Costa noroeste de Escocia. Wester Ross.
Isla Maree.
Las grietas intraterrenas y las placas colisionaban, moviéndose perdidas, intentando adaptarse a su nueva realidad. Pero jamás se adaptarían. El único cambio fehaciente que podría llegar sería la desaparición total de un planeta hermoso como había sido el Midgard.
Un reino en el que seres como él y Daimhin habían nacido aunque, en realidad, jamás lo sintieron como propio. Ellos estaban ahí para defender a una raza humana totalmente corrosiva. Y la corrosión de sus almas les había salpicado directamente.
Pero ese bello orbe no tenía la culpa de que sus habitantes fueran los auténticos parásitos de su organismo.
Cuando entraron a través de la obertura de la entrada principal, se encontraron con Angélico, el pegaso de Bryn, comiendo de un barreño que habían sacado de la cocina. Engullía manzanas y todo tipo de fruta.
Daimhin se destapó la capucha de la capa de la cabeza, y su larga melena rubia llamó la atención del caballo, que parpadeó confuso. Relinchó y agitó sus alas.
—Por Morgana… Qué hermoso es —admiró levantando la mano para acariciarle el hocico.
—Es de Bryn. Un regalo de Freyja.
Daimhin se detuvo para darle unos mimos más.
—Lo sé. Pero no había tenido oportunidad de tocarlo. Y me moría de ganas… Es precioso.
Las valkyrias asintieron divertidas y les acompañaron al interior.
—Ha habido muchas bajas —les informó Róta—. Algunos de los cabezas rapadas jamás regresaron. Lo siento. Del clan kofun de Chicago aún se espera la vuelta de Aiko. Los que faltan murieron en la batalla de Edimburgo y Glasgow.
—Aiko y mi hermano siguen vivos. Ahora te contaré su historia.
—Ah. Bien. Isamu se alegrará de oírlo. Estos japoneses son unos estirados muy serios, pero la procesión la llevan por dentro. En fin, cada vez somos menos, y ellos son más —se encogió de hombros—. Pero no pensamos rendirnos.
—Rendirse jamás —aseguró Gúnnr—. En la sala principal, Gabriel, Miya, Bryn y Ardan están hablando junto a Isamu y Jamie. Pensaban que habían controlado el nacimiento de purs y etones, pero nos han acabado comiendo. Estamos cercados por completo.
Cuando llegaron a la sala, los cabezas rapadas que reconocieron a Daimhin se levantaron felices de poder verla. Los que podían lo hicieron. Los que no, se mantuvieron estirados en las improvisadas camillas, heridos y sangrantes, en peores condiciones de las que habían estado retenidos en Chapel Battery.
Cuando Ardan levantó la cabeza y vio a Steven, su rostro sombrío se iluminó con orgullo.
—¡Steven! —El pequeño Johnson corrió a sus brazos desde la otra parte de la sala.
Cuando el berserker lo vio, sus ojos se humedecieron y sonrieron sinceramente. Lo tomó en brazos y lo cobijó con ternura. Él era su sobrino, el hijo de su hermana. El único niño en pie en esas tierras abandonadas por los dioses. Un niño que los jotuns no cogerían jamás.
Ardan caminó hasta él.
Sus ojos negros de kohl y los piercings intimidaban a cualquiera. Su pelo negro trenzado era todo un desafío. Pero en su mirada caramelo sólo había cariño hacia Steven. Nada de odio. Nada de rencor. Ni rastro de ira.
Solo empatía y amor. Hermandad.
Ardan colocó su mano sobre el hombro de Steven. Lo apretó de manera reconfortante y después lo abrazó en silencio.
—Pensaba que te habíamos perdido a ti también, Steven.
—No, laird. Mala hierba nunca muere —contestó Steven devolviéndole el abrazo.
—Dímelo a mí —replicó Ardan—. Soy el peor de todos. Me alegra no haberte perdido, Steven —admitió con honestidad.
—Gracias, laird. Lo mismo digo. Me hace feliz veros con vida. No sabía qué iba a encontrarme.
—Yo también estoy feliz de verte —Johnson sonrió y lo abrazó con más fuerza todavía.
—Y yo de verte a ti, campeón.
Ardan le dio dos leves golpes en la espalda y añadió:
—No hay manera de acabar con los jodidos jotuns de Loki. Se multiplican. Necesitamos mucha ayuda o, en su defecto, un milagro.
—Sabemos por qué se reproducen —dijo Daimhin quitándose la capa y dejándosela sobre los hombros como haría Supergirl.
