Capítulo 21

A Daimhin la habían tocado. Nunca había tocado ella.

A Daimhin la habían poseído. Ella jamás poseyó a nadie.

Daimhin nunca fue amada; fue abusada. Ella, en cambio, deseó haber amado.

Y Steven solo estaba ahí para cambiar todas esas verdades y transformarlas en algo hermoso para ella. Pero lo tenía muy complicado sin el efecto desinhibidor de las Riley, que le habían echado una mano.

«Soy un torpe redomado. ¿Cómo demonios la he perdido?».

Aun así, Steven la tomó del rostro y la besó, esperando que ella reaccionara y que el gesto fuera recíproco. Y lo fue. Porque el modo en que las lenguas se enredaron y los labios se mordieron, nada tenía que ver con el rechazo, sino con el deseo, tímido y nuevo de una chica atemorizada, por un rebelde con cresta como él.

Fuera, en el salón, la música todavía seguía sonando, pero ninguno de los dos la escuchaba. Sus cuerpos desprendían calor, y de repente, a ella le sobraba la ropa, y a él la conciencia.

—Hazme todo lo que tengas ganas de hacerme, Daimhin.

Ella, todavía esquiva, empezó a besarle por la cara con caricias suaves.

—Si dejaras que contactara contigo mentalmente… Tus ideas me servirían de guía —susurró ella, asombrada por la adicción que provocaban el rostro, el cuello y los hombros de Steven en su ser. Podría tocarlos, besarlos y… lamerlos, siempre. Como en ese momento en el que pasaba la lengua por la carótida, deseando hincarle los colmillos y someterlo como sabía que podía hacer.

Steven exhaló con gusto, gimiendo por la sensación de su boca, apoyando la cabeza en el cristal, totalmente abandonado a las sensaciones.

—Daimhin… Si supieras lo vívida que tengo la imaginación, no dirías eso. Podrías salir corriendo. Es mejor así.

Ella se detuvo e inclinó la cabeza a un lado, como si su cerebro valorase esas palabras.

—No. Tú no me asustas —aseguró ella—. Bueno… todavía no sé muy bien cómo me haces sentir. Pero he visto de todo, Steven. Me han hecho de todo —aclaró sin rodeos, hablándole con tanta franqueza como él le había hablado a ella. Y era tan liberador—. ¿De verdad crees que hay algo que me pueda asustar?

—No lo dices en serio.

—Sí lo digo en serio. —Lo tomó de la barbilla para que la mirase a ella—. Los hombres… El sexo… Me producen asco y repulsión. No me da miedo, porque es algo que ya conozco. Pero el dolor y la indefensión… sí me asustan.

—¿Te doy asco, Daimhin? —se apartó levemente, avergonzado por hacerla sentir así de mal.

—¿Tú? No. Tú no. Y es por eso por lo que quiero seguir averiguando qué es exactamente lo que me haces sentir —Daimhin se dejó caer muy lentamente a través de su cuerpo, dispuesta a hacer algo con la dureza que él tenía tras los pantalones.

—Espera un momento —Steven hundió los dedos en su pelo, al tiempo que no estaba nada de acuerdo con lo que le iba a hacer—. No. No quiero que me hagas nada a mí. —Sólo una chica a la que le habían enseñado a hacer eso podía actuar como Daimhin, dispuesta a hacerle una felación que él no había pedido, aunque la deseaba, joder. Pero no quería que Daimhin creyera que tenía que tratarlo como a los hijos de puta que la habían convertido en lo que era: una beldad fría y asqueada del sexo entre un hombre y una mujer. Él cuidaba de su mujer. Era de sangre caliente y se lo iba a demostrar—. Todo, todo lo que tengo es para ti. Déjame a mí.

—Pero yo…

La levantó de golpe, colocándola de pie frente a él, y no tardó nada en desnudarla por completo, pasando las manos por su ropa, pidiendo permiso a la hiedra para que se abriera, tanto por arriba como por abajo.

Y eso hizo la planta mágica y hechizada. Se abrió para él, y consiguió dejarla desnuda por completo, totalmente.

