Recorrer parte de un continente bajo tierra y utilizar para ello túneles ancestrales y místicos creados por una raza de seres mágicos y feéricos era una experiencia que ni Carrick ni Aiko pensaron jamás presenciar.
Pero ambos lo hacían, a veces volando, otras, caminando, dependiendo de la amplitud que dejase el tubo terrenal cubierto de musgo, roca y oscuridad, sólo iluminado de vez en cuando por esas extrañas luces azules suspendidas en el aire que parecían vivir bajo tierra, en las zonas donde reinaba la humedad y el agua se deslizaba a través de las filtraciones de las paredes.
Aiko sabía que con aquel don, que empezaba a vislumbrar después de ingerir la sangre de Carrick y que recientemente poseía, podía hacer grandes cosas, como internarse en la mente de otros y dejar un rastro de invisibilidad imposible de captar incluso para el más experto telépata. Y, aun así, aunque su don descubierto era fascinante, sabía que tras la tercera toma de sangre y la consecuente vinculación con su precioso vanirio, el don otorgado sería aún mejor, más potente; incluso podría tener otras posibilidades. Pero debería esperar a ese momento. ¿Por qué y para qué era importante su don? Eso sólo Nerthus lo sabía.
Y aún faltaba por descubrir el don otorgado de su hombre.
¿Cuál sería el de Carrick? ¿No notaba él ningún cambio? Tal vez no lo notaba porque él aún creía que lo que ambos habían vivido era un sueño húmedo, dulce y calenturiento.
Pero nada real.
Qué errado estaba el vanirio.
Lo habían hecho dos veces en el hogar de los huldre. Increíbles las dos. Aún poseía la Riley restante en su bolsillo delantero, y solo le faltaba usarla otra vez para concluir la tercera vinculación necesaria para ese sello llamado comharradh.
No obstante, era una kofun, cuyo código era ser siempre legal y honorable. ¿Qué honorabilidad había en mentir al hombre que más amaba?
Después de todo lo visto en la mente del Bardo, comprendía perfectamente que no quisiera saber nada sobre contacto físico con nada ni nadie. Se había hartado de eso.
Pero ella le había tratado bien. Y él a ella… La tocó como si fuera una hermosa muñeca que pudiera llegar a romperse en cualquier momento. La colmó de bellas palabras que la hicieron sentirse femenina y preciosa.
Carrick fue increíblemente dulce la primera vez. En cambio, en la segunda, se dejó ir un poco más. Más apasionado y libre, aunque todavía había mucho que descubrir en él.
Carrick estaba convencido de que su encuentro con la japonesa era fruto de un sueño único e irrepetible; y como así era, debía aprovecharlo, porque no sabía cuándo iba a tener otra oportunidad de soñar algo así, porque su mente estaba podrida, y cuando cerraba los ojos lo único que veía eran sombras oscuras que se lo llevaban y pesadillas que recordaban un día tras otro al infierno al que, milagrosamente, con más atrevimiento que esperanza, sobrevivieron él y los demás niños perdidos.
Aiko podría entrar en su cabeza sin que él se diera cuenta, con su don de invisibilidad, y si quisiera podría borrar todas sus experiencias.
Pero, entonces, Carrick dejaría de ser Carrick. Y Aiko era incapaz de arrebatar la identidad a nadie. Porque la personalidad de Carrick, tan hermética y atormentada y a la vez tan noble y mágica, estaba forjada en su purgatorio particular, lleno de gestos por los demás y de torturas inimaginables en manos de otros. Lo vivido había creado el increíble ser que era; y Aiko sabía que, ni siquiera él, deseaba que nadie borrase su leyenda, por amarga que fuera.
El túnel que recorrían cogidos de la mano, sin soltarse ni un solo instante, atravesaba, después de haber salido de Escocia, las entrañas del Reino Unido, pasando por Leeds, Sheffield y Nottingham hasta llegar a Londres, que era el destino deseado.
Ya estaban cerca de la salida al exterior, y no lo adivinaban por la claridad, que no había, sino por los sonidos propios de una tierra que lloraba su presente. En los túneles notaban las sacudidas del planeta, como si fueran dolores estomacales fuertes.
