Capítulo 14

Daimhin no se atrevía a moverse.

Steven tampoco.

Ella aún tenía el sabor de su sangre en la boca.

Él aún la sentía palpitando a su alrededor.

Ambos temblaban por el orgasmo de luz y color que les había barrido de arriba abajo, convirtiéndoles en polvo, y haciéndolos renacer de nuevo, como si nunca hubiesen existido, como si hubieran existido juntos desde siempre.

—¿Sádica? —Steven tuvo que aclararse la garganta, dormida también por el placer, como el resto su cuerpo—. ¿Estás bien?

—¿Cómo no va a estar bien? —las tres Agonías se materializaron frente a ellos, fuera de la improvisada bañera con orquídeas flotantes—. Si nosotras estamos de maravilla, esta chica tiene que estar mejor todavía —Brunnylda se ventiló con la mano como si fuera un abanico—. Ha sido muy caliente, ¿verdad? Dos guerreros de razas distintas y poderosas haciéndolo justo delante de nosotras. Nos habéis nutrido. Muchas gracias.

Daimhin se deslizó poco a poco del cuerpo de Steven, hasta que él resbaló de su interior. La joven no quería mirarlo a los ojos. De hecho, ni ella quería mirarse a sí misma, avergonzada y asustada por igual debido a las fuertes sensaciones experimentadas, jamás imaginadas.

Así que se mantuvo en silencio, deseando salir de ahí cuanto antes, con la cabeza hecha un lío porque lo vivido con Steven, aunque en la práctica era muy parecido, no se ajustaba en nada a los terrores que ella tenía y que había vivido.

Se suponía que las Agonías debían estar satisfechas y que ahora ya le podían dar el objeto e irse de allí con Steven; y cuando antes se fuera y olvidara, mejor.

—El objeto. —Daimhin se dio la vuelta sin mediar palabra con el berserker, con el pelo rubio perfecto, como si nunca hubiera hecho nada fogoso con él. Levantó la palma de la mano derecha hacia arriba, con exigencia—: Venga, dámelo. Tenemos prisa.

Brunnylda negó con la cabeza de forma cantarina.

—No, no, no bella Barda. Esto que has hecho es para llevarte al guerrero. Ahora tienes que hacer algo más para que yo te dé el objeto.

—Ese no era el trato —gruñó Steven.

—Sí lo era, musculitos —aseguró la dodskamp sonriéndole pero, esta vez, sin surtir efecto en él—. Os dije que ibais a hacerme dos favores. El primero ya lo hemos recibido. A cambio, nosotras tres liberamos a Steven, ¿cierto?

Las tres Agonías levitaron sobre el agua. Daimhin y Steven salieron de ella también, de un salto, empapados, no como las ninfas, que estaban igual de secas que cuando las habían visto. Maldita y maravillosa magia.

—¿Cuál es el segundo? —inquirió Steven.

—El segundo es a lo que tienes que acceder para que te demos este objeto —Brunnylda se llevó la mano a la espalda y sacó algo rectangular y de piedra de ella.

Electra revoloteó alrededor del objeto poniendo caras de disconformidad.

—Eso no es ningún objeto —dijo Steven—. Es un ladrillo. ¡Nos han engañado! —gritó queriendo agarrar del pescuezo a las tres mujeres.

—No es un ladrillo, estúpido —contestó Brunnylda muy arisca—. Las Agonías jamás mentimos. Debería arrancarte los ojos sólo por insinuarlo. Es un objeto de los dioses.

—Brunnylda tiene razón. Es el objeto. Pero está hechizado —convino Electra con su vocecilla—. En el Asgard, al igual que hay hadas que pueden ayudar a buscar dos tesoros, hay tesoros que pueden tener dos funciones. Son hechizados para ello por los elfos de la luz. Cuando estos objetos ya hayan cumplido la primera función se convierten en piedra, para ocultarse a ojos de todos a la espera de que el siguiente buscador los halle.

—Pero es mío —dijo la vaniria—, lo he encontrado ¿Por qué no se muestra ante mí?

—Porque se debe conocer la magia que le rodea para mostrarlo de nuevo —contestó Brunnylda alzando el dedo índice como una sabionda—. Si un elfo de la luz deja a oscuras a un objeto divino, solo el elfo de la luz lo puede iluminar de nuevo. Dichos del Asgard —añadió resuelta.