Katana fuera, eh, preciosa —murmuró con dulzura, liberándola de su arma—. No quiero que me cortes de nuevo.

—Lo siento.

—Y esto es de Raoulz. Voy a hacerte mía, y no quiero que nada de él te toque. No lo quiero aquí —le quitó la capa y la dejó caer al suelo.

Daimhin se miró a sí misma, sorprendida por la facilidad con la que él la había dejado como vino al mundo. No sabía si debía cubrirse o no. Sentía vergüenza de su cuerpo.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó él con voz ronca, saboreándola sin llegar a tocarla—. No te oigo y no sé si te sientes mal por estar así ante mí.

Daimhin miró hacia otro lado, cubriéndose parcialmente el rostro con su pelo rubio platino.

—Yo… Creo que no te puede gustar lo que ves.

Él la cogió de la muñeca y le puso la mano sobre su paquete.

—¿Crees que no me gusta lo que veo? Ahora mismo tengo toda la sangre ahí, ni siquiera puedo pensar, excepto en lo jodidamente afortunado que soy por tener la oportunidad de tener a una princesa barda y sádica tan bonita, desnuda ante mí. ¿Y sabes qué es lo mejor?

—No. ¿Qué?

—Que es mi kone.

Daimhin resopló emocionada por sus palabras.

—Sigo creyendo que esto es una locura…

—¿Y qué no lo es? —Steven la atrajo con ternura hasta él, y la besó de nuevo, volviéndola loca y dejándola sin palabras.

¿Cómo podían los besos hacer sentir a una bella y limpia tan rápidamente?, pensaba Daimhin.

El fuerte y enamorado berserker la cogió en brazos mientras la besaba y la llevó a la cama. Allí, él se tumbó encima de ella, haciéndose hueco entre sus piernas desnudas, y descansó su pelvis sobre su sexo, frotándose a un ritmo constante y lento hasta que la escuchó gemir en su oído.

—Steven…

—¿Qué?

—¿Qué me haces?

—Te trato bien.

—¿Seguro? Me está pasando lo de la otra vez —dijo mordiéndole la barbilla apasionada—. Me duele. Me muero de calor y hambre, y me siento vacía.

Steven se apoyó en los codos y gruñó contra el cuello blanco de la vaniria.

—¿Sabes qué es lo que te pasa, Barda? —se desabrochó los pantalones como pudo y su pesada erección emergió colocándose sobre el monte de Venus de la joven.

Ella lo sabía, pero no se atrevía a decirlo. Miró hacia abajo y vio el pene del berserker. No se parecía al de los humanos que la habían violado.

Era grande, parte de un hombre joven, fuerte y superdotado como él.

—Me necesitas a mí.

Daimhin tragó saliva y guardó silencio. No iba a decir lo que le pasaba por la cabeza, porque incluso a ella la sorprendía y la dejaba sin palabras.

Nunca había hablado con su madre sobre las relaciones entre vanirios; pero sabía, por boca de Miz y de Aileen, que eran como una especie de locura dependiente que golpeaba a todos los emparejados. Siempre tenían hambre el uno del otro, siempre se deseaban con las mismas ganas del primer día, y no podían soportar la separación.

Al parecer, sufría los mismos síntomas. Y era horroroso, porque, ¿cómo se podía vivir tranquilo así?

Sin embargo, ¿cómo podría continuar viviendo sin sentir eso los pocos días que le quedasen de vida?

Steven le abrió las piernas. Su mirada era tan intensa como él, y a ella le temblaron el corazón y el vientre a la vez.

¿Empezaba a ser dependiente de él? ¿Empezaba a sentir el tipo de amor desmedido e irracional que golpeaba a todos los vinculados?

Y, entonces, algo increíble pasó. Algo que nunca antes había experimentado. Steven la levantó de la cama y la sentó a horcajadas sobre su pelvis, encima de sus potentes muslos velludos y desnudos. Pero no la poseyó. Lo que hizo fue empezar a succionarle los pezones, con suavidad y mimo. En ocasiones, más intensamente que otras.

