Capítulo 10

El Salón de la Buena Esperanza era una catedral intraterrena parecida a un anfiteatro, cubierta por ramas y raíces gruesas, musgo, roca blanca y brillante, pequeñas cataratas y ríos que derivaban en caminos y reposaban en lagos y estanques.

Nunca podría haber imaginado que en las entrañas de la tierra habría tanta belleza y tanta vida. Su padre y su madre les contaron que igual que era abajo era arriba. Se le llamaba Principio de correspondencia. Y ahora lo entendía.

En uno de los lagos se reflejaba la luna, que iluminaba toda la amplia gruta con su resplandor. Daimhin miró hacia arriba para comprender cómo esta estaba ahí reflejada, y encontró un gran orificio en el techo que se suponía ascendía hasta la superficie de la tierra; y era por ahí por donde asomaba el astro de la noche, como un niño que se aupaba a una ventana para ver lo que había tras ella.

Extraños pájaros luminosos jugaban a través de las mimosas y enredaderas que recubrían cada recoveco, balconada natural y grieta del coliseo mágico.

Los huldre se hallaban en el centro, sentados sobre una roca lisa a modo de plataforma, cogidos de los hombros los unos con los otros, orando y creando círculos concéntricos, meciéndose de un lado al otro, alrededor de un altar de piedra verde esmeralda.

Los elfos eran seres hermosos y extraños. Altos, de suaves formas, sin demasiada masa muscular… Las mujeres vestían con túnicas verdes adornadas con cenefas doradas tanto en las mangas como en el cinturón. Tenían el pelo negro y absolutamente lacio, con largos flequillos, y algunos enmarcaban sus ojos alargados de todo tipo de colores.

Y los hombres llevaban ropas con las mismas tonalidades que las de las féminas, a excepción de que ellos usaban mallas verdes oscuras y botas de piel marrón.

Raoulz no la soltó de la mano en ningún momento mientras levitaron, como dos plumas, pasando por encima de las cabezas de los huldre hasta posarse sobre el altar de piedra esmeralda. Un altar parecido a la tarima de un orador electoral.

Cuando los elfos vieron a Daimhin, todos dejaron de orar y cantar, y enmudecieron ante la belleza de la joven y ante lo especial de su presencia.

Raoulz levantó una mano para que todos les atendieran y se dispuso a recitar un discurso.

—Desde tiempos ancestrales —dijo el elfo con voz melódica e hipnotizadora—, hemos sido nosotros los que entrábamos en contacto con todos aquellos humanos especiales que nos podían oír y ver. Aquellos destinados a preservar un mensaje de paz y armonía entre mundos, y nunca fueron muchos —aclaró—. Nosotros fuimos en busca de esos pocos bardos, poetas y trobadores para mostrarles que la magia existía, y que, en realidad, no estaban solos. Debían transmitir ese mensaje de generación en generación a los humanos. Pero cuando la oscuridad asoló el Midgard y los hijos de Loki nos dieron caza, decidimos ocultarnos en el interior de la Madre Tierra, y orar por ellos en la distancia, para preservar nuestra estirpe. Nerthus nos cobijó en su Midgard, ocultándonos a ojos del Reino medio. Hasta el día de hoy. Puede que la guerra que arde en la superficie no tenga nada que ver con nosotros —señaló con voz dura—, pero se lo debemos a nuestros hermanos mayores Alfheim, los elfos de la luz del Asgard, y a nuestra diosa, Nerthus. Y es nuestra misión ayudar a la princesa barda.

«¿Princesa barda?», se preguntó Daimhin extrañada. ¿Ella? ¿Una princesa? ¿De qué hablaba el elfo?

—Daimhin —Raoulz alzó la mano que sostenía y se arrodilló ante ella—. Eres la única barda pura que reside en el Midgard.

—Mi hermano Carrick también lo es —le rectificó ella—. Por cierto, ¿dónde está? —miró a su alrededor en su busca.

Los ojos plateados de Raoulz chispearon.

