Capítulo 26

Gales.

Llangernyw.

Steven sobrevolaba Gales a la velocidad que les daba montar al pegaso Angélico. Tras él, Daimhin lo abrazaba fuertemente y disfrutaba momentáneamente de no ser ni perseguidos ni acechados, ya que Angélico corría demasiado rápido como para ser detectado por ojos humanos o no humanos.

La Barda olía el cuello de Steven y meditaba sobre lo que tenía o no tenía que hacer y sobre las palabras que se había intercambiado con Raoulz antes de subir a lomos del mágico caballo.

Mientras Gúnnr convocaba la tormenta con su increíble fuerza eléctrica y todos se formaban y colocaban para viajar a través de las nubes con las valkyrias, Bryn y ellos dos estaban preparados para montar sobre Angélico.

La Generala besó al caballo blanco en el hocico y le susurró:

—Cuídalos mucho, tal y como harías conmigo, y llévalos hasta donde te piden.

Angélico relinchó y dio una coz con fuerza en el suelo con su pata delantera.

Bryn y Ardan se pusieron frente a ellos. El enorme dalriadano dirigió unas sentidas palabras a Steven, que provocaron que el berserker se emocionara.

—No importa que seas joven, Steven. Ni importa si estás preparado o no. Sólo importan el esfuerzo y la voluntad que tengas de conseguir tu propósito. Sólo importan la ambición y las ganas que vuelques en cada cosa que hagas. Sé que siempre creíste que Scarlett, tu padre, o incluso yo, éramos espejos en los que fijarte. Pero, aunque la experiencia es un grado, te aseguro que hemos sido líderes con errores sobre nuestros hombros, porque nadie es perfecto. Pero lo que diferencia a un líder bueno de aquel que no lo es, es reconocer las equivocaciones y solventarlas. Steven, tú siempre has hecho eso, y has reculado cuando no te has comportado de la mejor de las maneras —puso una mano sobre su hombro—. Llega el momento de no recular y de ir directo a tu objetivo. Ve al puto tejo, aguarda al Svart y, cuando sea el momento, sácatelo de encima. Cumplid ambos vuestro cometido —lo abrazó sinceramente y con mucha emotividad.

Steven asintió y tragó compungido. Apreciaba a Ardan, y sabía cuánto lo apreciaba a él. Deseaba que ni a Bryn, ni a Johnson ni a él… Que no les sucediera nada malo.

Pero desear aquello no iba a hacer que se cumpliera, porque el fin del mundo ya había empezado, y en una guerra, nadie tenía compasión. Nadie alzaría una bandera blanca y haría retornar a los soldados cabizbajos a sus respectivos países. En el Ragnarök, regresabas sin cabeza y directo al Reino de Hela.

Bryn abrazó a Daimhin y le pidió que fuera valiente y fuerte, que no dudara ni de Steven ni de ella misma. La Barda sabía que las valkyrias lo escuchaban todo y que conocían de primera mano (de la mano que podía darles un oído finísimo) todas sus dificultades. Pero seguiría sus consejos.

Después, vino el pequeño Johnson corriendo para apoyar a Steven y despedirse de él.

—Te quiero, compañero —le dijo Steven chocando su puño con él—. No cierres nunca los ojitos, eh. Mantente despierto y vivo.

—Tú también, Steven —rogó Johnson llorando.

Ese niño siempre tendría una parte de su corazón.

La tormenta se encontraba en el punto más álgido, las fuertes precipitaciones caían sobre Wester Ross. El cielo se llenaba de vampiros que se acercaban por el este, dispuestos a detenerles y matarlos. Y en la tierra, nuevos purs y etones emergían de las costas de las islas, con una idea en mente: acabar con cualquier rastro de vida que quedase en pie en aquella parte del Midgard.

—¡Vámonos! —ordenó Steven subiendo a lomos del caballo, ofreciéndole la mano a Daimhin para alzar el vuelo.

Pero, entonces, Raoulz, todo cabizbajo, se acercó a ella antes de que aceptara la mano de Steven.

El huldre moreno tenía la apariencia de alguien que sabía que había cometido un error y que, posiblemente, lo cometería una y otra vez, a no ser que alguien como Daimhin lo detuviera y lo salvara. Tras él, planeaba la imagen de Brunnylda, mirándolo de reojo, controlando la situación.