Pero después de un rato, a Daimhin le dio igual cómo la chupaba. Lo único que quería era que no se detuviera. Y mientras mamaba, empezó a acariciarla entre las piernas para introducir dos dedos que la dilataron, enloqueciéndola y llevándola a la cresta de la ola, moviéndolos adentro y afuera, rotándolos con paciencia.

Y así, con su boca en los pechos, y dos de sus dedos en su interior… Volvió a ver las estrellas y a lloriquear, agarrándose a su cabeza como un bote en medio del mar, apoyando la mejilla sobre ella.

Enmudeció. Todas las reprimendas, todos los contras, todos los miedos desaparecieron después de ese orgasmo, y se quedó laxa sobre él, rodeada por sus brazos.

—Me vuelve loco cómo te corres. Es increíble. Me gusta oír tus gemidos, y ver tu cara. Es como si estuvieras a punto de echarte a llorar.

«Y lo estoy», pensó.

—Me encantan tus pechos, barda. Tus pezones rosados y pequeños —le susurró besando uno y luego el otro—, están hechos para mi boca.

Y ella, por supuesto, no iba a decir que no.

El guerrero la desarmó por completo cuando, por primera vez en su vida, alguien le pidió permiso para usar su cuerpo.

—¿Puedo? —preguntó, sufriendo por la excitación, agarrando su erección con la mano para guiarla a su entrada, que ya estaba muy mojada.

Perfecta para él.

Ella asintió mientras el sudor le recorría el cuello y los hombros, y los labios temblaban con la boca entreabierta e hinchada por los besos.

Y Steven empezó a empalarla con cuidado, controlando en todo momento el peso de su cuerpo y el modo de penetrarla. Daimhin dejó caer la cabeza hacia atrás, ida por las sensaciones, y agradecida por descubrir la otra cara de la intimidad.

La gozosa. La sublime. La milagrosa. La increíble.

Se le acababan los adjetivos para describir aquellas experiencias con él. Porque si junto a las Agonías había tenido la primera experiencia mística, esta vez superaba a la inicial, sin duda.

Steven ya no podía detener sus envites de ninguna de las maneras.

Sus ojos se enrojecieron por completo. Estaba en el interior de su pareja, de la única que le pertenecía, y era un berserker.

Su miembro se hinchó y empezó a bombear líquido preseminal y lubricante, que además, era afrodisíaco en los de su raza y en toda mujer que rociara.

Daimhin lo notó y miró hacia abajo, sin dejar de agarrarse a él, asombrada por las nuevas sensaciones.

—Los berserkers nos hinchamos y crecemos en el interior de nuestra pareja —le explicó él—. Pero para que no os duela, os lubricamos con la lefa que nos sale antes del semen. —La movió por todo lo largo de su erección, dentro y fuera. Y después vuelta a empezar.

—Dioses… Dioses… —susurró ella clavando los ojos en el techo.

—Chis… Está bien, tranquila. Estoy contigo.

—No puedo… —gimió sintiendo las primeras palpitaciones del segundo orgasmo. Estaba ardiendo por dentro y por fuera.

Steven fijó sus ojos rojos en los colmillos de la vaniria.

—Daimhin…

Ella escuchó su nombre en su boca, le prestó atención un segundo, e inmediatamente después, supo lo que tenía que hacer, como una revelación: le mordió y bebió de él, hundiendo los colmillos profundamente, sin desgarrar la carne, succionando después su sangre.

La energía que recibía de él la llenó de fuerza y de luz. Eso propició que Daimhin volara con él hasta estamparlo contra la cristalera de aquella inmensa pecera que era la especial alcoba.

Steven gruñó al sentir el frío del cristal y sonrió cuando, por fin, empezó a vislumbrar a la Daimhin descontrolada. La joven guerrera, medio salvaje, y medio sádica que bebía de él sin descanso, y que, además, estaba rompiendo con una facilidad pasmosa la barrera que Aiko había grabado en su mente.