En Escocia, los humanos, en el exterior, caían sin posibilidad alguna de sobrevivir. Y los que sobrevivían eran convertidos en nosferatus. Si eran niños, eran usados como comida para purs y etones, que necesitaban su energía pura para seguir poniendo huevos.
Suponían que allí, y en cualquier otra parte del Midgard, el destino sería el mismo para todos.
—Estamos a punto de salir —dijo Carrick.
Aquella era la única frase que el vanirio había intercambiado en su viaje subterráneo. Ambos disfrutaban del silencio, del contacto cómplice de sus manos y de sus furtivas y no tan furtivas miradas. Ambos amaban el olor del otro y saberse pertenecidos, aunque uno creyese haberlo sido en sueños y la otra supiese que había sido real.
Sin embargo, Carrick no la soltaba. Aiko sabía lo que él pensaba. Estaba en su cabeza sin que se diese cuenta y leía lo que pensaba.
«No la puedo soltar», se decía. «Yo la protegeré, aunque sea mi sueño inalcanzable, un imposible difícil de cumplir; para mí, ella es ella: mi cáraid».
—Preparémonos —dijo Aiko, siguiendo el túnel que se ensanchaba, aprovechando ese instante para adquirir más velocidad.
Juntos, emergieron de las cavidades huldre de la Tierra, y aparecieron sobre un paisaje oscuro, de cielos negros cubiertos de ceniza, y naturaleza muerta.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Aiko entrecerrando sus ojos rasgados.
Carrick la miró y asintió con un gesto conciso de su cabeza.
—Sobre las cuevas de Alum Pot.
Las cuevas eran realmente espectaculares, tenían acantilados de vértigo, y orificios en sus rocas que conectaban con los túneles. Aunque los de los huldre nadie los encontraría, pues eran secretos, cerrados al ojo humano.
—¿Hacia dónde debemos ir? —preguntó Aiko.
Carrick observaba un horizonte rojo y negro, tembloroso por las mismas sacudidas que atravesarían todo el planeta. No pensó en otra cosa que no fueran sus hermanas pequeñas y sus padres, y en la imperiosa necesidad de ayudarles en caso de que estuvieran en apuros.
Aiko, que también se regía por los valores de la familia, adoraba que Carrick antepusiera a su gente a todo lo demás. Estaban ante el fin del mundo conocido, pero a él le urgía ir a por sus hermanas y sus progenitores.
—¿Dónde estarán tus padres? Hay que avisar al concilio sobre lo que nos ha pasado y sobre lo que concierne a la misión de tu hermana —comentó Aiko.
Carrick la miró un poco sorprendido.
—Sí. Tal vez estén en el RAGNARÖK —pensó aturdido por la facilidad con la que le había leído la mente—. El concilio se reúne ahí…
—Pero, Carrick… —Aiko le apretó la mano con fuerza, para detener su primer impulso—. No tenemos tiempo que perder. Tú eres hijo de tus padres, poseéis la misma sangre, podéis contactar mentalmente. ¿Por qué no lo haces?
—No —la interrumpió él decidido—. No tengo vínculo mental con mi padre, ni con nadie. No lo necesito. —Sus ojos marrones se aclararon con motas de vergüenza.
«Pero yo estoy en tu cabeza, aunque no me veas —pensó, sabiendo que él no la detectaría—, y es un lugar bonito, Carrick. No debes temer a que la gente que te ama comparta tu dolor».
En la mente del vanirio sólo persistía el recuerdo del sabor de la sangre de Aiko, porque, según su percepción, sólo él había bebido de ella, y no al revés. Lo demás fue un sueño.
Pero Aiko sabía cuán equivocado estaba, porque su sangre corría en el interior de sus venas, y era deliciosa. Sin embargo, si le reconocía lo sucedido, Carrick podría enfadarse con ella y rechazarla.
Lo había anestesiado para hacerle el amor.
¿Eso tenía perdón? En realidad, no había hecho nada malo, ¿o sí?
