Raoulz cerró los ojos mientras sujetaba una de las serpientes doradas de los Svart que habían recogido del ataque a los bardos en los túneles intraterrenos de Edimburgo y parte de Glasgow.
Los Svart le habían arrebatado la capa con la piedra durante un desliz de Daimhin; y, aunque aún no podía comprender cómo habían sufrido tal despiste, era prioritario dar con la capa de nuevo. Su capa, la única que él podía sentir, estuviera donde estuviese.
Todos los guerreros presentes lo miraban con atención y lo rodeaban, esperando que el huldre diera con el objeto sustraído.
Brunnylda, que tenía un aspecto inmejorable y, literalmente, desprendía luz como una virgen, con aquel vestido de seda roja y transparente y con su leonada melena como recién salida de la revista GQ, se colocó hombro con hombro con Daimhin y sonrió de medio lado al oler su esencia.
—La vaniria y el berserker han fornicado —susurró provocadora—. Otra vez.
—Cállate —contestó Daimhin.
—Uh, menudo humor —murmuró divertida—. ¿Steven no te ha dejado satisfecha?
La vaniria la miró de reojo, ofendida por sugerir que Steven no era demasiado hombre.
—Yo no soy como tú, perra. A mí me basta con uno. —Volvió la mirada al frente, decidida a ignorarla—. Uno que, por cierto, no tendrás jamás.
Brunnylda chasqueó sin perder de vista a Raoulz.
—Relájate, colmillitos. No me interesa el lobo. A quien quiero es a él. —Señaló al elfo, líder de los huldre, pasándose la lengua por los labios—. El elfo es mi único objetivo.
—No lo tendrás —dijo segura de sus palabras.
—Daimhin, tienes que aprender a compartir, no te los puedes quedar a todos —parecía que le iba a entrar una pataleta de niña pequeña.
—No los quiero a todos.
—¿De verdad? No lo parece. ¿Cuándo le vas a decir al elfo que no te irás con él?
La joven giró la cabeza para estudiar el perfil de Brunnylda. Era tan hermosa que parecía razonable que fuera igual de golfa.
—Eso es asunto mío. Lo que no voy a permitir es que obligues al huldre a hacer algo que no desea.
Esta vez fue Brunnylda quien ahogó una carcajada incrédula, para después estudiar el semblante de la Barda.
—No tienes ni idea, ¿verdad?
—A los huldre no les interesa el sexo.
—Claro… —Puso los ojos en blanco—. Daimhin, despierta. ¿Sabes por qué estoy tan radiante que parezco un faro andante?
—¿Era una rima con adivinanza?
—No, estúpida.
—Esa boca.
—Estoy así —continuó disfrutando del ácido intercambio—, porque mientras tú y el berserker arreglabais vuestras diferencias en su alcoba, Raoulz y yo hemos arreglado las nuestras.
Esas palabras pusieron en alerta a la vaniria, que no pudo creer lo que oía.
—¿A qué te refieres?
—Le robé a Steven una de esas pastillitas de Nerthus que te dio a ti cuando lo hicisteis la primera vez en nuestra cueva, y se la di a Raoulz. Y… ¡Dioses! —Se echó la melena hacia atrás y colocó una mano en su cadera—. Si ese elfo no es un violento pervertido, entonces, yo soy virgen.
Los ojos de Daimhin se aclararon furiosos y su gesto palideció.
—¿Una pastillita? ¿De qué hablas? —susurró, ignorando la última insinuación de Brunnylda.
—Las gemas Riley, boba. Anulan el miedo y hacen que la persona que la tome se desinhiba. Como tú hiciste.
—No es verdad.
—Oh, sí lo es —asintió eufórica—. Se la di a Raoulz y… ¡Se hizo la magia! Y ahora tengo tanto poder que creo que podría hacer estallar todo un país.
—Mientes, zorra. Yo habría sabido lo de la pastilla, lo habría leído en su cabeza. Estoy en su mente. —Se encaró con ella de un modo visceral, provocado por la impotencia que amenazaba con destruirla por dentro.
—Pues tu lector está caducado, preciosa. Actualízalo —carraspeó escuchando las palabras que iba a decir Raoulz. Antes de que empezara aprovechó para añadir en voz baja—. Olvida al huldre o no te ayudaré. Él no lo sabe, pero me pertenece —sentenció dejándola en la estacada.
