Capítulo 17

Daimhin se detuvo en el umbral de la puerta. Quería ver cómo se encontraba Electra. El hada cada vez desprendía menos luz y su rostro denotaba cansancio, como si tuviera sueño permanentemente. Descansaba en el interior de un cofre de madera acolchado, y dormía. Sólo dormía.

Daimhin entró en la habitación sin mediar palabra y se inclinó sobre el pequeño cofre que reposaba sobre la mesa de noche, blanca y funcional.

Electra seguía durmiendo y sus alitas se estremecían con cada movimiento de sus hombros.

—Por ahora sigue bien —le informó Steven, que no se había perdido ninguno de sus movimientos—. Está agotada.

—Sí. Pobrecita —murmuró.

—Seguro que tú también lo estás. Esa piedra debe pesarte.

—Oh —Daimhin echó un vistazo a la capa verde oscura como si no le diera importancia—. No la noto. Tiene un bolsillo donde la puedo guardar. Y… Bueno, ya sabes. Soy vaniria. Las cosas pesadas no suponen un problema. Apenas percibo el peso —disimuladamente, observó el festival culinario que Steven había ingerido él solo, cuyos restos de plásticos, platos y cartones vacíos reposaban en una bolsa negra sobre la cama. Al menos, pensó estupefacta, era limpio—. Vaya… Sí que tenías hambre.

—Ya te lo dije —contestó—. Me has dejado seco dos veces. A la tercera… —sus ojos amarillos chispearon con un brillo amenazador y franco, aunque la sonrisa de lobo suavizó sus rasgos—. Te dejaré seca yo a ti.

Daimhin ni siquiera parpadeó hasta al cabo de varios segundos. Todo su cuerpo se estremeció ante su tono. ¿Era miedo? ¿Ansiedad? ¿O tal vez expectación lo que despertaba en su ser? Fuera lo que fuese, la dejó sin palabras.

—¿Te he asustado? Después de lo que hemos hecho en la cueva de las Agonías, me extraña que todavía te ponga nerviosa.

—¿Cómo sabes cómo me pones? No puedes leer mi mente, punk —reaccionó—. Yo sí puedo leer la tuya, pero no al revés.

—No. Tienes razón. Como no me dejas beber de ti, no puedo leer tu mente. Mi hermana y John tenían el mismo problema al principio. —Alzó la lata de Rockstar y bebió un largo sorbo, como si brindara por ella—. A mi hermana le repugnaba beber su sangre para completar el vínculo mental con él. Pero yo no hago ascos. No tengo reparos si es algo tuyo. Aun así, aunque me prives de ello, sigo siendo un berserker; oigo el latir acelerado de tu corazón, percibo cómo sostienes la respiración y huelo el leve y sutil cambio de tu esencia, que se vuelve ligeramente picante. —La miró por el rabillo del ojo—. Eso hacemos los berserkers con nuestras parejas: las oímos, las olemos, nos conectamos con ellas y cuidamos de ellas. ¿No quieres que cuide de ti, sádica?

—Me cuido sola, gracias.

—¿Sí?

El silencio se hizo eterno, como una pausa llena de intriga.

—Sí —afirmó contundente.

—No lo creo.

—¿Y por qué no?

Steven necesitaba empujarla más para conseguir sus propósitos.

—¿Sabes? Los vanirios necesitáis beber sangre los unos de los otros para vincularos. Pero a nosotros, los berserkers, como ya te he dicho —dejó la lata sobre el suelo de madera—, no nos hace falta. Nos bastamos con un mordisco para imprimar a nuestra mujer, y con el intercambio de chi para unirnos a su mente, a su cuerpo y a su corazón. En la cueva, aunque quieras borrar de tu cabeza ese momento, parte de mi chi te ha bañado, Daimhin. Es por eso por lo que puedo sentir cada uno de tus estremecimientos. Puedo captar las sensaciones que te recorren cuando la marca de tu nuca se despierta, como ahora, cuando estoy delante de ti. Te pica, te da gusto, y seguro que tus pezones y tu entrepierna están sensibles.

—Cállate. No hables así —le prohibió ella inquieta e insegura—. Es sucio.

Steven se encogió de hombros y acarició a Dallas distraídamente.

—Para mí no es sucio hablar así a mi kone. Eres mi pareja, y quiero que podamos hablar de todo. Si aceptases lo nuestro, sería natural —apoyó la cabeza en el colchón y suspiró.

—Deja de decir sandeces, ¿quieres? —Daimhin quería huir de ahí, pero había algo en la pasmosa seguridad de Steven al afirmar tal barbaridad, que la hacía desear quedarse y escucharlo para toda la eternidad—. No puede haber un «lo nuestro», ¿no lo comprendes?

—Sólo estás asustada. Pero sabes quién soy para ti.

—El problema no es ese, Steven —lo cortó—. El problema es que tú no sabes quién soy yo.