Sus dones eran importantes para la diosa Nerthus y el desarrollo de los acontecimientos futuros. Sólo le faltaba darle otra Riley, y Carrick y ella se sellarían para que los poderes otorgados que asomaban en ellos se mostraran en todo su esplendor.
Y eran muy necesarios, tanto como era necesario decirle al vanirio de mirada triste que lo quería tal y como era.
Aiko estaba decidida a decírselo en ese instante.
—Carrick, yo… tengo algo que decirte. —Levantó la barbilla, dispuesta a reconocer lo que había hecho. No estaba bien engañar a alguien que apenas confiaba en nadie. Y menos a él.
El vanirio rubio esperó a que ella hablara, observándola sin perder detalle de su rostro oriental; pero, en ese instante, una increíble grieta avanzó por debajo de sus pies. Parte de las piedras y las columnas naturales de Alum Pot fueron engullidas por el corte terrestre.
Aiko y Carrick dieron un salto para quedarse en suspensión en el aire, hasta que tuvieron que esquivar los gases ardientes que emanaban del interior de la incisión. Si uno se asomaba podría ver las entrañas que poseía la tierra bajo sus capas más profundas. Y de ella salían los parásitos conocidos por ellos: purs y etones, recién nacidos, dispuestos a acabar con cualquier ser que respirase oxígeno para vivir.
La grieta avanzaba hacia la Black Country.
El hogar de los padres de Carrick.
El hogar que un a vez fue el suyo.
—¡Vamos, ál! ¡Vamos, bella! —exclamó él sobrevolando el terreno para avanzarse a la grieta e ir en busca de los suyos—. La grieta va hacia nuestro territorio.
Aiko sabía que no podían enfrentarse ellos solos a los purs y etones, porque saldrían cientos, y no podían caer antes de cumplir su cometido.
Debían vivir.
Por esa razón, ambos dejaron de lado su naturaleza visceral y agresiva para con sus enemigos, y decidieron ir en busca de sus clanes y de su familia.
Porque la sangre era un reclamo imposible de ignorar para ellos.
Black Country.
Dudley.
Él conocía ese terreno. Los primeros años de su infancia los vivió allí, junto a su pequeña hermana Daimhin y sus amados padres.
Cubierto por campiñas verdes y casas de ladrillos rojos, Dudley nunca fue una ciudad hermosa, pero sí era una ciudad de trabajadores y de personas silenciosas que no molestaban a nadie ni llamaban demasiado la atención.
En Dudley nadie imaginaría que una raza como la vaniria se asentaría bajo una suerte de túneles subterráneos ni de casas que nada tenían que ver con las típicas inglesas. Se ocultaban entre los bosques de altos árboles, y estaban resguardadas con cristales de protección solar; y tenían diseños vanguardistas de todo tipo.
Los lugareños siempre creyeron que los que vivían en esas mansiones eran gente muy rica que buscaba intimidad o, incluso, poseedores de apellidos fundadores del pueblo.
Pero nada más lejos de la realidad.
Los hogares por dentro tenían habitaciones circulares que recordaban a los chakras originarios de sus pueblos celtas.
Y todas las casas, sin excepción, poseían una puerta oculta que llevaba a los pasillos iluminados por antorchas, y que conducían, todos y cada uno de ellos, a la sala del Consejo Wicca, donde se reunían todos para debatir los asuntos de mayor trascendencia del clan.
Aiko y Carrick intentaron ignorar el ruido y alboroto de los humanos que intentaban coger sus coches y huir de allí y de los temblores.
En breve, la grieta llegaría hasta allí, los purs avanzarían y los vampiros y lobeznos, que estaban saqueando ciudades enteras de los alrededores, se centrarían en ese foco de berserkers y vanirios, como habían sido Wolverhampton, Walsall, Sandwell y Dudley.
Territorio de dos clanes antiguamente enfrentados.
Hasta ese día, en el que habían descubierto que les unían más cosas de las que les separaban y que debían luchar juntos por su supervivencia.