—Carrick es un bardo distinto a ti. Vuestro padre Gwyn os formó muy bien, igual que a él le formó su padre en Casivelania, cuando aún eran simples humanos… Igual que tu bisabuelo formó a tu abuelo. El don de los druidas bardos se transmite de generación en generación, igual que sus conocimientos. Pero el don no es el mismo para todos. Por eso estáis aquí. Por eso os hemos rescatado. Los elver huldre más ancianos —señaló una gruta en la que tres elfos de pelo blanco se habían mimetizado con las raíces de los árboles intraterrenos hasta casi ser absorbidos por ellos. Su piel curtida tenía restos de corteza y musgo y sus ojos azules estaban cubiertos por la tela grisácea de los invidentes— hablan de un mensajero que vuela a gran velocidad hacia un bardo puro y mágico. El mensaje que tiene para dar puede cambiar el sino de nuestra realidad. Barrimos toda la superficie terrestre en busca de ese ser, y os encontramos a vosotros, justo en el instante en el que los Svartálfar os atacaban. La providencia y la visión de los ancianos han obrado el milagro. Por eso seguís aquí con vida. El mensaje será dado a uno de vosotros dos. Y en vuestra travesía, nosotros os asistiremos hasta el final. Es nuestro deber.

—¿Qué mensaje? ¿Y mi hermano? —Daimhin miró a Steven, preguntándose si él sabía algo más sobre lo que se suponía que iba a suceder.

El berserker, que había dado un gran salto hasta caer en cuclillas entre la multitud de elfos que lo miraron extrañados, se hizo espacio casi a codazos hasta ubicarse a menos de tres metros de ella entre los huldre.

Steven le transmitió tranquilidad con la mirada. Él estaba ahí y ella no tenía nada que temer. Realmente, nadie podría hacerle daño en ese lugar. Estaban protegidos por Nerthus, y los elver huldre eran amigos. Lo único que debían hacer era esperar a recibir ese mensaje y, después, irse.

Raoulz había dicho algo con lo que la joven no estaba de acuerdo. Carrick era tan bardo como ella. Podía orar y escribir como cualquier druida con amplios conocimientos. Lo único que les diferenciaba era el don de sus voces. Ella podía cambiar estados, despertar intuiciones e ingenio y grabar conocimientos en otros, siempre y cuando lo dijera cantando. Carrick prefería escribir en vez de orar.

En ese instante, un elfo más acompañaba a Carrick levitando sobre el altar, y lo depositaba justo al lado de su hermana.

En cuanto lo vio, Daimhin lo abrazó con fuerza, aunque no le pasó desapercibido el olor a vinculación que exudaba su cuerpo. Un aroma agradable y, al mismo tiempo, muy potente.

La joven se apartó de golpe y frunció el ceño.

Carrick, en cambio, la tranquilizó acariciándole las trenzas de su peinado.

—Estás preciosa, piuthar.

Ella lo miró de arriba abajo. Carrick no sólo estaba hermoso, como si estuviera acostumbrado a llevar aquellas ropas de hojas, cuero y oro. Había algo en su aura, algo en su actitud que afectaba a su rostro y lo relajaba, como un sedante. Sin embargo, sus ojos marrones estaban más vivos que nunca. Y ese extraño aroma en su piel, como si las flores de la noche se hubieran abierto para rebozarlo en su polen…

—¿A qué hueles? —le preguntó en voz baja.

Lo cierto era que Carrick no le supo contestar, porque ni él comprendía ese olor de vinculación. Había tenido un sueño muy húmedo y muy hermoso con Aiko. Él, que sólo tenía pesadillas y terrores nocturnos, por fin había alejado la oscuridad y se había llenado súbitamente de besos, caricias y palabras de amor y aceptación.

Fue maravilloso. Incluso, cuando abrió los ojos, justo después del segundo orgasmo, estaba húmedo, y podía descifrar el olor de la sangre en esa zona de su cuerpo, pero no lo comprendía… ¿Sangre de quién? Estaba limpio por completo. Y había sido sólo una aventura astral.

Se convenció de que había sido todo un sueño, aunque con connotaciones muy reales. Eso era todo. No obstante, si antes se había sentido posesivo con Aiko, después de tener ese sueño con ella lo era mucho más.

