En algún lugar del mundo huldre.
Daimhin tardó varios instantes en comprender lo que sugería Steven.
Leyó en su mente las verdaderas intenciones del berserker, pero, para su sorpresa, no se encontró con nada. Sólo calma y paciencia.
Ella sabía que todo era mentira. Todo siempre había sido mentira. Las intenciones de los hombres con ella siempre fueron las mismas… Y nunca se pudo librar de sus atenciones, excepto cuando Carrick, al final, se marcó como objetivo sufrir todos los abusos en pos de su bienestar. Ella no quería que su hermano sufriera, pero nadie podía estar en contra de Carrick. Él hacía por llamar la atención de los asquerosos guardas, para que se centraran en él. Y lo hicieron.
—No sé donde estás ahora —le dijo Steven sin mover un solo músculo de su cuerpo—. Pero estés donde estés, nada tiene que ver con lo que pasa aquí.
—No sé qué quieres que haga.
—Lo que tú quieras. —Abrió los brazos con evidencia y sus anchos hombros le parecieron enormes a la joven—. Lo que a ti te apetezca. No voy a hacer nada. No quiero asustarte.
—Mientes. Cuando me descuide…
—¡No! —exclamó obligándose a mantener la calma—. No lo haré.
Ella carraspeó, como si no diera importancia a lo que iban a hacer.
—¿Sabes? No tienes que ser amable conmigo. No lo quiero. Sé muy bien de lo que va esto… —Sus ojos naranjas lo miraron fijamente.
—¿De veras?
—Sí. Vendrás, me harás daño, me mancharás y después yo me limpiaré. Será así de fácil.
Steven negó con la cabeza. La furia de su corazón se avivó con aquella cruda descripción de sus experiencias con los hombres. La habían forzado los hijos de puta. Sintió empatía hacia ella y deseó que las cosas fueran diferentes entre ellos.
Porque Daimhin no tenía ni idea. Conocía el oscuro mundo, violento y pervertido, de los humanos enfermos que habían abusado de todos ellos. Pero aquella no era la realidad. Sólo era la oscuridad del ser humano que se dejaba llevar por su locura y sus demonios.
Lo que había vivido con aquellos hombres en los túneles de Capel-le-Ferne, nada tenía que ver con lo que él era, ni con lo que él podía hacerle. Y hasta que Daimhin no confiara en él, no podría descubrir el mundo que Steven reservaba para ella.
Un mundo de caricias, tacto, pasión y… amor.
Sólo para ella. Por ella.
—Daimhin.
—Ya voy. —La vaniria se desplazó como un robot, con movimientos mecanizados, sin alma y sin corazón. Incluso sus ojos naranjas parecían vacíos. Un hermoso cuerpo hueco. La joven alargó sus manos hasta el pantalón de Steven, dispuesta a hacerle lo que le habían obligado a hacer en Chapel Battery. A los hombres les gustaba eso. Y después la cogían, la ponían en el suelo, boca abajo y…
Cerró los ojos con fuerza, luchando por alejar los recuerdos. Volvían el miedo y la parálisis. Cuando creía que podía con todo, que sus terrores no eran más fuertes que su convicción, llegaba la inmovilización. Pero debía hacerlo, incluso sintiendo arcadas y ganas de salir corriendo… Haría con Steven lo que tenía que hacer; y, después, se alejaría de él, porque no podría mirarlo a la cara jamás. Después de eso, nunca más.
Él frunció el ceño y detuvo sus manos. La vaniria alzó la cabeza de golpe, mirándolo sin verlo, sin comprenderlo.
—¿Por qué me detienes? —¿Acaso no era eso lo que quería?
Steven tragó saliva, demasiado afectado por la situación. Se frotó la boca con una mano, y sin que ella lo viera introdujo la Riley y se la puso debajo de la lengua. Nervioso y angustiado, le dijo:
—Les has dicho a las Agonías que yo te pertenecía.