Carrick no pudo evitar sentir un pellizco de pena al pasear por sus recuerdos y ver que en la actualidad nada era como recordaba.
Tenía su casa justo delante.
El cuerpo estaba hecho de ladrillo blanco y madera caoba. Poseía dos torretas, y una de ellas contaba con dos habitaciones. Una le había pertenecido a él. La otra sería para su hermana cuando fuera un poco mayor.
Pero no las disfrutaron demasiado. Una noche, los miembros de Newscientists les secuestraron; y no regresaron nunca más hasta que Daanna McKenna, la Elegida, les encontró.
—¿Vamos a entrar? —preguntó Aiko mirando a su alrededor ojo avizor.
Carrick estudió la complexión cubicular de su hogar, el porche de madera, las persianas bajadas y los cristales de las ventanas oscuros.
Allí, en el interior de la casa, no había nadie, pero tenía un extraña sensación en el pecho. La tierra seguía convulsionando con cada vez más potentes terremotos. La grieta avanzaría hasta allí, pero Carrick sabía que si el corte les alcanzaba todo Dudley acabaría destrozado, junto con sus casas, sus túneles e incluso el Salón Wicca.
Nada permanecería en pie.
—¿Qué estás pensando, Carrick? —Aiko intentó hacerle reaccionar sacudiendo su mano—. ¿Acaso oyes algo?
—Chis —Carrick alzó los dedos de su otra mano y la mandó callar. Sus ojos de animal se oscurecieron e inclinó la cabeza a un lado como si así pudiera escuchar mejor, como un felino escondido detrás de un árbol esperando asaltar a su víctima—. Abajo.
—¿Cómo? —preguntó Aiko.
—¡Están abajo!
Carrick tiró de Aiko y derribó la puerta de la casa con el hombro, entrando en tromba al interior de aquel hogar desértico.
Recordaba a la perfección dónde se hallaba la puerta que les llevaba al subterráneo, al túnel laberíntico cuyo final era el mismo para todos: el Salón del Consejo Wicca.
Los temblores y los terremotos eran cada vez más fuertes. Si en el exterior dejaban huella con casas semiderruidas, cristales rotos y puentes partidos en dos, los pasajes interiores como los de Dudley también quedaban seriamente afectados.
Ahí, bajo los techos derrumbados de uno de los pasadizos, ocultos por las paredes y las antorchas caídas, los cuerpos de dos pequeñas quedaban parcialmente sepultados; dos niñas de pelo rubio y largo ondulado.
Cuando Carrick avanzó entre los escombros y las vio, supo, sin ninguna duda que se trataban de Nayoba y Lisbeth: sus hermanas. Las hijas que Gwyn y Beatha tuvieron años después de que a Daimhin y a él se los llevaran.
Carrick no soportaba ver a niños en apuros: ya sufrió mucho cuando estuvo confinado; ya dio demasiado la cara por ellos… Pero el que se tratara de sus hermanas lo debilitó y lo dejó sin palabras, hasta el punto de que la opresión en el pecho le provocó dolor de corazón.
—Mis hermanas… —Con la celeridad de los de su especie, levantó las piedras que pesaban más que ellas hasta que las liberó de su compresión—. ¿Qué… qué hacen aquí?
¿Por qué sus hermanas estaban ahí solas sin sus padres?
—Carrick —Aiko, alertada, se acuclilló frente a ellas y mientras él se hacía cargo de Lisbeth, ella cogió a Nayoba—. Tienes que ayudarlas.
—¿Cómo? —Apartó los mechones de pelo rubio de la pequeña que estaba con los ojos cerrados.
—Eres su hermano. Tu sangre las recuperará.
—¿Pero qué dices? ¿Pretendes que les dé de beber?
—Por supuesto. Están muy débiles…
—No. Me las llevaré al RAGNARÖK. Allí cuidarán de ellas. Todavía siguen vivas.
—¡Carrick! —Aiko alzó la voz lo suficiente como para llamar su atención—. ¡Basta!
Él se levantó lentamente con la diminuta Lisbeth en brazos, con su mirada fija en la de ella, asombrado por su tono bélico. Aiko parecía pugnante, como si quisiera discutirse con él.
