Capítulo 20

Se había ido. No lo olía allí. Las naranjas, el aroma de la fruta que siempre la acompañaba desde hacía días, se diluía poco a poco.

Steven se había ido. Lo buscaba entre el salón, esperando encontrarlo detrás de la barra, con el rostro ofuscado y los ojos poco halagüeños, como sabía que la observaba durante toda la canción. Esperaba poder alegrarlo y que él también se bañara de su luz. Pero no. Cuando lo buscó en su lugar sólo había vacío, y una botella de whisky completamente hueca.

El hecho de que no la contemplara le hizo sentirse sola y desamparada. El pecho se le encogió y la pena la arrolló con la fuerza de un huracán.

Dioses, no soportaba sentirse así. ¿Por qué sentía que le había decepcionado? ¿Por qué sentía la necesidad de ir en su busca?

—Maldita vinculación… —murmuró angustiada. El mordisco, el hecho de que hubieran intimado… Todo les conectaba, y Daimhin no tenía ni idea de cómo enfrentarse a ello. Le urgía dar con él y descubrir qué le pasaba. Dio unos golpecitos a los brazos fibrosos de Raoulz para llamarle la atención—. Bájame, por favor.

—¿Por qué, princesa? ¿No sientes el júbilo y la alegría? ¿No disfrutas de sentirte así? —le dio una vuelta en el aire—. Así es como vivimos nosotros.

Aquella fue la primera vez que Daimhin comprendió que hacía algo incorrecto. Que no era lo que tocaba.

—No. Bájame, Raoulz —le pidió inflexible.

El elfo la obedeció instantáneamente y estudió su semblante.

—¿Qué te desagrada?

—Nada —replicó ella—. Es sólo que me siento indispuesta, y quiero retirarme a mi habitación.

—Pero… ¿Pensarás en lo que te he dicho?

Daimhin retiró la mirada y se mordió el labio inferior. ¿Cómo iba a pensar en ello? Raoulz le estaba proponiendo que se quedara con él; la estaba cortejando a su modo, en medio de una nube de alegría, júbilo y canciones… Pero aquella no era su realidad. La realidad era que el mundo iba a caer bajo las garras de Loki, que los humanos morían, y que la gente de su raza sufría… Ese universo paralelo que presentaba Raoulz como un Edén era atractivo y fácil de querer, pero ¿era su universo?

—Los elfos y los bardos están destinados a entenderse y a estar juntos, princesa. Nos hicieron así y así está escrito. Nos complementamos —ratificó sin duda alguna—. No tienes que oponerte a ello. Sólo fluye con naturalidad y te darás cuenta de que así debe de ser.

Ella lo detuvo levantando una mano. No iba a escuchar más por ahora. Quería irse de allí. La opresión en el pecho era cada vez mayor.

—Está bien, Raoulz. Pensaré sobre ello. —Lo único que quería era escapar para ir a ver a Steven. Para volver a olerle. Definitivamente, estaba paranoica y desquiciada. Ya no tenía control sobre sí misma.

—Conmigo jamás te volverías loca ni te desequilibrarías. Yo te daré seguridad, respeto y equilibrio, Daimhin —juró Raoulz con solemnidad—. Nunca haría que te sintieras desgraciada, como ahora.

Ella levantó la mirada naranja de golpe y sus mejillas se sonrojaron. ¿Desgraciada? No, esa no era la palabra que la describía en ese momento. Era una sensación extraña que la barría con la imperiosa necesidad de ser abrazada y calmada. Pero no por el elfo.

—No me siento desgraciada —admitió de golpe.

Raoulz detuvo lo siguiente que iba a decir, y comprendió que la estaba presionando demasiado. La Barda era un tanto salvaje, tanto como un león enjaulado, y aunque él había pretendido demostrarle que iba a ser fácil que ambos estuvieran juntos, no podía empujarla más allá de su comprensión.

—¿Vas a descansar? —preguntó leyendo en su mirada naranja.

—Sí —Daimhin intentó tocar la mente de Steven. De repente, necesitaba verlo, saber que estaba ahí.

