soy un elfo. ¡No soy como él! —la zarandeó.

—Lo sé.

—Necesito tocarte, necesito quererte, necesito poseerte. ¡No me vale sólo la música y la poesía! Mi amor por ti es también físico y carnal. ¡Y siento mucho que no te guste! Pero soy un berserker y marcamos a nuestras mujeres honrándolas y venerándolas con nuestros cuerpos y nuestras almas.

—Steven… Está bien.

—Tú eres una barda y él un elfo, tenéis un futuro juntos brillante en otro reino. Por eso te pido que te vayas —apretó los dientes y sus blancos colmillos se expandieron en toda su gloria—. No quiero asustarte. No quiero que te lleves un recuerdo mío que te aterrorice. Te doy una salida. Elige a Raoulz y vive.

—¿A Raoulz?

—Sí, sádica. Porque, si no te vas, no voy a poder detenerme y te voy a echar a perder para él. —El fino bello que cubría a los de su raza en la mutación cubrió a Steven—. Te saldrá el comharradh y no te dejaré marchar jamás, porque serás mía —decretó rugiendo levemente como un animal—. No te dejaré ir. Pero yo no te puedo ofrecer otro mundo por el que desaparecer. Este, el Midgard, es donde vivo, y está a punto de ser destruido. No tengo magia, no hablo con Nerthus ni con los elementos… Ni siquiera sé cantar. Soy sólo un hombre inmortal, medio guerrero y medio animal. Y es posible que muera aquí, antes de que llegue un nuevo amanecer. No tengo nada que ofrecerte, sólo lo que ves. Y aun así, sabiendo todo esto, si te quedas, seré un jodido egoísta y te marcaré para siempre. Porque estoy enamorado de ti, Barda. Y prefiero vivir lo que me queda de vida contigo, a sufrir una eternidad sin mirarte a los ojos.

Daimhin sintió que florecía en su interior, que algo marchito le abría a la vida, cuando antes no le llegaba ni un rayo de luz. Steven le estaba diciendo que la quería. Y ella lo creía a ciegas.

—Steven… Yo ya estoy marcada, incluso sin tener todavía el sello. Cuando te creí muerto, medio enloquecí, y me di cuenta de que era a ti a quien echaría de menos. Tus besos, tus manos, tus bromas… —Lo tomó del rostro—. Tu poca consideración… No quería quedarme sin eso. Y entonces me di cuenta de que prefiero mil veces el tipo de amor que tú me puedas dar al respeto eterno que Raoulz me pueda mostrar. Porque el respeto no me mantiene caliente por las noches, ni me derretirá la sangre de deseo, ni me dará un abrazo cuando lo necesite, ni me besará cuando me hormigueen los labios como ahora. Eso sólo me lo puedes provocar tú. Te elijo a ti, Steven, porque no puede ser de otra manera para mí. Porque… Estoy enamorada de ti. Tú has hecho que me enfrente a mis miedos. Eres mi cáraid. Mo duine.

Steven la besó sin respeto, sin consideración y con todo el deseo que ardía en sus venas. Cogió aire y dijo:

—Mala elección —sonrió como el lobo que era—. Ahora eres mía.

Daimhin le devolvió el beso y contestó:

—Dudo de que alguna vez no lo haya sido.

Aquella vez, Steven no se reservó nada. Ya no le importaba asustar a la Barda. El frenesí explotaba sus virtudes y su pasión, y no podía echarlo atrás. Era lo que era. Y quería como quería. No pensó en si le hacía o no le hacía daño, ni siquiera se le ocurrió que ella pudiera asustarse de nuevo.

Daimhin le había dicho que lo amaba, y eso conllevaba una serie de consecuencias y responsabilidades.

Sin dejar de besarla le quitó la falda y la dejó desnuda por completo, excepto por las botas que cubrían sus largas piernas.

Ella se agarró a sus hombros. No podía soltarse. No quería soltarlo jamás.

Pero él se escapó. Cayó de rodillas ante ella y, sin avisarla, posó su boca sobre su vagina, para empezar a lamerla y a hacerle el amor con la lengua.

Daimhin no se lo podía creer. Steven hacía sonidos gustosos, como si le encantara su sabor. ¿Por qué? ¿Le gustaba hacer eso? Tampoco lo pensó demasiado. Cerró los ojos, se mordió el labio inferior y disfrutó de aquella experiencia casi religiosa que era ser comida por él de aquel modo. Se agarró a su pelo para no caerse y luchó por no olvidar cómo se respiraba.

El orgasmo empezaba a iniciarse desde el clítoris al interior del útero. Y cuando estaba a punto de correrse, él se apartó y la cogió por la cintura para darle la vuelta.

Daimhin se apoyó en la pared.

—Sujétate —dijo la voz animal de Steven.

Él le abrió las piernas con las suyas. Se bajó el pantalón y tomó su erección con la mano. Entonces, poco a poco la penetró.

Su ansia animal lo estaba volviendo loco. Necesitaba someter. Anhelaba marcar. Poseer.

Ella gemía a cada movimiento de su miembro en su interior. Se estaba hinchando y la estaba bañando con su esencia afrodisíaca, para que ella se ensanchara para él y no le doliera.

Pero igualmente no fue fácil. Steven la empezó a acariciar por delante mientras se mecía y bamboleaba las caderas, hasta que por fin, estuvo completamente empalado hasta el fondo de su cuerpo y de su alma.

Aquel era su lugar.

—Oh, por favor… ¡Steven!

Él le retiró el pelo de la nuca y le susurró con los ojos rojos de deseo y los colmillos desarrollados.

—Soy así. Yo… —movió las caderas para que viera lo grande que era—. Soy así. ¿Puedes soportarlo?

Ella apoyó la cabeza en su hombro y levantó el brazo para posar su mano en su nuca.

—Si tú puedes soportarme, yo también. —Fijó su naranja mirada en la de él y ambos se fundieron en uno solo.

El chi de ella, su energía vital, lo bañó. Y Steven se emocionó cautivado por su confianza. ¡Por fin!

Steven la besó al tiempo que empezó a poseerla con dureza. Hasta el punto de que Daimhin casi acababa a cuatro patas en la pared.

Fue inclemente. Apasionado. Y único.

El frenesí era increíble.

Steven la mojaba con su esencia para excitarla cada vez más. El líquido se deslizaba desde su vagina hasta sus piernas…

Aceleró el ritmo y gruñó sobre su boca. Después se apartó, la tomó por debajo de las piernas para abrirla todavía más, y entonces la mordió en su marca, penetrándola hasta los testículos, dejando que estos golpearan sobre su clítoris.

En ese preciso momento de álgidas sensaciones, el sello se empezó a grabar en sus pieles. El de ella, un nudo perenne negro y espectacular con la gema amarilla de los ojos de Steven. El de él, igual, pero con la gema naranja. Y se grababa en la parte del cuerpo que representaba la confianza: sobre sus corazones.

—¡Ah, maldita sea! —se quejó ella. El sello quemaba.

—Sí… —susurró Steven pletórico. Su mujer marcada. Y su chi, el de ella y el de él, entrelazándose, aceptándose el uno al otro.

Era el día más maravilloso de su vida.

Daimhin luchó por agarrarse a algún saliente de la pared, cuando de repente el orgasmo explotó en su interior hasta freír parte de su cerebro y fundir para siempre su corazón.

Steven se corría en su interior, sintiendo cómo sus paredes se estrechaban y lo succionaban, apretándolo en demasía.

El berserker alzó el rostro, y con los colmillos manchados de la sangre de su kone, dijo:

—¡Mía!