En algún lugar del mundo huldre.
Daimhin y Steven viajaban cogidos de la mano a través de los túneles del reino de los huldre, siguiendo a toda velocidad, todos en tromba, a Electra, el hada especial que guiaría a la Barda hasta un lugar y un objeto que los dioses habían dejado exclusivamente para ella.
Las paredes de los túneles temblaban sacudidas por lo que fuera que sucedía en la corteza terrestre, un terremoto, un volcán, una explosión… ¿Qué más daba? El Midgard caía a trozos sin que nadie pudiera remediarlo.
—La tierra llora —dijo Raoulz corriendo a su lado—. El mal que subyacía en ella ha emergido rebelde y dañino.
Daimhin lo miró de reojo, fascinada.
—¿Puedes oír a la tierra?
—Claro, princesa. Es un ser vivo. Los huldre hablamos con todos los seres vivos de este planeta. Es uno de nuestros dones —sus ojos rasgados se estiraron al sonreír.
—¿Y qué es lo que dice? —preguntó con curiosidad.
—Llora porque se muere… La quieren partir en dos.
Una afirmación tan contundente podía estremecer de pies a cabeza a alguien tan sensible como Daimhin. Y eso hizo. La destrucción y el dolor dejarían lleno de cicatrices el hermoso cuerpo del Midgard. No podría levantarse jamás.
—¿Cuánto tiempo más tendremos que viajar por estos caminos intraterrenos? ¿Cuándo podremos salir?
—Queda poco para llegar —dijo Electra al oído de Daimhin—. La salida es por aquí —repitió por enésima vez.
—¿Has oído, Steven? —Daimhin desvió la atención de Raoulz a Steven—. Dice Electra que pronto podremos salir de aquí.
—No. No oigo nada. Sólo los bardos, los elfos y las valkyrias oyen a las hadas. Soy un berserker, sádica.
Steven corría con la barbilla pétrea y tensa, y los ojos muy rojos, clavados en la parte delantera de aquel embudo intraterreno.
—¿Qué demonios te pasa?
—¿A mí? Nada.
Daimhin inclinó la cabeza a un lado, valorando su contestación. La vaniria, que tenía conexión mental con él, entró en su cabeza para comprender por qué desde que Raoulz la había presentado a los huldre y Electra la había elegido, su actitud se tornó tosca y dura hacia ella, aunque en ningún momento la había soltado.
Y allí encontró las respuestas que necesitaba. Y por una parte le molestaron, pero por otra le resultaron curiosas a la vez que atractivas.
A Steven no le gustaba Raoulz. Veía imágenes gráficas del berserker convirtiéndose en un nativo americano y arrancándole la cabellera negra de cuajo al pobre elfo, sólo porque Raoulz la trataba bien.
Daimhin arqueó ambas cejas rubias y sonrió. La imagen era muy cruda y visceral, pero muy cómica también. Increíblemente, le intrigaba el modo de pensar que Steven tenía hacia ella, como si fuera algo de su propiedad. Con posesividad animal.
Nadie era propiedad de nadie, aquello era absurdo. Se suponía que Steven era más maduro que ella y, sin embargo, tenía ideas infantiles y poco factibles en su mente.
Pero empezaba a caerle muy bien. Le encantaba cómo olía. De hecho, necesitaba olerle a menudo, aunque él no se diera cuenta. Y antes de que Raoulz les interrumpiera, había estado a punto de ocurrir algo extraño entre ellos. Es más, su cuerpo se sentía extraño, más en guardia debido a la hormona del mordisco de Steven, que era un afrodisíaco conocido por todos.
Pero Daimhin entendía que cuando se le pasara el efecto, dejaría de sentirse así por él.
Con todo y con eso, ¿qué habría pasado de no aparecer el elfo?
Con esa incógnita rondando por su rubia cabeza, continuó con su travesía, sin perder de vista a Electra que, de vez en cuando, miraba hacia atrás para asegurarse de que la seguían. Y cuando así era, daba una voltereta de felicidad sobre sí misma.
—Qué presumida eres —le dijo Daimhin divertida.
Electra voló hacia atrás y le hizo una pedorreta.
Después de horas recorriendo el túnel, este, por fin, llegó a su final horizontal, para convertirse abruptamente en un túnel infinito y vertical, que los llevaría directamente al exterior.