Daimhin sintió una punzada a la altura del corazón. Buscó a Steven entre la multitud y se lo encontró al lado de Ardan y Gabriel, como si fuera el líder al mando, como el jefe.
¿Habría sido capaz Steven de hacerle eso? ¿La había drogado? ¿Por qué se sentía tan decepcionada y engañada? El berserker acababa de traicionar su confianza, de una forma tan seca y dura como una bofetada.
Se le llenaron los ojos de lágrimas sin derramar y pensó en esta segunda vez que habían intimado. ¿Acaso la habría drogado de nuevo?
¿La pastilla le hacía creer cosas que no eran? Como por ejemplo el deseo, la necesidad de besarlo y tocarlo, la sensación de pertenecerle y ser pertenecido… La espeluznante y a la vez magnánima sensación de empezar a amar… ¿Todo eso era mentira?
«¿Daimhin? —preguntó Steven a través de su mente, mirándola desde el otro lado del salón—. ¿Qué sucede? ¿Estás llorando? ¿Qué te ha dicho esa bruja?».
La vaniria sorbió por la nariz y se centró en descubrir la prueba de las gemas en su cabeza. Steven achicó los ojos amarillos y empezó a caminar en su dirección, apartando a todos. Pero ella no podía ver nada. ¿Qué pasaba?
«Daimhin. Me estás asustando. ¿Por qué estás tan triste?».
«Maldito hijo de puta».
«¿Qué?».
«¿Me drogaste?».
Steven, que se había dado prisa por alcanzarla, se detuvo enfrente, cariacontecido y arrepentido.
—Daimhin…
—Contéstame —ordenó sin inflexiones—. ¿Me drogaste?
Steven la apartó del círculo de guerreros y se la llevó al pasillo colindante para que nada ni nadie les escuchara. Pero era ridículo, porque los seres inmortales como ellos tenían un sentido de la audición superdesarrollado, y Steven estaba convencido de que todos prestaban atención a su riña, al menos, hasta que Raoulz no hablase.
—Escúchame.
—No quiero escucharte. Solo dime si me drogaste sí o no.
—Sí. Te di una gema Riley que Nerthus me dio para ti.
Daimhin se abalanzó contra él dispuesta a arrancarle la cabeza con sus propias manos.
—¡Cerdo! ¡Me dijiste que no eras como ellos!
—¡Y no lo soy! ¡Me vas a escuchar! ¡Estate quieta! —rugió antes de que la situación se le fuera de las manos—. Nerthus me las dio para ti. Nuestra vinculación te otorgaría un don importante para el Ragnarök, pero tú no dejabas que nadie se te acercara, y la diosa me dijo que te las diera.
—¡Me importa una mierda mi don! ¡Steven! —Daimhin arrancó a llorar, le arañó en la cara, haciendo incontenibles pucheros de pena. El berserker la tenía levantada contra su cuerpo—. ¡¿No te das cuenta?!
—¡¿De qué?! ¡Hice lo que me pidió la diosa! ¡Pero eso no quita que esté…! ¡Que esté loco por ti, Daimhin! ¡Eres mi kone y no ha sido ningún crimen! Hicimos lo que teníamos que hacer, lo que era natural en nosotros. ¡Teníamos que estar juntos!
—¡No así! ¡Pensaba que lo nuestro fue diferente! ¡Y no lo fue! ¡Eres igual que ellos!
—¿Cómo puedes compararme, Daimhin? —esta vez él la miró desolado—. No tengo nada que ver con esos hombres. No soy así. ¿Por qué insistes en meterme en el mismo saco?
—¡Porque ellos nos drogaban para estar más receptivos! —gritó a pleno pulmón, devastada por los recuerdos que acudían en tropel. Nunca se había sentido tan vulnerable como en ese momento—. ¡Como has hecho tú!
Steven se quedó inmóvil y abrió los ojos impactado por la noticia. No tenía ni idea. Si la vaniria no fuera tan celosa de sus recuerdos y se hubiera abierto con él, las cosas no serían de ese modo.
—Daimhin…
—¡Has hecho lo mismo! ¡No esperaste a que yo me decidiera! ¡Me drogaste igual! ¡Por eso eres como ellos!
—No, Daimhin… Por favor, perdóname. Yo… Nerthus me dijo que…
—¡Me drogaste todas las veces!