—Gabriel, deberíais escucharles —sugirió Gúnnr—. Lo que cuentan es muy interesante.
—Hablad —ordenó Gab, oteando un mapa sobre la mesa central del salón. Estaba lleno de marcas de colores, dividido por zonas calientes y menos calientes—. Cualquier ayuda es buena.
Steven y Daimhin procedieron a explicarles todo lo vivido desde que desaparecieron tras la grieta de Edimburgo. Narraron lo que hacían los purs y etones ponedores de huevos; lo sucedido con el ataque de los Svartálfar; el rescate de los huldre; el contacto con Nerthus y la aparición de Electra. Para demostrar que lo que decían era cierto, Daimhin abrió su escote, del que apareció la pequeña ninfa alada, adormecida y falta de energía. La mostró acunada entre sus manos.
Las valkyrias la miraron con asombro.
—Es una guía de los handbök —comentó Bryn—. Nuestros juegos favoritos del Asgard: los buscatesoros. Y es de pelo negro. Guía hacia dos objetos ocultos de los dioses. Guía a dos buscadores.
—Es el hada de la que nos habló Nanna. Primero la guio a ella. Pero no sabemos nada de Nanna desde la fiesta de los huldre. Si Nerthus asegura, como nos habéis contado, que Noah es Balder y que Nanna es… —comentó aún aturdida— su esposa original, deben estar juntos. Pero ¿dónde? ¿Y qué debes encontrar tú?
—Los huldre dicen que yo soy su Barda. Mirad —Daimhin les mostró la piedra rectangular y la Generala la observó extrañada—. El hada me dijo que yo debía encontrar este objeto y me guio hasta él en el interior del castillo de Lochranza.
—Es una piedra —dijo Miya extrañado. Él no había estado nunca en el Asgard y no conocía el funcionamiento de sus juegos ni de sus objetos.
—Es un tesoro hechizado —apuntó la Generala—. Los elfos del Alfheim los hechizan en el Asgard. Sólo ellos pueden mostrar el objeto que oculta deshaciendo el hechizo. Y estamos en el Midgard… Muy perdidos. No hay elfos de…
—Raoulz y Brunnylda aseguraron que los seres de Nerthus conocen a un elfo de la luz —puntualizó Daimhin fijando la vista naranja en Electra, cuya luz menguaba—, que se volvió loco esperando a un bardo. Está en Gales. Ellos me llevarán hasta él.
—¿En Gales? ¿Qué mierda se le ha perdido en Gales? —preguntó Ardan.
—Para vuestra información —dijo Róta pasando los dedos por el pelo de Kenshin—, y dado que a ninguna le llama la atención, os diré que Brunnylda es una Agonía.
—¿Una Agonía? —las orejas de Bryn aletearon confusas y desafiantes—. Se nutren de la energía sexual de los guerreros.
—Sólo son tres —especificó Daimhin—, aunque aseguran que llegarán más y se unirán a nuestra lucha. Nos ayudarán como puedan.
Ardan y Gabriel miraron a sus guerreros, vanirios y berserkers de Chicago y Milwaukee, con una leve representación de los cabezas rapadas, tan malheridos, agotados, sin sangre de sus parejas para proveerles, sobre todo estos últimos, más débiles de lo normal.
Tal vez las Agonías podían sustentarles y ayudarles para sus últimos coletazos.
—¿Estas pensando lo mismo que yo, escocés? —le preguntó Gabriel.
Ardan arqueó las cejas negras, su piercing refulgió cuando se lamió el labio inferior. Sonrió como un pirata.
—A grandes males…
—Pues sí, grandes remedios —asintió Gabriel. Tal vez las Agonías les pudieran ayudar a recuperar a sus guerreros, siempre y cuando no succionaran más energía de la permitida y accedieran al intercambio. Theo y William intentaban recuperarse de las heridas recibidas en la última batalla mientras sobrevolaban los mares. Sin berserkers, solo con vanirios debilitados, sin pastillas Aodhan con las que combatir el hambre psicológico… Cualquier apoyo sería bien recibido. Las Agonías servirían.
—No sufras, mi japonés —murmuró Róta a Miya.
—Yo no sufro, oni —replicó él sonriéndole—. Eres tú la que está preocupada.
Ella se encogió de hombros.
—Bah. A ti no te tocarán. Tú y yo estamos emparejados, y las Agonías tienen un extraño sentido de la fidelidad. Son muy respetuosas.
