Capítulo 2

Midgard.

Escocia.

La Tierra se removía de dolor. Las placas se levantaban, los gases tóxicos emergían de sus entrañas y el calor y la lava brotaban de sus grietas como si fueran sangre pútrida y contaminada.

Edimburgo siempre tuvo una ciudad subterránea plagada de fantasmas. La llamaban Mary King’s Close. Steven conocía su historia y sabía que bajo tierra se hallaba el Royal’s Mile, uno de los callejones de la antigua metrópolis en la que, cuatrocientos años atrás, pereció gran parte de la población tras sufrir una epidemia de peste y verse abocados al olvido durante más de siglo y medio. Sabía que en la actualidad se hacían tours para visitarla, y vendían que allí continuaba habiendo fantasmas: las almas de todos los que allí perdieron sus vidas.

En cambio, si se hicieran visitas guiadas a lo que estaba viendo en aquel momento, ensartado por la espada samurái de Daimhin, cayendo a ciegas, con los ojos irritados por los gases y el vapor, dirigiéndose a un precipicio incierto, ningún humano se atrevería a pagar por ello, ya que su especie valoraba la vida y la seguridad; y cuando se trataba de una aventura real como aquella decidían echarse para atrás.

Pero él no. Ni tampoco Daimhin, la razón por la que él estaba allí. No sería capaz de dejar a esa chica sola jamás. Mientras ella retorcía la punta de la espada en su estómago, él rugía de rabia y de dolor amarrando su cuello con sus colmillos, marcándola; no hacía nada por soltarse, ya que sabía que no había otro lugar en el que pudiera estar en ese momento que no fuera aquel, ahí con ella.

Steven se olvidó de todo: de su clan, de su hogar en Wester Ross, de los guerreros muertos en la fortaleza de Eilean Arainn mientras él estaba al cargo de todos… Se olvidó de su dolor, de su pena y su arrepentimiento; dejó a un lado la guerra en la que estaban involucrados y se centró únicamente en proteger a esa rubia de olor a melón, cuya piel saboreaba mientras la mordía. Ella, nadie más que ella, era ahora lo más importante.

Daimhin había tomado la decisión de encontrar a su hermano suicida. Y Steven no creía ni por asomo que ese guerrero rubio, fibrado y de mirada atormentada tuviera en su sangre ni un gramo de ilusión por vivir. Parecía buscar la muerte con ahínco.

Y la vaniria demostraba con su actitud ser tan irracional como su hermano. Quiso convencerla para regresar juntos al lago Maree, a su casa, pero después de pasar medio día buscando a Carrick, Steven comprendió que la joven cabezona no cesaría en su objetivo. O regresaba con su hermano o no regresaba.

Y ahí estaban los dos, cayendo en picado por una grieta provocada por la irrupción de los huevos de purs y etones que habían provocado en el terremoto que abrió en canal y destruyó Edimburgo y parte de Escocia. Una increíble pena la destrucción de la hermosa ciudad, sepultada ahora entre escombros y muerte.

Steven sabía que debían detener su descenso de algún modo o acabarían en el profundo río de lava que se vislumbraba al final de la grieta. El berserker abrió los ojos amarillos tanto como pudo, en busca de un surco o una piedra en la que sujetarse y empezar a escalar. Desclavó los colmillos de la clara piel de la joven y, sosteniéndola por la cintura, rodeándosela con un brazo, alargó el otro y dio con la piedra que necesitaba y que le serviría de amarre.

La palma de la mano y la yema de los dedos le ardieron al quemarse con la roca negruzca que le servía de asidero, pero se impulsó con fuerza en una impecable demostración de habilidad y poderío físico para salir del apuro. Se internaron en uno de los agujeros de la escarpada pared, y Steven cayó de espaldas, aún con la joven guerrera pegada a él, y su katana profundamente insertada en su estómago.

Daimhin apretaba los ojos doloridos, pues el ardiente vapor de las entrañas de la Tierra acosaba sus retinas y aburaban la delicada tez de los párpados.

Intentó tomarse un tiempo, unos segundos, para que su vista se regenerara; en cuanto sintió que podía parpadear de nuevo, se dio la vuelta sobre Steven y continuó empuñando su espada con fuerza, sin extraerla de su cuerpo.

Daimhin no podía creer lo que ese berserker había hecho.