—Ah, sí… —suspiró teatralmente—. Daimhin, la niña perdida, ¿verdad? Puedo llegar a imaginarme lo que viviste en esas cárceles…

En un visto y no visto, la vaniria estaba frente a él, con la punta de su espada samurái levantándole la barbilla hasta cortarle superficialmente.

—No oses insinuar que sabes lo que viví. No tienes ni idea. El hecho de sugerirlo hace que me sienta insultada.

Steven ni se inmutó, cansado de esa actitud. Daimhin pocas veces alzaba la voz, pero bastaba que empleara el tono de voz siseante para hacer callar a cualquiera. Menos a él.

—Deja de amenazar ya, vaniria, y acaba lo que empiezas de una vez. Te he tomado en la cueva, y lo haré de nuevo, porque es lo que piden nuestros cuerpos —le apartó la hoja de la espada de golpe, provocando un nuevo corte en la palma de la mano—. ¡Porque, aunque no lo quieras y te resistas, resulta que somos pareja!

El perro gimió asustado y Daimhin se detuvo, asombrada por su propia beligerancia. No sabía por qué Steven la sacaba de sus casillas. Pero lo hacía, y siempre acababa comportándose como una violenta borde, que en realidad no era.

—Ah —Steven sonrió sin ganas, al ver cómo Daimhin miraba al animal—. La colmillos por fin se interesa por ti, todo un honor, perro. Mira, sádica —levantó la pata delantera del Golden—. Este es mi nuevo amigo: Dallas. Dallas, esta es Daimhin, mi chica, la que no deja de rechazarme.

Ella no osó a moverse.

—¿Cómo has dicho que se llama?

—Dallas.

La joven se acuclilló frente al perro y llevó la mano hasta el medallón que pendía de su collar de piel roja. Sí. Ponía DALLAS. Y era el mismo Golden de no más de tres años que halló muerto entre los contenedores de las calles agrietadas y destruidas de Edimburgo.

Estaba muerto.

¿Qué hacía ahora ahí vivo? La vaniria no comprendía nada.

Nada en absoluto.

—Yo vi a este perro en la ciudad… —Dallas se adelantó y empezó a lamer la cara de Daimhin—. Y juro por los dioses que estaba muerto. Tenía una brecha enorme en la cabeza.

—Tal vez sólo estaba inconsciente —opinó Steven sentándose de nuevo en la cama, admirando el modo en que la joven acariciaba con cariño al animal.

—No. No estaba inconsciente. Tenía los ojos vueltos y no respiraba. Había muerto.

—Eso no es posible —refutó el berserker—, seguro que te equivocas de animal.

—Te digo que no me equivoco. Miré su medalla, y ponía Dallas. Era el mismo perro.

—Daimhin, tal vez te confundas. Recuerda que también viste a Aiko muerta, y después estaba dándole de beber a tu hermano, esta vez sí, a punto de morir.

—Aiko estaba tan muerta como este perro —se defendió ella—. Tan muerta como los peces que veo a través del cristal —lamentó percibiendo el dolor que causaban esas palabras en Steven—. Mi hermano me lo reconoció. Un purs le arrancó el corazón a Aiko y eso es fatal para los vanirios, punk. Por eso murió.

—Claro. Y para nosotros también. No somos inmunes a eso. Nos cortan la cabeza y morimos. Nos arrancan el corazón y morimos. Beben de nuestra sangre por completo y nos dejan en estado comatoso. Es una inmortalidad subjetiva. Pero lo que sí sé es que nadie regresa después de que le hagan algo así. No hay más oportunidades para un inmortal.

—Carrick tampoco comprende por qué Aiko resucitó —aseveró ella—. No lo sabe. Igual que desconozco por qué razón este perro está vivo, si dejó de respirar hace ya tres días en Edimburgo —lo señaló—. Es tan extraño… ¿Y si los espíritus no están abandonando el Midgard correctamente? Sabemos que Loki está abriendo los portales de sus reinos sin demora. ¿Eso puede afectar al funcionamiento de la vida y la muerte en este mundo?

Ambos miraron al animal como si fuera un bicho raro. Dallas tenía la lengua colgando y de vez en cuando se relamía con la hiel del hambre.

—No tengo ni idea —contestó Steven.

Aun así, ella no dejó de acariciarlo y alegrarse por él, porque había regresado de entre los muertos.

—No sé qué has hecho para vivir —le dio un beso en los morros—, pero me alegra que lo hayas hecho.

—¡Eh! —Gúnnr entró en la habitación como un huracán, agitada por algo. Tomó a Daimhin de la muñeca y tiró de ella—. Échanos una mano.

—¿A qué? ¿Qué pasa? —preguntó yendo a remolque con Steven detrás siguiendo sus pasos.

—Las Agonías han llegado con los huldre —explicó la valkyria—, y están revolucionando al personal. Haz algo.

—¿Yo?

—Sí. Tú. Eres la Barda, ¿no? Es a ti a quien unos y otros obedecerán.

Daimhin asumió la responsabilidad con una sublime madurez que decía mucho de quien era.

Mujer intuitiva y sensible siempre.

