Gúnnr y Róta descendieron a través de sus lianas eléctricas. Sus ojos rojos parecían faros de sangre en medio de la lluvia, al igual que las serpientes doradas que atacaban a los huldre, a Daimhin y a Steven.
Los elfos podían materializarse en vapor, o en viento, como así hicieron… Pero Daimhin y Steven sólo podían esquivar los brazaletes dorados como podían mientras atacaban a los purs para que retrocedieran.
Las valkyrias conocían la triste realidad de Escocia. No había ni un ser vivo sobre su superficie. Ni animales, ni aves, ni peces, ni humanos… Nada. Lo habían aniquilado todo. Y, seguramente, poco a poco, el Midgard, tal y como lo conocían, sufriría la misma suerte en su totalidad.
Absolutamente todo arrasado. Es más, cuando Ardan y los demás pensaban que ya no quedaban purs, estos se habían vuelto a reproducir para su estupefacción. Y no lo entendían. Pues Isamu había asegurado que las esporas funcionaban, y los dos einherjars que quedaban en pie, Theo y Ogedei habían barrido los mares del norte con ellas. Sin embargo, los esbirros del Timador seguían emergiendo del agua dulce y salada, como si ya les diera igual en qué hábitat desarrollarse.
Sin embargo, después de barrer el territorio en busca de supervivencia, y volver sin esperanzas al hallar solo muerte, las dos valkyrias captaron las energías oscuras de los Svartálfar. Eran seres descendidos del Asgard, al igual que ellas; y los elfos desprendían una vibración magnética muy perceptible para las valkyrias. Nerviosas al notar su presencia viajaron por los cielos hasta encontrar el foco de su aparición, y se encontraron con más huldre como los de Noruega, con las serpientes doradas de los elfos oscuros sobrevolando Lochranza y con Steven y Daimhin, luchando codo con codo para salvar el pellejo.
Lo más sorprendente para ellas fue encontrar al berserker y a la vaniria. Habían regresado algunos cabezas rapadas de la última batalla, aunque no todos; y entre las bajas sensibles contadas estaban las de Daimhin y Carrick. Además de Steven. Un hombre al que Ardan no había cesado de buscar.
Nadie les había encontrado.
Y tampoco había hecho falta. Dos de esas tres bajas estaban ante ellos, peleando junto a los huldre, siendo atacados por las armas mortíferas de los Svartálfar, cuya presencia se antojaba inmediata.
El pelo rojo de Róta daba bandazos de un lado al otro mientras su energía eléctrica se arremolinaba a su alrededor.
—El agua —señaló Róta—. ¡Hay que achicharrar a los adefesios! ¡Tienen que dejar de salir!
Gúnnr asintió firmemente. Ella tenía la réplica de Mjölnir colgada al cuello, recuerdo de su padre, Thor. Sus ojos rojos observaron la nube de vampiros que sobrevolaban un pequeño cerro cerca de Lochranza, a pocos metros de donde estaba la puerta estelar por la que harían su teatral aparición los elfos oscuros, como siempre.
Y eran unos enemigos temibles.
Gúnnr cerró los ojos, se llevó la mano al collar y susurró:
—Padre.
El collar se convirtió en el martillo castigador de los cielos, líder de las tormentas y los temblores, mutilador de jotuns por excelencia. Gúnnr lo levantó por encima de su cabeza, y esperó a lanzarlo contra lo que fuera que iba a salir de la puerta estelar, sin miedo a que fuera engullido por el agujero, porque el tótem de su padre siempre regresaba a ella.
Róta lanzaba rayos a diestro y siniestro en el agua, quemando a los esbirros pegajosos y babosos que salían de ella, sin darles una oportunidad.
Los huldre lograron ventaja apoyados por las dos valkyrias, factor que utilizaron para adelantarse e inclinar la balanza de aquella batalla a su favor.
Raoulz sabía que tenían que ganar y sacar a la Barda de allí, pues ella era la esperanza de dos pueblos, aunque aún no lo supiera: del Midgard y de los huldre. Mientras golpeaba en el estómago a un purs con el extremo de su bastón y ordenaba a una piedra de la orilla del mismo lago a que aplastara a dos más que salían a cuentagotas de sus profundidades, observó a Daimhin y al berserker.