Los huldre se detuvieron y Raoulz habló para todos.
—Cuando salgamos, todo a nuestro alrededor habrá cambiado. La Tierra ya no es la misma. Estamos ante lo que queda de Eilean Arainn y aquí ya no queda nadie vivo… No hay ni un humano en pie. Saldremos al exterior como bruma, y seguiremos al hada hasta donde nos lleve.
—¿Cómo bruma dices? Si el sol todavía está en pie, Daimhin no puede salir. Los rayos le harán daño —dijo Steven recordando a todos la condición de la vaniria. No todo el mundo era elfo—. Y yo no soy bruma —añadió con sorna.
Raoulz sonrió y mostró una capa adherida a su espalda de color verde. La estiró para que todos vieran lo extensible y especial que era.
—Daimhin puede venir conmigo. Mi capa la protegerá. Pero si lo desea, la puedo convertir en bruma. Los huldre viajamos a través de los elementos, berserker. Ya sé que los de tu especie no podéis hacerlo, pero te ayudaremos a cambiar tu estado molecular y te permitiremos que viajes con nosotros.
Lo ojos amarillos de Steven se tornaron rojos por un instante. ¿Se lo parecía o ese Raoulz estaba interesado en Daimhin? Apretó los dientes con impotencia y miró hacia otro lado. Él no volaba, ni tenía capas que la pudieran cubrir, y mucho menos se convertía en polvo, niebla o viento. Y era fascinante que ellos sí pudieran hacerlo.
La vaniria empatizó con él, y se sintió mal al saber que él se sentía inseguro. Steven era un compañero de guerra único, lo daba todo por los demás, y con ella, a pesar de su carácter y sus contestaciones, se había portado muy bien.
Daimhin se acercó a él e inclinó la cabeza a un lado, mirándolo con esos ojos de magia y hechicería.
—Será solo un momento, Steven.
Steven desvió los ojos hacia los suyos, y se obligó a no pensar ni a decir en voz alta cómo se sentía de miserable en ese instante.
Después de mucho tiempo, finalmente, tenía una kone que pinchaba como un puercoespín y a la que no sabía cómo cuidar. Daimhin podía estar en su mente; pero él, no en la suya. Ella podía beber su sangre; pero cuando él la había necesitado, Daimhin no se la había dado. Y ahora, Raoulz quería competir por ella. Y parecía tener medio camino hecho con su magia y su espiritualidad, cuando él, en cambio, había tenido que batallarlo todo.
—Como veas, Daimhin —contestó seco, soltándole la mano, mirando hacia otro lado, siendo consciente más que nunca de las Riley cobijadas en su bolsillo.
Sus dedos se quedaron fríos de golpe, añorando la calidez de los de Steven. Daimhin iba a decir algo más, pero Electra le metió prisa volando alrededor de su cabeza rubia.
—Apresúrate, Barda… El tesoro se mueve.
—Sí —contestó Daimhin, echando una última mirada a Steven, caminando hacia Raoulz.
El elfo la miró con seriedad y asintió cuando la Barda se acercó a su pecho para que él la cubriera con la capa verde oscura. Después pronunció unas palabras en su idioma élfico y, entonces, ante los ojos del berserker, Daimhin y Raoulz se desmaterializaron.
Cuando Electra se internó por el túnel, iluminándolo con su luz azul, volando hacia arriba, la bruma la siguió.
Steven dio un paso al frente, angustiado por ver que Daimhin desaparecía ante sus ojos. Entonces, sintió la mano de un huldre tras él; y después de escuchar las voces melódicas de los elfos, que repetían las palabras de su príncipe, su cuerpo musculoso, grande e inmortal dejó de existir y ser pesado para convertirse en una sustancia vaporosa y blanquecina que se coló por el embudo vertical dirigiéndose al exterior.
A una tierra sepultada por sus propios escombros.
Eilean Arainn había sido una réplica de Escocia en miniatura; de hecho, eso significaba su nombre. Ahí había existido el castillo de Arran; y allí Steven había sido feliz en otros tiempos otrora distintos, cuando sus enemigos sólo eran nosferatus y lobeznos. Su hermana y John también compartieron grandes momentos juntos entre las paredes de la mítica fortaleza del leder Ardan.
Pero la traición más cruel hundió los cimientos de aquel lugar. Los acantilados se derrumbaron, las explosiones se sucedieron… Y mujeres y niños berserkers murieron por sorpresa, sin haber tenido una posibilidad de sobrevivir.