—Barda.

—¿Sí, Raoulz? —Daimhin lo miró directamente a los ojos, pero él buscaba algo en las partes de su cuerpo destapadas.

—Sólo quiero que sepas que aún puedes tomar la decisión correcta. En mi reino aún hay un trono vacío. Y debe de ser para ti.

Daimhin buscó a Brunnylda. Pero la joven ya se había dado la vuelta y estaba hablando con sus dos hermanas, de brazos cruzados y visiblemente enfadada.

—Ahora no voy a pensar en tronos, Raoulz —sonrió con tristeza—. Tengo otras cosas mejores que hacer.

Al elfo le afectaron esas palabras, pero se recuperó y miró al frente.

—Todavía no tienes el sello de los dioses en tu piel. No estás vinculada al berserker.

—Es verdad. No lo estoy —confirmó ella.

—Entonces, todavía estás a tiempo…

—¿Y Brunnylda?

El huldre echó la mirada hacia atrás y se centró en la Agonía.

—Ella no puede sentarse en mi trono, Barda. Rompería el equilibrio del reino huldre.

Daimhin sintió el dolor de la mujer cuando escuchó las palabras de Raoulz.

«Vaya… Así que las Agonías también tenéis corazón», pensó Daimhin.

—Lo que trato de decirte, Daimhin, es que tú y yo somos un binomio creado para la magia. Nuestro mundo juntos será único y excepcional.

—Y lo que trato de decirte yo, —Steven intervino malhumorado, usando un tono cortante como una navaja— es que, como no desaparezcas ahora mismo, me voy a comer tu puto corazón.

Daimhin se quedó estupefacta ante la reacción visceral y llena de testosterona del berserker. Por una parte le gustó mucho, pero por la otra no le pareció bien que le hablara así a Raoulz.

—Vámonos de aquí, sádica —ordenó Steven con la barbilla a punto de partírsele por la fuerza que estaba haciendo—. Están muy cerca. —Sobre el cerro más alto del lago Maree podía ver las pequeñas islas que les rodeaban, y cómo los purs y etones ganaban terreno.

Daimhin se disculpó con Raoulz, pero antes de que la joven se fuera con un hombre que no era él, Raoulz le dijo:

—El elfo de Llangernyw se llama Agelystor. Llamadlo por su nombre y él saldrá en vuestra busca.

Daimhin le dio un beso fugaz en la mejilla a Raoulz y le susurró:

—Gracias por todo, Raoulz.

De un salto, se encaramó sobre el lomo del pegaso. Este abrió las alas, y los dos guerreros miraron a sus amigos alzando la mano en señal de despedida.

Los huldre se transformaron en viento, absorbiendo la energía del elemento, dejando que los mecieran como hojas caídas y rodeando a las tres Agonías para que volaran con ellos.

Las valkyrias se colocaron de tal manera que todos los guerreros sobrantes se mantuvieran en contacto los unos con los otros, y varios de anclaje, para que ninguno fuera electrocutado por no estar en contacto con ellas.

Las tres abrieron los brazos en cruz y dejaron que por grupos se dividieran y se agarraran a ellas, a lo largo de sus extremidades.

—¡No os soltéis! —gritó Róta, con Miya pegado a su espalda, tal y como hacían Gaby y Ardan con sus valkyrias.

Y de repente gritó Gúnnr:

—¡Asynjur! —con todas las fuerzas de sus cuerdas vocales.

Un increíble rayo les alcanzó, y Daimhin ya no las volvió a ver.

Sólo los dioses sabían si se encontrarían de nuevo, cómo y dónde lo harían.

Desde entonces, Steven no había cruzado ni una palabra con ella, y parecía que estaba intentando controlar su mente de todo tipo de pensamientos que rebelaran cómo se sentía, como si no quisiera que ella lo viera.

La vaniria lo aceptó, porque él no tenía derecho a reprocharle nada, y ella, después de todo, tampoco. Ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse. Ahora solo hacía falta cumplir con su misión.

—Daimhin —dijo Steven.

—¿Qué?

—Mira —señaló abajo.