Steven peleaba junto a ella como si fuera lo último que hiciera en la vida. Realmente, era un guerrero encomiable y valeroso. Pero Steven no comprendía el calibre de la perla que llevaba con él. Y Daimhin merecía a su lado a un compañero que la tratara como un diamante, que hiciera que brillase cada día, cuya compañía la tranquilizase para que obrara su magia con facilidad. Y eso se lo podría dar él en su mundo. Sólo él.
No obstante, la mirada asesina de la joven estaba teñida del brillo de la felicidad. No había duda de que sentía satisfacción con la venganza. El alma de Daimhin había sido seriamente corrompida, pero él la sanaría.
Ella sólo tenía que aceptar.
Cuando el último purs pereció bajo su potente y mágico bastón, un grupo de Svartálfar, elfos de piel negra, pelo del color del carbón, y ojos blancos y rasgados, salieron de aquel embudo cuántico y se quedaron a los pies de la pequeña montaña que sobrevolaban los vampiros para otear el panorama y localizar a la presa que buscaban con tanto ahínco. Vestían con ropas metálicas doradas y negras.
Y era muy normal que la detectaran con facilidad, porque, los bardos eran imanes para los elfos, fueran de la naturaleza que fueran. Ya fueran huldre, elver huldre, alfs o Svartálfar. Ellos debían transmitir su sabiduría a los humanos, y eran faros para ellos.
Normal que Daimhin también lo fuera para los oscuros. Pero Raoulz y los suyos no permitirían que se la llevaran a ningún lado. Ni tampoco ese par de valkyrias que se habían unido a la lucha. Una de ellas lanzaba un martillo con fuerza contra los Svartálfar, golpeándolos y devolviéndolos de nuevo al agujero.
Raoulz sonrió maravillado. Esa guerrera era fascinante y les harían ganar mucho tiempo.
En realidad, los vanirios y los berserkers eran superiores a los purs y los etones en igualdad de condiciones. Pero aquello no era igualdad de condiciones. Por cada huldre que había salían a la superficie veinte jotuns.
Daimhin luchaba como una samurái, sin descanso y con disciplina, pero eso no le había hecho evitar algún que otro corte o quemadura a manos de los purs.
Al igual que Steven.
Steven era un auténtico animal salvaje peleando. Había completado la mutación y se veía enorme a su lado. Un hombre capaz de aplastar con su bota a cualquiera que se pusiera en su camino.
Sin embargo, algo le sucedía. Algo extraño e inquietante. No podía dejar de vigilarle, como si velase por él para que no le pasara nada. Si le hacían daño, ella misma sentía ese corte en su corazón, y no lo soportaba.
Hasta que, al final, se dio cuenta de que no luchaba por defenderse a ella misma, sino por defenderlo a él. Ni siquiera con Carrick le había pasado eso. Porque Carrick y ella se apoyaban en las batallas, pero su lucha no llegaba a aquel grado de obsesión por mantenerlo a salvo. Con Steven sí. Y la sensación de miedo la desequilibraba.
¿Por qué? ¿Por qué con él? ¿De verdad los dioses le habían jugado la mala pasada de enviarle una pareja a ella? ¿A ella, que era una tullida física y emocional y que era incapaz de confiar en nadie que no tuviera su misma sangre?
La marca le quemó y palpitó sobre su piel. Ella apretó los dientes, frustrada al no poder olvidar lo que había sentido con él en su interior. Tan diferente, tan distinto… No podía creer que el acto sexual fuera bueno.
Desde el principio con él, disfrutó. Sus besos eran demoledores y se podría volver adicta a ellos. Pero así como sus experiencias anteriores habían sido dolorosas y menguantes, no le había dado tanto miedo como haber hecho aquello con él. Porque los hombres de Newscientists le provocaban asco y arcadas. Odiaba que la tocaran.
Pero ese berserker de ojos amarillos y cresta naranja rojiza no le provocaba asco, pero sí le asustaba. Steven le asustaba hasta el punto de no querer volver a ser tocada así y, al mismo tiempo, muy interiormente, esperaba con histeria y ansiedad un nuevo encuentro, aunque jamás lo admitiera. Daba gracias que el berserker no podía leer su mente, porque se volvería tan loco como lo estaba ella en ese momento.
—¡Agáchate! —gritó Steven de golpe, saltando por encima de su cabeza con el oks retráctil en mano, para golpear una serpiente dorada metálica que estaba a punto de enroscarse en el cuello de Daimhin—. ¡¿Se puede saber en qué estás pensando?! —le gritó él protegiendo su espalda—. ¡Te dije que debías protegerte! ¡No puedo luchar si tengo que fijar un ojo en ti!