Steven miró a Brunnylda y a Electra alternativamente. Los elfos de la luz estaban en el Asgard. No podían descender porque el Asgard estaba cerrado. En cambio, los Svartálfar de Loki sí habían abierto su reino al Midgard. Conclusión: estaban acabados.

—No vamos a poder descubrir qué es —dijo Steven pasándose la mano con impotencia por la cresta—. Es imposible. No hay ni un maldito elfo de la luz en el Midgard.

—Yo no estaría tan seguro de eso —argumentó la Agonía sonriente—. De hecho, si aceptáis que vayamos con vosotros, os puedo asegurar que tengo el modo de dar con un elfo de la luz, uno auténtico. Un ermitaño que todos los seres de Nerthus conocemos.

Daimhin frunció el ceño.

—En el Midgard no hay elfos de la luz. No nos mientas.

—¿Estás segura? En el Midgard hay Agonías, huldre, berserkers, vanirios, valkyrias, einherjars e hijos de dioses… ¿De verdad te ves con la verdad de admitir que no hay ni un solo elfo de la luz aquí?

La joven entrecerró los ojos naranjas e inclinó la cabeza a un lado.

—No puedes leerme la mente. Ni lo intentes —la amenazó Brunnylda.

Daimhin arqueó las cejas rubias, mirándola con cara de póquer.

—No iba a hacerlo.

—Venga —la Agonía dio una palmada—. Decididlo ya, porque no tenemos todo el tiempo. Llevadme con vosotros y os diré donde hallar al misterioso elfo, el único que puede revelar lo que esconde la piedra.

Steven se cruzó de brazos y miró fijamente a Daimhin, la cual todavía continuaba sin devolverle la mirada. Se sentía colérico y perdido con la reacción de la joven Barda. Lo estaba ignorando como si deseara borrar de su recuerdo a ambos haciendo el amor.

—Vamos a dejar que las Agonías nos acompañen —ordenó él sin inflexiones.

—Pero, los huldre y ellas… —apuntó Daimhin.

—Los huldre deberán claudicar ante tus decisiones, Daimhin —contestó Brunnylda—. Eres su Barda. Su mensajera. La elegida de todos ellos. Su princesa, y puede que su futura reina.

—¿Reina? ¿De qué mierda hablas? —Steven se descruzó de brazos, alerta con lo que suponía aquella palabra. Brunnylda se echó a reír—. ¿De qué te ríes, Agonía?

—El príncipe Raoulz no os ha hablado de esto, parece.

—¿De qué?

—Con la muerte de Khedrion, el líder huldre de los países escandinavos, el hermano mayor de Raoulz —explicó estudiando las reacciones de la pareja—, el mundo huldre se queda sin su rey. Es Raoulz ahora quien accede al trono. Raoulz y los suyos buscan un cambio de dimensión lejos de los Nueve reinos, pero no quiere irse de aquí sin una reina consorte. Los huldre, los elfos en general, creen firmemente en la leyenda de la Reina Barda de los elfos y las hadas. Una mujer que llegaría en los últimos días para contactar con su mundo y viajar con ellos al mundo feérico huldre. Raoulz sabe que tú eres esa mujer. La Barda destinada a enlazar mundos, a leer el suyo propio y a crear junto a ellos un orbe de leyenda lejos de este reino de destrucción.

—¿Yo? —Daimhin se llevó la mano al pecho.

—Eso no va a pasar —convino Steven con el gesto más duro y frío que el hielo—. Daimhin no va a viajar con ellos a ninguna parte.

Brunnylda le hizo una revisión rayos X.

—Eso, lobito, no lo vas a decidir tú —oteó a su alrededor y chasqueó con la lengua—. Los bardos y los elfos tienen lazos místicos. Son como… la Luna y las estrellas. Van juntos.

—No creo —zanjó Steven muerto de rabia y celos.

—Sacadnos de aquí —pidió Brunnylda—, y viajaremos con vosotros como un ejército más. Estamos esperando al resto de Agonías. Seremos muchas y os ayudaremos.

—Vosotras no sabéis luchar —contestó Steven.

—Nuestras armas, guapo —Brunnylda se acercó al guerrero, moviendo las caderas con sensualidad. Lo tomó de la barbilla y se la levantó, aunque él era mucho más alto que ella—, son otras contra las que ningún hombre puede luchar. Podríais utilizarnos para que juguemos a vuestro favor. Lo haremos encantadas, porque es justo lo que desea Nerthus. Y ella es nuestra diosa.