Justo a sus pies, un tejo enorme todavía se mantenía en pie, custodiado por una iglesia blanca y un cementerio, alrededor de una tierra que poco a poco se hundía por las sacudidas de las placas. O tal vez el custodio de ese lugar era el mismo tejo.

Y cerca del tejo, a unos doscientos metros de él, un increíble agujero negro empezaba a absorber la naturaleza a su alrededor. Señal de que los Svart estaban a punto de salir de esa dimensión y dar con el mágico árbol.

Las expectativas eran tan aciagas como la maldita noche cerrada que caía sobre el Midgard.

Thor cargaba con Carrick y Aiko y volaba con ellos cruzando cielos ingleses hasta llegar a territorio galo.

El vanirio serio tenía un don impresionante. Su velocidad era espectacular.

Pero no menos espectacular era el don de Carrick.

—Hiciste un trabajo increíble —dijo Thor a Carrick—. Te felicito.

—Muchas gracias, Thor.

Thor se había quedado maravillado al comprobar cómo Carrick, nada más salir del ascensor del RAGNARÖK y de tocar la superficie del Jubilee Park, mandó a todos a que alcanzaran las nubes y se quedaran allí muy quietos. Daanna y Menw cargaron con Ruth y Adam y los niños.

Carrick, de un modo sublime, se reunió con ellos sin soltar a su pareja de la mano, y entonces cerró los ojos.

—Todos vosotros sois nube. Una nube negra y oscura como las que surcan los cielos y amenazan tormenta.

De repente, a todos los guerreros les rodeó una tela transparente e ilusionista que creaba una nube perfecta y real.

—Los jotuns no os podrán ver. Mi don —explicó Carrick— es crear escenarios imaginarios, ilusiones. Vosotros podréis ver la tela transparente que crea la ilusión, y veréis pasar de largo a los vampiros que intenten atacaros. Pero ellos no os podrán ver. Sólo ven lo que yo quiero que vean.

Daría lo que fuera por volver a ver la expresión orgullosa de Gwyn y Beatha hacia su hijo. Él también gustaría de sentirse orgulloso por su hija, si la recordara. Pero su cabeza se negaba a ello. Le habían aniquilado los recuerdos sistemáticamente.

La Cazadora, que resultaba ser la mejor amiga de Aileen, le había asegurado que se parecía a él. Tenía sus mismos ojos y la misma actitud aguerrida de él.

—Si no la recuerdas —le dijo Ruth—, mira en mi cabeza, y la verás de pequeña… Ella y yo crecimos juntas, y te aseguro, Thor, que es la mejor persona que he conocido jamás. Es como mi hermana. Deberías estar orgulloso de ella.

Y sí. Seguramente debería estarlo. ¿Pero cómo lograrlo si no sentía nada por esa desconocida?

¿Y si encontrara a Jade y bebiera de su sangre, volverían todos los recuerdos?

Lo que le quedaba por hacer en ese instante era dejar a la pareja en Llangernyw. Una vez cumpliera su misión, se dirigiría a Covent Garden.

Necesitaba encontrar El libro de Jade.

Steven y Daimhin saltaron del pegaso y cayeron cerca del tejo, a cuatro patas, intentando recuperar la posición y adelantarse a los elfos de la oscuridad.

Justo en ese preciso momento, un grupo de Svarts salía del agujero negro. Sus ojos blancos y tenebrosos localizaron inmediatamente a Daimhin y Steven que, para su estupefacción, habían llegado a su destino instantes antes que ellos.

La tierra a su alrededor se derrumbaba; el cerco abismal sobre el tejo se hacía cada vez más pequeño, las grietas lo envolvían y el calor emergente del fondo de la tierra subía a la superficie en forma de gas y fuego.

Si-rak sonrió. Salieron del portal oscuro y corrieron a perseguir a la pareja, lanzando sus serpientes doradas contra ellos.

El berserker miró hacia atrás y espoleó a Daimhin para que alcanzara al tejo antes que él.

—¡Llega antes y encuentra a Agelystor! —le ordenó él deteniéndose y sacando su oks retráctil de su espalda—. ¡Date prisa, maldita sea! —gritó enfurecido, transformándose frente a ella.

—¡¿Y tú?! —le dijo ella cogiéndolo del brazo—. ¡Ven conmigo!