La vaniria se sonrojó, pues sabía que Steven tenía razón. No podía distraerse de ese modo, pero las sensaciones que recorrían su cuerpo eran mucho más fuertes que ella, y le costaba controlarlas.
—¡No lo hagas! ¡No me vigiles! ¡Nadie te ha pedido que me hagas de canguro!
—Princesa Daimhin —Raoulz los interrumpió con voz melodiosa y calmada—. Han llegado los Svartálfar. Debemos irnos ya.
El huldre miró de reojo a sus enemigos, esperando que la valkyria todavía les mantuviera en vereda. Pero los Svart reaccionaban lanzándoles sus venenosos brazaletes, y algunos hasta arrojando sus lanzas metálicas. Tarde o temprano, la poseedora del martillo debería retirarse, o perecería en el ataque con los elfos de la oscuridad.
—¡Daimhin! ¡Steven! —Róta descendió hasta donde ellos estaban, con el rostro lleno de agotamiento. Por lo visto no había dejado de luchar—. Es una alegría veros con vida.
—Igualmente —contestaron ambos.
—No sé dónde demonios os habéis metido, y no voy a hacer mención a vuestras ropas salidas del juego de Zelda, pero tenemos que irnos. ¡Andando! —Róta tomó a Steven del brazo—. Tú, vaniria, no tendrás problemas en volar —comentó observando el cielo—. Esta zona del Midgard está cubierta por una permanente capa de ceniza. Hace días que el sol no llega a estos lares. Miya lo agradece. Seguro que tú también.
—Sí —musitó cuadrando las espaldas—. Pero antes de irnos debemos recoger a Brunnylda y las demás.
—¿A quién? —preguntó Róta como si le hablase en un idioma desconocido.
Daimhin se limpió el sudor de la frente y señaló el cerro en el que estaba la nube de vampiros.
—Los nosferatus no se acercan porque ellas los están entreteniendo.
—¿Quiénes son ellas? —Róta movió las orejas con interés.
—Son dodskamp, valkyria —contestó Raoulz con evidencia—. El lastre de cualquier hombre de los Nueve reinos.
—Cualquier hombre viril —señaló Steven con inquina—. Cosa que tú no eres, huldre. Puedes estar tranquilo, ¿no?
—Steven, por favor —Daimhin le llamó la atención como si fuera un niño pequeño, pero el berserker sonrió como si no le importara.
Róta no comprendía aquel intercambio.
—¿Cómo? ¿Agonías? —preguntó Róta con interés—. ¿Y acaso te tienen que acompañar a algún lado?
—Se lo debo —la joven alzó la barbilla—. Van a luchar junto a nosotros.
—O eso, o nos follan a todos —añadió Róta divertida—. Las Agonías no saben luchar. Sólo saben succionar energía… ¿comprendes?
—Perfectamente —aseguró Daimhin—. No importa. Les di mi palabra.
—Pero no ves lo más evidente. ¡No tenemos medios para luchar contra esos de ahí! —señaló a los elfos de piel negra—. Son muy peligrosos; ellos, muchos y nosotros, pocos. Debemos retirarnos. Ya no hay tiempo.
Raoulz la miró de arriba abajo, asombrado por la voluptuosidad y la belleza salvaje de la valkyria. ¿Cómo se atrevía a darle órdenes a Daimhin? En ese reino nadie tenía ni idea de quién era ella. Y ese dato lo enervó.
—No —Daimhin se negó en banda—. Les prometí que les dejaría que nos acompañaran. Y ellas están poniendo de su parte. Se han encargado de los vampiros, ¿no? Además, es también el deseo de Nerthus. Las Agonías también lucharán. Y necesitan energía para hacerlo —se encogió de hombros.
Steven la miró con seriedad. Daimhin no sentía deseos de romper su palabra, aun a sabiendas de que esas mujeres se le habían insinuado, y lo harían con todo macho viviente.
Róta exhaló el aire con cansancio y miró a Gúnnr que no dejaba de luchar.
—¡Gunny!
—¡¿Qué?! —gritó la hijo de Thor—. ¡No me ayudes! ¡No hace falta! —añadió sarcástica.
—Debemos electrocutar ese maldito agujero. ¡No dejes que salgan los Svart!
—¡Eso intento!