Daimhin valoró las posibilidades. Obviamente, las dodskamp tendrían que acompañarles o sino no podrían salir de aquí. El único problema era que los huldre no las querrían ni ver. El pro más importante era que lucharían con sus armas y les ayudarían en ese viaje para hallar al misterioso elfo de la luz.

Para Daimhin estaba claro. Las necesitaban.

Aún extraña y placenteramente dolorida por las angustiosas y aterradoras sensaciones que había despertado en ella el cuerpo de Steven, buscó a Electra con la mirada, preguntándole tácitamente si era buena idea que Brunnylda y sus chicas les acompañaran.

Electra, una hada muy práctica, se encogió de hombros y revoloteó sobre su cabeza.

—No se trata de si es buena idea o no. Lo más importante para ti es que la piedra se muestre tal cual es. Ese es tu cometido. Y nada, nada, puede desviarte de él. Que vengan, si tienen que venir y te guíen hasta el Alf.

Daimhin asintió con convencimiento porque no tenía más remedio. La idea de que esas mujeres que revolucionaban a los hombres de ese modo viajaran con ellos la incomodaba. A Raoulz no le haría ninguna gracia. Y a ella tampoco. Los huldre no podían ser corrompidos por esas ninfas.

Daimhin no lo permitiría.

—De acuerdo. Vendréis con nosotros. Con la condición de que dejéis a los huldre tranquilos. Necesitamos permanecer unidos y concentrados.

Brunnylda meditó la norma de la Barda y al final accedió con desgana:

—Está bien.

—Entonces, abrid la pared.

Las Agonías sonrieron abiertamente. Steven, por su parte, no valoraba la decisión negativamente. Si las Agonías no podían seducirle ya, sí que podrían seducir a Raoulz. Eso le mostraría a la vaniria que ni el huldre más digno y espiritual estaba a salvo del influjo de seducción de una mujer. O eso esperaba.

Brunnylda le dio la piedra rectangular a Daimhin y, después de eso, colocó la palma de la mano hacia delante, como si fuera a emanar un rayo láser de ella. Entonces, susurró:

—Que lo que permanece sellado se abra.

Dicho esto, la roca se quebró y una grieta, la misma que habían atravesado y que la recorría de arriba abajo, la partió por la mitad y se ensanchó todavía más para que pudieran pasar todos.

Al otro lado, aún de espaldas, y en silencio, los huldre esperaban impacientes la llegada de su Barda y el objeto, pero bajo ningún concepto esperaban la compañía de las Agonías.

Todos tensaron las espaldas y las orejas puntiagudas se alzaron como si olieran el peligro a un palmo de sus cuerpos. Y así era. Lo que los huldre más temían estaba tras ellos, con caras sonrientes y pizpiretas al saber que podrían jugar con los elfos de Nerthus.

—¿Qué significa esto? —preguntó Raoulz sin mirar a Brunnylda en ningún momento. Mirarla sería caer en su embrujo. Las Agonías habían sido creadas para fastidiar a los huldre. No había más.

—Daimhin ha accedido a que nos acompañen —explicó Steven orgulloso, sabiendo que esa contestación no gustaría a Raoulz—. Pueden ayudarnos.

—¿Ayudarnos? ¿Cómo? —dijo incrédulo—. Ellas sólo acarrean frenesí y perversión. Caos. Nada más.

Brunnylda levantó una ceja rubia y sonrió.

—Vaya, vaya… Cuánto miedo nos tienes, príncipe Raoulz.

—Ya tenemos el objeto —intervino Steven—. Pero está hechizado y convertido en piedra. Necesitamos a un elfo de la luz para que quite el hechizo que lo cubre.

Raoulz desvió los ojos hacia la Barda y el objeto de piedra que sostenía.

—¿Tú estás bien, princesa? —preguntó el moreno huldre con preocupación—. ¿Te han hecho algo?

—Oh, ya lo creo que sí… —murmuró Brunnylda.

Daimhin tragó saliva y miró hacia otro lado atribulada. ¿Tenían que hablar de ello ahí delante?

—¿Estás bien? —volvió a preguntar Raoulz. Sus ojos oscuros y su piel, con aquellos extraños tatuajes, brillaron con tonos plateados, como si estuviera furioso.

—Sí —contestó ella.

—¿Te han obligado estas rameras de Nerthus a hacer algo que no quisieras hacer?