—¿Basta el qué?
—¡Basta todo! —explotó. Con el tiempo tan justo como lo tenían Carrick debía reaccionar y quitarse ese miedo y esa vergüenza de compartir su sangre—. ¡Son tus hermanas! Dependen de ti ahora mismo. Íbamos hasta el RAGNARÖK y te has desviado a Dudley porque presentías que algo iba mal. ¡Las has sentido! ¡Es el lazo de sangre de los vanirios! Pero ahora que las has encontrado, no las puedes dejar de lado. Es una irresponsabilidad. Tus padres no están aquí para salvarles la vida. Tú sí.
Carrick abrió los ojos asustado y negó con la cabeza.
—No pienso darles mi sangre, Aiko.
—Escúchame. —La japonesa desenfundó su espada en un visto y no visto y señaló su garganta con la punta de la resplandeciente hoja de acero. Con el otro brazo sostenía a Nayoba, que tenía la cabeza apoyada en su hombro—. Tienes que olvidarte del miedo. Tu sangre no está infestada, no está maldita ni sucia. Está perfecta.
—¿Y tú qué sabes? —Carrick le enseñó los colmillos a la defensiva.
Ella sonrió con amor y aceptación. Aunque también sentía algo de pena porque un guerrero como él se sintiera tan manchado por los demás.
No había nadie más puro y especial que Carrick, y él no lo creía.
Aiko pensó en el comharradh, en la visita de Nerthus, en los pocos días de vida que le quedaban al Midgard y en la posibilidad de que ellos pudieran cambiar las cosas, por eso tomó aire por la nariz, y con la serenidad de su sangre samurái, procedió a decirle toda la verdad, aunque eso supusiera que perdiera la oportunidad de hacer el amor con él una tercera vez.
—Lo sé. Lo sé porque he bebido de ti dos veces, Bardo.
La ceja derecha del vanirio se elevó en forma de arco, incrédula.
—Mientes. No lo has hecho.
—Sí.
—No es verdad.
—Sí lo es. Mientras estuvimos en el hogar de los huldre, tú dormías y yo recibí la visita de Nerthus.
—¿De Nerthus? ¿La Diosa Madre?
—Sí. Esa misma. Me dijo que tú y yo debíamos vincularnos y ser sellados por los dioses, porque nuestro don era importante para el desarrollo del destino.
—¡¿De qué mierda me estás hablando, japonesa?! —gritó Carrick muerto de miedo y repleto de nervios.
Aiko no se amilanó y continuó relatando lo sucedido.
—Pero la diosa sabía, igual que yo lo sabía —recalcó—, que tú y tu hermana no ibais a permitir que nadie se os acercara ni os tocara. Por eso me dio esto —llevó una mano temblorosa al bolsillo delantero de su falda de piel y hiedra y sacó la gema Riley—. Son unas gemas que anulan el miedo. Me dijo que te diera dos, para cada vinculación completa, sólo así tú aceptarías hacer el amor conmigo e intercambiar nuestra sangre. Por eso, mientras aún dormías, aproveché y te di la gema. Tú… Tú la tragaste… —Los ojos negros de Aiko no mostraban arrepentimiento ninguno—. Te despertaste, e… hicimos el amor. Dos veces.
Carrick osciló las largas pestañas rubias y miró de soslayo a Aiko. La vaniria digna y disciplinada, la más recta de todas, acababa de admitir que lo había drogado.
—Fue un sueño —adujo él con voz débil.
—No. No lo fue, Carrick. Hicimos el amor.
—¡Fue un sueño! —gritó con todo su corazón. Si aquello era verdad, en ese momento, Aiko sabría perfectamente el hombre marcado por la vergüenza que era.
—¡No! —Aiko guardó su espada y corrió emocionada a tomarlo del rostro—. Y si lo fue, fue el sueño más maravilloso que he tenido, Carrick. El más bonito. El que me convirtió en una mujer.
—Estás… Estás mintiendo —no quería creerlo. Era demasiado humillante—. Tú no has podido hacerme esto.