—Ahora no…
—¿Lo has dicho de verdad? ¿Crees que te pertenezco?
Daimhin resopló como una yegua harta de caminar.
—No debiste morderme. Tu mordisco hace que piense estupideces.
—Mi mordisco sólo actúa ante una persona. No marco a todos los que muerdo. Pero si se cruza mi pareja en mi camino y la muerdo a ella, instintivamente me imprimo en su piel y en su alma. Y eso es lo que me ha pasado contigo.
Daimhin parpadeó confusa.
—Sólo dices estupideces. Deja de convencerme. No te pongas en evidencia.
Aquello hirió a Steven en lo más profundo. ¿Acaso no era bueno para ella? ¿Por qué Daimhin insistía en no ver lo que para él estaba tan claro como el agua?
—Así que digo estupideces, ¿eh, señorita de piedra?
—No quiero seguir hablando —confesó ella sintiéndose mal al ser objeto de la airada mirada de Steven.
—Bien. Entonces, no hablemos. ¿Y si me besas antes?
Daimhin se envaró con sorpresa.
—¿Besos?
—Sí. Besos. Quiero que me dejes besarte. No te tocaré. Sólo quiero darte un beso.
Electra, que estaba sentada sobre la piedra que rodeaba la bañera, se tapó la cara y se dio la vuelta para no mirar.
—¿Por qué? —preguntó Daimhin.
—Porque yo no hago esto sin besos. —Necesitaba relajarla. Demostrarle que había un mundo de sensaciones que ella desconocía, por mucho que se cerrase en banda a ello—. Para mí son como aire para respirar.
Ella sonrió fríamente, como si se jactara de él y de sus palabras.
—No seas estúpido, punk. Yo no lo soy: no voy a confundir esto con otra cosa. Se trata de follar, no de que me montes un castillo de flores.
Esta vez, esas palabras heladas fueron las que más le impactaron. Un rugido emergió de su boca; le enseñó los colmillos, enfadado porque alguien como ella, tan llena de belleza y magia, se atreviera a hablar como una furcia sin corazón.
La agarró de la muñeca, tiró de su cuerpo hasta que la joven impactó contra él, la rodeó con los brazos para que ella no pudiera salir.
Daimhin rio con soberbia, pero tenía las pupilas dilatadas, como si se mantuviera en guardia y creyera que aquello que viviría iba a ser duro y doloroso.
Estaba asustada de él, aunque no lo reconociera, la condenada.
Pero nada más lejos de la realidad.
Daimhin era su kone. Jamás le haría daño.
—Pues te vas a aguantar, sádica. Porque yo quiero el castillo de flores.
Y, entonces, con una violencia comedida y nada agresiva, la besó, echándole el cuello hacia atrás y sosteniéndole la cara con las manos, para que no se escapara de su asalto.
Daimhin se paralizó.
No se pudo mover hasta pasados unos interminables segundos, después de que su cerebro comprobara que los labios de Steven no le hacían daño y que sostenía su cabeza con intensidad, pero sin herirla.
Nunca antes la había besado.
El sabor de su boca era extraño y mentolado, pero muy agradable. Sus labios se acoplaban a los de ella sin exigencias, sino con la pausa y la calma del que sabe que dos piezas encajan a la perfección. Sólo faltaba el tiempo y la paciencia para comprobarlo.
Y el tiempo allí, en aquella improvisada piscina cuya agua se calentaba con sus besos, pareció detenerse. Daimhin seguía con los ojos abiertos, mirando el rostro de Steven, observando cómo su gesto se relajaba y se tornaba generoso.
Sus manos encarcelaron su cara, pero no la cerraron con llave.
Daimhin estaba, sinceramente, impresionada por la suavidad y la amabilidad insistente del berserker que, de repente, cortó el beso y se apartó de ella, todavía sosteniéndole la cara entre las manos.
Abrió sus ojos amarillos y la inspeccionó buscando algún tipo de resultado en ella, esperando encontrar lo que buscaba, fuera lo que fuese.