—Y vosotros… —Róta miró a Steven y a Daimhin—. Id a por las malditas Agonías. Tenéis cinco minutos.
La pareja asintió con la cabeza; pero en el preciso momento en el que se daban media vuelta para ir en busca de las ninfas, Raoulz detuvo a Daimhin tomándola de la mano.
—No debes ir tú. No te expongas a más peligro del que ya te amenaza. Iremos nosotros.
—¿Vosotros? —preguntó Daimhin—. Pero si no podéis siquiera mirarlas a la cara.
—No hace falta —aseguró alzando la mano para avisar a su ejército—. Viajaremos a través del viento y las recogeremos. Valkyria —le dijo a Róta—, lleváosla a un lugar seguro. Nosotros iremos donde ella esté. —En ese instante, Raoulz tomó la piedra cubierta con su capa de invisibilidad. La descubrió y le dijo a Daimhin que la sostuviera. Entonces, abrió la capa verde oscura como si fuera un mantel y con ella cubrió a la Barda de arriba abajo, colocándole incluso la capucha—. Ellos tampoco te detectarán así. Y yo sé siempre dónde está mi capa —sonrió afablemente.
—Quítatelo. Huele a elfo —se quejó Steven sintiendo ansiedad por ello.
—No seas maleducado, Steven.
—No se la quitéis —pidió Raoulz—. Eso hará que ganemos tiempo con los Svartálfar antes de que puedan llegar de nuevo hasta ella. Mantente cubierta todo el tiempo con la capa, princesa.
—Gracias, Raoulz —agradeció Daimhin.
Raoulz sonrió al tiempo que su cuerpo se iluminaba y se transformaba en polvo transparente que, mecido por el viento, voló hasta el lugar en el que se habían ocultado las Agonías. Iría a buscarlas aunque no le hiciera ni pizca de gracia. Y lo hacía porque era el deseo de su princesa barda.
—Bien —Róta levantó una mano y gritó con todas sus fuerzas—. ¡Asynjur! —Una liana azul eléctrica rodeó su muñeca y ella se agarró con firmeza—. Vamos a tu casa, Steven. ¡Gúnnr! ¡Déjalo ya!
Gúnnr había conseguido hacer retroceder el agujero cósmico hasta casi hacerlo desvanecer. Los Svartálfar ya no podían salir de ahí. Por ahora.
—¡No! ¡No hace falta que me ayudes! —exclamó sarcástica.
—¡Pero si has podido tú sola! —exclamó poniendo los ojos en blanco. Después la señaló con el pulgar y dijo—: Le encanta quejarse.
Steven miró a una y a otra. Las valkyrias tenían fama de caprichosas y locas, y él había dado buena cuenta de ello desde que llegaron a su vida y entraron al ESPIONAGE en tromba y con Johnson en brazos.
Todo había cambiado desde entonces. Nunca a mejor.
Aun así. No las podía odiar. Le caían demasiado bien; y en la batalla eran las más despiadadas. Le gustaban.
—Vámonos —ordenó el berserker mientras abrazaba a Daimhin contra él y la sujetaba con ternura.
—Puedo volar —protestó ella.
—No. Yo te llevo —dijo sin darle la oportunidad de reprocharle.
Róta asintió sonriente y agarró a Steven por aquella extraña camiseta sin mangas. Lo levantó con su fuerza hasta que los tres ascendieron al cielo a través de la hebra eléctrica azulada.
Cuando Gúnnr vio que Róta ya se iba, dejó de enviar rayos eléctricos al portal. Se dio media vuelta, orgullosa del trabajo bien hecho, y los siguió a Wester Ross.
Steven regresaría a su casa y vería con sus propios ojos la descorazonadora y delicada tesitura de la situación que vivían. Todos asumirían su realidad y sus posibilidades de seguir adelante.
Wester Ross.
Daimhin no podía sentirse mal cobijada bajo la manta invisible de Raoulz, tomada por Steven, rodeada por su corpulencia y su olor. Él la apretaba firmemente contra su pecho, para que nada, ni la piedra ni ella misma se escaparan de su amarre.
Y no lo haría. Huir no estaba en su futuro inmediato, y menos cuando la capa de invisibilidad la ocultaba de aquel mundo agresor y arisco, para rodearla de calor y paciencia. El mundo en el que, sin duda, a ella le habría gustado vivir.
Seguridad. Esa era la palabra que le venía en mente durante aquel vuelo acompañados por Róta y Gúnnr.