—Lo hice, Carrick. Lo hice por nosotros. Y también por los dioses. ¿No lo entiendes? Tú y yo… nos pertenecemos.
—No me toques —sus palabras y su voz estaban teñidas por el odio—. Eres igual que ellos.
—¿Cómo dices? —Las manos resbalaron de su rostro y sus ojos se empañaron de lágrimas y desilusión. Los de Carrick parecían huecos.
—Ellos me obligaron, Aiko. Nunca me dejaron decidir —susurró. La mirada parda se teñía de sufrimiento—. Exactamente como tú has hecho.
—¿Qué? Por los dioses, no puedes compararme con ellos, Carrick.
—¡No estaba preparado! —le gritó a un centímetro de su cara—. ¡No lo estaba! Me drogaste para conseguir acostarte conmigo.
—Carrick… Me hiciste el amor —dijo acongojada—. Fue maravilloso. Eras tú. Tú mismo. No lo ensucies rebajándome al nivel de tus carceleros. No es justo ni para mí ni para nosotros.
—¿Utilizaste las dos Riley?
Aiko negó en silencio.
—No. Lo hicimos dos veces por voluntad propia. No te pude detener —su mirada lo atravesó con sinceridad—. Fue asombroso.
A él se le puso la piel de gallina pero no tardó en reaccionar.
—Dame la que te sobra, entonces —Carrick alargó el brazo que no sostenía a Lisbeth y abrió la palma de la mano—. Aiko, te he dicho que me la des —le ordenó inflexible.
Ella asintió avergonzada y le dio la gema que aún tenía guardada, y que esperaba su momento para salir en escena. Pero no así.
—Bien —Carrick la tiró al suelo y la aplastó con la suela de su bota negra—. Veamos si ahora me puedes convencer para que me acueste contigo, japonesa. Ya no tienes droga. Sin droga, no hay polvo.
Ella se relamió los labios insegura, herida por sus duras acusaciones.
—Actúa como quieras, Carrick. Sólo he querido ser honesta contigo.
—Honesta, después de violarme, claro —espetó venenoso.
—¡Yo no te he violado, capullo! —exclamó furiosa, perdiendo la paciencia—. ¡¿Sabes qué?! Haz lo que quieras, pero dales de beber a tus hermanas o morirán. Tienen la columna partida por el peso del techo. Tu sangre, esa que dices que es putrefacta y maligna, es como la de ellas. ¡Ofrécesela para que sanen! ¡No seas cobarde!
Carrick le iba a dar la espalda para caminar y salir de ahí con las niñas a cuestas, pero se dio la vuelta furibundo, para intimidar a Aiko.
—¡¿Quieres que mis hermanas, que aún creen en el hada de los dientes, vean las aberraciones que se le pueden hacer a un hombre?! ¡¿Qué mierda tienes en la cabeza, guerrera?!
—Tus hermanas no están capacitadas todavía para leer en la sangre —dijo enrabietada con él—. Son muy pequeñas, Carrick. Ahora están sufriendo, y puedes sanarlas de golpe, sólo con que les des un poco de tu vena. ¿Puede más tu vergüenza que el deber que tienes para con tu familia? ¿Es eso? —Aiko pasó por su lado con tanta ira en su menudo cuerpo que golpeó su hombro contra el de él y le faltó poco para desequilibrarlo. Si él no las salvaba, debían salir de ahí para buscar ayuda—. Apártate. Salgamos de aquí y vayamos al RAGNARÖK. Busquemos a alguien que sí cumpla con su deber.
Pero justo cuando iban a salir de los túneles, dos voces llorosas conocidas por él, las de un hombre y una mujer, irrumpieron en los pasillos derribados con desesperación, buscando vida donde creían que ya no la habría.
—¡Nayoba! ¡Lisbeth!
—¡Hijas! ¡Nayoba! ¡Lisi! Am olwg! Qué desastre… Ble diawl…? ¿Dónde demonios…?