Y, sinceramente, Daimhin no sabía ni cómo reaccionar. Quería más, eso sí. Y se sintió mal por no tener suficiente, como si alguien le hubiera desprovisto de gasolina. ¿Qué demonios le pasaba?
La marca de su mordisco empezó a arderle, y la sangre le hirvió bajo la piel, a punto de explotar como un géiser.
¿Qué tipo de persona era si anhelaba besos más largos? ¿Qué decía eso sobre ella?
—¿Quieres más, Daimhin? —le preguntó él, acariciando sus mejillas con los pulgares.
Ella se relamió los labios con la lengua. ¿Qué diablos quería? No osaba parpadear. El rostro de Steven ocupaba todo su presente.
Dioses… Sería estúpida si no admitiera que era guapo a rabiar, y que ese pelo no le quedaba bien a cualquiera. El pendiente de su oreja centelleó.
—Si quieres más, sádica… Ven a buscarlo.
Ella inclinó la cabeza a un lado. Le estaba dando las riendas. Un berserker que adoraba la caza y tener el control, que habría sido capaz de matar con sólo un estornudo a todos los humanos maquiavélicos que tan mal la trataron… Ese berserker estaba otorgándole el control.
Daimhin debía aprovecharse de ello y seguir experimentando… Porque su cabeza parecía embotada por ese beso, que anulaba el miedo y los recuerdos negativos como por arte de magia.
Ella se puso de puntillas y con su nariz rozó la de él.
A Steven se le escapó el aire de los pulmones, rendido a la suavidad y a la valentía de esa chica. Y cuando ella lo besó y le tentó con un beso puro y etéreo, como los polvos de un hada, las rodillas le temblaron y a punto estuvo de hacer el ridículo al hundirse en el agua.
La Riley había dado resultado.
Daimhin le agarró de la cara como él había hecho con ella y pegó sus labios a los de él, uniendo su torso al suyo con timidez…
Steven dejó caer los brazos, sometido por la exquisita dulzura de Daimhin. ¿Cómo no iba a ser ella su pareja? Si sus labios le daban vida y esperanza y le convertían en alguien merecedor de cosas buenas. Como ella.
Daimhin le rodeó el cuello con los brazos y continuó besándolo. Cada vez con más insistencia, como si aquello no fuera suficiente.
Steven entreabrió la boca, comprendiéndola a la perfección, y sacó la lengua para que tocara sus labios. Daimhin dio un salto de sorpresa al notar el tacto aterciopelado de la lengua. La miró fijamente y estudió sus labios húmedos, y la punta rosada de ese músculo libidinoso que aún no se había ocultado del todo.
Steven se endureció tras los pantalones, a punto de estallar. Era tan sexy… Y ella ni siquiera lo sabía.
Entonces, Daimhin dejó caer la cabeza de nuevo y lo besó, entreabriendo la boca como él, y sacando la lengua a pasear, como él había hecho. Y cuando se tocaron ambas y se frotaron como la lámpara del genio, él gimió y a ella se le alargaron los colmillos.
Sabía tan bien, que Daimhin deseó morderle la lengua y beber de él. Y eso hizo. Descontrolada por las sensaciones, le mordió la lengua y la sostuvo succionando, tomando de él.
Steven abrió los ojos asombrado al darse cuenta de que esa caricia repercutía directamente en su miembro y que debía controlarse mucho para no eyacular.
Pero no rompería la promesa. Si Daimhin necesitaba más, sería ella quien debía ir en su busca. No al revés, y no por falta de ganas, sino porque debía ganarse su confianza.
Daimhin por su parte, iba a sufrir una combustión espontánea. La sangre de Steven era su luz, la bañaba de arriba abajo, y la convertía en una adicta a esa sustancia.
Y, sin embargo, aunque adoraba su sabor, lo que ella requería en ese instante, era otra cosa. Le ardía entre las piernas y le escocían los pezones. Y la maldita marca no dejaba de palpitarle.