Insegura para unas cosas.

Sabia para otras.

Niña, para nada.

El salón principal de aquel búnker parecía una enfermería y un psiquiátrico a la vez. Las Agonías gritaban como verduleras, intentando llamar la atención de los guerreros heridos, ante la estupefacción y el cansancio de los huldre.

Al parecer el viaje hasta dar con Daimhin había sido una aventura épica repleta de insultos y desdenes entre los miembros de ambas razas que, por supuesto, siendo unos la némesis de los otros no podían soportarse.

La Barda intentaba escuchar a unos y a otros, aunque lo cierto era que sí había alguien cansado y agotado, con marcas de expresión que antes no habían estado en su terso rostro, esos eran los elfos. A diferencia de las Agonías, que parecían salir de una sesión de spa en un balneario, los huldre no tenían buen aspecto para nada.

Estaban rendidos. De hecho, Raoulz, que encabezaba su ejército, cayó de rodillas ante la estupefacción de Daimhin, que corrió a socorrerlo.

—¡Raoulz! —exclamó preocupada, intentando sostenerle.

Brunnylda resopló sin perderlo de vista.

—Al pobre no le ha sentado nada bien trasladarnos en su bruma… —comentó jocosa—. Estar tan cerca de una mujer le ha debido bajar la tensión —miró a su alrededor con desgana—. A él y a todos.

—Deberías agradecernos que te salváramos la vida —susurró Raoulz furioso.

—Estábamos bien —Brunnylda se miró las uñas con desinterés—. Los vampiros jugaban con nosotras y nos daban energía.

—Son muertos. ¿Qué energía podéis encontrar en ellos? —preguntó horrorizado.

—En eso te voy a dar la razón, elfo. Escaseaban en poder. Los neófitos son así. Y esta tierra está llena de humanos recién convertidos. No nos sirven —oteó los guerreros heridos que les rodeaban—. Aunque, aquí, puede que haya mejor material… —Dio un paso al frente en busca de sus nuevas presas y las dos Agonías la siguieron.

—No —Daimhin le barró el paso—. No vas a aprovecharte de la energía de ellos —aseguró protectora con los suyos. Los cabezas rapadas que seguían en pie no merecían que nadie les usara de nuevo.

Brunnylda puso los ojos en blanco.

—Nosotras no siempre nos quedamos con la energía. También la devolvemos. Podemos hacerlo si es nuestro deseo. Pero necesitamos energía igual para luchar.

—Pero si no sabéis luchar —argumentó Bryn arqueando una ceja rubia.

—Nos comemos a nuestros pretendientes, valkyria. Les chupamos la vida, como hemos hecho con cada uno de los nosferatus que han caído bajo nuestro influjo. Aún estoy esperando que nos deis las gracias, por cierto.

—Hacer felaciones no significa engullir hombres. Tienes un concepto erróneo sobre lo que significa comer —señaló Róta.

—Lo que hagamos con nuestro don no os debe importar, mientras no sea a vuestros guerreros a quienes seduzcamos. Al menos, podemos despistar y atraer a vampiros y lobeznos mientras vosotros hacéis rodar las cabezas de los demás jotuns. No os podéis permitir el lujo de prescindir de nosotras, ¿verdad, Barda? Me lo prometiste —le recordó—. No nos puedes abandonar. Los bardos nunca traicionan a los seres de Nerthus.

—Has dejado a Raoulz en mal estado —le increpó Daimhin—. Le has obligado a hacer algo que él no quiere.

—Que el huldre diga que el sexo no le interesa no significa que sea cierto. Lo único que quiere decir es que no ha encontrado el ser que lo estimule de ese modo. Al final, la atracción sexual es instintiva y está en todos, Daimhin. No se puede negar.

—Déjalo en paz —dio un paso adelante—. Si te acercas a él, me enfadaré y romperé nuestro pacto.

—Ah, qué tierna… —Brunnylda sonrió con poca transparencia—. ¿Él te gusta?

Steven endureció el rostro y se quedó inmóvil. Daimhin apretó los dientes furiosa.

—Él no quiere lo que tú le das —la vaniria se cuadró frente a ella—. No puedes obligar a nadie a aceptar eso. Debes dejarlo.

—Princesa Daimhin —dijo el aludido agotado—. No entres en su juego.

Brunnylda sonrió como si supiera un secreto escandaloso y revelador, repasando al huldre con la mirada azul clara.

—No te preocupes por él, Barda —la Agonía se relajó—. Se recuperarán en cuanto canten y den unas cuantas palmadas. Los huldre son como niños. Una buena fiesta y una canción y ya los tienes recuperados.

Raoulz la miró de reojo y pronunció unas palabras élficas que sonaron realmente mal.

—Tu especie, por si acaso —contestó Brunnylda mustia.

—La Agonía tiene razón, por absurdo que parezca. —Gabriel que escuchaba todo para comprender la situación, se ubicó frente a Raoulz y los suyos, entre Daimhin y Steven.