—Entonces, perdonad que os interrumpa. No nos desviemos —sugirió el Engel de Odín—. Nerthus y los huldre confían en la vaniria, ¿cierto?
—A ciegas —confirmó Steven—. Carrick también es bardo, pero tiene la misión de avisar al clan de Inglaterra para alertarles y que acudan en nuestra ayuda.
Gabriel afirmó con la cabeza.
—Eres la barda en la que vuelcan sus esperanzas, Daimhin —Gabriel la miró de arriba abajo—. Aunque no sabes lo que tienes que hacer aún, ¿me equivoco?
—No. No tengo ni idea —contestó con sinceridad.
—Bueno… —Gaby arrugó el mapa de encima de la mesa hasta hacerlo una pelota. Estaba harto de mirarlo si no tenía estrategias que utilizar y que dieran resultado—. Menos es nada. Al menos es algo a lo que podemos agarrarnos. La última brizna de esperanza.
—Demasiada responsabilidad para ti, bombón —concedió Róta mirando con complicidad a Daimhin—. Pareces muy joven.
—Que no te engañen las apariencias, valkyria —convino Daimhin sin perderle la mirada. Ya no se intimidaba ante nadie—. Tengo mucha experiencia.
Róta elevó las cejas rojas y sonrió gustosa con la respuesta.
—El mundo está incomunicado —explicó Gabriel nombrando todos los males que les acometían—. Los desastres naturales se suceden uno tras otro después del movimiento de las placas. Los polos se mueven. Los purs y los etones tienen ponedores de huevos hermafroditas, y eso era algo con lo que no contábamos. Ahora, además, han llegado los Svartálfar… Esas comadrejas de Loki son muy inteligentes y, por una razón que se nos escapa a todos, al parecer, están buscando a la de los ojos naranjas. No podemos detenerles, somos muy pocos y no sabemos cómo hacerlo. Sólo podemos resistir. —Se pasó las manos por el pelo rubio y rizado—. Desconocemos el paradero de Noah, y no sabemos nada en absoluto de cómo están las cosas en la Black Country. Lo único que hemos hecho hasta ahora ha sido pelear y perder guerreros, porque ellos son muchos más. Pero, si la diosa Nerthus y los elfos tienen fe en ti, Daimhin, lo único que podemos hacer es asegurarnos de que llegues hasta Gales. Ayudarte a conseguir tu cometido, sea cual sea. En eso nos vamos a centrar.
—Me parece bien. Los dioses nos han abandonado aquí, como si esperasen nuestro exterminio —anunció Gúnnr apoyando la cabeza en el bíceps de Gabriel—. Prefiero tener el objetivo de ayudar a Daimhin, que seguir viendo cómo caemos como moscas sin poder remediarlo. Yo me apunto.
—Todos nos apuntamos —aseguró Bryn—. Sólo necesitamos reponer fuerzas para seguir adelante y cubriros las espaldas.
—Eso también lo necesitamos nosotros —Steven se llevó la mano al estómago—. Hace casi tres días que no como. Estoy muerto de hambre.
Daimhin no tenía demasiada hambre ya que Steven le había provisto de sangre en Lochranza, pero entendía que el guerrero estuviera famélico, así que lo dejó en una de las habitaciones que había hecho de improvisada enfermería, comiendo todo lo que su cuerpo pudiera ingerir; ella, en cambio, declinó el descanso.
Estuvo tanto tiempo encerrada y drogada bajo las salas subterráneas que ahora que estaba consciente, a pesar de las condiciones, sólo pensaba en estar presente, con los ojos bien abiertos y vivir. Ya dormiría cuando estuviera muerta.
Steven y los demás habían acordado que esperarían a la llegada de los huldre y las Agonías, y cuando estuvieran todos se reorganizarían para partir hasta Gales.
Mientras tanto, ella daba una vuelta por las inmediaciones, a caballo entre unas instalaciones futuristas y submarinas y las entrañables casas circulares de la comunidad de los hobbits. Era un lugar creado por una mente llena de imaginación y gusto.
Los cabezas rapadas la saludaron y hablaron con ella a pesar de las heridas que sufrían. Realmente estaban en muy mal estado.
Había conocido a Theo y William en la enfermería principal, una sala perfectamente preparada para recuperar a los guerreros. Daimhin se sorprendía de que Steven tuviera aquella fortaleza marina tan bien organizada y pensada para todos, para situaciones de emergencia como la que vivían en ese instante, en la que se decidía en un suspiro si uno vivía o moría. Por eso, al ver la magnanimidad de Steven, no comprendía por qué el guerrero se consideraba un líder menor y se menospreciaba tanto. Valía mucho. Pensar lo contrario era una estupidez.