—Lo necesitas.

—¿Cómo?

—El descanso. Aprovecha el tiempo, princesa. Partiremos en breve hacia Gales y ya no tendremos tiempo para reposar. Será el todo o la nada.

Ella parpadeó con algo de inseguridad. El elfo le daba un ultimátum, asegurándole que el viaje era más que un trayecto para encontrar un objeto importante. El viaje era una toma de decisión definitiva y, seguramente, ella tendría la última palabra.

De ella dependería todo.

—Sí. —Daimhin se iba a quitar la capa, ansiosa por ir al encuentro del berserker, pero el elfo la detuvo inmediatamente.

—No, princesa. Quédatela. Es lo único que nos asegura tenerte oculta a ojos de los Svart. Por ahora, estarás a salvo.

Ella asintió agradecida y se la cerró a la altura del pecho.

—Gracias por tus consejos y tu ayuda, Raoulz —contestó dándose la vuelta para huir rápidamente de allí.

—Siempre dispuesto para ti —dijo él haciendo una reverencia.

Daimhin se apretó el puente de la nariz, caminando a paso ágil por los pasillos para dirigirse a la alcoba en la que Electra reposaba.

El éxtasis de los elfos no era verdadero. Su energía actuaba como una droga en los demás y provocaba alteraciones emocionales, pero, no eran auténticas. Al menos, a ella no se lo parecían. ¿Y si su ansiedad se la habían provocado ellos?

Las manos le temblaban, el corazón latía desbocado… ¡Hasta tenía ganas de llorar!

Durante un momento de euforia, todos los guerreros, incluidos los cabezas rapadas, las valkyrias y einherjars que estaban envueltos en la música de los huldre, habían olvidado el mundo, perdido el oremus e ignorado la guerra que tantas bajas había causado.

¿Cómo era posible? Esa era la magia de los elfos. El éxtasis y la euforia.

Sus pies se internaron automáticamente en la alcoba en la que no sólo se hallaba el hada, sino en la que también Steven estaba sentado sobre el colchón, con la cabeza inclinada sobre sus manos, como si observara algo diminuto. Dallas reposaba sobre la cama, con el lomo pegado a su cuerpo.

Al berserker no le hizo falta darse la vuelta para saber que era Daimhin la que estaba allí.

—Se muere —fue lo único que dijo él.

Ella se detuvo a un paso de la cama. Su cuerpo temblaba, hasta que entró allí, donde él estaba y, gradualmente, se relajó de nuevo. Como si aquel fuera su remanso de paz, su pequeño cortijo de calma.

Allí, justo al lado de Steven.

Y no era fácil gestionar sus sensaciones y aquellos descocados sentimientos, cuando ella, Daimhin la Barda, había soportado la soledad y la tortura durante lustros, sin necesidad de llorarle ni de apoyarse en nadie. No obstante, para su propia estupefacción, ahora su cuerpo y su cabeza parecían cortocircuitarse cuando se alejaban del punk.

¿En qué se estaba convirtiendo? ¿En una mujer dependiente y débil?

Caminó lentamente hasta colocarse frente a él y fijó su mirada entre sus manos, donde Electra se debilitaba.

—Cuando las hadas acaban su cometido, desaparecen para sumirse en un sueño eterno y revitalizante —explicó preocupada por la diminuta ninfa de Nerthus—. Electra está a punto de ascender.

El hada abrió los ojos y los centró en la Barda. Su mirada negra aún seguía brillante, pero su rostro mostraba una profunda relajación. Electra sonrió, con su pelo negro y despeinado apuntando a todas partes.

—Es una pena que no pueda ver de qué objeto se trata —reconoció el hada—. Ya no me queda tiempo —sonrió risueña.

—¿Te vas ya, Electra? —preguntó Daimhin.

—Sí. Ha llegado el momento. —Bostezó, reacomodándose en las manos de Steven.

—¿Te duele? —preguntó la vaniria afligida por ver a la luminosa hada tan falta de vida.

Electra hizo negaciones con la cabeza.