—¡Maldito! —le espetó mostrándole los colmillos como una fiera fría—. ¡¿Estás loco?! ¡¿Por qué has hecho eso?! ¡Me has mordido!

Steven dibujó una línea frustrante con los labios. La larga coleta de Daimhin caía hacia abajo y le golpeaba la barbilla, dejando a cada bandazo un inconfundible olor noqueante. Sí, Daimhin era su kone, la más difícil de todas las hembras para su suerte.

Cogió aire para contestar.

—¿Por qué crees? Tengo tu espada perforándome un pulmón, colmillos —se encaró con ella—. ¿Te vas a enfadar ahora por un mordisquito? ¡No ha sido para tanto!

¿Un mordisquito? Daimhin no daba crédito. ¡¿Un mordisquito?!

No era un mordisco cualquiera. Era un mordisco de berserker, uno que había ido directamente a su torrente sanguíneo. El típico mordisco que grababa una marca a fuego en la persona que lo sufría. Una mordedura de posesión, tan conocida entre los machos y las hembras de su especie.

Sus extraños ojos naranjas con motas amarillas se achicaron, rebosantes de aborrecimiento hacia él, hacia su cresta castaña y rojiza, hacia su corpulencia, su ropa oscura y su increíble mirada de oro, mientras movía el cuello al sentir la incomodidad de las incisiones del berserker en su garganta. La había mordido muy fuerte.

Pero ese guerrero estaba loco si creía que su mordisco iba a afectarla. A ella nada podía estimularla. Era una muñeca rota, deseosa de destrucción y de venganza.

Con ese pensamiento, dirigió su mirada a la empuñadura que sujetaba con tanta ira y la sacó de golpe. Steven exhaló dolorido y cubrió su herida con la mano para paliar el dolor.

—Qué suave eres… Llena de delicadeza —ironizó medio incorporándose, mientras la sangre salía a borbotones de su estómago.

Ella parpadeó acuclillándose frente a él, como si Steven hablara en un idioma que no comprendía.

—Escúchame bien: no sé qué pensamiento tienes tú hacia mí… Tú puedes hacer lo que mejor te convenga. Pero yo voy a por mi hermano. —Limpió la hoja de la espada pasando dos dedos por el metal y sacudiéndolos después para secárselos más tarde en el pantalón negro y estrecho que llevaba, como si su sangre le asquease. Se incorporó, inspeccionando los alrededores de la cueva en la que se hallaban. Un largo túnel se adentraba a través de las capas subterráneas del planeta, como si un grupo de mineros lo hubiera trabajado con sus propias máquinas de horadar. Se dio la vuelta, sin preocuparse por el estado del berserker, y caminó con sus tacones rojos estampados de calaveras a través de la insondable oscuridad, para alejarse de la anodina luz y de Steven.

—¿Pero dónde te crees que vas? —Él dio un salto, sin prestar atención a la herida y corrió a ubicarse a su espalda. Seguía impresionado al ver la determinación de Daimhin para luchar y enfrentarse a sus demonios con tacones.

—Ya te lo he dicho —contestó ella. No quería responder tantas preguntas ni quería que nadie se preocupara por ella. Era una superviviente. Se valía por sí misma. ¿Qué le pasaba a ese hombre?

—Es el fin del mundo. Esta grieta recorrerá toda la corteza terrestre y el Midgard se irá a la mierda. ¿Y tú y yo estamos jugando a ser espeleólogos para ir en busca de un vanirio loco y desmedido que…?

Daimhin se dio la vuelta, sin pensárselo dos veces, y colocó la punta de su katana en el cuello del berserker. Lo miró de frente con el rostro marcado por el hollín, la suciedad y la determinación.

—Cuidado, Steven —advirtió—. Mi hermano es lo más importante para mí. —Él levantó la barbilla, pero tampoco se amilanó ante su amenaza—. No hables de él así o te rajo de arriba abajo. ¿No te has parado a pensar que puede que el Midgard tenga lo que se merece? Los humanos son una raza despreciable, ¿no lo sabías? Está bien que se hundan entre su mierda —vertió con rabia—. Sin embargo, mi hermano se hizo para el bien y la protección, es lo más bueno que conozco; y, cuando la vida fue injusta con nosotros, él fue el que estuvo ahí para protegernos y cuidarnos. ¡Él dio la cara y parte de su alma! Así que perdóname si no me importa lo que le pase a este reino de demonios. Perdóname si no me importa en absoluto lo que hagas tú con tu vida o las decisiones que puedas tomar. Porque es cierto —sus ojos anaranjados se aclararon con sinceridad—: no me importas. Carrick lo entregó todo para protegerme y cuidarme —guardó la katana de nuevo en la funda de su espalda—. No voy a dejar que vaya solo hacia la oscuridad. Yo también sé protegerle. Y eso es lo que voy a hacer, lo quieras o no. No trates de impedírmelo.