La vaniria no sabía dónde meterse. Por supuesto que la habían obligado a hacer algo que ella jamás habría hecho. Y lo peor era que, para su estupefacción, había disfrutado. No fue desagradable. Para nada.

Steven, por su parte, pensó: «Dile cuánto te ha gustado estar conmigo».

Pero Daimhin nunca diría algo así, y más aún cuando no pensaba que lo sucedido en aquella bañera de piedra fuera nada especial o mágico. ¿Habría sido un polvo más? ¿Un acto sexual más para ella?

—¿Necesitamos a un elfo de la luz, princesa? —volvió a preguntar Raoulz ante su silencio.

Brunnylda y Steven pusieron los ojos en blanco, como si encontraran tediosa la reverencia de la voz del huldre.

Daimhin asintió con la cabeza. La vaniria tenía un brillo íntimo y extraño en la mirada que no pasó desapercibido a Raoulz. Y al elfo no le gustó nada.

Sin embargo, no podía obcecarse con eso. La Barda era una persona importante, un ser que podría cambiar todas las realidades, porque así estaba escrito y así lo decía el viento.

Raoulz la necesitaba. Y la veneraba. Obedecería y cumpliría sus deseos.

—Entonces, estamos en el país equivocado. El elfo que buscamos no está en Escocia, princesa —concedió Raoulz.

—¿Lo conoces? —preguntó ella esperanzada.

—Todo los seres de Nerthus lo conocen.

—Eso ya se lo he dicho yo —añadió Brunnylda hastiada.

—Pero él no habla con nadie —Raoulz la ignoró—. Enloqueció esperando la llegada de un bardo orador. Tal vez —sonrió complacido con Daimhin—, ese bardo está al caer. Puede que él siempre te esperase.

Ella asintió embobada con las palabras del elfo. Le encantaba cómo la trataba, como si fuera pura y limpia, un cristal que debía cuidarse y mimarse.

Y, aunque ella no era de cristal, sí que le gustaba que alguien lo pensara.

—¿Adónde debemos ir, Raoulz, oh, maravilloso príncipe de los elfos? —preguntó Steven con inquina, deseoso de arrancarle la cabeza al pomposo huldre.

—A Gales —contestaron Brunnylda y Raoulz a la vez, evitándose el uno al otro.

—Bien. —Steven tomó la piedra en sus manos, pero Raoulz lo tomó de la muñeca para que se detuviera—. ¿Qué haces, elfo?

—Los Svartálfar, los elfos oscuros, nos persiguen. Van tras los bardos y te aseguro que tienen un radar para ellos. Y pueden sentir la presencia de este objeto si de verdad ha sido manipulado por los dioses. No puede estar a la vista aunque sólo sea una piedra, puesto que no sólo es una piedra —argumentó Raoulz.

—No me hartes con tus acertijos, Legolas. ¿Qué sugieres?

Raoulz se quitó la capa de la espalda y cubrió con ella la piedra hasta hacerla invisible. Después se la ofreció de nuevo a Steven.

—Ahora ya la puedes cargar, berserker —dijo condescendiente—. No la podrán percibir.

—Todo un detalle. —Steven sonrió falsamente. Tomó de la mano a Daimhin, casi a la fuerza, para que caminara junto a él. Pero esta retiró la mano como si el contacto la quemara. Él buscó su mirada, pero Daimhin lo rehuía—. Como quieras —susurró adelantándose al grupo para buscar la salida de la cueva hasta el castillo de Lochranza.

Ella carraspeó y, cabizbaja, con Electra sobre su hombro, siguió a Steven. La situación era incómoda. El berserker y ella habían tenido relaciones sexuales, y el huldre la miraba como si estuviera enamorado. En sus ojos carbón no había ni un resquicio de lujuria que, en cambio, sí había en los ojos amarillos del guerrero de Odín.

Raoulz la respetaba. Su actitud hablaba de flores y poesías. Dos elementos que Daimhin amaba y que le daban vida.

Steven, en cambio… No hablaba ni de flores ni de poesía.

Raoulz la siguió, protegiéndole la espalda. Tras él, su ejército se alineó a su alrededor.

Brunnylda y las dos Agonías sonrieron victoriosas, comiéndose con los ojos a los guerreros de Nerthus.

La líder Agonía sabía que sería un viaje tenso e interesante.