—Necesitamos reponer nuestro poder, agotado en la lucha —reclamó el huldre—. Tarde o temprano los Svartálfar detectarán de nuevo a Daimhin y al objeto. Y vendrán hacia aquí. No podemos permitir que la encuentren. Nuestro destino queda lejos y el viaje es largo.

Gabriel estaba de acuerdo con el huldre.

—En Noruega, los huldre necesitaron recuperar energía creando un círculo de las hadas para poder acompañar a Noah y Nanna.

—Sí. Es justo lo que necesitamos. Por favor.

—Nos obligaron a bailar con ellos —explicó Gaby— y se nutrieron de nuestra vibración y poder para recuperarse. Los necesitamos para salir de aquí y ayudarte a llegar a Gales, Daimhin. Es nuestro objetivo más inminente. Hasta ahora sólo podíamos mantenernos con vida pero, teniendo un propósito, os ayudaremos. —Los ojos celestes de Gabriel centellearon con la decisión de un líder—. Y si los huldre ahora están débiles y necesitan un círculo, entonces, un círculo de las hadas les daremos.

—Pero… —la Barda no entendía nada—. ¿Qué propones? ¿Cómo vamos a crear un círculo de las hadas aquí?

Gabriel y Ardan se miraron y no necesitaron mediar palabra.

Ardan rodeó los hombros de Bryn con un brazo y la atrajo a su cuerpo.

—Sirena —susurró sobre su sien—. Necesito tus rayos sólo por esta vez.

—Los necesitas siempre, escocés —le corrigió ella.

—No para esto —se inclinó y la besó—. Es la primera y la última vez que te lo pido.

La Generala y sus valkyrias utilizaron sus rayos para cargar la batería del equipo de música inalámbrico de Steven.

El salón principal dejó de ser un hospital para iluminarse con las velas, cubiertas por cristales y cuencos de colores que el berserker, como un romántico, tenía como ornamentos en estanterías y guardaba para emergencias en el interior de sus muebles.

Los huldre sólo querían música; eran adoradores de la alegría y la desinhibición.

Se habían colocado en círculo, cuyo centro no habían tardado en ocuparlo las valkyrias y demás guerreros, que ya habían presenciado en Noruega cómo se las gastaban, y estaban dispuestas a experimentar otra juerga corta, a la vez que intensa, para reponer energías entre todos.

Las Agonías no tenían veto alguno para actuar. De hecho, acordaron entre todos que, los cabezas rapadas que lo desearan, jugaran con las ninfas, pues… ¿Quién sabía cuanto les quedaba de vida? Y, al menos, de morir mañana, podrían llevarse a la tumba un recuerdo distinto al que tenían de las cuevas de Capel-le-Ferne. Tal vez la experiencia sería buena. Las Agonías eran insaciables y no mataban de dolor, sino de placer.

Una buena muerte, pensó Steven, apoyado en el bar con barra ubicado en una esquina del que una vez fue un moderno y espectacular salón de reuniones.

Era el segundo gin-tonic que se tomaba. Ya escaseaba el alcohol y el botiquín de medicinas se había agotado hacía día y medio. Se encontraban en precarias condiciones.

Apuraba un segundo sorbo mientras controlaba a Daimhin por el rabillo del ojo, con una mirada tenuemente acusadora. La Barda sonreía a Raoulz y se colocaba en el centro del círculo junto a Gúnnr y Róta.

Pero su laird le alejó de la mala sangre.

—Steven —Ardan se sentó a su lado, sobre el taburete de piel roja oculto bajo la barra—. Cuando los huldre repongan su energía, abandonaremos Wester Ross. Nos iremos de aquí y lucharemos para que tú y tu pareja podáis cumplir el cometido que los dioses os han impuesto. —Tomó la botella de whisky escocés a medio acabar y se la llevó a los morros sin mucha dilación.

—Te lo agradezco, laird.

—Eres mi familia aquí —exhaló agotado—. Y sé que lo conseguirás. Tienes que hacerlo.

Steven lo estudió y se dio cuenta de que el duro Ardan por fin se había rendido a las emociones en el Midgard. Esa dura escarcha que cubría su corazón, se había deshecho finalmente en manos de la Generala.

Continuaba siendo un hombre muy intimidante, decidido y capaz, pero su rostro, curtido en mil batallas, reflejaba por primera vez el miedo y la preocupación.

Y fue ese detalle el que tocó el alma de Steven al darse cuenta de que Ardan de las Highlands, el dalriadano, temía por su seguridad y la de la gente que quería, entre los que se encontraba él.

—¿Por qué estás tan seguro de que conseguiré lograr mi propósito?

—Porque te conozco desde que eras un mocoso. Siempre has vivido a la sombra de los demás. De tu padre, de tu hermana, de mí… Y eso no ha permitido que brillaras con la fuerza que posees. Pero eres un líder, Steven. Los pocos berserkers que quedan en pie en Escocia te han seguido con los ojos vendados.

—Me sorprende que hables así de mí —reconoció lleno de humildad, clavando la mirada en el suelo—. Cometí muchos errores.