Aiko y Carrick se detuvieron y no tardaron en dar con la pareja que tantas preguntas y exclamaciones al aire lanzaban, clamando por la vida de alguien muy especiales para ellos.
Los dos rubios altos, vestidos ambos de negro, con ropas de guerra preparados para enfrentar cualquier desafío, se detuvieron frente a ellos, barrándoles el paso, decididos a arrancarles la cabeza si era preciso.
Pero no emplearon la violencia, porque se reconocieron al instante.
Eran Gwyn y Beatha.
Carrick tragó saliva, conmocionado al ver que sus padres estaban ante él, y que él sostenía a una de sus hermanas pequeñas a quien aún no había alimentado.
—¿Hijo? —preguntó Beatha, cuya belleza permanecía perpetua en el tiempo. Sus ojos castaños y rojizos analizaron la situación con rapidez, como haría un animal salvaje que valorase sus posibilidades de salir ileso—. Te creía en Edimburgo… Por Brigitt… —susurró emocionada, tomando a Lisbeth de los brazos de su hijo mayor—. ¿Le has facilitado sangre, Carrick? —preguntó la hermosa Maru del Consejo Wicca.
Carrick negó con la cabeza, aturdido aún por todo. Sus padres estaban ahí, con él; él había rescatado a sus hermanas, pero se había negado a alimentarlas, vencido por sus inseguridades y sus vergüenzas.
Gwyn y Beatha lo miraron sin juzgarle, pero comprendiendo a la perfección cuales eran las dudas de su adorable y valiente hijo mayor. Ni un reproche se plasmaba en sus ojos. Sólo amor y comprensión.
Gwyn se mordió la muñeca, lo mismo hizo Beatha, y no perdieron el tiempo en posarlas sobre las bocas secas y pálidas de las niñas, animándolas mentalmente a que bebieran.
Cuando el elixir rubí llegó a su garganta y desde ahí pasó a la boca de sus estómagos, las niñas, aún con los ojos cerrados, agarraron las muñecas que las alimentaban y bebieron con el ansia de los moribundos.
Carrick y Aiko escucharon cómo los huesos de las crías volvían a su lugar, la columna se encajaba de nuevo, los derrames internos se solventaban, el brillo de sus cabellos regresaba, y el tono de piel dejaba de ser níveo y cerúleo, y pasaba a tener un color más saludable.
—Eso es, mis bebés —las animaba Beatha, sin poder evitar derramar lágrimas de descanso al ver que seguían vivas—. Eso es… —Les acariciaba el pelo con adoración, sabiendo que las caricias calmantes eran las preferidas de sus hijas.
Lisbeth y Nayoba abrieron los ojos a la vez, y se encontraron con los rostros conocidos de sus padres, felices de verlas con vida.
—Ya está bien. Tranquilas. Dejad de beber —les susurró Beatha sonriéndoles con cariño—. Hola, mis princesas.
—Hola —contestaron ellas.
—¿Por qué estaban aquí? —preguntó Carrick—. ¿Qué ha pasado? Creía que todos los niños se encontraban en el RAGNARÖK.
Rix Gwyn comprobó que la niña ya había dejado de beber y, por primera vez, igual que Beatha, se fijaron en la chica que acompañaba a Carrick y que sostenía a una de sus hijas, mientras la alimentaba. Beatha le hizo un pequeña radiografía sin malicia, y después sonrió con agradecimiento y aceptación.
—¿Y tú quién eres?
—Me llamo Aiko —dijo la joven—. Soy la cáraid de Carrick.
—Dioses, es un milagro —murmuró Beatha emocionada.
—Eso ya lo veremos —rectificó Carrick con la intención de hacer daño a la kofun. Cuando la joven se afligió, él no estaba más orgulloso por ello.
—Hola, Aiko —la saludó Beatha—. Un honor conocerte… Al fin.
—El honor es mío, Maru Beatha. —Hizo una reverencia con la cabeza.
—¿Qué hacían mis hermanas aquí? —repitió Carrick. No quería que intimaran y las cortó de inmediato.