Lo que no podía entender era que Daimhin tuviera dudas entre Steven y Raoulz.

¿Se había vuelto loca?

Era cierto que vanirios y berserkers no se podían ni ver, al menos, hasta donde ella conocía. Y, sin embargo, sí podían tener relaciones sexuales entre ellos.

En cambio, era una verdad universal, un dogma consabido, que en el mundo feérico de Nerthus el huldre era más para la Agonía; esta era la única ninfa capaz de despertar su instinto salvaje y agresivo. Y las Agonías amaban los juegos y la seducción.

Y tenían una aventura juntos hasta Gales para probar esa verdad a Raoulz.

Sin embargo, después de salir a paso ligero de los túneles bajo el castillo y asomar la cabeza al exterior de las ruinas, ninguno de ellos esperó encontrarse con una nube de vampiros sobre sus cabezas y decenas de purs rodeando lo que quedaba de lo que una vez fue una hermosa fortaleza custodiada por un lago.

El cielo cenizo presagiaba una batalla de esas que se grababan en la tierra para siempre. El humo les rodeaba, el vapor del agua ardiente del lago se alzaba y desaparecía como un recuerdo en el viento.

Sobre ellos, vampiros de todos los tipos, personas en otros tiempos, volaban en círculo como un aquelarre de buitres, esperando a que sus presas murieran para ir a por ellas.

Daimhin alzó la cabeza junto a Steven. El berserker llevó la mano a su oks; Daimhin lo hizo para coger su espada, sin perder de vista a sus enemigos.

Electra silbó impresionada.

—No podemos caer aquí, Barda —le dijo al oído.

Daimhin negó con la cabeza. Estaba decidida a cumplir su cometido y llegar hasta donde tuviera que llegar. Pero no iba a morir ahí. Ni hablar.

—Electra, aquí —Daimhin se abrió un poco el escote de su corsé y la pequeña hada se escondió para protegerse.

Los huldre rodearon a la pareja para protegerles. Pues era igual de importante Daimhin como Steven. No debían olvidar que los Svartálfar habían atacado a los bardos y a sus respectivas parejas.

Ergo, Steven y Aiko también les incomodaban.

Raoulz lo sabía, por eso pidió a los huldre que guardaran las espaldas de los dos.

Las Agonías, por su parte, se colocaron frente a los elfos, que miraban hacia el cielo, cuidadosos de no cruzar sus ojos con los de las hermosas mujeres hipnotizadoras.

—No podemos hacer nada contra los purs —anunció Brunnylda—. Pero sí podemos manipular a esos de ahí arriba —señaló a los vampiros—. Siguen teniendo naturaleza humana. Y a los humanos les atrae el sexo más que a un tonto un lápiz. Vosotros vigilad a los gusanos intraterrenos. Nosotras tres iremos a por los murciélagos.

Las tres dodskamp levitaron sobre los elfos y se expusieron a las miradas de los vampiros, que no tardaron nada en observarlas y mirarlas como alimento.

No se distrajeron los viscosos purs y etones, que no tardaron nada en cercarlos, como hacían con cualquier brizna de vida que asolara ese lugar de muerte.

Las Agonías atrajeron a los vampiros, al mismo tiempo que los jotuns de Loki atacaron en tromba a Daimhin y los demás.

Los huldre golpearon sus bastones contra el suelo, y estos se hicieron largos como pértigas. Con ellos manipulándolos por encima de sus cabezas como si fueran helicópteros élficos, dieron un salto para abalanzarse en círculo contra cada uno de los jotuns.

—¡Que no toquen a la princesa! —clamó Raoulz.

Steven deseaba una guerra en ese preciso momento. Él protegería a Daimhin y, de paso, rebanaría algunas gargantas para desahogarse.

Raoulz y su educación; Raoulz y su magia; Raoulz y su porte feérico, tan ideal y atrayente para una barda, lo ponían de mal humor. Porque resultaba que la barda que el elfo quería era su pareja, su kone. Y aunque acababan de unir sus cuerpos frente a las Agonías, nada estaba dictaminado ni sentenciado entre ellos.

Ni comharradh. Ni intercambio de chi. Ni te quieros. Nada. Nada que dijera a gritos que era su pareja. La única.

Sólo una marca en el cuello que ella repudiaba y su sangre conviviendo en el cuerpo de la vaniria. Pero, aunque para otros sería suficiente, él no tenía ni para empezar.

Su corazón pedía más.