La japonesa era su amarre entre el mundo de las sombras y el de la luz, su boya en el mar más agitado… Sentía que la había amado toda la vida, sin saber siquiera que existía. Era amor. Amor vanirio, loco, desesperado e irracional.

Y para alguien acostumbrado a controlar su furia y a dominarlo todo, ese súbito conocimiento, aquellos repentinos sentimientos, eran refrescantes y lo inundaban a uno de vida. La pregunta era si Aiko estaba dispuesta a no beber de él. Era muy difícil, y lo sabía. Pero si su cáraid se asomaba al mundo de sus tinieblas, y viera lo sucio que en realidad estaba, lo abandonaría; y peor aún: ella también se mancharía.

Y no lo podía permitir. Ya era suficiente con que uno de los dos estuviese tarado.

—Bardos —los llamó Raoulz, tomándoles de los hombros para colocarlos de cara al gran agujero que había en el techo por el que se asomaba la luna—. Sólo uno de los dos será el gran receptor. Ha llegado el momento.

—¿Y quién se supone que nos va a traer el mensaje? ¿Un pájaro? —preguntó Carrick.

Daimhin todavía lo seguía mirando de reojo, asombrada por el cambio patente que presentaba su hermano; como si, de repente, se hubiera sacado de encima más de media condena. ¿Por qué? ¿Qué había sucedido?

Daimhin levantó la mirada, más pendiente de buscar a Aiko que de esperar que viniera nadie a entregarle ningún mensaje.

Encontró a la japonesa vestida más o menos como la habían vestido a ella, ubicada al lado de Steven. Ambos hablaban sobre algo que no podía oír… Y le pareció irritante y extraño, porque estaba en la mente de Steven, anclada ahí, pero entonces, ¿por qué no podía oír sus pensamientos?

—Sólo debemos esperar a recibir el mensaje. Paciencia.

Daimhin se concentró en el orificio del techo, esperando algo que desconocía. Los elfos, que permanecían agarrados unos a otros, seguían meciéndose, cantando en voz muy baja y repetitiva.

—Las voces de nuestros huldre guiarán al mensajero hasta aquí —le susurró Raoulz al oído. Daimhin no se apartó, lo miró por encima del hombro sin inmutarse.

—¿Quién es el mensajero?

—Ahora lo sabremos.

Con sus ojos naranjas fijos en el enorme hueco de la piedra, empezó a escuchar un extraño aleteo, tan veloz como el de un colibrí, pero menos pesado.

La Barda se agarró a la baranda de jade del altar, inclinándose hacia delante… Lo que viniese tenía alas, estaba convencida.

—Ya se acerca —dijo Raoulz, igual de concentrado que ella.

Carrick se acercó a su hermana y le sostuvo la mano para apretársela con complicidad. Ambos se miraron, expectantes como todos los allí presentes. Y, entonces, a través del embudo de piedra, salió una luz que volaba haciendo círculos. Su luz se reflejaba en el agua en la que la misma luna se plasmaba.

El ser se detuvo en el lago, como si mirase su propio reflejo. Después tocó el agua con la punta de los pies provocando ondas en el espejo líquido. A continuación, siguió sobrevolando la gruta, pasando entre los pelos y las orejas de los huldre, hasta que se detuvo a dos palmos de Daimhin, suspendida en el aire, ignorando por completo a Carrick.

La vaniria achicó los párpados con incredulidad y descubrió que no era ni un colibrí, ni una libélula… El supuesto mensajero que debía hablar con uno de los bardos era, nada más y nada menos, que un hada.

Y el hada la había elegido a ella.

Los bardos como ellos conocían a todos los seres feéricos, y no por haberlos visto, sino porque les habían instruido sobre esas entidades desde bien pequeños. Sabían que eran especiales y que se comunicaban con las personas sensibles y mágicas.

Desde que se había lanzado por la grieta con Steven ensartado por su espada no sólo había luchado contra purs y etones ponedores de huevos… Aiko había resucitado de su muerte. Los Svartálfar les habían atacado, los huldre se encargaron de salvarlos y sanarlos, y Nerthus se había aparecido ante ellos para decirles cuál era su nueva misión.