—Todos los cometemos. Pero a veces nos culpamos injustamente, Steven. Tú y yo nunca hemos hablado de esto, y lamento haber demorado esta conversación durante tanto tiempo. He estado tan enfrascado en mi odio que no era capaz de reconocer lo que sucedía a mi alrededor, a la gente que me importaba. No fue tu culpa nada de lo que sucedió. Tú no mataste a tu hermana, ni a John, ni secuestraste a Johnson. Tú no dinamitaste nuestra fortaleza y mataste a todo el que se encontraba en su interior. Tampoco lo hice yo —se reacomodó y miró de frente a Steven—. No somos culpables. Somos víctimas de acontecimientos crueles y descarnados que nunca pudimos evitar. El dolor lo crea el Traidor; nosotros salimos igualmente heridos al confiar, pero no somos responsables ni artífices de sus fechorías. Lo único que debemos hacer es recuperarnos, vengarnos si podemos; y, si no, continuar. Continuar como hemos hecho hasta ahora, Steven. —Le pasó la mano por la cresta y tironeó de ella—. Como has hecho tú, y como hago yo. Y continuaremos, porque es lo único que nos queda. Te ayudaremos a conseguir tu misión, berserker. Y lo haremos, hasta que nos paren los pies —alzó la botella y se la ofreció—. Seguro que nos irá la vida en ello —sonrió con tristeza, mirando a Bryn, que tenía a Johnson en brazos, bailando al ritmo de la música, como si en realidad no estuvieran en guerra. Como si no estuvieran a las puertas de una batalla en la que, con total seguridad, perecerían. Pero eran plenamente conscientes de que la guerra los menguaba y que, probablemente, no les quedaría ningún amanecer más por ver. Por eso Ardan admiraba a Bryn, a las valkyrias, a Miya y a los kofun, a Gabriel y a sus einherjars… Los veía como si bailaran a cámara lenta. Estaba conectado con ellos, y sabía que no perdían la alerta, que si en ese instante un jotun entraba por la puerta, no tardarían ni un nanosegundo en achicharrarlo. Pero no olvidaban sonreír. A las duras y a las maduras—. Joder… —susurró emocionado—. Yo no encuentro otro modo mejor de morir que vivir cada instante como si fuera el último. No hay mejor muerte, guerrero, que morir en nombre de la vida y la libertad al lado de las personas que más nos importan.

Steven tragó saliva, asombrado por la honestidad de las palabras de Ardan. Había ido directo a estocar sus mayores temores y vergüenzas, y con sólo unas palabras acababa de quitarle el peso de sus espaldas, que tan jorobado le había dejado. Hasta ese instante, no se había dado cuenta de cómo necesitaba escuchar el apoyo y las palabras de su laird. Porque Ardan era como su hermano mayor, alguien a quien admiraba y en quien le gustaría parecerse.

Steven tomó la botella que le ofrecía y bebió de la boca, igual que había hecho Ardan.

—Entonces, hasta que nos paren los pies —repitió Steven—. Gracias, Ardan.

—No hay de qué —el escocés se encogió de hombros—. Y ahora, voy con mi mujer y mi ahijado. Cuando los elfos recuperen su fuerza, no tardaremos en partir. ¿Me aceptas un último consejo? —Ardan buscó a Daimhin, y no tardó en encontrarla hablando y bailando en el centro del círculo con Raoulz—… Toma a tu chica y demuéstrale lo importante que es para ti antes de que el elfo se la lleve a su terreno.

Steven parpadeó atónito. No era el único. Todos notaban el interés de Raoulz por Daimhin. Y ella no le era indiferente.

—Daimhin es mi kone —dijo solemne.

—Lo sabemos —aseguró Ardan—. Eso es algo fácil de adivinar entre seres inmortales —sonrió por encima del hombro—. Pero a ella le tiene que quedar muy claro.

—Es delicado.

—Me imagino. —Lo sabía. Los cabezas rapadas eran guerreros que no confiaban en nadie y a los que no les gustaba que los tocasen demasiado. Sabía lo complicado que había sido intentar sanar las heridas físicas durante los enfrentamientos. Menos mal que lo combinaban con las pastillas Aodhan pero, lamentablemente, ya no les quedaban—. De todos modos, Steven, sé que no soy el más indicado para dar consejos de amor. Soy un auténtico bruto. Pero, cuando hay algo que es mío, me gusta que ese algo lo sepa y poder demostrárselo. No des tu brazo a torcer. El miedo es sólo un muro que hay que derribar; y, para tu desgracia, no hay tiempo que perder.

—Sólo intento hacerlo bien. A Daimhin hay que tratarla bien. No puedo ser dominante con una mujer que se ha negado en banda a que la cortejen. La diosa Nerthus me ha dado un ultimátum —explicó sin llegar a revelar todos los detalles—. El comharradh tiene que aparecer en nuestras pieles para que el don de Daimhin sea revelado. Pero a la Barda no le gusta que la toquen. No es sencillo.