Daimhin, que experimentaba la mágica sensación de ser etérea y vaporosa, escuchaba los tristes y tormentosos pensamientos de Steven. Se había echado la culpa del secuestro de Johnson y de la muerte de su hermana, Scarlett, y de John. Y ahora, en la actualidad, estaba firmemente convencido de que la destrucción del castillo de Ardan y la muerte de más de un centenar de berserkers eran también su responsabilidad.
«No los pude salvar. Fracasé», se lamentaba Steven hablando consigo mismo.
Daimhin quería llorar con él y hacerle compañía para tranquilizarle. Un hombre nunca debía ser responsable de algo que jamás pudo ni controlar ni adivinar.
Y conocía perfectamente ese sentimiento. Ella siempre se sintió así; hasta que conoció a Miz O’Shane y le recordó que ningún inocente era merecedor de ningún castigo eterno. Que los únicos que lo merecían eran siempre los castigadores cuyos pecados manchaban sus almas de tal modo que nunca volverían a ver la luz.
Vivir lo que vivió en Capel-le-Ferne no fue su culpa. Estar manchada en la actualidad no era su responsabilidad. Aunque, lo cierto era que no podía creer por qué los dioses la tenían en cuenta para algo, si no era merecedora de ello.
Pero Steven… Steven no podía pensar así. Él no.
En sus recuerdos vio todos los rostros conocidos de las personas a las que perdió, gente que él consideraba amigos y familia.
Daimhin no podía echar la mirada hacia atrás y ver a Steven, porque la bruma no tenía ojos amarillos ni pelo con cresta roja… Pero su mente seguía viviendo incorpórea; y el dolor que experimentaba al sobrevolar esa tierra llena de recuerdos horribles y recubierta por ríos de sangre, era insufrible, incluso para ella, que tanto sabía de sufrir.
Electra desvió el vuelo y se dejó caer como una bala hasta un lugar en el que había un castillo en ruinas… El agua del lago que lo rodeaba hervía y la hierba que antes había sido verde ahora lucía ennegrecida y quemada. Grandes grietas recubrían la corteza de punta a punta, como heridas sangrantes provocadas por la punta de una espada infernal.
La Tierra lloraba. No era de extrañar.
En la mente de Steven leyó que se trataba del castillo de Lochranza, bueno, lo que quedaba en ruinas, que no era mucho. Parte de la torre se había mantenido en pie durante siglos, pero después de los temblores y los terremotos, las piedras se desintegraron, dejando un paraje de roca demolida, escombros, grandes charcos de agua hirviendo y hierba carbonizada.
Electra entró a través de la reliquia demolida y se internó por sus grietas hasta que el pasadizo que encontró se hizo angosto y vasto. La amplitud, después de largos kilómetros de huecos bajo tierra, dio lugar a una gruta con un lago interior, producto de la filtración del inmenso marjal que cubría a Lochranza en la superficie.
Los huldre se materializaron de nuevo en entes físicos, al igual que Daimhin y Steven. Estos se miraban las manos y los pies anonadados, cautivados por ser de nuevo de carne y hueso.
Volvían a estar bajo tierra. El agua descendía a través de las paredes y descansaba en el lago mediante ríos y riachuelos que recorrían la tierra cubierta de piedras blancas y hierba con extrañas flores de múltiples colores.
Flores que Daimhin jamás había visto. Y mujeres que nunca antes había observado…
¿Mujeres? Un grupo de tres mujeres de largas cabelleras onduladas y muy rubias, vestidas con largas telas de seda azul claro.
¿Cómo habían sobrevivido esas mujeres a tal destrucción? ¿Por qué corrían como si flotaran? ¿Hacia dónde iban?
—Ellas. Ellas tienen tu objeto —dijo Electra señalándolas con odio—. Se lo llevan.
—¡Vamos! ¡Ellas tienen el objeto!
Daimhin dio un salto y voló a toda velocidad hacia las tres mujeres.
—¡No! —ordenó Raoulz—. ¡Son dodskamp!
—¿Y qué quiere decir eso? —preguntó Daimhin deteniéndose en el aire, estupefacta al comprobar la actitud de los huldre. Se habían dado la vuelta todos, como si no quisieran mirar a esas mujeres de ninguna de las maneras—. ¿Qué os pasa?