—Me voy al mundo de las flores… Donde dormiré mucho hasta que despierte de nuevo. —Abrió uno de sus ojos y lo centró en Daimhin—. Tú debes llevarle el objeto al Alfather. No debes perder tu objetivo, Barda.

—No lo haré.

—Prométemelo.

—Lo prometo.

Steven, que no escuchaba nada de lo que el hada le decía, miraba a una y a otra con curiosidad, pero no osó interrumpirlas.

—Los bardos son como las valkyrias y los elfos —le recordó Electra—: jamás pueden romper sus promesas. Tal vez, juntos —los miró a ambos— logréis que las plantas no dejen de florecer en este reino. Sois la última esperanza… —suspiró agotada. Cerró los ojos nuevamente y, entonces, ante la atónita vigilancia de los dos guerreros, Electra estalló y se convirtió en polvo dorado, que rodeó las cabezas y los cuerpos de ambos, dejándolos solos, sin su diminuta compañía, aunque envueltos en su esencia purpúrea y cristalina.

—Se ha ido —susurró Daimhin cariacontecida—. Se ha ido de verdad. Le había cogido cariño…

—Sí. Eso parece. —Steven tenía las palmas doradas brillantes por el polvo de las alas del hada—. Seguro que allá donde vaya estará mejor que aquí.

—Eso espero. Ella me caía bien.

—Todo un logro, eh… —musitó Steven con amargura evitando encontrarse con sus ojos. Daimhin lo estaba buscando, pero él prefería ignorarla. Formaba parte de su plan desesperado para llamar su atención y que reaccionara, que tocase alguna tecla en ella que le hiciera ver que él era su pareja y que no podría rechazarlo por más tiempo—. ¿Ya habéis acabado de bailar tú y el huldre? —utilizó un tono de indiferencia.

Daimhin, que aún estaba inmersa en la nube de polvo dorada que había dejado el adiós de Electra, controlaba cada gesto y cada movimiento del berserker. El polvo cristalino le hacía cosquillas en la piel y se le metía por la nariz.

—¿Qué estas haciendo? —preguntó ella de golpe, sin mover ni un solo músculo del cuerpo.

Steven frunció el ceño y se hizo el loco.

Daimhin seguía cubierta por la capa, que hondeaba tras su espalda y cuya capucha reposaba entre sus omoplatos. El pelo descansaba sobre sus hombros, rubio y luminoso, lleno de vida, y con el aspecto mágico que le habían otorgado la intervención de Nerthus y los huldre.

Para él, y para cualquiera que la viera, era como estar ante un ser de los bosques, una especie de Campanilla y Peter Pan, todo a la vez, con un tótem como arma, que era una espada demasiado afilada cuyo mango sobresalía diagonalmente por detrás de su cabeza. Ella apreciaba mucho su katana, porque pertenecía a la Elegida y casi nunca se la quitaba. Ni siquiera cuando se habían acostado en la bañera de las Agonías, como si pensara que en cualquier momento la fuera a necesitar estando con él.

Daimhin siempre admiraba a las demás, pero no a sí misma. Y mucho menos a él, de quien aún dudaba. ¿Cuánto tardaría en caérsele el velo que le impedía ver la verdad tal cual era? Lo que más molestaba a Steven era saber que esos miedos, tan razonables por otra parte, no le dejaban mostrarse.

Si ella supiera lo válida y valiente que era, dejaría de fijarse en el resto y se centraría en quién ella era en realidad.

Porque Daimhin no era una víctima. Sino una heroína total con un honor intachable.

—¿Me has oído? —continuó ella—. Te he preguntado qué estás haciendo.

—¿Y qué estoy haciendo? —preguntó él cerrando la caja en la que Electra había reposado durante sus últimas horas.

—No te oigo.

—Ah, ¿es eso? —Se dio la vuelta y la enfrentó, como si no fuera con él la cosa—. Entonces, Barda, ya somos dos.

A Daimhin la mirada de Steven le puso la piel de gallina. La soledad golpeó con fuerza en su mente y en su corazón, y sintió que ya no tenía el control de nada.