Después, Daimhin había echado una mano a Bryn mientras socorría a los dos einherjars.
Daimhin sentía una profunda admiración por la Generala; aunque no la conociera demasiado, conocía su historia, la de la descomunal descarga de energía que ofreció en la iglesia de San Peter, y estaba al tanto de lo que decían sobre ella: había regresado de los muertos para poner a Ardan de las Highlands en vereda.
—¿Tienes nociones de sanación, Daimhin? —le preguntó Bryn mientras vendaba la pierna de Theo con delicadeza. Tenía cortes por todas partes—. Lo siento, Theo. Sin el hjelp no podemos cicatrizar vuestras heridas tan rápido como quisierais. Y vosotros no tenéis valkyrias que os ayuden —lamentó.
Theo y William se encogieron de hombros y soportaron el dolor como mejor pudieron. Y era mucho a tenor de sus lesiones.
—No sé demasiado —contestó la barda.
—No tengo oído eso. Rota me ha dicho que te encargaste de cuidar a los niños hallados en los túneles de Capel-le-Ferne. Tú y tu hermano Carrick sois héroes entre los rapados. Auténticas leyendas.
—No cuidaba de ellos. Sólo… Sólo les daba consuelo con mi voz. Nada más.
Theo le prestó atención y fijó sus ojos azules en los de ella.
—¿Con tu voz? ¿Qué hacías?
La Barda hizo un mohín y después se acercó a él para sujetar la venda con sus dedos y ayudar a Bryn.
—Cantar. Sólo cantaba. Nada más.
—Cantar… —El rubio romano la miró de arriba abajo—. Aquí ya no hay música. Desde que se fue todo a la mierda ya no hay ni radio, ni televisión ni música, ni línea telefónica… Nada. La energía ha desaparecido, y Bryn y las valkyrias no quieren sustentar los equipos.
—No serviría de nada —contestó la Generala—. Además, mi poder no ha sido creado para alimentar la batería de un iPod, romano. No me insultes.
Theo se echó a reír, pero el esfuerzo provocó que tosiera con dificultad.
—Joder… Tengo los pulmones encharcados de sangre. —Miró a William, que seguía en silencio, concentrándose en no sentir el dolor de su pierna amputada. Tenía la larga melena roja enmarañada y manchada de su propia sangre—. Damos pena. Sin la unción de los enanos nos recuperamos a otro ritmo, ¿eh, William? —Theo intentaba animar al escocés.
—Yo no voy a recuperar la puta pierna jamás, a no ser que alguien me lleve al Asgard y me embadurnen de hjelp. Y, como eso no va a pasar, creo que la conclusión a la que llego es que estoy tremendamente jodido —miró a la vaniria con gesto duro—. ¿Acaso tienes una canción para animarme?
La vaniria no bajó la cabeza, como era costumbre en ella. Dejó caer los párpados y lo miró de soslayo. El tono del escocés había sido muy hosco, pero no le importaba. Ella tampoco estaría de humor si le faltase media pierna y no tuvieran medicinas para calmarla.
—Puede que sí. Vengo de un clan de keltois bardos. Nuestra música no es como la de los demás. Es lo único que puedo hacer por ti —aseguró sin perder su porte amable—. Pero también puedes quedarte en silencio, apretar los dientes y soportar el dolor sintiéndote un desgraciado tullido.
William frunció el ceño, cortado por la contestación. Theo no supo si reírse o no, y Bryn afirmó con la cabeza mientras doblaba las vendas limpias y las dejaba sobre la mesa, para la siguiente cura.
—Me gustas —admitió Bryn, sonriendo con orgullo.
—Pues cántame una canción, entonces… Por favor —pidió William con la educación que no utilizaba desde hacía siglos.
—Como quieras —Daimhin se sentó en la camilla de William, con cuidado de no moverlo demasiado. Con tranquilidad, le puso la mano sobre el pecho esperando que su voz musical obrara su magia como decían que había hecho en Chapel Battery, calmando y sanando las emociones de los niños perdidos.
Gille beag ò, leanabh lag ò
Gille beag ò, nan coarach thu;
Gille beag ò, gille lag ò
Gille beag ò nan caorach thu.
Gille nan caorachan, gille nan caorachan
Gille nan caorachan, gaolach thu.
Chiquito o, niño débil o
el chiquito de la oveja eres
chiquito o, chico débil o
el chiquito de la oveja eres.