—Son las ninfas juguetonas de Nerthus. Aguardan en todos aquellos lugares en los que residen los objetos tocados por los dioses —explicó Raoulz.
—¿Y qué? —preguntó Steven mirando a las tres mujeres con interés—… ¿Os dan miedo? ¿Tres mujeres acobardan a un ejército de mágicos huldre, Raoulz?
En ese instante, una de las ninfas detuvo su marcha y se giró para mirar al grupo que las estaba observando. En especial a Steven. La ninfa, de impactantes ojos azules inhumanos, sonrió con su perfecta boca y lo miró con interés femenino.
Daimhin frunció el ceño ante la actitud del berserker, que cambiaba su rostro a uno más animal y carnal. El mismo que puso cuando la mordió.
¿Por qué miraba a esas mujeres de ese modo?
Entonces, ante la poca colaboración de los huldre, Steven arrancó a correr como un salvaje hacia ella. La mujer dejó ir una risa sardónica, que puso en guardia a los elfos, y aceleró para seguir a las otras dos, que desaparecían entre la grieta de una de las paredes.
—¡Son las ninfas agonía, Barda! —le gritó Electra en el oído—. Las ninfas de Nerthus que ponen a prueba a los buscadores y absorben la energía sexual de los guerreros y se alimentan de ella. Los elfos les tienen miedo porque son las únicas capaces de despertar su lascivia. Y los huldre no creen en eso, no creen en el sexo, por eso no las quieren ni ver.
Daimhin miró de reojo a Raoulz, que tenía los ojos oscuros clavados en el suelo, como si le diera miedo levantar la cabeza.
«Raoulz se ha acobardado», pensó asombrada.
—Pero, Barda… Ese berserker…
—Ese berserker, ¿qué? —preguntó de golpe, observando cómo Steven saltaba a cuatro patas para ir a la caza de las tres Agonías.
—Él no les teme. Los berserkers son carnales, ¿comprendes? No obstante, las Agonías pueden detenerse si ven marcas de propiedad y entienden que el guerrero ya está comprometido.
Electra esperó a que Daimhin comprendiera sus palabras.
La Barda entrecerró los ojos hasta que sólo fueron una línea naranja, clara y rabiosa repleta de conciencia y revelación.
—No. Eso no.
Esa fue la única contestación que dio la vaniria antes de meterse por la misma grieta, en busca de Steven.
El berserker había entrado en otra gruta distinta. Las paredes se volvían a cerrar por arte de magia; pero Daimhin se colocó de lado en el vuelo y logró traspasar la obertura.
Y, cuando Electra y ella llegaron al otro lado, se encontraron con un salón de piedra y una bañera cavada en el suelo en cuya superficie flotaban las flores de la lujuria y el amor: orquídeas. No habían tardado nada en meter a Steven en el agua, ni en empezar a desnudarlo para quitarle la camiseta de tirantes tipo chaleco que cubría su torso. Aunque aún no lo conseguían.
Daimhin no podía creerse que los huldre se hubieran quedado al margen, asustados por la presencia de esas tres bellas y maquiavélicas mujeres. Ellos eran elfos: podían manipularlas si quisieran, ¿no?
Una de las Agonías tomó el rostro de Steven entre las manos y lo besó en los labios; mientras, otra intentaba ocuparse de liberarlo de la constricción de los pantalones y la camiseta. Querían su cuerpo desnudo como si les perteneciera a ellas. Como si tuvieran derechos sobre él. Y a Steven le parecía todo bien.
«No. Ni hablar, chucho».
La marca en el cuello le ardió y los ojos se le oscurecieron de ofuscación. Se llevó la mano a la espalda y liberó su espada samurái. Como si fuera la hija del demonio, de un salto enérgico y calculado, se dejó caer en la bañera.
Las Agonías se dieron la vuelta para mirarla con interés. Después, una de ellas alzó una mano, y una liana se deslizó desde la pared para agarrarle de la muñeca que sostenía la katana.
Daimhin actuó con rapidez y cortó la liana, para después lanzarse contra la Agonía. Pero esta desapareció y volvió a emerger tras ella, por debajo del agua.
—¿Quién eres tú?
—Soy Daimhin —contestó la rubia dándose la vuelta con rapidez, dispuesta a cercenar cabezas—. ¿Y tú quién diablos eres?