—¡El Svart tiene tu objeto, Daimhin! —La iglesia de San Dygain fue engullida por la tierra. Había costado meses construirla, y, en un unos segundos, la habían destruido—. ¡Los voy a entretener y voy a intentar recuperarlo! ¡Ve al tejo, Barda!

—Pero, Steven —Daimhin veía a los elfos más cerca y se asustó. Steven no podría contra ellos. Le matarían. Pensar en Steven muerto la dejó destrozada…

—¡Daimhin, haz tu puto trabajo! —le dijo, con los ojos más amarillos que nunca y los incisivos expuestos en su boca—. ¡Si muero, búscame! Y léeme… —Cogió una de sus manos y se la colocó en su corazón—. Revíveme, ¿recuerdas? —Agarró a Daimhin por la nuca, la miró con desesperación y le estampó un beso corto y apasionado—. ¡Ve! —La empujó para que se moviera.

Segundos después, Steven corrió hacia los Svarts. Daría la vida por recuperar el objeto de Daimhin y porque ella ganara tiempo para dar con Agelystor y protegerle.

Daimhin se dio la vuelta y voló hacia el tejo. Se plantó ante el robusto e increíble tronco; vio sus ancianas raíces y admiró sus enormes ramas, que formaban una cúpula natural, verde y marrón. El tejo, símbolo de los celtas, de la vida y la muerte, dictaminaría el futuro de todos.

—¡Agelystor! ¡Agelystor! —gritó Daimhin llorando como una magdalena—. ¡Soy Daimhin! ¡Hija de Gwyn!

El viento tormentoso meció su pelo dorado y lo arremolinó sobre su cabeza. Las ramas bailaron de un lado al otro, y se oyó un crujido de maderas romperse, como si las raíces se revolvieran en el interior de la tierra, incómodas después de tanta pasividad.

—¿Hija de Gwyn? ¿Gwyn el casivelano? ¿Gwyn el Bardo? —contestó una voz marcada por la falta de uso.

—¡Sí! —le estaba gritando a un árbol.

La voz tardó un buen rato en contestar, como si pensara en dejarla entrar o no.

—Es el momento. Puedes entrar.

Daimhin parpadeó conmocionada. ¿Entrar por dónde?

El tejo tenía una abertura en su tronco. La gente con imaginación diría que simulaba una puerta. Sin meditarlo demasiado, se coló a través de la grieta y se internó en el tejo milenario más antiguo de la Tierra.

Steven alzó su oks y golpeó las serpientes doradas con el filo de su hacha, librándose de ellas, al tiempo que se lanzaba contra el Svart líder de pelo blanco, que sujetaba la capa de Raoulz en las manos.

Pero dos Svart salieron a su paso.

Steven se defendió como pudo. Los elfos de la oscuridad eran rápidos, dominaban sus espadas afiladas parecidas a las arábicas, y atacaban con insultante precisión.

Un Svart le cortó con una espada en el hombro, y él respondió dando una vuelta sobre sí mismo, agachándose y cortándole la pierna por debajo de la rodilla de cuajo.

El otro Svart, le atacó por la espalda y le atravesó con la espada por el pecho.

Steven cayó de rodillas por la impresión. La espada acababa de alcanzarle el corazón.

Si-rak se agachó para mirarlo directamente a los ojos e inclinó la cabeza a un lado.

—No puedes detenernos, perro —fue lo único que dijo.

Después, levantó su mano, cerró el puño y Steven se quedó con los ojos vueltos.

Acababa, literalmente, de explotarle el corazón.

Su cuerpo sin vida se desplomó hacia delante y golpeó con fuerza sobre el suelo.

La tierra se despedazaba alrededor de la iglesia.

Tarde o temprano, Steven también caería por las grietas y desaparecería para siempre.

Thor soltó a Carrick y a Aiko como granadas sobre la iglesia de San Dygain. Acababan de llegar. El vanirio esperó a que los guerreros tocaran suelo.

Él no se podía quedar. Aquella batalla ya no iba con él ni con los suyos. Su batalla, su flagelación y su infierno iban por dentro. Sólo vencería si volvía a ver a Jade con vida y si podía encontrarla antes de que el mundo se fuera literalmente a la mierda.

Por eso, con su firme decisión, se dio media vuelta y se fue de allí.