Cortó el beso y, sin ser muy consciente de lo que hacía, lamió la comisura de la boca de Steven, por la que viajaba una perla rubí. Respiraba como si estuviera agotada. Al igual que él.
Daimhin deslizó las manos por su pecho, observándolo con deseo.
Deseo… ¿Ella? ¿Cómo podía atreverse a experimentar algo así?
Entonces, las hiedras que rodeaban el chaleco de piel, metal y planta se deslizaron y lo abrieron, respondiendo a su pensamiento. Si ella quería mirar lo que había debajo, el chaleco le obedecería.
A Daimhin se le escapó una risita de estupefacción. La ropa le obedecía.
Ella no se atrevía a tocar el pecho de Steven pero, por otro lado, era en lo único en lo que pensaba. Se sentía flotando, emborrachada de sensaciones, sin un nimio recuerdo desagradable ni nada que le recordase a los «otros». Sólo estaba Steven. Y Steven le permitía que fuera ella quien diera el paso adelante.
En medio de la ola de euforia, se lanzó a por más. Entonces, se imaginó que lo que fuera que tuviera Steven entre las piernas la tocaba a ella entre las suyas y le calmaba aquel dolor sordo e insatisfecho. Otra cosa que no entendía.
¿Cómo podía anhelar algo que repudiaba? ¿Se estaba volviendo loca?
Sin embargo, sus manos ya procedían a desabrocharle los pantalones, que seguían exactamente los mismos pasos que había seguido el chaleco. Se desabrochaban con sólo una caricia. La hiedra se apartaba y la hebilla plateada se abría con sólo mirarla.
—Tengo que hacerlo —se dijo Daimhin con los ojos naranjas y claros fijos en el pantalón de Steven—. O lo hago, o no saldremos de aquí. Ya lo he hecho otras veces. Esto no es nada nuevo —intentó autoconvencerse, aunque la aceleración de su corazón señalara lo contrario.
Steven cogió aire al sentir que las manos de la vaniria se metían con decisión tras el pantalón.
«Otras veces», pensó con amargura. Él no tenía nada que ver con ellos. Y ella lo sabría… Aunque ahora estuviera desinhibida por las Riley. Esperaba con ansia el momento en que no hiciera falta usarlas. Pero, esa primera vez, estaban haciendo efecto. Efecto del bueno, y valían igual.
Daimhin deslizó los pantalones por sus muslos, marcados y duros… Y cuando lo vio desnudo se sobrecogió.
Jamás pensó que un hombre desnudo fuera hermoso; de hecho, ella repudiaba esa parte de la anatomía masculina. Ya las había visto, y no le hacían ninguna gracia.
En cambio, Steven… Steven era distinto. Igual en muchos aspectos pero diferente en otros. Su cuerpo no era obeso ni flácido, ni apestaba a sudor o a mugre; todo lo contrario: era el musculoso caparazón de un guerrero de los dioses, y olía a milagro.
Su rostro era bello y la miraba como si quisiera colmarla de atenciones y no degradarla como habían hecho sus carceleros con ella y con todos los niños perdidos. De hecho, Daimhin no era ninguna estúpida y sabía que los hombres atractivos y esbeltos también podían ser crueles y abusivos. La maldad nada tenía que ver con ser arrebatadoramente perfecto o parecerse a un trol. No obstante, Steven no parecía tener intención de tocarla o de llevar la iniciativa con ella. Y aquello la tranquilizaba.
No iba a romper su promesa.
—Tendrás que hacerlo tú, sádica. A no ser que me pidas ayuda para… —Se miró su desnudez, dura y erguida, pues no podía ignorar lo que la presencia de su kone provocaba en él.
Daimhin se relamió inconscientemente, sin dejar de mirar su miembro, sonrojada por la vergüenza, pero caliente por cómo su cuerpo reaccionaba a él.