El einherjar lo escuchaba con atención.

—Nerthus habló contigo sobre esto —buscó confirmación.

—Sí.

—Entonces, hermano, no sé a qué coño esperas para hacer lo que tienes que hacer.

—No pienso convertirme en lo que ella odia, Ardan —juró convencido—. A veces, no todo vale.

El laird estiró su sonrisa y la cicatriz de la comisura se alargó.

—Vaya… No me gustaría estar en tu pellejo. Pero tú eres un jodido lobo, Steven. A vosotros os encantan los desafíos.

—Claro que me gustan —contestó Steven levantándose del taburete, decidido a volver a mover ficha por Daimhin—. Pero… Ella es distinta.

—Pues date cuenta de que, al parecer, los dioses cuentan con que tú des ese paso. Hazlo —ordenó sin clemencia—. Eres un líder, Steven. Tienes que hacer valer tu condición en todos los aspectos.

Steven observó a Ardan internarse en el círculo y rodear a Bryn y a Johnson como el increíble protector que era. Pero él también era un protector y no concebía que tuviera que volver a hacer daño y molestar a Daimhin cuando era a ella a quien debía proteger. No podía contradecirse así.

Sin embargo, no pensaba tolerar que la chica que amaba tontease con un elfo, a quien, por cierto, parecía preferir más que a él.

Había cosas poco digeribles para los berserkers.

El rechazo era una de ellas.

Daimhin miraba, anonadada a su alrededor, cómo los cabezas rapadas se dejaban llevar por la alegría y la influencia huldre, meneando sus cuerpos y tarareando las canciones que ni siquiera conocían, azuzados también por los cuerpos de las Agonías que se movían a su alrededor como auténticas bailarinas de la danza del vientre. Y ellos perdían un poco el norte al contemplarlas.

En cambio, Raoulz ni siquiera las miraba. Sobre todo a Brunnylda. Parecía que cada vez que la dodskamp se meneaba cerca de él, sentía un rechazo físico absoluto hacia su persona. En cambio, la Agonía se divertía al verlo tan contrariado e incómodo.

Las valkyrias bailaban como mejor sabían al ritmo de la música, que no dejaba de sonar a gran volumen. Todos, incluso Gabriel, Miya y Ardan mecían sus caderas como mejor se les ocurría, guiados por sus parejas. Jamie e Isamu lo hacían el uno en frente del otro, afectados también por los cánticos de los elfos.

Todos parecían felizmente… borrachos.

A Daimhin le hubiera gustado ver a Carrick y Aiko bailando allí también, porque al margen de que la letra tuviera connotaciones sexuales como la canción de Gimme your love de Morcheeba, allí se respiraba felicidad y amor. Y era tan extraño que hombres y mujeres pudieran convivir así… Sin necesidad de recurrir a la fuerza y la humillación.

Ellos disfrutaban de sus cuerpos; y Daimhin no sabía cómo sentirse al respecto.

—Mi pueblo es diferente —anunció Raoulz súbitamente en su oído, cuidando de no rozar su cuerpo.

Daimhin se dio la vuelta, parpadeó confusa y después sonrió complacida.

—Sé que sois diferentes —aseguró ella.

El elfo se relamió los labios y la miró directamente a los ojos.

—Princesa, nos debemos a la música, al amor y a la alegría. Nos debemos a la poesía —acarició con un dedo una de las hojas verdes que decoraban el perenne recogido de la joven—. En esta dimensión, los guerreros se dejan influenciar por la energía visceral, por las más bajas pasiones. Pero nosotros… Nosotros no —concluyó—. No somos esclavos de los deseos sexuales, ni de la necesidad de tocar a otro o poseerlo de ese modo. Vivimos con respeto, con amor y armonía. Y un ser tan especial como tú no puede merecer menos. Eres como una diosa para los de nuestra especie. Mereces ser venerada y respetada.

—Me abruma que me hables así, Raoulz —susurró avergonzada—. Es todo un halago. Pero no tengo nada de reina. Os lo aseguro.

—Lo tienes todo. Y lo que digo es la verdad. Los huldre no podemos mentir. Mi pueblo necesita una reina como tú. Tu mundo está en el nuestro. No con estos salvajes.

Ella entreabrió los labios con asombro. ¿Qué quería decir?

—Tú no perteneces aquí —añadió Raoulz intentando convencerla de su naturaleza—. Deberías venir con nosotros cuando todo esto acabe.

—¿Con vosotros?

—Sí. Como mi princesa. Mi reina. Tu mundo es mi mundo —sonrió dócilmente.

—Lo que dices no tiene ningún sentido para mí. Soy vaniria, mi familia está aquí. Mi gente está aquí —repuso confusa—. ¿Cómo puedo dejarles? Aún no he cumplido mi función.

—Puedes sobrevivir, Daimhin. Cuando el objeto sea revelado…

—Si lo consigo.

—Cuando lo consigas —la corrigió él—, puedes elegir: venir conmigo y mi pueblo. Te he estado esperando durante mucho tiempo.