Steven la ponía nerviosa, cierto. Pero como protector era imbatible. Lograba que se sintiera con las espaldas cubiertas, como si él secundara cada movimiento. Y era una sensación que le gustaba: porque Daimhin no tenía ni idea de delegar y se había jurado que no permitiría que nadie pagara los platos rotos por ella o decidiera por ella, como había estado haciendo su hermano Carrick durante tantos años en Capel-le-Ferne.
Aquel infierno ya había pasado, pero aún quedaban sus cicatrices, más profundas de lo que se imaginaba.
Y aunque Carrick había sido un héroe y Daimhin ya no quería más héroes a su alrededor, Steven era otro héroe más, recién llegado, pero de esos alfa de los que hablaban las vanirias en el local del RAGNARÖK. El berserker cuadraba a la perfección con las descripciones que había hecho la Cazadora Ruth sobre Adam: territorial, posesivo y muy… ¿Caliente? Sí, Ruth dijo que Adam era caliente. Pero Daanna, Aileen, e incluso Miz hablaban así sobre sus respectivas parejas también. Así que, suponía que Steven tenía un poco de todo: el don de mando de Caleb, el líder de los vanirios; la simpatía y la seducción de Cahal el Druida; el gen protector de Menw el Sanador y… El corazón caliente y posesivo de Adam, el Noaiti.
Menudo cóctel noqueante.
Era una combinación que a alguien tímido e introvertido como ella le producía pavor. Y, sin embargo, ahí estaba: restregando la mejilla disimuladamente en su duro pectoral, drogándose con su especial olor a hombre y a fruta: su favorita, nada más y nada menos.
Sí. Ahí estaba: volando sepultada por sus brazos, pegada a su torso, sin que nadie la viera, sin que él pudiera contemplar su rostro agradecido y en paz. Podía ser ella misma y atreverse a soñar en ese paréntesis entre las nubes cenizas, jugando al escondite de las emociones y las expresiones.
Ahí podría ser la Daimhin pura e inocente, la barda que creía en cuentos de hadas y soñaba con hablar con los elfos.
Sin ser juzgada ni señalada. Sin ser compadecida.
Sólo era ella agarrada al chico que más le gustaba del mundo.
Y ese leve instante, era algo realmente impagable, además de revitalizante.
Si no fuera por los inquietantes pensamientos de Steven, que ella escuchaba perfectamente, el sueño sería casi reparador.
Pero no podía ser; porque lo que le hacía daño a él le hería a ella como si fuera suyo.
Y Steven tenía mucho por lo que preocuparse, y demasiadas cosas de las que culparse.
Steven no se podía imaginar que su casa iba a ser el último reducto de unión entre los miembros de todos los clanes de Escocia.
Casi se sentía como el laird. Ofrecía su cuartel general para uso de todos, y los cobijaba bajo el mismo techo. Allí se alimentarían, sanarían, descansarían y organizarían las nuevas batallas.
Pero no había tiempo para fantasear; porque no era un laird.
Ni mucho menos.
Un laird no huía de las responsabilidades.
Un laird no dejaba que nadie muriese bajo su mando.
Un laird no cometía el mismo error dos veces. Ni tampoco abandonaba una guerra en busca de la mujer de la que estaba enamorado en un claro acto de irresponsabilidad e inmadurez.
Y él había hecho todo eso. ¿Qué respeto merecería por parte de todos?
Ninguno.
Y estaba avergonzado porque tenía una charla pendiente con Ardan. Una que serviría para señalar sus vergüenzas.
«¿De qué tienes vergüenza?», preguntó Daimhin en su cabeza.
Steven todavía no llevaba muy bien lo de tener a alguien paseando por su mente, aunque se tratase de su kone. ¿De qué servía mentirle si ella sabría la verdad? Siempre adivinaría lo que pensaba. El vínculo era así y de nada servía luchar contra él.
«Estás dentro de mí, vaniria. Creo que sabes cuáles son mis inseguridades».
«He visto cosas. Pero no las comprendo».
«No hay mucho que comprender —aseguró él secamente—. Fallé en cada uno de los momentos en los que confiaron en mí. No estuve cuando mi hermana y John perdieron la vida. Se llevaron a Johnson sin que yo pudiese hacer nada. Renuncié al liderazgo de mi clan de Edimburgo. Y cuando regresé, Ardan me dejó la batuta para proteger su castillo y a todos los pequeños berserkers, sus madres y al resto de guerreros… Y volví a fallar. Murieron todos. Yo sólo pude salvar mi vida… Y la de unos cuantos más. No pude hacer más».