A Steven no le gustaba escuchar que no le importaba en absoluto. Él la había descubierto, era su pareja, el reflejo en el que él se vería.

«Mi reflekt».

Pero esa chica tenía el alma marcada por heridas y cicatrices que no se atrevía a imaginar. Era uno de los niños perdidos. Así llamaban a los supervivientes de Capel-le-Ferne: a todos esos guerreros, tuvieran la edad que tuviesen, a los que les arrebataron la dignidad y la inocencia en pos de la experimentación y la banalidad. Él no quería pensar en nada de lo que pudieron llegar a sufrir bajo las manos de los miembros de Newscientists… Aunque podía hacerse una ligera idea. La maldad del ser humano y la maldad de los jotuns podía acabar con la luz del alma más pura. Imaginarse a esa preciosidad sufriendo le removía el estómago y le encogía el corazón.

Pero Steven no era estúpido. Sabía que Daimhin era una vaniria muy complicada y difícil. Pero él no se caracterizaba tampoco por ser sencillo ni simple. Su personalidad estaba marcada por otros sucesos de su vida que no supo encajar y a los que nunca hizo frente. De hecho, días atrás, había vuelto a fracasar en su misión de protector, cuando tantísimos guerreros, mujeres y niños murieron por la traición de Buchannan, Anderson y Cameron mientras él estaba a cargo de Eilean Arainn.

Muchos de sus amigos ya no estaban, se habían ido para siempre. Y tenía que hacer frente a las muertes de los berserkers que habían perecido bajo su mando. Su clan se había partido por completo y, ahora, los guerreros que todavía seguían luchando en Escocia eran una mezcla de niños perdidos, valkyrias y einherjars, clanes vanirios kofuns y berserkers de Milwaukee, todos con diferentes personalidades y más aún diferencias que intentaban reconciliarse en el tiempo. Se suponía que debían unirse para luchar y hacer frente al fin del mundo. La pregunta era: ¿Lo conseguirían?

¿Qué sería de Johnson? ¿Qué sería de Ardan? ¿Y de las valkyrias? Ellos eran su única familia, y tal vez no volvería a verlos nunca más. La grieta que había partido Glasgow y Edimburgo no tardaría en alcanzar la falla original del país, ya que los temblores no cesaban. Y si eso sucedía Escocia se hundiría para siempre.

Sí, no había duda. Era el fin del mundo. De su mundo. Del de todos.

Y cuando llegaba el final, uno miraba hacia atrás y quería amarrarse a los mejores recuerdos y a las más grandes experiencias de su vida. Y Steven no tenía nada. En cambio, Daimhin podría darle la verdadera razón por la que él aún seguía viviendo y tanta gente que había querido ya no. Con Daimhin, tal vez, todo merecería la pena.

Era de él, y necesitaba protegerla. Si ella quería ir en busca del vanirio triste y afeitado eso haría. La acompañaría.

Tal vez, si lo reconociese como su mann, le daría un sentido a su torpe existencia.

Y tenía poco tiempo para ganarse su confianza.

Y decía confianza porque, en realidad, no quería precipitarse y exigir lo que de verdad anhelaba, que era el amor recíproco de esa chica con cuerpo de mujer y mente de anciana.

Con el poco tiempo que les quedaba en esa tierra, tarde o temprano, la joven lo sabría, se daría cuenta de que ambos estaban destinados a estar juntos. Él y su mordisco se encargarían de recordárselo.

—Te acompañaré porque creo que es imposible que esos tacones te duren mucho. Vas a la guerra, no a una pasarela —contestó Steven decidido, siguiéndole el paso.

—A mí me encantan —aseguró ella—. Además, yo tampoco te digo que no traigas tus herramientas de limpieza para pelear, ¿verdad?

Steven frunció el ceño, curioso por su cavilación.

—¿Por qué crees que voy a limpiar, sádica?