La sensación era tan desesperante que estaba a punto de cometer una locura, como amenazar de muerte al berserker hasta que le abriera su mente de nuevo. Hasta ese momento en que le había cerrado las puertas, Daimhin no se daba cuenta de lo a gusto que se sentía con su contacto mental. Él la alejaba de la oscuridad, y la tranquilizaba, como un puerto seguro al que poder agarrarse. Y lo hacía de forma inconsciente, del mismo modo en el que ella se había aprovechado de él.

—No puedes cerrarme tu mente.

—Yo no la he cerrado —dijo él, admitiendo una verdad parcial—. Tal vez el vínculo haya desaparecido…

—¿Cómo dices? —Sus ojos anaranjados se aclararon como si sintieran una amenaza inminente. Y la amenaza era él y su actitud. Saber que Steven no la dejaba entrar en su cabeza y que tenía el poder de alejarla y darle con la puerta en las narices.

—Puede que tuvieras razón, Barda. A lo mejor lo mío sólo fue un capricho… No creo que tú y yo tengamos nada en común.

Ella cogió aire por la boca, sin parpadear, inmóvil, a sólo un metro del enorme cuerpo de Steven, que no daba su brazo a torcer. Y se estremecía, como si tuviera frío en los huesos, de ese imposible de calentar.

Él sólo tenía que presionarla un poco más para que ella se diera cuenta de lo que pasaba.

—Tienes una misión importante que cumplir, Daimhin. Y parece ser que tu lugar es al lado de los elfos. Te acompañaré en tu viaje, hasta que las fuerzas me den, pero tú y Raoulz debéis conseguir el objetivo.

—¿De qué…? —Tragó saliva nerviosa—. ¿Pero de qué me estás hablando?

Steven sonrió sin ganas y se encogió de hombros.

—Tengo una extraña fascinación por ti, Daimhin. Ya lo sabes. Me he encargado de decírtelo a menudo. Incluso hemos tenido un encuentro sexual. Pero esa fascinación no es recíproca. Te niegas a verme de otro modo que no sea como un compañero de viaje, y no admites que te diga que eres mi kone. Yo… Siento que hayas tenido que humillarte con las Agonías, y siento haber sido yo quien haya tenido que hacértelo. No quería recordarte a tus demonios. —Se pasó la mano por la nuca, de forma contrita—. Ya lo he entendido. Lo lamento mucho. No volverá a pasar.

Nunca, ni siquiera en su encierro, se había sentido tan sola y asustada como en ese momento. El guapo de Steven, con su honestidad tan brutal y su franqueza, le estaba diciendo que ella no era su pareja, que se había equivocado. Y, a la pobre, la sola experiencia de que él no le permitiera entrar en su cabeza, la estaba destrozando como nada lo había hecho.

—Voy a regresar al salón, a ver si me olvido de todo y me animo con el baile y la música de los huldre —anunció infinitamente más animado que ella.

¿Eran así las relaciones entre parejas?

Él parecía mucho más entero, como si su mundo todavía estuviera completo.

Las vinculaciones vanirias eran demasiado horribles. Demasiado dependientes. Y tan intensas que provocaban en ella un festival de sentimientos que no había vivido jamás.

Steven iba a abandonarla ahí en la habitación.

«No me cierres tu mente. Ábremela, por favor…».

Él se alejaba y pasaba de largo, decidido a dejarla atrás.

Ella sentía que se moría un poco más y que los ojos se le llenaban de lágrimas. Con el índice recogió una gota brillante de sus pestañas y la miró asombrada.

Lloraba por él.

¿Era desgraciada por saber que, estando tan tullida como estaba, parecía que había un cáraid para ella? ¿O era afortunada por ello?

«No te vayas… Steven, no te vayas», pensó con desesperación, al borde de la histeria. La habitación se le hizo pequeña, el agua, que golpeaba contra los cristales, pareció cobrar vida para engullirla y sumirla en una oscuridad desconocida hasta ese momento; la oscuridad que aparecía cuando la fuerte presencia de Steven y sus ojos llenos de luz se alejaban de ella sin avisar, como en ese momento.