—¡No! —se defendió él—. Nerthus solo me dio dos pastillas para que me asegurara las dos primeras vinculaciones. La tercera me la tenía que ganar yo —intentó explicarle sabiendo que caminaba sobre brasas—. Pero perdí la segunda gema…
—¡¿Cómo voy a creerte ahora?! —clamó—. ¡¿Cómo?! —Sus caras estaban tan juntas que parecían que se besaban—. ¡Bájame!
—¡No!
—¡Que me bajes! —le ordenó ella intentando soltarse de su amarre.
Steven no quería soltarla porque sentía que si lo hacía, Daimhin se le escurriría de los dedos para siempre.
—¡¿Por qué no he podido ver nada de eso en tu cabeza?!
Esta vez, el guerrero frunció el ceño sin comprender la pregunta.
—¿No lo acabas de leer?
—¡No, estúpido! ¡Ha sido Brunnylda quien me lo ha dicho!
—¿Brunnylda? ¿Pero, cómo…?
—¡Porque te robó la gema para abusar de Raoulz! Además de mentiroso eres torpe, Steven.
A él le dio igual la puya. Acababa de contarlo todo por voluntad propia, creyendo que Daimhin había leído en su mente rompiendo la resistencia de Aiko. Pero no había sido así. La Agonía se había chivado a la Barda y había robado la gema para… ¿Acostarse con Raoulz? ¿El huldre?
Steven se sintió totalmente desenmascarado y decidió contarle la verdad a la vaniria, desde la visita de Nerthus hasta la intervención de Aiko para que ocultara la información de la gema.
—¿Por qué Aiko te ha ayudado a ocultar algo tan horrible?
—¡Porque ella también tuvo que hacer lo mismo con Carrick, Daimhin! —Aunque Daimhin no salía del shock, él prosiguió—. Nerthus la contactó como a mí, mientras él dormía. Le dio las mismas gemas para que él las tomara y pudieran empezar a vincularse…
—¡No me puedo creer que Aiko haya hecho eso con mi hermano! —gritó horrorizada—. ¡Con él no!
—Pues lo ha hecho, Barda. Porque tenéis que desarrollar los dones otorgados; y para eso se necesitan tres relaciones con intercambio de sangre. Hasta que no os salga el comharradh, vuestro verdadero poder estará oculto. Y los dioses y todos los que estamos aquí —aclaró agotado de discutir con ella— necesitamos vuestro don.
Daimhin levantó la barbilla con su orgullo herido y se limpió las lágrimas con el antebrazo.
—Y para ello… Todo vale, ¿no es así? Podéis drogarnos y engañarnos porque los dioses están de vuestra parte, porque nos necesitáis… Pero ni tú ni Aiko habéis intentado hablar con nosotros antes. No habéis contado con nuestra opinión. ¿Sabes qué me dice eso de ti, Steven?
—No quiero saberlo.
—Me dice que me has traicionado, y que nada de lo nuestro ha sido auténtico.
—No te equivoques —Steven la tomó del brazo, mirándola con desaprobación—. Las Riley anulan el miedo. Pero el deseo de hacerlo conmigo y de besarme y tocarme siempre lo has tenido. La gema de Nerthus sólo te dio el empujón para aceptarlo y dar un paso al frente respecto a lo que sentías por mí. Eres mi pareja, Daimhin. Con gema o sin gema.
—Pues está claro que estaba equivocada, porque no puedo enamorarme de alguien que dice que le importo y me embauca con pastillas para acostarse conmigo. —Se liberó de su amarre con un tirón seco y se alejó de él con paso airado.
El berserker se la quedó mirando, estupefacto al ver que la tercera vez con ella empezaba a ser un imposible.
El sello aún no les había salido. Daimhin había descubierto su don parcialmente, pero faltaba el comharradh para que este explotara en su totalidad.
«¿Steven?».
El guerrero frunció el ceño al escuchar la voz de Aiko en su mente.
«¿Aiko? Cuando quieras puedes salirte de mi mente porque Daimhin se ha enterado de nuestro complot».
«Es imposible. He ocultado esa información y ella no ha podido…».
«No, no… No ha sido así cómo lo ha descubierto. Se lo ha dicho una Agonía».
«¿Qué es una Agonía?».
«Es una larga historia».
La japonesa se quedó callada, y Steven supo que era porque estaba procesando la información o la intentaba leer en su mente.