Chico de la oveja, chico de la oveja,
chico de la oveja, mi cariñito eres.
Daimhin cantó disfrutando de la cadencia de aquellas palabras melódicas en su boca. Era como si pudiera tocarlas, como si tomaran vida a través del sonido. Cantando se imaginaba a William de pequeño, en un cerro de las Highlands, rodeado de ovejas. Su madre se había acercado al oírle llorar y le cantaba aquella canción que actuaba como un bálsamo para sus heridas.
Cuando acabó de cantar, Bryn estaba sobrecogida, no se atrevía a moverse.
Theo sonreía en paz, asombrado por el efecto de aquella música en el cuerpo de su amigo y en el suyo propio. Era como láudano para sus heridas.
William no podía comprender lo que le había pasado. El dolor se esfumó como si jamás hubiera existido y, en su lugar, sólo recuerdos que había olvidado de su niñez afloraron a su mente, hasta el punto de recordar a la perfección a su madre, cuyo rostro se había desvanecido con el paso del tiempo.
Sus ojos azules se empañaron y los cerró avergonzado.
Cuando Daimhin acabó de cantar, se levantó de la camilla atribulada por las sensaciones que había despertado en todos.
—Sí es un don —confirmó Bryn.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó William súbitamente.
—¿El qué? —Daimhin no comprendía.
—Que cuando era un niño humano teníamos ovejas. Siempre que resbalaba por un peñón y me hacía daño, mi madre corría a curarme y cantarme esa canción. Ha sido como… como si estuviera allí. Hasta incluso me ha parecido oler su pelo.
Daimhin lo sabía. Sabía lo que lograba su don. Cuando era pequeña, sus canciones siempre influenciaban en los animales… Con el tiempo descubrió que también afectaban a las personas y que, de algún modo, siempre daba con la canción ideal para aquellas que adoraban escucharla y que necesitaban de sus rimas y su música.
—No lo sé bien. No sé cómo funciona —explicó—. Pero así es. Surge efecto en el alma y el cuerpo de quien me oye.
William asintió con los ojos cerrados, apoyando la cabeza en la almohada, levantando una mano renqueante.
—Gracias. Muchas gracias… Dejadme descansar. Necesito dormir ahora, la música me ha hecho efecto —informó. Su rostro se había suavizado y ya no marcaba tan profusamente las arrugas de dolor en las comisuras de la boca y de los ojos. Parecía relajado. Maravillosamente… Drogado.
La vaniria se limpió las manos húmedas en la falda y dejó caer la cabeza en señal afirmativa.
—De nada, William. Dulces sueños.
El escocés se durmió como un niño, ante la estupefacción de Bryn y Theo, que permanecían sumidos en el efecto mágico de sus letras.
—Vuestra batalla tuvo que ser infernal —admitió Daimhin valorando sus heridas.
—Lo fue. Si hay algún humano en pie —narró Theo—, ahora es un vampiro a las órdenes de Loki. Los han ido convirtiendo a todos en nosferatus, como si fuera una plaga, una enfermedad. Hay jotuns por todas partes, y llegarán hasta aquí tarde o temprano —Theo se relamió los labios resecos.
—¿La situación es igual en todo el planeta?
—Nos quedamos sin comunicación cuando empezaron los temblores cada vez más fuertes —dijo Bryn—. No sé cómo estarán en Inglaterra, o en Noruega… Pero todo apunta a que el caos es general. Allá donde mires hay un foco de destrucción, o un paisaje desolado… Sobrevolamos los océanos para dejar caer la terapia antiesporas, y en el transcurso del camino, nos quedamos sin palabras. Casi todos los animales marinos, sean de agua dulce o salada, han muerto. Las aves cayeron del cielo desorientadas y fueron devoradas por los jotuns. El resto de fauna que vivía en la superficie se ha convertido en alimento para lobeznos, vampiros, purs y etones.
—Dioses… —musitó compungida—. ¿No se ha podido salvar a nadie?
Theo asintió con una medio sonrisa.
—Al regresar, cerca de la zona que antes se conocía como el Royal Mile, hallamos un perro. Un perro —sonrió como si fuera un chiste— vivo y más desorientado que un murciélago de día. Lo cogimos. Al menos, hemos podido salvar a alguien —resopló, cerrando los ojos, bajo el efecto del sopor ilusionista de la canción de la Barda.
—Dejémosles que descansen —Bryn la acompañó hasta la salida.