Steven la agarró del pelo y le obligó a desclavar los colmillos. Entonces, se salió de su interior, y ella ahogó un quejido. Le dio la vuelta y la puso de cara a la ventana, y no para que viera el interior del fondo marino devastado, sino para que él pudiera dominarla, no en su totalidad, pero sí mostrándole parte de su parte más masculina y berserker.

Agarró las caderas desnudas de la joven y la obligó a apoyarse en el cristal. Le separó las piernas y pegó su torso a su espalda.

Ella estaba tan fría… Y él ardía.

—Aguántate.

Daimhin le obedeció, tomó su mano que había herido horas antes, y le pasó la lengua a lo largo del corte de la palma.

—Por Odín —gruñó observando su pequeña lengua cicatrizando su herida.

Entonces, ella se quedó sin aire cuando notó la vara enorme de Steven avanzando a través de su vagina, el útero y descansando en el cérvix, porque ya no podía avanzar más.

—Por favor… —suplicó ella con la frente pegada al frío ventanal y con las manos bien abiertas.

Steven bombeó y le hizo el amor como una taladradora, sin dejarla descansar. La cambió de ángulo para mejorar las penetraciones, mientras le besaba la garganta y el hombro.

—Los berserkers mordemos también, sádica.

Ella lo miró por encima del hombro.

—No debes.

—Sí debo —aclaró él, de modo dictador y dominante. Si no bebía de Daimhin, nunca podría anclarse en su cabeza y tener una mejor vinculación. Así sabría todo lo que necesitaba, la escucharía cuando lo pasara mal, o cuando tuviera miedo, y estarían siempre en contacto. Tenían poco tiempo para vincularse. Y la vinculación debía ser total: en cuerpo, mente, y alma.

—¡No lo hagas! —le prohibió ella.

Pero Steven la mordió igualmente entre la curva del cuello y el hombro, justo donde la había mordido la primera vez.

Los berserkers no bebían sangre. Pero si su kone era vaniria, por ella lo haría, porque, morder y beber durante el acto sexual de los vanirios, suponía éxtasis y placer instantáneo.

Y así fue.

Daimhin tuvo su tercer y larguísimo orgasmo.

Ni siquiera sabía si alguna vez iba a recuperarse de aquello.

Su mejilla reposaba en el frío cristal empañado. Steven, aún en su interior, la había encarcelado entre su cuerpo y aquel expositor marino del que aún no sabía ni quería salir. Daba la impresión de que ambos estaban al margen del mundo en el tranquilo fondo submarino.

Daimhin no podía pensar siquiera en el grave error de haber sido mordida. Los berserkers no sabían leer la sangre, por tanto, Steven no podía ver nunca lo que ella vivió en Chapel Battery, pero su cabeza era un caos igual. Él no se sentiría a gusto pululando en ella.

Tres veces intentó coger aire para emular una recuperación que no llegaba, hasta que desistió y se abandonó a las caricias que todavía le prodigaba el guerrero hundido en ella.

La había tomado contra el ventanal, ella totalmente desnuda, él semivestido. El interior de sus piernas estaba húmedo por los fluidos de ambos, y Steven aún succionaba de su mordisco, como un vanirio neófito.

—Detente —susurró sin apenas fuerzas.

—No. Aún te corres cuando chupo, Daimhin. ¿Por qué quieres que pare?

—Porque estoy débil —reconoció rendida a los persistentes coletazos de su orgasmo—. Y necesito descansar y… pensar.

—No. Cada vez que piensas, decides que no quieres estar conmigo. No me gusta. —Aún así, dejó de beber y le cerró las incisiones con un lametazo, como si fuera uno de su misma especie—. Le das demasiadas vueltas a las cosas.

Daimhin sonrió contra el cristal, con la mirada aún velada por el placer. Dioses, le costaba hasta parpadear.

—Los huldre ya no cantan —observó.

Steven aguzó el oído, y después sonrió, hundiendo la nariz en su suave melena. Por fin los elfos se habían agotado. Y ella… Olía tan bien.

Daimhin se medio incorporó para contemplar las manos marcadas en el cristal por el vaho de la habitación, consecuencia de su cópula.

—Tu casa es como un sueño… Es como vivir en el libro de Veinte mil leguas de viaje submarino.