«¿Sádica?». Daimhin se encogió de hombros, y mientras se internaban en la más absoluta penumbra de aquella gruta, añadió:

—¿Acaso no llevas una escoba medio naranja en la cabeza?

Steven se acarició la media cresta que asomaba sobre su cráneo y sonrió divertido por la comparación.

Los purs y los etones eran trabajadores de las superficies rocosas y arenosas; se introducían como gusanos y pudrían la tierra como moho hasta agujerearla, como una caries a una muela. Prueba de ello era la cantidad de túneles que habían creado en la corteza terrestre bajo Edimburgo en tan poco tiempo. Daimhin y Steven habían perdido la cuenta de los kilómetros de túnel que ya habían recorrido. ¿Cuántos? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Ellos tenían visión nocturna y podían ir más rápido que un humano, pero no a la velocidad que deseaba la joven vaniria. La piedra estaba caliente, como si parte del volcán que reposaba bajo esa zona del país escocés hubiera revivido con los temblores acaecidos.

Los conductos abiertos permanecían lisos al tacto, con una pequeña capa gelatinosa originaria de los cuerpos de los purs. Y cada túnel daba a grutas más oscuras que las anteriores.

Daimhin intentaba concentrarse en captar la señal mental de su hermano, pero sólo encontraba un muro y mucha más oscuridad de la que había en esos pasajes subterráneos. Su mente insondable dejaba en pañales al mismísimo Mal. Era una aplastante realidad que su hermano se acercaba al lado oscuro irremediablemente, y que sólo ella y el recuerdo de lo que una vez fue lo ataban al lado vanirio más que al nosferatu. Se estremeció y sus ojos se humedecieron al pensar en su brathair vencido.

No quería. Carrick era un luchador. Y si estaba en su mano, haría todo lo posible por salvarle de su propia autodestrucción.

Steven frunció el ceño al percatarse del nerviosismo de Daimhin. Llevaban muchísimas horas buscando a su hermano, y la joven no desistía.

—Si tu hermano es tan fuerte como dices, seguirá con vida, sádica. —Steven quería hablar con ella, pero Daimhin no le dirigía la palabra. La chica tenía la espalda recta y los suaves hombros echados hacia atrás. El mango de la katana se bamboleaba de un lado al otro de su nuca, igual que se mecían sus caderas. Estaba delgada, pero era alta, esbelta y tan bonita que se le secaba la boca al contemplarla. Y ese pelo… Ese pelo liso y largo, tan rubio que casi parecía blanco, ¿de dónde había salido? ¿Cómo le había crecido tanto desde la última vez que la vio?—. Lo encontraremos.

Ella continuó con los ojos naranjas y dorados fijos en el final de esa nueva gruta que tanteaban. No quería pensar en el hecho de tener a un berserker que le doblaba en tamaño pegado a su espalda y a solas con ella bajo tierra, allí donde nadie jamás pudiera encontrarla. Lo llevaba muy bien, pero cuando lo pensaba, como en ese momento, las manos se le humedecían y el corazón se le descontrolaba en el pecho, frenético en sus taquicardias. Un sabor amargo y conocido se aposentó en su lengua, y tuvo que cerrar los ojos con fuerza y hacer acopio de su mejor autocontrol para no empezar a correr y buscar una salida con urgencia.

Malditos recuerdos. Malditas experiencias. Maldito Newscientists.

—En poco tiempo, los purs han logrado crear un reino intraterreno en el Midgard —dijo para apartar de su mente las pesadillas.

—Las entrañas de este país son como un queso cheddar —explicó Steven leyendo el lenguaje no verbal de Daimhin. Estaba tensa y asustada, y no quería pensar en que era él quien le daba miedo. ¿Le daba pánico estar a su lado? Su instinto berserker y su olfato decían que sí. Y eso le dolía horrores. El olor del miedo de Daimhin tenía el matiz del caramelo quemado, y Steven no lo podía soportar, por eso continuó hablando, para alejarla de ese lado de su mente y de sus emociones, que la convertían en alguien asustadizo y vulnerable—. Isamu consiguió tratar los mares con la terapia antiesporas. Pero los huevos de los purs y los etones ya evolucionados, los que crecieron demasiado rápido, son los que se han hecho hueco a través de las grietas y han eclosionado, sin importarles donde lo hacían. Por eso el mundo tiembla, y las placas se abren… No hay solución para eso. —Se encogió de hombros.