—¿A mí? —repitió llevándose una mano al pecho.

—A ti.

—Raoulz… No sé qué decir…

—No tienes que decir nada. Sólo espero que tengas presente mi propuesta. ¿Lo harás?

Ella se encogió de hombros como si no hubiera otro remedio.

—No lo olvidaré —contestó.

Raoulz se relajó y sus ojos volvieron a llenarse de ternura.

—Ahora, deja que te muestre lo que tú y yo podemos conseguir juntos.

Entonces, Raoulz levantó la mano y mandó callar a su clan, y detuvo a su vez la música del equipo con una orden mental. El elfo cada vez tenía mejor aspecto, igual que sus compañeros; y las Agonías, ajenas a todo excepto a su necesidad de absorber poder, estaban rodeadas por varios guerreros jóvenes y cabezas rapadas que las miraban con lascivia.

Daimhin sorprendida, observó a Raoulz, que le sonreía como un perro fiel.

—Princesa Daimhin.

—¿Qué sucede, Raoulz? ¿Qué vas a hacer? ¿Ya os encontráis bien?

—Aún no. —Sus ojos oscuros brillaban con una súplica muda—. Tú eres la Barda. Tu voz es un regalo para nosotros. ¿Por qué no nos cantas una canción? Seguro que su efecto es infinitamente mejor que el de esta música sin sentido que escuchamos.

Ella, que aún no había salido del trauma que le había provocado todo lo que el elfo le había dicho, se sorprendió ante la sugerencia.

Le encantaba cantar. No le costaba nada hacerlo. Pero algo, un remordimiento que no supo comprender, le impelió a buscar la aprobación de alguien entre el círculo. Ese alguien la controlaba desde la barra, de pie, como si estuviera en guardia. Sus ojos amarillos eran los más hermosos de todo el salón, no había duda.

Daimhin no supo por qué pensó en él en ese momento, pero tampoco le extrañó. Steven… Era un mundo aparte. Y la afectaba. Y era de estúpidos no creerlo. El problema era que no estaba dispuesta a dejarse influir por nada ni nadie. Nadie podría dominarla.

Aunque Steven le hubiera dado un placer inimaginable, también la había asustado profundamente. No quería ser esclava de alguien mediante algo que tanto había odiado y repudiado.

Por esa razón, haría bien en alejarse de él y guardar las distancias. Aunque, todavía en su cuerpo, reverberaran las ondas de su orgasmo.

Carraspeó, y decidió centrarse en Raoulz, que en lo único en que no le hacía pensar era en cuerpos húmedos. Y lo único que no haría jamás sería tocarla de aquel modo.

—De acuerdo. Os cantaré.

Daimhin sonrió y empezó a dar palmas.

Los elfos y todos los demás copiaron su gesto hasta que la percusión fue perfecta y ella empezó a entonar una canción que su padre Gwyn siempre le cantaba.

Su padre, cuando era niña, le decía que, en realidad, todos pertenecían al mismo lugar. Y a ella le gustaba recordarlo. No había vuelto a escuchar aquella canción de boca de Gwyn desde que la secuestraron, pero ella recordaba la letra perfectamente.

Many times I’ve tried to tell you

Many times I’ve cried alone

Always I’m surprised how well you

Cut my feelings to the bone

Muchas veces he intentado decirte

muchas veces he llorado sola

siempre me sorprendo de lo bien

que cortas mis sentimientos hasta el fondo.

Don’t want to leave you really

I’ve invested too much time

To give you up that easy

To the doubts that complicate your mind

No quiero dejarte realmente

he invertido demasiado tiempo

como para que te rindas tan fácil

ante las dudas que complican tu mente

We Belong to the light

We Belong to the thunder

We Belong to the sound of the words

We’ve both fallen under

Whatever we deny or embrace

For worse or for better

We Belong, We Belong

We Belong together

Pertenecemos a la luz

pertenecemos al trueno

pertenecemos al sonido de nuestras palabras;

ambos caímos bajo.

Lo que sea que neguemos o abracemos,

para lo bueno y para lo malo

pertenecemos. Pertenecemos.

Nos pertenecemos.

Daimhin sonreía cantando. Contemplarla era un regalo para Steven, que aún sentía celos porque ella le cantase a Raoulz y a los huldre en vez de a él.

Había escuchado toda la maldita conversación. De principio a fin. Y hacía severos esfuerzos por no dejarse llevar por la mutación y arrancarle la cabeza de cuajo al elfo.

Sin embargo, verla así era tan hermoso… ¿Cómo podía sentir rabia si la mujer que amaba recobraba la vida con ello?

Aquello era verdadero amor. Dejar que el otro fuera feliz y entenderlo. Desear por encima de todo lo demás la felicidad de la persona que se amaba.

Y él amaba a Daimhin. Estaba perdidamente enamorado de ella. Por muchas razones. Por su valentía, por su integridad, por su fidelidad… por cómo olía y cómo le hacía sentir.