Los dos vanirios sabían perfectamente qué era lo que tenían que hacer… Lo tenían más que hablado y planeado desde que hicieron el amor.

Aquel era su sino y su misión personal. No iban a dar la espalda a sus obligaciones.

El calor era infernal, los gases escocían en los ojos.

—Aiko… El Svart está entrando en el tejo. ¡Vamos!

Carrick desvió la mirada y vio el cuerpo muerto de Steven, sobre el césped.

Un grupo de cinco Svart precedían a su jefe, y lo seguían de cerca, cubriéndole las espaldas. Por eso rodearon el cerco del tejo, vigilando que nadie más entrara, como centinelas.

Carrick miró a Aiko, y ella asintió, sonriéndole con todo el amor que sentía por él.

—Ve, japonesa. Haz lo que sabes hacer. Sigue al Svart y róbale la piedra.

—Tú también —le dijo ella volviéndose invisible a ojos de los jotuns—. Vuélvelos locos.

La sangre de Aiko le daba invisibilidad a él también. Su cáraid sólo le había dado poder y felicidad, además de increíbles dones que pensaba poner en funcionamiento en ese momento. Y Carrick, aunque estaba en mitad del día del juicio final, se sentía feliz y pletórico, lleno de dicha y alegría.

Aquel era su papel. Todo lo sufrido, todo lo pasado, tenía una razón de ser y una recompensa: unirse a Aiko y desarrollar su don.

Cerró los ojos y se imaginó que un grupo de elfos oscuros como los que protegían el tejo, con sus mismas ropas, el mismo pelo blanco, la misma piel oscura con sus cenefas tatuadas, se colocaban frente a los reales, con sendas espadas en sus manos y los desafiaban para luchar contra ellos.

Cuando abrió los ojos y miró al frente, esa misma imagen era real. Tanto que los Svartálfar empezaron a luchar con ellos. Carrick controlaba los movimientos de sus ilusiones, y cuanto más los controlaba, más se aproximaba al tejo y a sus malignos guardianes.

Aprovecharía que ellos estaban luchando contra entes que no existían para atacarlos por la espalda y matarlos uno a uno.

Daimhin resbaló por un túnel interminable de musgo, fango y raíces verdes y húmedas, hasta caer en un pequeña y diminuta cueva.

Algo malo había pasado en el exterior, lo sentía en el centro del pecho y en sus irreprimibles ganas de llorar. La desesperación, la desgracias, la tristeza, la falta de aire… Todo la golpeó y arrancó a llorar al darse cuenta de que Steven, su Steven, ya no se encontraba en su cabeza. Ya no lo sentía como una caricia inofensiva y nada invasiva. Él siempre había estado ahí de algún modo, sin violentarla, respetándola… Y ahora que su presencia había desaparecido, Daimhin se sentía más sola que nunca, y más asustada que cuando estuvo en Chapel Battery, porque el dolor que atenazaba su cabeza y su estómago nada tenía que ver con el dolor físico sufrido.

Le dolía el alma, y ni siquiera era capaz de levantarse o de moverse. Se abrazó y se encogió como un ovillo, llorando sin consuelo.

—Daimhin… la Barda —dijo la voz de Agelystor.

Ella sorbió las lágrimas por la nariz y levantó el rostro hacia delante.

Allí, sentado sobre un trono de raíces, troncos y paja dorada, con una pierna cruzada sobre la otra, mirándola con curiosidad, se hallaba un elfo de la luz. Uno visiblemente envejecido. En el rostro le habían crecido diminutas hojas de tejo, y esa paja que parecía rodear aquel trono natural de madera era, en realidad, su larguísimo pelo rubio, que nunca había dejado de crecer, hasta el punto de que le rodeaba las delgadas piernas y llegaba hasta las rodillas, envolviéndolo como a un gusano.

—¿Qué me has traído? —preguntó apoyándose en los reposabrazos para inclinarse hacia delante.

Daimhin intentó levantarse, pero la pena pesaba sobre sus hombros como una losa. Tenía que sobreponerse. Tenía que hacerlo. Steven volvería. Ella lo ayudaría a revivir. Cogería su cuerpo y lo salvaría…

—¡¿Me has traído algo o no?! —gritó Agelystor despabilando a la vaniria de golpe.