Reaccionaba, pensó sumida en su propia estupefacción.
«¿Ayuda? ¿Ayuda para qué? Sé muy bien cómo va esto», pensó ella.
La marca del cuello mandaba olas de calor a través de toda su piel, volviéndola hipersensible a sólo una caída de ojos del berserker.
Daimhin no quería demorarse, aunque tuviera un recuerdo sordo y vago de las pesadillas sufridas, su mente las anulaba como si apartara a una mosca de un manotazo, con esa facilidad.
No quería pensar en por qué actuaba de ese modo, lo que estaba claro era que, con Steven, nada era igual, y que estaba experimentando por primera vez en su vida lo que era el deseo carnal. El auténtico.
Sin más demora, queriendo que esa sensación no pasara, ansiando aprovecharla, la joven se bajó la extraña braga que los elfos le habían puesto. Cuando esta se abrió, como si siguiera las palabras mágicas de «abracadabra», y el agua tocó aquella parte ardiente de su anatomía, la vaniria siseó por el gusto.
Sosteniéndose con las manos en los hombros del apuesto guerrero, Daimhin se subió a horcajadas sobre sus caderas.
Steven exhaló el aire que retenía en los pulmones como un rehén que no quisiera liberar.
—Sujétame —dijo ella pegando su nariz a la de él.
Parpadeó embrujado por su decisión y su valentía. Daimhin estaba segura de hacerlo con él, aunque las pastillas fueran las responsables de su falta de miedo.
Pero no iba a dudar en obedecerla. Aquella oportunidad era única para cumplir su cometido. Los dones debían ser revelados; y sin el amor y el sexo no se podrían entregar jamás. Daimhin era de él, aunque ella no lo creyera. Así que, no iba a sentirse culpable de usar todos los medios al alcance de su mano para que la vaniria cediera a la atracción y al sino de sus destinos.
Juntos. Juntos lo conseguirían.
—Voy a tener que tocarte.
—No importa —contestó ella—. Sujétame. Tengo que…
Steven le agarró las nalgas frías al tacto, pero redondeadas y perfectas para sus manos. Le daba placer tocarla, cómo no. No debía sorprenderse por ello. Pero lo hizo.
Sonrió y cerró los ojos cuando ella, de repente, le tomó el miembro entre los dedos, cercándolo, rodeándolo. Estaba muy sorprendida de sus dimensiones, pero no extrañada; al fin y al cabo, era un berserker. Y los berserkers eran animales de todas, todas.
Y, poco a poco, Daimhin se dejó caer sobre él, abriéndose como una flor a su invasión. Aunque su cerebro no podía registrar el hecho de que ella, una vaniria, se estaba entregando por voluntad propia a un hombre, y no a uno cualquiera, sino a uno de un clan que no era el suyo, cuyas diferencias les habían separado durante milenios.
¿Y acaso importaba? Sólo importaba su objeto y salir de ahí. Escapar de ese lugar con posibilidades de sobrevivir. Y esas posibilidades pasaban por obedecer a las zorras de las Agonías.
No había más.
Daimhin se dejó caer de golpe en él. La impresión fue abrupta y violenta. Necesitaba aquello, y al mismo tiempo, quería huir de ahí.
—Por todos los dioses… —gimió Steven sujetándola por las nalgas para que no se empalara tan salvajemente—. Con cuidado, sádica.
—No hay tiempo para tener cuidado —murmuró ella con su boca pegada en su cuello. Deseaba morderle mientras se sentía enardecida y dilatada por él. Se impulsó hacia abajo hasta clavarse un poco más, aunque Steven intentó detenerla, sin éxito—. Vamos a acabar con esto.
El dolor vendría, siempre lo hacía, no tenía dudas sobre ello. Al final, todos eran iguales, todos los hombres utilizaban esa herramienta del mismo modo, ¿no?
No. La vaniria estaba equivocada.
Porque «acabar con esto» no era, ni de largo, lo que ella imaginaba.