Y ahora, era un hada quien había decidido que el bardo elegido sería ella y no su hermano Carrick.

Les habían explicado que del mismo polvo de la creación nacieron las hadas. Que habían muchos tipos, y que los dioses las guardaban en cajas llamadas handbök para ser utilizadas más tarde en el juego de buscar tesoros. Las hadas eran guías para aquellos hacia los que iban predestinadas. Esa en particular era una mujer, de pelo negro muy corto, vestida en oro, cuyo polvo mágico iluminaba su silueta. Las hadas solo hablaban con bardos y con valkyrias, y había sido así desde tiempos ancestrales.

Ella era la Barda, no había pérdida.

—Hola —musitó Daimhin admirada por la sutil belleza de aquel ser volador—. ¿Cómo te llamas?

El hada voló hasta colocarse casi sobre su nariz. Le dio un beso en la punta y le dijo:

—Electra.

—¿Electra? Bonito nombre… ¿De dónde vienes? ¿Qué quieres?

—Vengo de las tierras heladas de Noruega. He acompañado al hijo del Alfather y a su mujer, en su búsqueda del objeto.

—¿Al hijo del Alfather?

—Sí. Al dios dorado —explicó con clara evidencia—. Y a la valkyria que no es valkyria… Ellos ya han cumplido su cometido. Ahora te toca a ti.

Aunque Daimhin no comprendía de quiénes estaba hablando ni tampoco qué habían hecho, sí que ansiaba saber por qué Electra contactaba con ella.

—¿Qué debo hacer?

—Soy un hada especial, la única que puede guiar a dos personas en un mismo vuelo.

—¿Guiar a dos personas?

—Sí —revoloteó y dio una vuelta sobre su propio eje—. Después del hijo del Alfather, cuyo falso nombre es Noah, te toca a ti, Daimhin —sonrió con dulzura—. Te guiaré hasta tu objeto mágico.

¿Noah? ¿El berserker de pelo blanco y ojos de color de sol era hijo del Alfather? ¿Cómo era eso posible?

—¿Cuál es mi objeto mágico?

—Eso no lo sé.

—Tengo que ir en busca de un objeto… ¿Yo? —repitió anonadada.

—Claro. Los dioses lo han guardado sólo para ti. —La señaló con el índice y el culo en pompa.

Increíble. ¿Los dioses contaban con ella para algo? ¿Por qué?

—Cuando Electra te lleve hasta tu objeto, se irá —prosiguió la diminuta criatura alada. Agitó las alas con fuerza—, para por fin reunirse con sus hermanas y descansar largamente sobre las flores, en un sueño rejuvenecedor. —Juntó sus manos y apoyó la mejilla en ellas, como si fuera a dormirse.

—Morirás —aclaró Daimhin crudamente.

—Sí. Moriré.

Daimhin sonrió compasiva. Las hadas no le daban importancia al hecho de morir porque para ellas era como hibernar. Una vez que volvían a obtener la energía de la flora mágica de su reino, revivían de nuevo.

—¿Cuándo empieza mi viaje? —preguntó la vaniria.

—Ahora mismo. Debes despedirte de tu hermano. Él no puede venir.

—¿Él no puede? ¿Por qué no? Mi hermano viene conmigo a todos lados —replicó recelosa.

—Esta vez no.

—Dame una razón.

—Porque es un bardo distinto a ti, y yo sólo puedo hablar con uno. Sólo con uno. Carrick tiene otra misión que cumplir… —Electra dirigió sus ojos claros hacia su hermano—. Él deberá ir en busca de ayuda y después regresar para unirse a vuestro cometido. Que reúna a los ejércitos para luchar.

—Pero ¿hacia dónde iremos?

—Aún no lo sé. Está en movimiento…

—¿Y cómo sabrán dónde tienen que ir?

—Sois hermanos, ¿no? Los vanirios tenéis lazos mentales con los de vuestra misma sangre.

—¿Qué dice el hada, piuthar? —preguntó Carrick.