Daimhin se limpió las lágrimas de los ojos y le dijo:

—Un Svart viene hacia aquí. Tiene en su poder el objeto que te quería traer…

—¿Lo tiene él? —Sus ojos eternos y oscuros brillaron con inteligencia—. ¿Un Svartálfar?

—Sí. Está ahí arriba, Agelystor. Yo vengo a intentar protegerte —desenfundó la espada samurái.

—Tú no vienes a nada, niña —dijo Agelystor queriendo levantarse de su trono—. Llevo milenios aquí sentado, viéndolo todo, escuchándolo todo, sabiéndolo todo —los huesos de sus rodillas crujieron con fuerza—. No puedes hacer nada sin tu objeto. Lo primero es recuperarlo.

—¿Pero cómo?

—Eso, Agelystor… ¿Cómo?

Si-rak cayó con los pies por delante y la elegancia innata de su raza, a través del túnel del tejo. Cuando se incorporó, se retiró la melena blanca de la cara.

El elfo de la oscuridad miró a su alrededor y sonrió por la suerte del elfo de la luz.

—Si-rak —lo saludó Agelystor.

El elfo negro se echó a reír y alzó el objeto envuelto en la capa del huldre.

—Ha tenido que ser un auténtico suplicio que Odín te mantuviera en este maldito reino durante tantísimo tiempo.

—Prefiero este árbol al Svartalfheim —concedió Agelystor.

Daimhin los miraba al uno y al otro. ¿Se conocían? Alzó la katana y mostró los colmillos al elfo.

—Dame mi piedra —ordenó yendo a por él.

Si-rak dejó la capa en el suelo, tras él. Era muy veloz y esquivaba cada golpe de Daimhin. La guerrera intentó reducirlo, pero se dio cuenta de que Si-rak no se cansaba. Cuando al elfo le pareció, cuando él decidió que era el momento y que ya había jugado suficiente con ella, le rodeó el cuello con una de sus serpientes doradas. La cabeza del reptil metálico de profundos ojos rojos abrió la boca y mordió en el cuello a la vaniria, que se retorcía de dolor en el suelo.

—¿No crees que es muy triste llegar al final del Mundo medio con unos héroes tan penosos y poco capaces, Agelystor? —Caminó hacia él, dispuesto a obligarle a que quitara el hechizo de la piedra y mostrara el verdadero objeto que escondía—. Hazlo, elfo. Haz lo que tanto tiempo has estado esperando, pero hazlo para mí.

—Dame la piedra —pidió Agelystor.

Si-rak se sorprendió de que el viejo Alf no mostrara ninguna resistencia, pero supuso que era por su avanzada vejez. Se dirigió de nuevo a la entrada, donde había dejado la capa. Pero allí ya no había nada.

El Svartálfar dio una vuelta sobre sí mismo buscando el tesoro perdido y no lo halló por ningún lado. Si la Barda seguía en el suelo, soportando el veneno de su serpiente, y allí solo estaba Agelystor, ¿quién demonios se lo había quitado?

—Los elfos de la Oscuridad tenéis el mismo problema que los jotuns —anunció Agelystor—. Os creéis superiores por ser los alfiles de Loki. Pero no lo sois.

Si-rak lo encaró, amenazándolo con la punta de su espada, queriendo arrancarle la cabeza.

—No voy a tener ningún problema para matarte a ti y a la Barda. Si no hay Barda, no hay…

La punta de una katana se asomó a la altura del pecho, atravesando su carne y su ropa.

Si-rak frunció el ceño intentando coger aire, sin comprender qué había sucedido y de donde salía ese arma.

Pero Agelystor sí lo podía ver.

Era un chico rubio de pelo rapado, y ojos marrones. De parecida complexión a la Barda. Era su hermano. Y en un rincón de la cueva, agazapada, con el objeto contra su pecho, se encontraba una vaniria japonesa, de aspecto tímido pero mirada negra y decidida.

—El don de la invisibilidad —susurró Agelystor arrancando a reír. Levantó la mano derecha, abrió los dedos de sus manos y miró fijamente a Si-rak, al que se le acababa la vida—. Un placer verte de nuevo, Svart —cerró los dedos formando un puño, y Si-rak cayó hacia delante fulminado.

Muerto.