Daimhin se quedó en silencio, procesando las palabras de Steven.
«¿No dices nada?».
«A ver si lo he entendido. ¿Tú tienes la culpa de que el Midgard esté a punto de pasar a mejor vida? ¿Tienes la culpa de que todos muramos?».
Steven frunció el ceño y bajó la mirada hasta la cabeza cubierta por la capucha verde. Después miró hacia abajo. A la tierra maltratada, abierta, cuya lava recorría su superficie como ríos de sangre, con el humo cegador alzándose hasta ellos…
«Yo no tengo la culpa de que este reino esté a punto de destruirse», respondió.
«¿Ah, no? Menos mal. Pensaba que también era culpa tuya».
«¿Me estás tomando el pelo, sádica? Noto un tono irónico en tus palabras».
«No es ironía. Es asombro. Hay cosas que escapan a la lógica y que se escurren de nuestros dedos sin que podamos hacer nada por evitarlo. Y que sucedan no quiere decir ni que nos lo merezcamos, ni que sea nuestra responsabilidad. Simplemente, a veces, los malos ganan, y sólo podemos esperar a que el tiempo lo ponga todo en su lugar».
Steven cerró los ojos y tomó aire por la nariz. Las palabras no cerraban heridas instantáneamente, pero podían tener efecto analgésico, como en ese momento. Tal vez, Daimhin tenía razón. Tal vez, esos terribles momentos eran inevitables, y tuvo la mala suerte de vivirlos, como si fueran necesarios en su experiencia vital.
Sin embargo, Steven sabía que Daimhin era capaz de dar un consejo como ese, pero no aplicárselo. Pues la vaniria acarreaba con varias cruces sobre sus esbeltos hombros.
«Deberías escuchar tus propios consejos», convino él.
«Estamos hablando de ti. No de mí», contestó a la defensiva.
Steven sintió cómo la joven hundía la nariz en su pecho y apretaba su rostro contra él, como si su cuerpo no estuviera preparado para recibir ningún tipo de consuelo.
«Te equivocas. Para mí, siempre se tratará de ti. Te tendré siempre en mente, Daimhin».
La conexión mental que tenían facilitó que Steven sintiera el estremecimiento de la joven guerrera. Como si nunca hubiese oído nada parecido.
«Nunca debiste morderme. Esto no debe de ser así», refunfuñó ella.
«Nunca debiste aparecer en esa pantalla de ordenador».
Róta abrió sus alas, junto a Gúnnr, ambas espectaculares y luminosas. Las dos guerreras de Freyja localizaron la Isla Maree.
Cuando Steven alertó lo que ambas miraban, su corazón murió un poco.
Lo que antes era un paisaje agreste y salvaje, de vívidos colores, ríos y mares azules y transparentes, ahora era agua sucia cubierta por muerte y contaminación.
El interior de los mares se había revuelto con los temblores y los nacimientos de los huevos ácidos de los purs y etones. Los terremotos habían hundido una parte del terreno; la otra se había carbonizado por los gases y las explosiones que emanaban del interior de la tierra.
Steven había sido amante de los animales y de la naturaleza. En el interior de su hogar tenía un inmenso acuario, justo donde estaban sus habitaciones. Los ventanales daban al fondo de los ríos, y podía ver a sus mascotas viviendo libres y felices en su hábitat.
No esperaba encontrárselas vivas, y eso lo entristeció.
Las altas lomas del lago Maree, entre las que se ocultaba su casa subterránea, aprovechando las cavidades de las cuevas que allí se hallaban, aún permanecían verdes y con restos de símbolos celtas. Pero no aguantarían así por mucho tiempo.
Gúnnr se colocó a su lado, al lado de Róta, que cargaba con los dos guerreros. La dulce valkyria lo miró de reojo. Las puntas de su flequillo golpeaban sus pestañas, pero a ella no parecía importarle.
—No es fácil luchar aquí y protegerse —dijo Gúnnr intentando disculpar el estado de su tierra y su hogar.
Steven tragó saliva, afectado por el panorama, y asintió con madurez.
—Es una guerra —añadió con serenidad.
Y en las guerras todos perdían.
Sobre todo la vida: por eso la Tierra era la mayor damnificada.