—Que debemos separarnos —contestó acongojada—. Tú debes ir en busca de ayuda y después nos reuniremos para luchar juntos. Mientras yo voy en busca de un objeto que los dioses tienen para mí.

Carrick tomó aire por la nariz y bajó la cabeza. No soportaba dejar a su hermana sola. Pero, en poco tiempo entendía que el Fin llegaba a pasos agigantados y necesitarían mucha ayuda para mostrar resistencia.

—No te quiero dejar, Daimhin.

—Ni yo que me dejes —susurró ella asustada.

—Nosotros acompañaremos a la princesa Daimhin para que logre su objetivo —dijo Raoulz sin inflexiones—. No permitiremos que le suceda nada. Puedes ir tranquilo, Carrick. Su misión también es la nuestra.

—Debéis partir ya —les ordenó Electra—. Hay mucho por hacer. El joven Bardo debe dar el aviso cuanto antes y tú debes hallar el tesoro. —Tiró de un mechón de pelo rubio de Daimhin—. Los Svartálfar no tardarán en encontrar los reinos de los huldre… Vienen hacia aquí. Los destruirán. Y también saben lo especiales que son los Bardos. No descansarán hasta dar con ellos.

Los ojos plateados de Raoulz se impregnaron de una profunda tristeza y melancolía mientras miraba su hogar, esa gruta plena de vida y alegría, poblada de huldre y demás seres mágicos de Nerthus que querían destruir. El mal pisaba fuerte en el Midgard, sin contemplaciones y sin compasión.

—Nosotros estamos preparados para partir —les informó Raoulz. No podían demorarse más. Si los Svartálfar les estaban buscando no tardarían en hallar la cueva sagrada con su magia negra—. ¡Que los guerreros vengan conmigo! —gritó alzando un bastón de madera que reposaba en su espalda—. ¡Ha llegado la hora!

Un centenar de elfos alzaron sus bastones y gritaron al unísono.

Los demás, sentados en círculos, la mayoría mujeres, ancianos y niños, continuaban meciéndose y orando en voz baja, como un runrún constante.

Daimhin los miraba confusa. ¿Ellos se iban a quedar ahí?

—¿No os lleváis a los demás? —preguntó de golpe.

Raoulz negó con la cabeza, dispuesto a exponer sus razones.

—Nuestro pueblo necesita otro lugar en el que vivir y nacer. Otro reino mágico al que amar y proteger… Aquí ya no hay amor que dar ni recibir. Por eso, ascenderán de dimensión con sus cánticos y desaparecerán… Buscarán otro hogar mejor. Fuera de los Nueve reinos del Asgard. A nuestro pueblo no lo rigen las leyes de Nerthus o los aesir. A nosotros sólo nos atrae el curso de la vida.

—¿Crees que hay más reinos? —Daimhin no lo creía.

—Vivimos en una realidad infinita, mi princesa. Hay tantos mundos como dioses y estrellas. Sólo hay que descubrirlos.

Ella admiró el bamboleo de los elegantes cuerpos de esos seres. Sus ojos cerrados, su melenas lisas y oscuras, moviéndose al mismo ritmo; sus pieles con cenefas de otras tonalidades más marcadas y las orejas puntiagudas… Ellos verían otras realidades algún día.

—Ojalá yo pudiera ver esos mundos alguna vez… —deseó en voz alta.

Raoulz le colocó una mano sobre el hombro.

—Siempre hay una posibilidad, princesa. Siempre hay una solución, si esa es tu voluntad.

Carrick bajó del altar y pasó con cuidado entre los huldre que meditaban y cantaban, a punto de alcanzar el éxtasis.

Steven y Aiko permanecían de pie, hablando el uno con el otro, pero se callaron cuando él se aproximó. El berserker tenía los ojos muy amarillos clavados en el huldre que adoraba a Daimhin, y Carrick podía comprender qué era lo que pensaba, porque él, para más sorpresa, pensaba igual. Por fin algo en lo que podían estar de acuerdo.