Continuaron caminando en silencio. A Steven le relajaba el movimiento de la larga coleta de Daimhin, que iba de un lado al otro, hipnotizándolo y sincronizándose con el latido de su corazón. Si compartieran el chi, él podría ayudarla a relajarse y a sincronizarse con su corazón. Él sería su bálsamo, y le ayudaría a calmar las palpitaciones tan aceleradas que amenazaban con salírsele del pecho. Podía escuchar el bombeo perfectamente, y la sangre correr a través de sus venas como si no hubiera un mañana.

El berserker le colocó la mano en el hombro, pero Daimhin dio un salto hacia delante para separarse de él, como si el contacto le quemara.

Steven achicó los ojos color oro y un gruñido espontáneo pero no demasiado duro sonó en su amplio pecho.

—¿Por qué me tocas? —preguntó ella, alargando la mano por encima de su cabeza para amarrar el mango de su katana—. No gruñas, maldita sea.

Steven se miró su propia mano y después la miró a ella a los ojos. Los enormes luceros anaranjados de Daimhin brillaban acorralados a través de la oscuridad, como los de una felina dispuesta a arañar para salvarse.

Steven deseó con todas sus fuerzas encontrarse cara a cara con las personas que le habían hecho eso y arrancarles la cabeza uno a uno. ¡¿Quién y por qué había herido a una ninfa como aquella?! ¿Cómo podía tenerle miedo?

—Lo siento —se disculpó él con voz grave.

—No lo sientas —dijo ella tragando saliva—. Simplemente no vuelvas a hacerlo. No me gusta que me toquen.

Él dio un paso al frente, herido por su prohibición. A Daimhin no le gustaba que la tocaran, y él se moría de ganas de hacerlo. ¿Cómo iba a decirle que era su kone? ¿Que su instinto la había elegido? Estaba jodido.

Su barbilla se tensó y después señaló algo al final del túnel.

—Sólo quería alertarte sobre lo que hay ahí. —Su índice señalaba una bamba blanca y sucia, de número pequeño—. Hay un calzado de niño dejado en mitad del túnel.

Daimhin miró hacia donde él sugería y encontró el objeto al que hacía referencia. ¿Qué demonios hacía eso ahí, a kilómetros del suelo terrestre? ¿Una zapatilla de niño?

Y, entonces, Daimhin inhaló profundamente y olió la sangre. Steven también percibió el sutil perfume de la vida de un niño en sus últimos suspiros.

—Se muere —dijo Daimhin corriendo hacia delante.

—¡Espera! —Steven no le perdió el paso—. ¡Puede ser una trampa!

Pero Daimhin no quería pensar en trampas. Tanto ella como su hermano no podían dejar de ayudar a los más indefensos. Pasaron demasiado en Capel-le-Ferne como para ignorar el dolor ajeno. Apenas se le oía el corazón.

Siguieron el camino subterráneo hasta llegar a una cavidad más ancha. En medio de aquel lugar, sobre el suelo ennegrecido y volcánico de la gruta, una niña de pelo negro, corto y liso reposaba luchando por el último depósito que le quedaba de oxígeno. Los gases le impedían respirar bien. Tenía los ojos escocidos e hinchados y la tez tan pálida como la nieve.

Daimhin se arrodilló a su lado y la tomó en brazos. ¿Qué hacía esa niña ahí?

Steven, en silencio, miraba la escena sin demasiadas esperanzas. En Eilean Arainn murieron muchos niños a manos de la crueldad de otros. Esa pequeña, tarde o temprano, se uniría a los espíritus de los caídos. Lo curioso era que la parca, en niños inocentes, llegaba a ser infinitamente más dolorosa que la muerte en hombres que elegían luchar. Porque esos hombres y guerreros decidían su destino, y sabían que podían correr el riesgo de no volver y morir con honor. Pero un niño… Nada justificaba la muerte de un niño. Nada paliaba ese dolor.

—Todavía respira —dijo Daimhin acercando el oído a la boca semiabierta de la pequeña—. Todavía… —la miró fijamente—… Puedo salvarla. Si no hago algo morirá.

Steven negó con la cabeza.