—Brunnylda, la líder de las dodskamp.
—¿Qué quieres, vaniria? —preguntó una de las dos Agonías que lamía la garganta de Steven. Este miraba al frente, ajeno a la discusión de las mujeres.
Daimhin quería aplastar el hermoso rostro de esa ninfa odiosa. En cambio, hizo gala de su propio autocontrol y contestó:
—Soltadle. Y devolvedme el objeto que os habéis llevado. Me pertenece.
Las tres Agonías se detuvieron al instante y alzaron las cejas color platino con asombro.
—Es nuestro —contestó Brunnylda—. Y del guerrero que venga a buscarlo. —La miró de arriba abajo—. Déjanoslo y ahora te lo devolveremos. Necesitamos la energía de este guerrero.
—Steven no es vuestro —sentenció la Barda.
La Agonía puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.
—¿Ah, no?
—No.
—Demuéstranoslo. A él no parece importarle que nosotras juguemos con su cuerpo… Y tú no tienes ninguna marca —señaló altiva.
Daimhin dio un paso al frente; el agua a su alrededor se movió con brío. Con gesto firme, levantó su larga melena rubia por detrás de su nuca, se dio la vuelta y le enseñó el mordisco de Steven.
—¡Esta es su marca! ¡Él me pertenece! —Cuando lo dijo en voz alta, se quedó de piedra al escuchar esas dichosas palabras en su boca. Pero, por otra parte, le gustó oírlo. No iba a permitir que esas mujeres lo usaran, y menos delante de ella—. Y dile a tu amiga que deje de ponerle la boca sobre la suya, o le rebanaré la garganta.
La susodicha se detuvo y se apartó ligeramente del berserker a regañadientes.
Al parecer, las Agonías eran unas golfas redomadas, pero creían en el respeto y en las parejas ya comprometidas.
—Ahora, dejad que él salga de ahí y que me lo lleve. Y dadme el objeto.
—Un momento —dijo Brunnylda alzando una pálida mano, emitiendo una carcajada—. Tal vez, has creído que puedes venir aquí y coger lo que es nuestro sólo porque tú lo desees.
—No es porque yo lo desee. Ni Steven ni el objeto son vuestros —replicó Daimhin ofendida—. Sois las ninfas de Nerthus y estáis de su parte, ¿verdad?
—Sí —Brunnylda se cruzó de brazos y se plantó frente a la vaniria.
—Entonces, comprended que no nos queda tiempo, que el Midgard se va al traste, y que depende de mí y de ese objeto que algo de todo esto se arregle. Os interesa ayudarme.
—Un discurso muy bonito, Daimhin —bostezó la Agonía como si se aburriera—, pero tienes que darme algo a cambio. Nosotras nos servimos de la energía sexual de los guerreros para fortalecernos de cara a la gran batalla. Nuestros ejércitos se repliegan para defenderse. Aquí sólo ves tres, pero somos muchas más. Vendrán desde tierras nórdicas y heladas, desde las llanuras ancestrales de los otros continentes… Ellas necesitan proveerse. Nosotras también. Danos algo a cambio para que nuestros dones sigan creciendo. Me darás una cosa por liberar a este delicioso ejemplar de berserker —alzó dos dedos de su mano derecha—, y otra más por darte el objeto que requieres. Es lo justo.
—¿Estás loca? —Daimhin la miró incrédula—. No tengo nada para darte.
—¿Ah no? —La miró a ella y a Steven intermitentemente—. Yo creo que sí. Las dodskamp nos nutrimos de cualquier energía sexual. Lo justo es que nos des lo que nos has quitado. O te prometo que no saldrás de aquí, vaniria. Díselo tú, hada —pidió la colaboración de Electra.
Electra la miró avergonzada y afirmó con la cabeza.
—Las Agonías no se echarán atrás, Barda.
Daimhin oscureció el semblante y negó con la cabeza.
—No voy a daros nada.
—Guerrera —Brunnylda sonrió sabiendo que lo que pedía era comprometido—. Vas a hacerlo. Incluso, si así lo deseas y estás más cómoda, os dejaremos intimidad. —Chasqueó los dedos y desaparecieron ante sus ojos, como por arte de magia—. Ofréceme el sexo que nos has robado, y nútrenos de poder. A cambio, te devolveré al hermoso macho.