—No te vayas —rogó de espaldas a él.

Steven se paralizó, a punto de salir por la puerta. Inmóvil, no osó a mover ni un solo músculo de su cuerpo. Tomó aire por la nariz, cogiendo fuerzas de flaqueza para no abalanzarse sobre ella. No se trataba de convencerla, sino de que ella se esforzara en acercarse a él y se diera cuenta de que no podían alejarse, y de que su relación más natural, era compartir sus cuerpos y sus mentes. Luchar contra ello era ir en contra de su naturaleza.

—¿Qué has dicho? No te he oído.

Ella dejó caer la cabeza hasta clavar la mirada en la punta de sus botas. ¿Por qué sentía vergüenza? ¿Por no ser capaz de mirarle a los ojos para que no descubriera lo débil que era?

—No te vayas.

—No me vas a retener con eso —le advirtió dando un paso hacia delante para abandonar la habitación.

Pero, entonces, los dedos de Daimhin se internaron por la cinturilla trasera de su pantalón y detuvieron su avance.

—No te vayas. No me dejes sola.

—¿Por qué? —preguntó implacable.

—Porque… Porque no quiero.

—No es suficiente, vaniria. —Se lo iba a poner difícil—. No me das de tu sangre, no me ofreces tu chi, no tengo vinculación mental contigo… —enumeró—. Está claro que me gustas, porque eres una chica muy hermosa y especial…

—No sigas…

—Pero, creo que me he equivocado contigo. No eres mi kone. Es imposible que lo seas. Mi chica estaría feliz de tenerme, querría tocarme siempre, querría hacer el amor conmigo, me hablaría a todas horas y nunca rehuiría de mí. Tú eres todo lo contrario —aclaró sin darse la vuelta—. No quiero forzar esto más. Ahora, déjame ir al salón. Brunnylda…

Cuando Daimhin escuchó en boca de Steven el nombre de la Agonía, la aflicción la golpeó con tanta fuerza que despertó todos sus sentidos, violentándola.

Agarró a Steven con fuerza por donde lo tenía cogido, y lo echó hacia atrás hasta que su cuerpo impactó en los gruesos cristales que les protegían del interior del mar.

Ella impactó contra su cuerpo hasta inmovilizarlo. Steven tenía los brazos en alto, a cada lado de su cabeza, y no sonreía, sólo permanecía serio e impertérrito como si ese golpe hubiese sido una nimia caricia para él.

—¡¿Brunnylda?! —le gritó ella rozando nariz con nariz.

—¿Por qué te pones así? —Él era la calma personificada, tenía la situación controlada.

—¿Cómo te atreves a insinuar siquiera…?

—¿Qué pasa? ¿Te molesta?

—¡Te saqué de la maldita cueva y me acosté contigo para que ellas no lo hicieran, Steven! —le gritó ofendida, con la tez del rostro enrojecida, los ojos muy claros y luminosos y los colmillos asomando entre su labio superior.

—¿Te molesta? —repitió.

—¡Sí, maldito seas!

—Entonces, Barda, tendrás que hacer algo para que no me vaya con ella…

—No voy a competir con una Agonía —juró apoyándose sobre la punta de sus pies—. No tiene ningún sentido que yo lo haga. ¡Y abre de una vez tu maldita cabeza para mí! ¡No soporto que me apartes! ¡Así no te puedo oír!

Él arqueó sus cejas castaño rojizas y sus ojos se achicaron.

—No me convences, Daimhin. Ahora, apártate.

—¡¿Qué?! —Ella empezó a hacer movimientos de negación—. No, no…

El berserker se apartó del cristal y empezó a caminar hacia delante, con el objetivo fijado de nuevo en la puerta de salida. Daimhin no podía detenerlo y parecía que la iba a arrollar, a pasarle por encima. La vaniria levitó, sin salirse de su camino.

—Brunnylda es una Agonía. Ellas son de otra manera.

—Es una zorra —contestó ella.