—Pero… ¿el perro está bien? —preguntó Daimhin inquieta.
—Sí. Está por aquí, sobrealimentado por todos. Sí, no me mires así. Ya sé que los humanos dicen que no está bien darles de comer de todo. Pero la cuestión es que no sabemos cuántas horas de vida nos quedan. Si nosotros tenemos pocas posibilidades de sobrevivir, imagínate el animal —cerraron las puertas tras ellas—. Por eso hemos decidido que coma lo que le dé la gana.
El berserker estaba de pie frente al ancho ventanal que dejaba ver las vistas del interior del lago. Tenía el alma rota por contemplar todas esas especies que él había recuperado flotando sin vida, perdidas y desorientadas por el mundo, ahora muertas.
Había sido un amante de los animales y odiaba verlos sufrir.
Sus peces, de todo tipo, habían perecido después de que las temperaturas de la Tierra aumentaran con el despertar de los volcanes y el movimiento de las placas tectónicas. El interior del orbe ardía, y el agua quemaba de la misma manera.
Depresivo y melancólico por sus animales, Steven escribió en el cristal de la ventana de la habitación con el dedo índice un rezo: «Revivid. Revivid. Revivid».
El fin del mundo.
Eso era. Muerte, muerte y más muerte.
Tal vez les llegaría a ellos también… Pero aún no. Todavía estaba vivo. Él, y todos los que quería. Ardan, Johnson, Bryn… Y su Daimhin.
Tenían que llegar a Gales y allí encontrar al misterioso elfo que mostrara lo que escondía la piedra. ¿Qué objeto sería? ¿Un arma que pudiera acabar con todos los jotuns de golpe?
Se alejó de la ventana para no seguir afligiéndose con la triste estampa. Sobre la cama tenía mucha comida preparada que ya había devorado mientras la vaniria se había ido a dar una vuelta por el búnker.
Steven había vivido solo allí y tenía una sala de almacenaje de comida, pero toda en lata, dispuesta únicamente para ser calentada e ingerida. Patatas fritas, pizzas, bebidas isotónicas, bollería y demás… Los guerreros se habían alimentado a gusto.
Aquella que sujetaba con los dedos era la tercera pizza barbacoa que comía y la cuarta lata de Rockstar de medio litro con sabor a guayaba que bebía.
Y comería más. Y bebería más.
Aunque su verdadero deseo era que su pareja le diera de comer. Pero Daimhin no estaba por la labor.
Cuando estaba con una porción de la pizza a medio camino de su boca, escuchó el ladrido de un perro. Giró la cabeza y lo encontró con la lengua fuera, mirándolo con deseo.
Steven le devolvió la mirada insólitamente. ¿Qué hacía ese animal allí?
—Eh, peludo… —lo saludó Steven al ver que el perro se acercaba hasta él y se sentaba enfrente, esperando que ese trozo de pizza fuera para él—. ¿Quieres? —El perro ladró y acabó dándole la porción, que engulló en nada—. Vaya… comes más que yo.
Steven se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la cama, y permitió que el animal se tumbara entre sus piernas y apoyara la cabeza en su muslo, relamiéndose por el sabor de la pizza.
—¿Quieres más?
Steven se limitó a repartir la comida con el can, hasta que el perro decidió que sería su mejor amigo, y no se volvió a mover de su lado.
—Alguien te ha salvado la vida, ¿eh? —Le acarició por detrás de las orejas hasta que lo vio sonreír—. Qué afortunado eres.
El perro ladró y levantó la cabeza oliendo el aire. Empezó a mover el rabo en señal de alegría y emoción. Steven clavó los ojos amarillos en la puerta abierta.
Ella se acercaba.
—¿A ti también te gusta su olor? —preguntó al animal—. Te entiendo.
Si Steven tuviera rabo también lo movería feliz. Su kone se aproximaba para enloquecerlo con su perfume, con sus sonrisas a medias y sus miradas veladas y llenas de un deseo que no reconocería ni amenazada de muerte.
Vaniria orgullosa. Si sólo supiera la cantidad de amor que tenía por dar… Si sólo bajara las barreras un instante suficientemente largo como para dejarse querer.
Daimhin era puro amor. Un amor incorruptible que Steven reclamaba para él.
Y para nadie más.
El problema era que sin tiempo para cortejarla debía vincularse con ella para que su relación se sellara con el comharradh. Ya lo habían hecho una vez.
Sólo quedaban dos más, dos actos completos, para que esos dones, tan importantes para el destino de los dioses, fueran totalmente entregados.