—¿Y qué harás, Daimhin? ¿Recorrer los cientos de kilómetros intraterrenos que hemos andado para intentar mantenerla con vida? Mírala. No puedes hacer nada por ella… —Observó las incisiones que tenía en el brazo y los moretones que le habían dejado. No eran mordiscos de vampiros. Los agujeros eran más gruesos que los de unos colmillos de nosferatu o de lobezno. A esa niña no le quedaba ni una gota de energía vital en su cuerpo. Se la habían succionado.

—No pienso dejarla aquí —se negó Daimhin, estudiando las heridas.

Steven se acuclilló a su lado y la obligó a mirarlo.

—Escúchame bien, vaniria. La niña está muerta. Completamente vegetal. Respira porque aún tiene el reflejo de hacerlo. Sus padres habrán muerto allí arriba —señaló el techo—, como todos los humanos a los que no hemos podido salvar. No vamos a hacernos cargo de esto. Así que déjala.

Ella lo escuchaba horrorizada, con los ojos cada vez más claros y llenos de furia.

—¿Pero qué eres tú, insensible? Esta niña…

—¡Esta niña se muere! —le recordó furioso—. ¡Igual que medio Midgard! ¡Y no vas a poder salvarlos a todos! Si quieres hacer algo de provecho, antes de que la palme de verdad, intenta leer en su sangre algo de lo que ha pasado. Eres una vaniria, ¿no? ¿Por qué no lees qué diablos hace aquí y quién la ha traído hasta este lugar? Tal vez, ella no pueda vivir… Pero ¿y si hay más como ella por estos túneles?

—¿Más niños? —se preguntó mirándola atentamente. La sola idea de imaginarse a grupos de críos inocentes encerrados y a merced de ogros y demonios abusadores hacía que le subiera la bilis por la garganta.

—¿No tienes que beber mucho, no? —Steven pensaba en las consecuencias que comportaba para los vanirios beber sangre humana, y tuvo miedo por ella—. No te transformarás… ¿No?

Daimhin negó con seriedad.

—Bastará con una gota —contestó cogiendo aire. Todavía con reservas, estudió por última vez el rostro de la pequeña moribunda, otro espíritu que pagaba por los errores de los adultos de su mundo. Si algunos humanos no hubieran cedido a Loki, nada de lo que estaba pasando hubiera sucedido jamás. Steven tenía razón. La pequeña estaba tan débil que no la podría ni transformar. Además, no le apetecía vincularse con nadie. Y los intercambios de sangre vaniria eran vinculantes de por vida—. Nunca he bebido sangre humana —reconoció con asombro. ¿Sería esa su primera vez?

—Si crees que va a suponer un peligro, es mejor que no lo hagas… Joder.

Pero Daimhin ya había clavado la punta de un blanquísimo y diminuto colmillo en el pulgar de la cría. Apretó para que emergiera una gota rubí y consistente, pero a duras penas daba para más. Fuera lo que fuese quién o qué le había atacado así la había dejado completamente seca. Lamió la perla rojiza y soltó a la pequeña inmediatamente. A continuación, cerró los ojos para leer y experimentar algo de lo que había visto la muchacha.

Sintió el pánico, el pavor, la impresión de ver seres que sólo había creído posibles en la series de televisión o en la más fantástica de las ficciones. Los padres de la cría habían muerto al caer por una de las grietas, y a ella se la había llevado uno de los etones de piel negra, aspecto reptiloide y ojos amarillos, saltando al interior de la grieta, y siguiendo a muchos como ellos, que cargaban con niños de su misma edad.

Daimhin sacudió la cabeza y se apretó las sienes. El rastro de la sangre en su paladar desaparecía. Era muy poca cantidad para saber leerla. Cahal McCloud, el druidh del clan keltoi de Dudley, era el mejor rastreador, junto con su hermano Menw. Todos los adultos podían rastrear pensamientos e imágenes en sangre aún viva. Pero ella, que la mayor parte de su vida había estado inhabilitada y maltratada a manos de la organización de Newscientists, no tenía plenamente desarrollada esa habilidad. Hacía muy poco que tomó la decisión de luchar. Daanna le había enseñado a utilizar la katana, y Miz O’Shane, la pareja del druidh, le había servido de gran apoyo para sentirse un poco más fuerte. Cahal, por su parte, le devolvió su melena y una pequeña porción de su autoestima. Era como una muñeca rota que intentaba encajar los pocos pedazos de cordura que aún le quedaban.