«¿Tiene Daimhin ya el comharradh?».
«No. ¿Lo tiene Carrick?».
«No. Y las cosas no es que estén bien del todo entre nosotros. Se nos acaba el tiempo, Steven…».
«Estos hermanos nos lo ponen difícil».
«Y que lo digas. Steven, estamos en Inglaterra en el RAGNARÖK, con todos los guerreros de la Black Country. Los padres de Daimhin están aquí, sus hermanas, todos… Ya les hemos dicho todo lo que ha pasado y vamos a echaros una mano y a ayudar a Daimhin. ¿Hacia dónde debemos ir?».
En ese preciso momento, en el salón, Raoulz levantó una mano para que todos le prestaran atención. Miró al frente de modo ceremonial y dijo:
—Un Svart ha robado la capa y el objeto. Se dirige hacia Gales. Y eso sólo puede significar que ha identificado el tipo de objeto que es y va en busca del elfo de la luz para que lo libere del hechizo de ocultación —razonó con gesto inquieto, mirando a Daimhin—. Princesa, el Svartálfar no puede encontrar al Alf antes que nosotros, o todo por lo que estamos luchando dejará de tener sentido. Destruirán el objeto una vez recupere su forma natural y después acabarán con el elfo de la luz.
—Entonces debemos llegar allí a la par o antes que ellos. —La Barda, que aún tenía las mejillas teñidas de las lágrimas derramadas, añadió—: Raoulz, ¿podemos utilizar los túneles de tu pueblo y escoger uno que vaya a Gales?
Raoulz negó arrepentido de decirle que no a la princesa barda.
—No. Lo siento. Lamentablemente, no podemos utilizar los túneles para dar marcha atrás. Es nuestro lema: «ni un paso atrás debe ser dado». Deberíamos desplazarnos hasta otra entrada, pero queda lejos de aquí, a muchas millas de distancia.
—Entiendo —Daimhin meditaba—. Engel, ¿cómo podemos viajar hasta allí?
Gabriel, que ya estaba preparado para la guerra que iban a librar una vez salieran del interior de la isla y se expusieran a los jotuns, contestó:
—Sólo se me ocurre una. El cielo en todo el mundo está cubierto de tormentas, y mi Gúnnr puede viajar a través de ellas. Puede transportarnos.
—Y yo —intervino Bryn— poseo a Angélico, el pegaso más veloz de los Nueve reinos. Podemos lograrlo. Angélico os llevará allí para que tú y Steven seáis los primeros en llegar —aseguró la Generala—. Nosotros podríamos llegar a ese lugar instantes más tarde, pero tú y Steven estaríais antes en el país. Tenéis que dar con el elfo de la luz e impedir que el Svart le haga daño.
—¿Sabes dónde se puede ocultar ese elfo? —preguntó Daimhin a Raoulz.
—Sí —afirmó sin rodeos—. En el único lugar donde dice su leyenda que aguarda. Bajo las raíces de Llangernyw.
—Genial —Ardan sonrió y su ceja partida se elevó tan soberbia como él era—. Entonces, lo único que tenemos que hacer es aplastar cabezas mientras Gunny convoca una de sus tormentas y nos conduce hasta ese lugar. —Desenfundó sus dos espadas y las hizo chocar por encima de su cabeza morena—. ¡Me apunto!
Los huldre, los kofun, las Agonías y las valkyrias rugieron animados.
Todos los guerreros estaban pletóricos de energía después del baile huldre, y deseaban una nueva guerra para poder descargar toda la adrenalina.
Steven no tardó en anunciar la noticia a Aiko, la cual esperaba información.
«Aiko, han robado el objeto hechizado de Daimhin, y vamos a Gales a intentar recuperarlo. Nos movilizamos hasta allí».
«¿Adónde exactamente?».
«Raoulz no lo ha dicho. Pero tenemos que dar con un elfo de la luz. El único, dicen, que hay en el Midgard y que según Raoulz aguarda bajo las raíces de Llangernyw. El Svartálfar se dirige hasta allí para matarlo, y debemos impedirlo».
«Entendido. Se lo comunicaré a todos. Iremos hacia allí. Partiremos inmediatamente».
«Espero que nos encontremos pronto, Aiko. Ahora salte de mi puta cabeza…».
La japonesa rio espontáneamente.