En ese instante, sintió que el agua tras ella se removía y que un fuerte torso se pegaba a su espalda. La respiración pesada del berserker la puso nerviosa.
—Vas a hacerlo, Daimhin —le dijo Steven al oído—. Porque no tenemos tiempo ni margen. Debemos hacerlo.
—Apártate, maldito —le ordenó ella, mirándolo con rabia y ofendida porque Steven no hubiera presentado ninguna resistencia ante su influjo. Además, estaba asustada por lo que se suponía que debía hacer—. ¿Ya has despertado? Hueles a ellas.
Aunque Steven ya no parecía afectado por la energía de las Agonías, sí reflejaba pesar por la violenta situación. Daimhin quiso arrancarle esa expresión de la cara a bofetadas. Ella odiaba la compasión; y aunque se bloquearía si Steven iba más lejos de lo que ella era capaz de aceptar, no permitiría que le tuviera pena. Apretaría los dientes, como siempre había hecho. Soportaría el martirio; y, al acabar, dejaría ese recuerdo atrás, o lo borraría, y se centraría en el presente.
—¿No hay otra salida, Electra? —preguntó Daimhin atribulada por las circunstancias—. ¿Seguro? —El hada movió la cabeza en señal de negación—. Los huldre son los únicos que pueden sacarnos de aquí, pero no van a entrar aquí para liberarte. Temen demasiado a las Agonías. Y yo no tengo magia para abrir lo que ellas han sellado en esta cueva —explicó rendida.
Ella mejor que nadie conocía a las Agonías; y si no se les daba algo a cambio del objeto no dejarían escapar a su presa. A no ser que Nerthus intercediera, y, a diferencia de lo que hizo la diosa con Nanna y Balder en Galhoppiggen, al parecer, la Diosa Madre estaba de acuerdo esta vez con el modo de proceder de sus dodskamp.
—Daimhin…
La joven, sobrepasada por la situación, se dio la vuelta de golpe y encaró a Steven gritando a pleno pulmón.
—¡Esto es por tu culpa! —Lo empujó con todas sus fuerzas y Steven cayó en plancha en la otra punta de la amplia bañera—. ¡Por tu estúpido instinto animal y… y mujeriego! —Hundió las manos en el agua, lo agarró de la cresta y lo sacó de nuevo a la superficie.
—¿Mujeriego? —expulsó el agua por la boca—. ¡Son malditas hechiceras! ¿Qué esperabas? Es la primera vez que las veo, no he podido girarme acobardado como han hecho Raoulz y el resto —apuntilló con saña—. Con el rabito entre las piernas, por cierto.
—¡Eso es porque ellos son seres puros y sobrenaturales que no se dejan influenciar por un par de tetas y un vestido transparente! ¡El sexo no mueve su vida a diferencia de ti! ¡Están limpios!
—¿Limpios? ¡¿Sabes por qué no las miran?! —replicó ofendido por sus acusaciones—. ¡Porque caerían como moscas! ¡Qué decepción! Raoulz, el príncipe de los huldre, aterrado por tres mujeres porque se le pone dura y no quiere echar su castidad por tierra…
—Él, al menos, no ha ido como un perro salido a por ellas —le increpó.
—Tardáis demasiado —dijo la voz de Brunnylda—. Le quitaré el chaleco a…
—¡No lo toquéis! —Les prohibió Daimhin llena de ira, colocándose frente a él, con los brazos abiertos, para que ninguna de ese trío pudiera ponerle las manos encima—. ¡He dicho que lo haré yo! ¡No os metáis!
Daimhin alzó la cabeza y sus ojos mágicos y furibundos se clavaron en los de Steven.
Pasaron largos segundos en los que Daimhin aprovechó para pensar en su hermano y su familia, y decidió que si tenía que tener sexo con Steven, por el bien de los demás, lo tendría. No era nada nuevo para ella. No podía quedarse ahí. Tenía un objeto que encontrar, y gente por la que luchar. Ellos contaban con su presencia. No podía decepcionarles…
—Esto es lo que andabas buscando desde que me viste, ¿verdad? Tu mirada siempre ha reflejado lo mismo hacia mí, ese tipo de interés —dijo ella enfadada por la situación—. Todo se mueve alrededor de lo mismo.
—¿De qué hablas?