—¿Por qué? ¿Por aceptar su deseo? Ella, al menos, sabe reconocer lo que…

¡Zas!

Daimhin le dio una bofetada que dejó en silencio la habitación.

Ella se asustó más por lo que había hecho de lo que él se sorprendió. La joven miró su mano y cerró los dedos, para después dejar caer el brazo, con asombro, pero no con arrepentimiento. De hecho, alzó la barbilla para demostrarle que no se sentía mal por lo ocurrido.

—Te daré otra si sigues hablando así. No me compares con las dodskamps —susurró acongojada.

—Estoy cansado de que me hagas daño. —Le mostró la palma de la mano aún cortada por su katana—. No voy a permitirte ni una más. Me has abofeteado, me has clavado tu espada y me has cortado con ella…

Ella cerró los ojos con pesar, reconociendo todos sus pecados.

—Yo… Lo siento. Es que… ¡No sé qué demonios me pasa contigo! —Sus palabras sonaban temblorosas.

—Ya lo sé —contestó él con la mejilla enrojecida—. Pero no es mi culpa que tus miedos no permitan que tú y yo estemos juntos otra vez. Hoy hemos tenido relaciones, Daimhin. ¿Acaso te hice daño?

—Steven… Por favor… —Se apretó las sienes con los ojos inundados en lágrimas.

—¡No! Contéstame, Daimhin —la obligó a mirarlo—. ¿De verdad crees que no te voy a tratar bien? ¿De verdad crees que la verdad de los hombres que te maltrataron es la verdad de todos? ¿Me juzgas a mí como a ellos?

—¡No! Es sólo que… ¡Yo no sé cómo actuar…!

—¿En serio, sádica? Nos queda poco tiempo. Van tras nosotros y no nos van a dar tregua. ¿De verdad crees que es momento de dudar y de pensar en si intentarlo o no? —hizo una mueca de desdén—. Creía que eras más valiente…

—¡Lo soy! —gritó ella.

—Entonces, ¡demuéstramelo! O me largo de aquí ahora mismo, te lo juro —avanzó inclemente.

—¡No! ¡¿Qué es lo que quieres de mí?! —levitaba hacia atrás, intentando detenerlo. Con la capa de Raoulz ondeando a cada movimiento, como si fuera Supergirl. La barbilla le tembló, arrasada por completo por sus incontrolables emociones.

Steven no le contestó. Esperó a que ella comprendiera qué era lo que necesitaba, lo que ambos necesitaban en ese momento.

Los sentimientos y la tensión sexual entre ellos iban a volar la habitación. Pero Daimhin no sabía lo que era la amalgama de emociones que despertaban en su cuerpo. Era responsabilidad de él que ella los comprendiera.

La mirada de Daimhin impactó con la de él, sin máscaras, en carne viva, con todas sus demandas y sus necesidades.

Estaba aterrada por dejarse llevar. ¿Ella? ¡Ella no tenía derecho a dejarse llevar! Estaba rota, usada, manchada, ¿cómo iba a creer en un amor verdadero? ¿Quién la iba a querer a ella?

Steven no le abría su mente y eso la obligaba a confiar en que él la aceptara tal cual, con todos sus defectos y marcas, y sus pocas virtudes.

Confiar. Qué palabra tan poderosa e importante. La palabra más traicionada de todas era la confianza. Y Steven la obligaba a creer en ella.

¿Sería capaz de confiar en él?

Por Morgana… ¡Lo haría! Se obligaría a ello con tal de que Steven no buscara lo que buscaba con Brunnylda. Porque el solo hecho de imaginarlo o verlo con otra mujer le destrozaba el corazón.

Celos. Eso eran celos. Hablaban de ellos las canciones gaélicas de su padre: el no poder ver cómo la persona a la que se amaba y se deseaba era pretendida y tocada por otro.

Y no iba a permitir que él se fuera con otra porque eso la mataría de la pena.

Haría lo que fuese para que él le abriera de nuevo sus pensamientos y se quedara a su lado. Porque la verdad es que sentía que se iba a morir si él se iba.

—¿Qué decides, Daimhin? —la increpó él muerto de la impaciencia.