«No he estado en tu cabeza, sólo sé cómo contactar esporádicamente con ella».
«Como sea. Ya no más. Ah… Y manteneos con vida».
«Igualmente, amigo. Sayonara».
«Sayonara».
Steven no apartó la vista de encima de la vaniria, que se alejó del salón con celeridad, porque le urgía encontrar algo. A Steven no se le daba bien leer la mente; el sistema para los de su raza variaba ostensiblemente del que usaban los vanirios. Tenían cerebros distintos. Estaba claro que los berserkers no estaban hechos para eso.
Ella aún no era suya, aunque su corazón le dijera que lo fue desde el primer momento en que la vio.
Sólo tenía una oportunidad más para vincularse y para demostrarle que estaba enamorado de ella y que las Riley no eran unas gemas que anularan la voluntad como las drogas que le habían dado en su encierro. Las Riley sólo eliminaban las reservas para realizar aquello que se deseaba realizar.
Y era estar con él, tanto como él había necesitado y necesitaba estar con ella.
—¿Qué estas buscando?
Daimhin rebuscaba por los cajones de todas las habitaciones. La voz de Steven no la sobresaltó, porque el berserker estaba en ella: lo oía y lo escuchaba en su cabeza y presentía lo que iba a hacer, incluso antes de que pensara hacerlo.
Y lo sentía. Y lo olía.
Y sabía que Steven estaba parcialmente arrepentido por utilizar las pastillas, aunque pensaba también que no había otra solución para ellos, al menos en la primera vez.
Y, aunque estaba furiosa y se sentía engañada, tampoco era tan testaruda ni cabezona como para no aceptar que él era importante para ella a niveles sólo soñados hasta entonces. El problema era que… Estaba cabreada.
—¿Me vas a contestar? —Steven se quedó callado y esperó a leerlo en su cabeza. Y después de un increíble bombardeo de imágenes, se quedó con una—. ¿Rotuladores?
—Maldita sea… Ni te imaginas cómo odio está vinculación. No soporto que puedas adivinarlo todo. No estoy hecha para compartir —dijo apretando los dientes—. Quiero intimidad. Lárgate.
—¿Para qué quieres los rotuladores?
Daimhin se dio la vuelta y lo miró directamente a los ojos.
—¿Acaso te lo tengo que explicar? ¿No lo lees tú?
—Es extraño estar en tu cabeza… No la entiendo.
—¿Cómo funciona el lazo telepático en los berserkers? Sois menos inteligentes que los vanirios. ¿Cómo es? ¿Qué ves?
Él ni siquiera se ofendió. Sonrió como si todo le resbalara.
—Imágenes. Sólo veo imágenes. Como fotografías.
Ella arqueó las cejas, sorprendida.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Y no escuchas lo que pienso ni oyes todo lo que digo? ¿No puedes hurgar en mi mente y en mis recuerdos?
—No… No va así. No tengo ni idea de cómo hacerlo. Veo imágenes, y dependiendo de lo gráficas que son, intuyo tu estado anímico.
—Qué curioso… —Se quedó más tranquila. Steven no debía saber jamás lo que ella sufrió, o no le quedaría ni orgullo ni dignidad—. ¿Y qué ves ahora?
—A mí. Ahorcado.
—Vaya… ¡Pues es verdad! Estaba pensando exactamente en eso —resopló como si su presencia la agotara y no tuviera paciencia para él—. En fin… Necesito rotuladores permanentes. ¿Tienes?
—Tengo —contestó.
—Perfecto —levantó la palma de su mano hacia arriba—. ¿Me los das?
Daimhin era una guerrera metódica y disciplinada. No cometía errores y cortaba con su espada como un cirujano. Se adelantaba a los acontecimientos y analizaba cada movimiento que hacía. Por eso, cuando decidió que ella y Steven tomarían a Angélico para llegar a Gales antes que el Svart, decidió que el berserker, que era su seguro de vida y su alimento, estuviera protegido.
Lo cierto era que, disgustada o no, no podía dejar de sentir la necesidad de estar con él y de mirarlo. Porque su presencia, increíblemente, la llenaba de dicha, incluso, en tiempos de guerra. Y, porque, aunque odiase admitírselo a sí misma, las dos veces que había hecho el amor con él, la habían llenado de fantasías y curado como si hubiera sido un antiséptico, o un antibiótico para su alma y su corazón enfermos.