—De sexo, berserker —enfatizó desganada—. Del maldito sexo que todo lo contamina. Está bien. —Dio un paso hacia atrás para separarse de él, tragó saliva y dijo—: Empieza. No tengo todo el tiempo.
El berserker frunció el ceño, sobrepasado por la voz dura de la vaniria, su mirada de asco, y su pose defensiva. Todo un conjunto de desdén y rabia.
—Daimhin, no tienes que temerme. Yo nunca… No te haré nada si no lo…
—¿Si no lo deseo? Por supuesto que no lo deseo —escupió furiosa—. Pero sea lo que sea lo que tengo que encontrar, está por encima de ti y de mí. Mis necesidades no importan.
—No —Steven levantó la barbilla con honor—. Estás equivocada. A mí sí me importan.
—¡Cállate de una vez y empieza! —gritó, con los puños apretados a cada lado—. ¡Cuanto antes acabemos mejor! ¡Antes me podré limpiar y hacer como si nada de esto hubiera pasado!
—Pero, Barda… ¿qué crees qué te haré?
—Sé lo que es esto —aclaró ella sin mover un músculo de su cara—. Pasará antes de lo que espero. Tú te desahogarás; y, después, yo me recuperaré y me limpiaré. Por eso, quiero que empieces ya y lo acabes.
Nunca, en sus veintidós años, se había sentido tan sucio y tan señalado como en ese momento. Daimhin lo ponía a la altura de los hombres que la habían retenido durante tantos años… Y eso le destrozaba el corazón.
No era justo. Pero, por otra parte, intentaba comprender el modo de pensar de la hermosa rubia, princesa de las hadas, maltratada por humanos. Todos hombres. Y el intentar comprenderla y compartir su dolor era lo que le salvaba de no agarrarla y tomarla con la rabia y el deseo que, en realidad, recorrían su cuerpo.
Le estaba insultando al tratarlo así.
Aiko le había contado, en la Sala de la Buena Esperanza, que las cicatrices de los dos hermanos eran muy profundas, y que aunque las exteriores empezaban a sanar, eran las del alma las que más mimo y tiento requerían.
Pero había un problema: ellos no disponían de tiempo para subsanarlas.
La japonesa también había sido despertada por Nerthus y avisada de la importante labor que tenían entre manos. Despertar los dones auténticos de los bardos, sólo se conseguiría a través de la vinculación, con la llegada del comharradh. Eso implicaba relaciones sexuales, pero no sólo sexo: en cada acto debía estar presente el amor. Y la vaniria había utilizado una pastilla Riley para empezar a asediar el cuerpo y el corazón de Carrick. Y lo había hecho con éxito.
El caso de Steven era distinto. Porque si Daimhin, que merodeaba por su mente, se enteraba de la existencia de las Riley, entonces, se cerraría en banda y le obligaría a deshacerse de ellas. Por eso, Steven le había pedido un favor a Aiko: que cubriera ese secreto mentalmente, que le ayudara a esconderlo del control de Daimhin.
Aiko había sonreído como si tuviera gran facilidad para ello, y noblemente aceptó ayudarle. Porque ambos, tanto Steven como ella, sabían que lo más importante era la supervivencia del Midgard, y si podían ayudar a conseguir que se mantuviera en pie, lo harían, aunque con ello tuvieran que chantajear a sus auténticas parejas de vida.
—¿Tallas a todos con el mismo rasero? —preguntó de golpe Steven, afectado por sus palabras.
—A todos —contestó Daimhin alzando la cabeza—. Menos a mi hermano, y a los que sufrieron como yo. Nadie me ha demostrado lo contrario de lo que pienso, y no espero que seas tú quien lo haga.
—Es una pena, Barda. —Steven chasqueó con la lengua y se acomodó en la pared de piedra que delimitaba aquella inesperada cuna de agua, o bañera del amor.
—¿Qué es una pena? —quiso saber ella, estudiándolo de arriba abajo.
—Es una pena tener que echar todas tus suposiciones por tierra.
—¿Cómo has dicho?
—Lo que oyes, Daimhin. No pienso mover ni un solo dedo para tocarte. No voy a hacerlo. Si quieres, algo —arqueó las cejas—, y ambos sabemos que lo necesitamos para salir de aquí y seguir con el viaje, acércate y tómalo. No voy a ser otro más en tu maldita, siniestra y repugnante lista negra.