Raoulz era el príncipe de los elver huldre, y tenía un más que evidente interés hacia Daimhin. Y era sorprendente, porque aunque alguien como su hermana estaba hecha para un mundo de elfos y hadas, Carrick sabía que sólo había un hombre que la protegería mejor que él mismo. Y ese era Steven.

Lo sabía por su aguerrida fachada; lo reconocía por su inflexión y su actitud protectora hacia su piuthar. Y, ante todo, lo veía porque miraba a Daimhin como él miraba a Aiko, como si fuera el hogar por el que luchar, la mujer a la que amar y el alma que iluminar.

Los berserkers lo llamaban kone. Los vanirios lo llamaban cáraid. Pero su devoción era la misma.

Los ojos oscuros y rasgados de Aiko lo miraron de arriba abajo y se iluminaron con algo parecido a la lascivia o al hambre.

Carrick se incomodó y notó que se endurecía. Aquello no era nada normal. Se estaba volviendo loco por culpa de la japonesa.

—Aiko —Carrick le ofreció la mano con la palma hacia arriba—. Vamos a viajar hasta Wester Ross, a avisar a los cabezas rapadas. Vienes conmigo.

A la vaniria le hizo gracia la orden imperativa, sin darle opción a la réplica o a la negación. Le gustó que se sintiera posesivo con ella. Carrick no lo notaba, no lo sabía, pero ella estaba en su cabeza sin que él se diera cuenta. Lo sabría todo. Se enteraría de todo, porque su don había sido revelado y lo utilizaría para su propio beneficio.

Le comprendería antes de que él se comprendiera a sí mismo. Habían hecho el amor por primera vez. Carrick se quedó adormecido después del segundo intercambio, tiempo que ella aprovechó para limpiarse y limpiarlo a él. Aunque el olor a la sangre de la verdadera pareja era casi imborrable, había hecho un buen trabajo.

Se sentía un poco dolorida. Pero todo había merecido la pena. Carrick era perfecto para ella. Y lo quería a su lado siempre. Su sangre era un manjar delicioso que ni los mismos dioses podrían igualar. Ahora, después de haber bebido dos veces de él, Aiko aceptó la mano de Carrick con gesto resuelto.

—Suerte, berserker —le deseó Aiko a Steven—. Recuerda lo que te he dicho: ten paciencia.

—Gracias, japonesa —contestó Steven, sin perder de vista a Raoulz y a Daimhin.

—Steven —el tono de voz de Carrick le impelió a prestar atención—. Estás a cargo de mi hermana. Mi hermana no es cualquiera —le aclaró—, y tampoco es fácil de llevar. Estamos hechos de otra manera, forjados en otra realidad distinta a la tuya; pero eso no quiere decir que seamos de piedra y que no deseemos amar. —Echó un vistazo a Aiko, que le escuchaba con mucha atención—. No dejo el cuidado de mi hermana ni a los huldre ni a Raoulz. Te lo dejo a ti, crestas. Y más vale que estés a la altura de alguien como ella. Yo volveré para ayudaros en cuanto mi hermana me diga hacia dónde nos tenemos que dirigir. Volveremos con refuerzos. Lo prometo —le ofreció una mano de amistad y honor.

Steven la aceptó.

—Pero prométeme tú algo a cambio, berserker.

—¿Qué?

—Que tú la mantendrás con vida hasta entonces. Que pensarás en ella antes que en ti y que sus deseos estarán por encima de los tuyos.

—Ni lo dudes —contestó con humildad—. Carrick, no está de más decirte que, si tú has encontrado en Aiko a tu pareja, yo, aunque no te guste, he encontrado en tu hermana a la mía. Quien quiera hacer daño a Daimhin tendrá que pasar por encima de mi cadáver.

Se dieron un fuerte apretón de manos, mirándose directamente a los ojos, como dos guerreros de palabra incorruptible.

—Tened buen viaje. Y hallad lo que dejaron los dioses para vosotros —finalizó Carrick.

—Eso haremos, vanirio. Suerte a los dos, y abrid bien los ojos. Cuidaos el uno al otro.

Con esas últimas palabras, Carrick y Aiko regresaron de un salto al altar donde aún permanecía Daimhin esperando que su hermano subiera a despedirse.