—Es uno de mis libros favoritos —admitió él. ¿De qué se hablaba después de haber tenido una sesión de sexo tan espectacular?

—Lo sé. —Empezó a hacer dibujos sin sentido con el índice aprovechando que los cristales estaban empañados. De vez en cuando, todo tipo de peces flotaban sin vida ante ellos, mecidos por las corrientes. Daimhin sintió la pena de Steven al verlos. Había amado y cuidado a esos animales de agua dulce él mismo—. Tenías hasta tiburones —murmuró apenada por el cementerio marino que bailaba ante ellos.

—Sí. Me gustaban los peces extraños. Llené el lago de todas las especies que pudieran convivir juntas. Y traje gayarres, que son los tiburones que ves ahora. Sin vida —recalcó afectado.

—Pero… En este lago las personas se mueven a través de embarcaciones. ¿No eran peligrosos los tiburones?

—Por supuesto. Por eso cerré mis condominios con muros de cristal submarinos. Los peces podían ser contemplados si hacían inmersiones realmente profundas, pero no podían salir de aquí. Es como un enorme acuario. Mi casa está bajo tierra, Barda. No es fácil de adivinar ni de intuir lo que hay bajo la isla. Sólo yo lo sé.

Daimhin se mantuvo en silencio hasta que añadió:

—Te identificas con los tiburones. Te gusta cazar como a ellos, pero sólo cazas cuando es necesario. Te encanta la imagen que tienen: su cabeza triangular, su expresión… Son rostros típicos de depredadores. Y a ti te gusta ser un depredador.

Él asintió a cada cosa que ella decía.

—Te gusta llevar cresta porque te recuerda a la aleta superior de tu animal favorito. Sabes que tu imagen es agresiva, como la de ellos. Y te gusta.

—¿Me estás psicoanalizando?

Ella se encogió de hombros.

—Estoy en tu cabeza otra vez. Eres como un libro abierto.

Steven la miró complacido, abrazándola por la cintura. Él también estaba en su cabeza. El intercambio de sangre con ella le había abierto los secretos mentales de la joven, y aunque el don no sería exactamente el mismo para ambos, pues, como bien pensaba ella, los berserkers no leían la sangre ni podían leer en los recuerdos, se sentía totalmente rodeado por su esencia, como si su mente y la de él fueran de la mano, medio fusionados.

—Me gustas, Daimhin. Estar contigo me colma de felicidad —reconoció declarándose abiertamente.

—Steven.

—¿Hmmm?

—¿Qué es exactamente el chi? —preguntó distraída—. Pensabas en ello mientras me empotrabas contra el cristal.

—El chi es la energía vital de los berserkers y de todo ser vivo. Cuando encontramos a nuestro reflekt, que es nuestro reflejo, la mujer en quien nos miramos para ser mejor, el berserker tiene la necesidad de marcarla y de intercambiar el chi con ella. Nos damos poder y juventud al ofrecerlo con todo el corazón. La retroalimentación del chi es lo que nos hace fuerte e inmortales para vivir con nuestra pareja eternamente.

Daimhin pensó que era hermoso. El chi era para los berserkers lo que la sangre era para los vanirios.

—Tú me has bañado con tu chi —dijo ella. Y no era una pregunta. Había sentido esa energía en el cosquilleo de su piel y en cómo su vello se erizaba.

—Sí. Te bañé con él también en Lochranza.

—Sí. Lo noté —reconoció disfrutando de las caricias que Steven prodigaba sobre sus brazos y sus piernas, repasándola con la punta de sus dedos como si resiguiera una obra de arte hecha a mano—. Yo no te he dado el chi, ¿verdad?

Él le retiró el pelo de la nuca y le dio un leve beso tranquilizador.

—No. Aún no.

—¿Por qué no? ¿No sale natural?

—No, mi sádica. Sale natural cuando reconoces a tu pareja, la aceptas y la amas. Antes, no.

—Ah… —Aquella era una respuesta que hablaba de su falta de confianza y seguridad en amar a otro y ser correspondido de vuelta.