—¿Que qué decido?

Ella hizo acopio de valor, y se abalanzó sobre su cuerpo y sobre su boca, para besarlo como recordaba haber hecho ante las Agonías.

Cuando sus bocas se unieron, Steven rugió por dentro, victorioso al haber ganado aquella pequeña batalla, cuando aún tenían la guerra por delante.

Victoria.

Steven se llevó la mano al bolsillo para sacar la gema que Daimhin tenía que ingerir con tal de que le fuera más fácil entregarse a él; pero, en lugar de eso, se encontró con el vacío. Nervioso, sin dejar de besar a la vaniria, rebuscó entre sus bolsillos, hasta que la joven lo estampó de nuevo contra el cristal sin dejar de besarlo.

Había perdido la gema. Se le había extraviado. ¿Cómo era posible?

En cuanto notó la lengua de Daimhin tocando tímidamente la suya, los reparos se le olvidaron, y el instinto y deseo berserker afloraron en todo su esplendor.

Ellos eran dominantes por naturaleza, y no la iba a poder respetar demasiado si seguía besándolo así. Esa chica era especialista en besos, y le estaba friendo el cerebro.

—Daimhin, espera…

—¿Esto es lo que querías? —le susurró con la boca húmeda sobre la suya y la mirada naranja bañada por el deseo—. ¿Quieres que te bese más?

—Quiero más, mucho más que eso —contestó él, sintiendo la sangre rugiendo por sus venas—. Pero déjame antes… —Rebuscaba las Riley como loco, hasta que se dio por vencido. No las iba a encontrar.

Ella se relamió los labios con elegancia y volvió a besarlo. Juntó sus pechos a su duro pectoral y se agarró a su cuello para subirse a él.

Él le sacaba tres palmos y la diferencia se notaba en la distancia de los pies de la vaniria del suelo.

—¿Tienes miedo? —preguntó nervioso. ¿Cómo iba a hacer el amor con ella sin la ayuda de las gemas?

Ella se negó a responder, pues sus sentimientos eran contrarios. Por una parte estaba asustada por todo lo que nacía en su interior, por las ganas de morder y ser mordida, por las ganas de que él la tocara y le hiciera sentir bien… Pero, por otra parte, siempre había un recuerdo tenebroso entre las sombras: las veces que la habían hecho sentirse sucia y la habían utilizado.

Se detuvo durante un momento de cobardía, intentando sobreponer las buenas sensaciones con él a las malas con sus enemigos.

Steven le permitió el paréntesis, mientras luchaba por llenar de aire sus pulmones, apoyado en la cristalera, con sus enormes manos en la diminuta cintura de Daimhin. Él quería ser su terapia, ayudarla para que viera que el sexo y el amor entre dos personas que se respetaban y se querían y que estaban locas la una por la otra, nada tenía que ver con los abusos y las vejaciones.

—Ojalá —susurró apoyando su frente a la de él, abatida por sus dudas—, tuviera el arrojo de las Agonías. Ojalá fuera como ellas. Seguro que no… No lo hago bien. —Esta vez era distinta a la de Lochranza, cuando se abandonó a las sensaciones sin ningún pudor. Ahora, todo le pesaba más; el dolor y la humillación venían a su cabeza como fotogramas…

Steven levantó su rostro colocando sus dedos bajo su barbilla, y le dijo sin bajar la mirada:

—No te compares con ellas, preciosa.

—Pero tú has dicho…

—Sí, yo soy imbécil.

—Sí, lo eres.

—Un gilipollas.

—También.

—Pero tú no eres como las Agonías. Eres mil veces más hermosa y mejor para mí. No querría a otra —murmuró acercando de nuevo su boca a la de ella.

—Quiero hacerlo —reconoció ella, embebiéndose de su hermosa y viril expresión—. Pero no sé… Nunca he tocado a nadie así. Enséñame. Ayúdame —le pidió suplicante.

Daimhin nunca había pedido nada a nadie; por esa razón, para Steven, esa orden fue más importante que nada. Y lo cambió todo.