Cuando ambos se detuvieron frente a ella, a Daimhin el corazón se le encogió. Se quedaría sin Carrick. Él se iría. Los ojos naranjas se le llenaron de lágrimas y su boca tembló con incontenibles pucheros.

Carrick dio un paso adelante y la abrazó con fuerza.

Mo ál Daimhin… Mi bella Daimhin.

—Sigo sin comprender por qué nos tenemos que separar —lloriqueó ella contra su pecho. Estaba tan acostumbrada a tenerle a su lado que no sabía cómo iba a actuar cuando él no estuviera.

—¿Quién me va a cantar para que pueda dormir? —le recordó él hundiendo la nariz en su pelo.

—Calla, tonto. Seguro que Aiko sabe cantar…

Carrick sonrió. Sí, seguro que sí. Aunque lo hiciera en japonés.

—Daimhin, escúchame bien —la tomó de los hombros—: Debes obedecer a Steven. Haz todo lo que él te diga. Es un gran guerrero y estará a cargo de ti y de tu protección. Los huldre os van a ayudar y a acompañar en vuestra travesía, pero… Steven sabe qué es lo que mejor te conviene.

—¿Por qué confías en él de repente?

—Porque no me queda otra. Porque tú lo haces. —La besó en la frente. Carrick sabía que Daimhin estaba un poco más abierta a las atenciones de Steven y que continuamente buscaba su contacto visual, para asegurarse de que seguía ahí. Eso quería decir que empezaba a tener necesidad de él—. Te quiero, piuthar. Nunca lo olvides.

—Y yo a ti, Carrick.

—Nos veremos pronto —se despidió Aiko con una sonrisa.

Daimhin asintió, compungida y con la barbilla temblorosa.

A continuación, Raoulz les mostró un camino intraterreno a través del cual la pareja desapareció. Les deseó suerte en el idioma de los huldre, y después se fue a tranquilizar a la vaniria, que se limpiaba las lágrimas con disimulo.

—No te preocupes, bom priumsa. Ellos estarán bien. Los huldre tenemos miles de caminos intraterrenos que conectan con puntos de todos los países. Es muy difícil que los jotuns den con ellos, porque están protegidos por Nerthus. Por ahora, Carrick y su acompañante tienen vía libre. No tardarán mucho en llegar a Inglaterra. Un día y medio en tiempo de los humanos.

—¿Y nosotros?

—Nosotros —intervino Steven a su espalda, desafiando a Raoulz con la mirada— vamos a seguir el vuelo de Electra. Ella nos llevará hasta el misterioso objeto. Y una vez sepamos de lo que se trata, veremos qué hacer con él.

Raoulz sonrió seguro de sí mismo, de acuerdo a sus palabras.

Steven apartó a Daimhin del círculo de acción de Raoulz, que parecía influir en ella, y la tomó de la mano.

—¿Te molesta que te coja? —le preguntó Steven marcando territorio como los perros.

—Eh… no. Pero no hace falta.

—Sí la hace, sí.

Daimhin observó sus manos unidas y aceptó que se estaba acostumbrando a su contacto y que cada vez le gustaba más.

«Esto no puede estar pasando», se repetía ella en su cabeza.

En ese instante, los huldre que se mantenían orando en círculo se empezaron a desdoblar.

Daimhin no daba crédito a lo que veían sus ojos, realmente fue asombroso. De repente, desaparecieron, y toda su tribu ascendió a otra dimensión.

Una dimensión a la que ellos, con sus pecados y sus manos manchadas de sangre, tal vez no ascenderían jamás.

—Electra —le dijo Steven al hada—, guíanos.

Electra asintió con muchas ganas. Acto seguido, el berserker, la vaniria, el príncipe huldre y su ejército, que eran los únicos que permanecían en la gruta, siguieron a ciegas a la diminuta mujer, que se internó a través de otro túnel, cuya oscuridad y fin podría llevarles con mucho esfuerzo y sacrificio al amanecer de un nuevo día, a una aventura que tendría su principio y, si las cosas no salían bien y no utilizaban las pocas oportunidades que tenían, su contundente final.