Ella, la Barda, fue usada y maltratada; magullada e insultada; rota y quebrada. Pero Steven y su manera de besarla, de mirarla y de hacerle el amor, le habían demostrado que la habían intentado quebrar, pero no la habían logrado destruir, porque gracias a él, a su sangre, y a su ser, ahora volvía a sentir.
Y eso también era espeluznante, porque no estaba acostumbrada a apoyarse en los demás, ni creer en los demás. Durante años fue un crisol vacío. Su único apoyo fue su hermano, y ni siquiera con él había conseguido un vínculo tan profundo y fuerte, como el que ahora tenía con Steven.
Pero, por esa misma razón, se sentía tan herida. Porque hubo un momento en el que dejó de importarle lo que le hacían esos demonios disfrazados de humanos, porque ya no tenía ninguna fe en esas personas, nada podía esperar de ellos. Pero en Steven sí tenía fe, una fe potente y duradera como la que conllevaba el intercambio de sangre y la vinculación. Por esa misma razón, saber que él había necesitado de esas gemas para intimar con ella, le resquebrajó un poco su superviviente corazón.
Con los rotuladores negros permanentes en mano, agarró a Steven por la muñeca y lo introdujo en una de las habitaciones.
—¿Qué vas a hacer? —dijo él asombrado.
—Quítate la camiseta y siéntate sobre la cama.
—Vaya… A sus órdenes.
Steven hizo lo que Daimhin le ordenó. Cuando mostró su torso moreno y musculoso, la joven no pudo hacer otra cosa que admirarlo.
Daimhin centró su atención en su pecho. Cogió un rotulador, le quitó la caperuza y se colocó de rodillas entre sus piernas.
—No te muevas.
—Ni lo intento. Me encanta tenerte así —susurró oliendo su pelo rubio disimuladamente.
—Steven, no. —Le prohibió ella con gesto cortante, empujándolo por el pecho con una mano—. Ahora déjame tranquila. Estoy muy enfadada contigo y con Aiko. Y con Nerthus también.
—Me disculparía si lo sintiera de verdad. Pero no lo hago —reconoció él, mirándola con el rictus serio—. Es verdad, no me mires así. No me arrepiento de lo que he hecho.
—Menuda caradura…
—¿Por qué iba a hacerlo? He podido hacerte el amor, sádica. Y ha sido la mejor experiencia de mi vida. ¿Cómo voy a estar arrepentido?
—Oh, cállate ya… —Colocó la punta del rotulador sobre su pecho derecho.
—Daimhin… —La tomó de la muñeca y detuvo lo que fuera que iba a hacerle—. Quiero que me escuches con atención. Tu don no estará completamente desarrollado hasta que no nos sellen. ¿Entiendes lo que eso comporta?
—No soy estúpida —adujo ella malhumorada—. Falta un tercer intercambio.
—Sí. Tenemos que hacer el amor otra vez y ofrecernos la sangre.
Ella cerró los ojos y se armó de valor para decir lo que iba a decir:
—¿No lo entiendes, verdad?
—¿Qué tengo que entender?
—No pienso hacer el amor contigo ahora, Steven, y me da absolutamente igual que Nerthus me fría; me da absolutamente igual que el Midgard esté tan pendiente de mi don. Durante años, años —repitió enfervorizada—, me obligaron a hacer todo tipo de cosas que yo no quería hacer. ¿Sabes lo que es eso? ¿Eh? —Sus ojos naranjas se opacaron por la tristeza. Nunca había hablado tan abiertamente sobre sus emociones, y ahora lo hacía con el único que tenía la capacidad de destruirla.
—Daimhin…
—No —lo detuvo ella poniéndole los dedos sobre los labios—. Hace poco que soy libre, pero descubro que sigo siendo cautiva de las decisiones de otros. Tenía que acostarme contigo sí o sí, y me drogaste para ello.
—Sólo fue la primera vez, Daimhin. Tú decidiste que ibas a acostarte conmigo ante las Agonías. Yo sólo te di la pastilla para que el mal trago fuera más llevadero. Porque sabía por lo que habías pasado.