Y creía firmemente que ambos se pertenecían como decía la canción. Era una verdadera desgracia para él tener que demostrárselo engañándola con una piedra mágica. Pero si la piedra, al final, lograba que ella creyese en ellos de verdad, entonces, el sacrificio habría valido la pena.

Esa letra estaba hecha para ella y para él. No para Raoulz. A no ser que la Barda, realmente, a quien quisiera convencer de que se pertenecían fuese al elfo. A no ser que ella accediera a la proposición de Raoulz.

El huldre cerró los ojos y movió la cabeza a un lado y al otro, con una sonrisa perenne en los labios. Su cuerpo se llenó de luz y su rostro reflejó el más puro amor.

Maybe it’s a sign of weakness

When I don’t know what to say

Maybe I just wouldn’t know

What to do with my strength anyway

Have we become a habit

Do we distort the facts

Now there’s no looking forward

Now there’s no turning back

When you say

Tal vez sea una muestra de debilidad

cuando no sé qué decir.

Tal vez no sabría

de todos modos, qué hacer con todo mi poder.

¿Nos hemos convertido en un hábito?

¿Hemos distorsionado los hechos?

Ahora es momento de mirar hacia delante.

No hay vuelta atrás

cuando dices.

We belong to the light

We belong to the thunder

We belong to the sound of the words

We’ve both fallen under

Whatever we deny or embrace

For worse or for better

We belong, We belong

We belong together

Pertenecemos a la luz

pertenecemos al trueno

pertenecemos al sonido de nuestras palabras;

ambos caímos bajo.

Lo que sea que neguemos o abracemos,

para lo bueno y para lo malo

pertenecemos. Pertenecemos.

Nos pertenecemos.

El círculo de elfos rodó en la misma dirección de las agujas del reloj, cercando a Daimhin, Raoulz y a todos los que estuvieran en su interior. Steven podía observar como sus cuerpos se llenaban de energía luminosa de una forma mágica, de dentro hacia fuera, a través de las palabras melódicas de la vaniria.

Lo que Daimhin cantaba, el modo en el que lo hacía, la entonación que empleaba, con tanta pasión y pureza, impregnaba de una fuerza sobrenatural a quien la escuchaba, afectando a sus mentes y a sus cuerpos. Sanándolos en algunos casos, revitalizándolos en otros.

Ella dio una vuelta sobre sí misma, sin dejar de dar palmas al ritmo de la canción. Los elfos golpeaban el suelo con sus pies, y las Agonías lo hacían sobre las mesas, convirtiéndose nuevamente en el centro de atención de los cabezas rapadas.

En ese momento, Raoulz levantó a Daimhin por las axilas y ella se llenó de júbilo. Se reía a carcajada limpia, dejándose llevar por la misma alegría de los huldre. Steven se hartó de todo aquello, pero sus pies no pudieron abandonar el salón y dejar de ver el espectáculo que ofrecía la guerrera con su voz.

Estaba hipnotizado. Muerto de rabia. Pero hipnotizado.

Close your eyes and try to sleep now

Close your eyes and try to dream

Clear your mind and do your best

To try and wash the palette clean

We can’t begin to know it

How much we really care

I hear your voice inside me

I see your face everywhere

Still you say

Cierra los ojos e intenta dormir ahora.

Cierra los ojos e intenta soñar.

Aclara tu mente y esfuérzate.

En intentar y lavar toda la gama de colores.

Podemos empezar a darnos cuenta.

De cuánto nos preocupamos realmente.

Escucho tu voz en mi interior.

Veo tu cara en todas partes.

Mientras digas.

We belong to the light

We belong to the thunder

We belong to the sound of the words

We’ve both fallen under

Whatever we deny or embrace

For worse or for better

We Belong, We Belong

We Belong together

Pertenecemos a la luz

pertenecemos al trueno.

Pertenecemos al sonido de nuestras palabras;

ambos caímos bajo.

Lo que sea que neguemos o abracemos,

para lo bueno y para lo malo

pertenecemos. Pertenecemos.

Nos pertenecemos.

Por supuesto que se pertenecían.

De un modo o de otro, todos los allí presentes pertenecían a un mismo lugar. A la luz, al bien, a la protección. Las valkyrias pertenecían al trueno, y todos, absolutamente todos, como Daimhin, pertenecían al poder y a la fuerza de sus palabras. Y, al final, de alguna manera mística, todos podían llegar a ser esclavos de lo que decían.

Daimhin le había dicho que no eran pareja, que él no era para ella ni ella era para él.

Y no era cierto.

Steven abandonó el salón porque ya tenía suficiente de ese espectáculo. Porque un hombre enamorado podía soportar muchas cosas, excepto darse cuenta de que su kone parecía más feliz con su otro pretendiente que cuando estaba con él.

La vaniria lo tenía muy fácil. Era el momento de demostrarle que no estaba todo el pescado vendido con él.

«Aiko, sé que estás en mi cabeza. Necesito tu ayuda, por favor».