—Me lo darás, Barda —le aseguró él—. Tarde o temprano me lo darás. Pero cuanto antes me lo ofrezcas, mejor.

Ella lo miró de reojo. No sabía cómo sentirse al respecto.

Ella era el reflejo en el que Steven quería mirarse. Pues iba listo.

Ante la patente incomodidad que nacía en su interior, Daimhin quiso apartarse de él y recuperar parte de su espacio perdido. Ahora el berserker estaba en su sangre, en su cuerpo, y también en su mente, ocupando una parte de ella, anclándose como algo permanente.

—¿Te estás agobiando?

—Dioses, sí… —cogió aire por la nariz.

—No tienes por qué. Yo no voy a obligarte a nada. Tú eres la que tienes que verlo por ti misma.

Poco a poco se deslizó de su interior, aunque no cortó el contacto de sus manos. Al contrario, entrelazó sus dedos con los de ella, apoyados en el cristal.

—Yo jamás te obligaré a hacer nada que no quieras hacer, Daimhin. Jamás te mentiré. En mí siempre podrás apoyarte. Bueno —hizo una mueca—, mientras sigamos vivos, claro está.

Daimhin exhaló y soltó una risita.

—Qué esperanzador —murmuró.

Steven se impregnó de su pequeña risita, como el tintineo de las campanillas.

Daimhin sólo necesitaba sentir que él estaba ahí, con ella, acompañando sus dudas. Se apoyó en su torso y miró el amplio ventanal.

En ese momento, sus ojos naranjas se quedaron fijos en un punto de la ventana.

No se había dado cuenta de ello. Hasta ese momento.

Había algo escrito. «Revivid. Revivid. Revivid».

—¿Lo has escrito tú? —preguntó Daimhin.

—Sí. Sólo jugaba… —reconoció avergonzado—. Pensé que los rezos podrían obrar milagros. Pero mi deseo, como puedes ver… —miró al gayarre muerto, boca abajo, que surcaba el interior del acuario perdido. Al subir las temperaturas del agua de los lagos de Escocia los peces murieron como en un golpe de calor, hervidos. Sin embargo, las lluvias, que no habían cesado, y las tormentas de nuevo las habían templado, aunque ya era demasiado tarde—… No se cumplió.

Daimhin resiguió las letras escritas por Steven, con sus dedos entrelazados, como si enseñara a un niño a escribir, y leyó en voz baja:

—Revivid. Revivid. Revivid.

Y como si se tratase de las palabras de Dios, el tiburón abrió los ojos, removiéndose y dando vueltas sobre sí mismo, hasta que aleteó con su cola y se quedó suspendido, mirando fijamente a Daimhin y a Steven.

Que no salían del shock.

—¡Joder! ¡¿Pero qué coño?! —exclamó Steven sin apartar la mirada de lo que estaba viendo tras el cristal. Los peces revivían y nadaban perdidos y desorientados, hasta que miraban a Daimhin, y entonces, uno tras otro, se quedaban inmóviles, como si agradecieran a la Barda sus palabras—. ¿Pero qué está pasando? —desvió su mirada gualda hacia ella—. Daimhin… ¿Cómo has hecho eso?

—Yo… No lo he hecho yo —contestó aún conmocionada.

—¡¿Cómo que no?! Lo digo yo y mis palabras hacen eco. Lo dices tú, ¡y se hace la luz! —señaló a los peces, exultante—. Daimhin… —Steven la tomó por los hombros—. ¿No lo entiendes? Lo has hecho tú.

Dallas entró en la habitación y empezó a ladrar, con el rabo moviéndolo de un lado al otro, a los peces que se movían de nuevo repletos de vida.

Ella miró a Dallas y a los peces intermitentemente, y entonces sus ojos se abrieron como platos al caer en la cuenta de lo que estaba pasando.

—Dioses… Steven —no salía de su asombro—. Creo que lo he hecho yo.

—¡Claro que lo has hecho tú! ¡Te lo estoy diciendo!