—No importa, Steven. La cuestión es que lo hiciste. Que tú también me drogaste. Y ahora… Ahora que estoy tan enfadada contigo, tan decepcionada, estoy obligada a hacerlo una tercera vez. Y no quiero hacerlo sintiéndome así… —aclaró acongojada—. No quiero. Porque vuelvo a estar en la misma situación de indefensión. Estoy obligada a hacer algo. Y por una vez en mi vida quiero sentir que soy yo quien decide, que controlo la situación. Quiero ser yo quien decida sí o no. Quiero decidir si quiero volver a hacer el amor, si quiero el comharradh y si de verdad quiero ser una pieza importante para salvar el Midgard.
Al oír aquella última confesión, el berserker quedó impactado.
—¿No quieres volver a estar conmigo, Daimhin? ¿No quieres salvar al Midgard?
Ella se quedó sorprendida al oír esa revelación de su propia boca en voz alta. ¿Era eso? ¿No quería salvar la Tierra?
—Los humanos, los hombres de esta raza no merecen ni respeto ni admiración por mi parte —contestó muy sincera—. Tienen el mundo que se merecen. No creo en su reino. Los que sobramos aquí somos nosotros.
—Caramba, Daimhin —murmuró Steven—. Eres una sádica de verdad.
—No lo soy. Pero ser la Barda y creer en la música y en la poesía, no me impide ver la realidad. Yo no pertenezco aquí —sentenció recordando las palabras de Raoulz.
A Steven le aterrorizaba la idea de que Daimhin al final decidiese irse con el huldre. Porque según afirmaba Raoulz, los bardos pertenecían al mundo de los elfos. Pero si quería luchar por ella, tenía que dejar atrás sus miedos y seguir peleando para conseguir su amor. No se amilanaría.
—Yo tampoco quiero salvar a los humanos, Barda —aclaró Steven acercándose a su rostro—. No lucho por ellos. Nadie aquí lo hace. Hace tiempo que dejamos de pelear por una raza ignorante y bélica, culpable de su propia autodestrucción. Pero sí lucho por la supervivencia de los míos en este reino. Y créeme —alzó su barbilla con la punta de sus dedos—, que lucho por ti. Porque creo en ti, Daimhin. Y, aunque me muero de ganas de que aceptes lo nuestro y me dejes volver a hacerte el amor, no voy a ser yo quien te obligue a hacerlo. Si tenemos que morir así, así moriremos. Tú mandas.
—Pero…
—Porque, aunque no me creas, no soy como los demás. Soy distinto… Y yo… —Steven no sabía cómo decirle lo que sentía—. Te quiero, como nadie te ha podido querer, Daimhin.
—No nos conocemos apenas… —repuso ella asustada.
—Pero te veo. Y te siento, Barda —le pasó el pulgar por el labio inferior—. Hay gente que pasa una eternidad al lado de otra y nunca llegan a conocerse por completo. Y hay otras que encajan incluso antes de verse, y sólo les basta un cruce de miradas a través de una pantalla de ordenador para darse cuenta de que están hechos el uno para el otro. Y en eso te llevo ventaja. Yo me he dado cuenta antes que tú. Sólo espero que tú también lo adviertas antes de que sea demasiado tarde.
Ella no supo replicarle nada más. Se quedó mirando la punta negra del rotulador, meditando sobre esas últimas palabras.
Steven se apartó ligeramente de ella y apoyó las manos sobre el colchón.
—Ahora, píntame lo que te dé la gana —musitó divertido—. Pero nada de guarradas —bromeó.
—No voy a dibujarte nada —aclaró ella—. Pero quiero hacer valer mi don, contigo. No voy a escribir en cada uno de los guerreros de ese salón. Pero tú vienes conmigo y me acompañas. —Empezó a escribir sobre su pecho unas palabras—. Si soy capaz de devolver la vida a los muertos, quiero ser capaz de hacerte revivir si te pasa algo. Abandonamos Wester Ross en unos minutos. Tenemos que estar preparados.
—Cuidado, Barda, o voy a creer que estás enamorada de mí —le dedicó una sonrisa deslumbrante.
Daimhin alzó las cejas rubias y lo miró fugazmente.
—Estoy enamorada de tu sangre. Desde que bebo de ti, estoy hambrienta. Eres mi comida.
Steven fingió que se ofendía y ahogó una exclamación.
—Ouch. Eres sádica por derecho propio.
—No lo dudes —contestó ella, mientras acababa de escribirle en el pecho: «Revive. Nada puede acabar contigo».