Sin embargo, todavía le quedaba mucho por aprender. Apenas acababa de salir del cascarón destructivo en el que ella y muchos más habían sido arrojados, obligados a aceptar un trato que no hubiera deseado jamás ni a su peor enemigo. Excepto ahora. Ahora clamaba por venganza. La de ella. La de su hermano. La de esa cría que expiraba su último aliento.

Daimhin dejó caer los párpados con pesar, y alargó su mano para cerrar los ojos abiertos de la chiquilla ya fallecida.

—Lo siento mucho. Beannachd leat. Adiós.

—Sí, adiós —repitió Steven con tristeza—. ¿Hay más? —preguntó preocupado. Le hubiera gustado acercarse a Daimhin y abrazarla, pero aquello era tan imposible como que Loki se convirtiera a la religión aesir.

Daimhin asintió con la cabeza y se incorporó con lentitud.

—Han llevado a muchos niños a estas grutas. A ella la mordió un purs… No sabía que esos engendros comieran humanos —murmuró atónita.

—No comen humanos —señaló Steven—. Se han llevado sólo a los niños. Sólo a los pequeños. —Sus ojos se volvieron dos líneas amarillas fosforescentes en la oscuridad. Iba a matarlos a todos. Necesitaba dejar ir la rabia que sentía al saber que los villanos siempre se aprovechaban de la debilidad y de la bondad de los más pequeños—. Veamos si encontramos a tu hermano, sádica. Sigamos.

Daimhin se paró en seco; no le siguió.

—Pero si hay niños por el camino y los podemos salvar… Les salvaremos. No pienso hacer la vista gorda.

Steven se encogió de hombros y la miró echando la cabeza hacia atrás. Sonrió con indulgencia.

—Haz lo que quieras.

Ella osciló las largas pestañas oscuras e inclinó la cabeza a un lado. ¿Qué quería Steven de ella? ¿Por qué insistía en acompañarla?

—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué? Yo no te he pedido que lo hagas. Puedes irte cuando quieras —convino sin comprender a ese chico—. Si quieres, puedes hacerlo ahora. Yo seguiré con mi camino y…

—Cállate ya —Steven se puso a silbar por lo bajo, ignorándola por completo. Continuó con sus largas zancadas, dejándola atrás.

—No me conoces. No creo que te caiga muy bien. De hecho, creo que tú no me caes bien. No me gusta tu pelo… ¿Por qué no crece cuando mutas? A los demás berserkers el pelo se les alarga. A ti no. ¿También estás tullido?

Steven se echó a reír y negó con la cabeza.

—Es un agobio afeitarse la cabeza tanto. Yo fui más radical. Hice un pequeño tratamiento capilar para que no me creciera… Pero, con los años, el efecto desaparecerá.

—¿Un tratamiento capilar? ¿Cuál?

—No quieras saberlo.

Ella hizo un mohín de desagrado.

—Tampoco me gusta el brillante que llevas en la oreja. Y no me gusta hablar contigo.

—Pues para no querer hablar —dijo él con una sonrisa—, no te callas, guapa.

Daimhin apretó los dientes con rabia; y cuando iba a replicarle, Steven la miró por encima del hombro y le espetó:

—Te acompaño porque es, nada más y nada menos, lo que tengo que hacer. Ayudarte. Y te guste o no, no puedes echarme de aquí. Intenta soportarme.

Daimhin siguió con los ojos a Steven y contempló su cuerpo largo y ancho, sus andares seguros y su actitud algo despreocupada. En el cinturón del pantalón oscuro, en la parte trasera, tenía un vara metálica, cuya funda de cuero escondía la cabeza de su oks. Hasta ahora no le había visto utilizarla. Esas hachas eran armas letales en manos de los guerreros berserkers. En Eilean Arainn, incluso en la colina de Arthur’s Seat y posteriormente en Edimburgo, había luchado junto a berserkers y contemplado con admiración el modo que tenían de sesgar las cabezas de sus enemigos. Incomprensiblemente, se le puso la piel de gallina al imaginárselo.

El mordisco del cuello, esa impronta de los colmillos de Steven en su piel, hormigueó molestamente. Eso la obligó a cubrirse el mordisco y a frotarlo con la palma de su mano. ¿Por qué le escocía? Le empezaba a arder como el infierno.

Y, de repente, algo que había controlado en sus años de cautiverio se despertó como el perezoso amanecer de un oso después de hibernar durante meses, con lentitud pero con una ansiedad aplastante.

Tenía sed. Sed vaniria.