Daimhin lo mordió al tiempo que Steven empezó a moverse en su interior. Con lentitud y parsimonia, sin perder el ritmo ni la profundidad.
No. Él no era como los hombres que la maltrataron. Ni por asomo.
Y Steven se encargó de demostrárselo mientras la poseía, de un modo nada agresivo, permitiendo que fuera ella quien llevara el tempo y encontrara su movimiento. Porque lo más importante era saber que él estaba dentro de ella. A partir de ahí, que Daimhin lo usara como mejor le conviniera.
Ella se quejó levemente mientras se mordía el labio inferior, concentrada en la invasión, en la posesión voluntaria de su cuerpo, colgada de su cuello, rozándole la yugular con los labios.
—Muérdeme —le pidió él, enredando una mano en la larga melena rubia de ella. Nerthus la había peinado, y parecía que jamás iba a despeinarse con ese recogido. Steven se la imaginó salvaje y entregada a sus cuidados, completamente liberada. Aún quedaban varios asaltos para ello, pero iba a saborear ese momento. Porque estaba haciéndole el amor a Daimhin—. Venga, sádica. Lo estás deseando…
—¿Quieres que te deje otra vez débil? —preguntó ella respirando entrecortadamente.
—¿Y crees que esto no me deja? —replicó él ahogando una sonrisa.
Daimhin jamás había pensado en las consecuencias físicas que tenía para los hombres practicar sexo. Desde luego, no eran las mismas que para ella.
—¿Cuándo vas a empezar a hacerme daño? —la pregunta le salió de repente, sin filtro para procesar, ni tampoco con miedo por una respuesta inadecuada. Le daba igual.
Steven detuvo el movimiento de sus nalgas y retiró el cuello, triste por aquella pregunta.
—Lo que sea que viviste ahí, donde fuera que te tuvieran —gruñó abatido—, no tiene nada que ver conmigo.
—Pero eres un hombre —prosiguió ella abriendo los labios, buscando su cuello con ansia—. Es lo que sois. Es lo que hacéis.
—No. —Steven negó con la cabeza, buscando los ojos plenos de deseo y lujuria de la joven. Nada. Ahí no había miedo, sino la confirmación de lo que para ella era su verdad. La única que conocía—. ¿Te lo demuestro? Muérdeme.
Daimhin negó con la cabeza, al tiempo que se pegaba a su cuello y se abrazaba fuerte a él. Pero su voluntad la traicionó. Le mordió clavándole los colmillos hasta la vena.
Steven aprovechó para empujar un poco más en ese momento y prepararla con ese líquido perlado afrodisíaco de los berserkers, que servía para dilatar y facilitar la posesión.
Cuando la bañó por dentro, volvió a empujar. Posiblemente no la penetraría por completo, pero sí lo suficiente como para que ella recordara que no había nadie como él.
Daimhin empezó a beber, sin detener sus caderas que iban solas, haciendo resbalar el falo del berserker en su interior.
Steven echó el cuello hacia atrás. Le daba gusto que ella lo mordiera y lo marcara. Pero combinado con la unión de sus sexos lo lanzaba al orgasmo en un santiamén.
La vaniria se movía cada vez más rápido y bebía con un hambre desaforada.
Entonces, Steven, del mismo impulso, tuvo que apoyar la espalda en la roca. El agua bamboleaba de un lado al otro, y leves gotas de sangre se deslizaban por su torso hasta el agua, tintándola ligeramente.
Y entonces, la explosión les llegó a ambos de manera inesperada, como los fuegos artificiales que nadie avisa de que van a llegar.
Daimhin desclavó los colmillos y gritó abrazándose a él como si fuera su salvavidas. Steven rugió como un animal, provocando que el sonido rebotara en el interior de la cueva, eyaculando en su interior y dejando en ella toda su alma y sus buenas intenciones.
Se habían corrido a la vez, llegando de la mano al éxtasis más sublime que Daimhin había experimentado jamás.