—No. Espera… En Edimburgo, antes de ir a por mi hermano, encontré a Dallas muerto. Leí en voz alta un artículo de un periódico en el que habían escritas las palabras Devuelve la vida. Yo leí en voz alta: «Devuelve la vida a Dallas». Y Dallas está aquí. Vivo. Ahora ha pasado lo mismo con tus animales. He leído «Revivid», y han empezado a nadar —los señaló maravillada.

—No es la única vez que lo has hecho —señaló él observando con júbilo su ejemplar de tiburón—. Lo hiciste también en los túneles de purs y etones de Edimburgo. —Se dio la vuelta y encaró de nuevo a su kone—. Aseguraste que Aiko estaba muerta. Carrick también lo dijo. Pero leíste el mensaje que tu hermano escribió en la pared con su propia sangre. ¿Qué era lo que decía? Decía…

—… Dal dy Wynt. Arbed dy dafod… Vuelve a respirar. Mantente con vida —susurró emocionada.

—Sí —Steven enmudeció y la miró con solemnidad y admiración—. Daimhin —levantó su barbilla suavemente—. Ahí tienes tu don especial y mágico: devuelves la vida, sádica. Por eso eres la Barda de los dioses. Por eso te eligieron a ti.

—Pero yo…

—¡Oh, joder! ¡Joder! —dijo Róta tapándose los ojos y entrando sin pedir permiso—. ¡Ya es la segunda pareja que cojo in fraganti hoy!

Steven corrió a coger la colcha de la cama y cubrió el cuerpo de su cáraid y el de él.

—¡¿Es que no sabes llamar, valkyria?! —increpó Steven malhumorado.

—¡No hay tiempo para vergüenzas! —exclamó aún extasiada con la música y el ritmo de los huldre—. ¡Es hora de irse!

—¿Ya? —preguntó Daimhin—. ¿Los huldre ya tienen su energía?

—¡Maldita sea, todos la tenemos! Debemos salir rápido porque tenemos una nube enorme de vampiros y un ejército entero de lobeznos y purs avanzando por los cerros de las islas —señaló el techo—. Vienen a por ti, Barda. —La miró sin titubeos—. Tenéis que iros ya —Róta les lanzó las ropas que reposaban en el suelo amontonadas—. ¡Andando!

—¡Date la vuelta, joder! —le ordenó Steven.

Róta se echó a reír y puso los ojos en blanco, obedeciendo.

Steven y Daimhin se vistieron tan rápido como pudieron y salieron de detrás del edredón.

Mientras se ponía las botas, Steven la ayudaba con la katana, vistiéndose el uno al otro con aquellas complicadas y elaboradas ropas élficas.

—Róta —Daimhin llamó a la valkyria—. Acércame la capa.

Róta arqueó las cejas rojas, y se dio la vuelta para buscar la capa verde que había llevado Daimhin desde que llegó al lago Maree.

—¿Dónde las has dejado? —le preguntó.

—En el suelo —contestó Steven abrochándole la hebilla delantera del corsé a Daimhin.

—Justo donde… —Daimhin entrecerró los ojos, esperando encontrar la capa en el mismo lugar en el que habían dejado la montaña de ropa.

—Aquí no está —anunció Róta seria.

—¿Cómo que no está? —Steven se agachó para buscarla debajo de la cama, y cuanto más tardaba en encontrarla, más nervioso se ponía—. Daimhin…

—¡Yo también la estoy buscando! —dijo la vaniria, visiblemente asustada.

A Róta se le desencajó la cara, mirándolos a uno y a otro sin podérselo creer. Daimhin se llevó las manos a la cara con horror.

—No quiero ser aguafiestas —advirtió la valkyria de pelo rojo y ojos turquesa—, pero… ¿Tenías la piedra oculta en la capa?

—Sí —reconoció la vaniria pálida.

—Estamos jodidos —sentenció Róta.

—Acaban de quitarnos la capa —admitió Steven cogiendo aire y rompiendo de un puñetazo la estructura de la cama—. Andando —tomó a Daimhin de la mano y tiró de ella para que no se quedaran llorando y sin reaccionar—. Tenemos que dar con ella.