—Algunos de nosotros, como Iain y Shenna e Inis e Ione, decidimos esconder a los pequeños en los búnkers de nuestras casas —explicó Gwyn—. Los ataques alrededor de Jubilee Park y Londres se acentúan, y pensamos que sería un modo de alejarlos del foco de guerra. Creíamos que era menos arriesgado para ellos esconderlos. Pero… Los terremotos y las sacudidas cada vez son más potentes, y han conseguido destruir los pasajes secretos de Dudley. Nos equivocamos. Y vinimos corriendo a buscarlas.
—Pero nuestras hijas estaban en el búnker, mo ghraidh —repuso Beatha aún sin comprender el estado en el que habían encontrado a sus hijas—. Está muy bien protegido, no entiendo cómo han podido salir de ahí. Era imposible.
—No hemos sido nosotras, mammaidh —explicó Nayoba, que era un año mayor que Lisbeth—. Nosotras nos quedamos allí tal y como nos dijisteis.
—¿Cómo que no habéis sido vosotras?
—Nos sacaron de allí —negó la niña todavía asustada—. Unos señores de pelo blanco y largo y piel oscura con dibujos… Los ojos no tenían color. Y sus orejas eran puntiagudas.
Gwyn y Beatha se miraron sin comprender nada.
—Nos dieron miedo —añadió Lisbeth abrazándose a su madre, con sus ojos igualmente marrones acobardados.
—Svartálfars —dijo Carrick sin ápice de duda.
—¿Elfos oscuros? —Gwyn ensombreció la mirada y se quedó pensativo.
—Sí, padre. Loki está abriendo los portales y ellos han empezado a aparecer. Hemos tenido algún que otro altercado con ellos.
Beatha desvió la mirada hacia su marido y negó con la cabeza. Si Loki había conseguido abrir sus reinos, entonces, todo estaba a punto de acabar.
—¿Os hicieron algo? —preguntó Carrick a Nayoba, que seguía en brazos de Aiko.
—La puerta del búnker voló por los aires. La tierra temblaba mucho —explicó la niña—. Nosotras intentamos escapar, pero el elfo nos persiguió y nos cogió. Cortó un trozo de nuestro pelo —lloriqueó mostrándole el esquilón en la parte trasera de su hermoso pelo dorado.
Beatha se sobresaltó y su marido se acercó a admirar el corte.
—¿Nada más? —preguntó Beatha.
Las niñas negaron con la cabeza.
—Luego se fue. Nosotras intentamos salir de la casa pero el techo se nos cayó encima.
—¿Para qué querrían el pelo de mis hermanas? —dijo Carrick en voz alta.
—Los elfos oscuros dominan la nigromancia —contestó Gwyn—. Son los más aciagos enemigos de los elfos de la luz, y como consecuencia, odian a los bardos, porque les temen por igual. Somos los encargados de que las leyendas de los elfos y sus conocimientos nunca mueran. Nos recorre la sangre barda transmitida de generación en generación, Carrick. Ahora, ¿por qué crees tú que los Svart han podido hacer esto con tus hermanas?
Carrick cerró los ojos al comprender lo que sucedía. Los Svartálfar les atacaron al principio e iban tras ellos. Si Lisbeth y Nayoba tenían su misma sangre barda y habían cortado parte de su pelo, sólo quería decir una cosa:
—Buscan a Daimhin —aseguró—. Van a utilizar la magia negra para dar con ella.
—¿A mi hija? —repitió Beatha afectada por aquellas palabras—. ¿Por qué la quieren?
—Es una larga historia —concedió Carrick animándolos para que salieran de ahí. No podían perder más tiempo—. Os la contaré mientras llegamos al RAGNARÖK.
Cuando abandonaban el pasadizo que una vez conectó todas las casas de los vanirios, Aiko escuchó el mensaje de Steven en su cabeza. Ella seguía ahí, de un modo que nadie podría detectar, anulando su recuerdo de las gemas Riley y sus ideas, para que Daimhin no pudiera verlos.
Pero ahora, Steven le pedía otro tipo de ayuda.
Ayuda para que Daimhin no pudiera leerle nada más, hasta que él no lo decidiera.