Los dioses querían más.

Y aunque la situación requería actuar con más celeridad e incluso dominación, lo último que él haría sería forzarla a aceptar nada.

No iba a ser así con ella. Muchos la habían maltratado sin tener en cuenta sus deseos. Él no iba a ser uno más.

—Sádica… —Steven la miró de reojo, porque no permitiría que la chica, de nuevo, se cerrara en banda avergonzada por lo que había pasado entre ellos. Porque si lo hacía, Raoulz, que era todo lo contrario a él, nada pasional, nada visceral, nada físico, la ganaría. Y entonces, Steven moriría de pena por no poder conseguir lo que más había querido en su vida: alguien que lo aceptase tal y como era.

—¿Qué? —Ella lo miró fugazmente.

Steven estudió su perfil perfecto. Daimhin era hermosa y etérea como un hada. Con razón los elfos la querían para ellos.

—¿Qué quieres? —repitió ella agarrando su espada con ambas manos, preparada para el envite de dos purs rastreros.

Él sonrió y se encogió de hombros.

—Ten cuidado de que no te maten.

—Nadie me va a matar —gruñó ella.

—Bien. —Steven pasó los dedos por la hoja de su hacha vikinga—. Porque sería una pena que murieses sin saber cómo besar.

Ella lo miró de golpe. Steven se echó a reír al ver la cara de estupefacción y agravio. Y, dioses… Le pareció tan hermosa que le dolió el pecho.

Estaba perdidamente enamorado de ella. Era su pareja de vida, maldita sea.

—No me mires así —le dijo él—. Si quieres, puedo enseñarte. Tal vez, más tarde.

—¿Cómo dices? —dijo ella olvidando por completo la presencia de los purs y los vampiros.

—Atenta.

Steven alzó el oks por encima de su cabeza y clavó la hoja en la cabeza de un purs que viajaba por debajo de la tierra, levantándola y mostrando su trayectoria.

Daimhin dio un salto para apartarse, preguntándose si de verdad Steven no había disfrutado sus besos. Pero sí lo había hecho. Lo recordaba perfectamente.

—Eres un mentiroso —lo increpó ella—. «Quiero besos así de buenos días» —repitió en voz alta lo que Steven había pensado en ese instante, en el interior de la cueva.

Steven se echó a reír y negó con la cabeza. No debía olvidar que la vaniria estaba en su mente, a diferencia de él.

«Pequeña tramposa».

Fue Daimhin la que sonrió esta vez, mientras atacaba a un purs que intentaba rodearla con sus viscosos brazos. Ella le dio una patada voladora, y aprovechando que aún estaba en el aire, le cortó la cabeza con la katana.

Los purs no dejaban de salir del interior del lago, rodeando por completo a los huldre. Pero los elfos eran rápidos y estupendos guerreros que se movían como un solo bloque.

Las Agonías atraían a los vampiros hacia las montañas, alejándolos del foco de la batalla.

Al parecer, el conflicto iba a desaparecer con rapidez: sólo debían encargarse de matar con rapidez a todo purs que saliera de las aguas del lago. Y no dejaban de aparecer.

Empezaron a caer gotas del cielo oscurecido.

Raoulz no dejaba de mirar el lugar por el que habían desaparecido las Agonías, como si algo malo hubiera pasado. Y entonces lo vio: sobre la colina que antes había sido verde, ahora había un pequeño embudo grisáceo electromagnético que se abría ante ellos. Eso sólo quería decir una cosa: elfos oscuros.

—¡Svartálfar! —gritó Raoulz—. ¡Las Agonías están en peligro!

Pero eso no fue lo único que pasó. De repente, los huldre se detuvieron y alzaron las cabezas para mirar las nubes cenizas y negras que oscurecían el lugar.

—¿Qué pasa? —preguntó Daimhin acabando con la vida de un nuevo jotun.

—Las nubes —dijo Raoulz. Su melena negra ondeó por el viento apocalíptico. Varios mechones cubrieron sus ojos—. También hay algo en las nubes.

Un relámpago iluminó el cielo, y tras la primera fulminación, vinieron varios más hasta convertir un pequeño chispeo de agua en una descomunal tormenta eléctrica.

Daimhin abrió los ojos con asombro, levantó su espada y gritó, al mismo tiempo que empezaban a llegar hasta ellos las serpientes voladoras y doradas de los elfos oscuros:

—¡Valkyrias!