Asgard.
Odín, rabioso y arrepentido, contemplaba como espectador privilegiado desde su trono en el que todo veía lo que iba a provocar el Timador en aquel mundo medio.
Su mundo medio.
De nada sirvió haber retenido a Loki en una cárcel de cristal eterna.
De nada sirvió ofrecer un ojo y parte de su alma para ver el futuro de la vida y de los dioses.
Tanto perdido, tanto entregado, tanto llorado… Y nada podía hacer por el devenir del Midgard y de sus hijos.
Loki, su archienemigo, su némesis, se erigía en el punto electromagnético más fuerte y despierto del orbe, dispuesto a utilizar su vara y abrir un portal hacia todos los mundos oscuros que él lideraba.
Con Lævateinn clavada en el centro de aquel lugar de la Tierra, el único portal más fuerte y poderoso de aquel momento, Loki abrió los brazos y miró al cielo oscuro y tormentoso.
El Midgard temblaba una y otra vez. Las sacudidas eran terribles. Para él, Balder había muerto de nuevo; y creyendo eso no habría modo de que los dioses ni los humanos abrieran otra puerta con tal de librarse de la que se les venía encima. Era imposible.
Odín podía leer en la mirada ennegrecida del hijo de los jotuns que aquel era el destino de la humanidad. Que no habría regreso del dios dorado, porque, lo había matado él mismo con la madera de su bastón, hecha de ramas de muérdago.
Muérdago con el que ya lo había matado una vez.
Loki soltó una carcajada histérica.
Empezó a llover y a tronar, y un increíble remolino, un tornado, se creó sobre su cabeza.
—¡Llamo a mis mundos para que vuelvan a la vida! —gritó con sus ojos oscuros fijos en el remolino—. ¡Convoco a Muspelheim y sus gigantes de fuego; clamo por el Jotunheim y sus gigantes de hielo y piedra! Reclamo a Svartalfheim con sus elfos de la oscuridad. Y pido a Helhest y a mi hija Hela que inunden este mundo con sus muertos. Quiero que todos mis hijos despierten y regresen a mí. Estos han sido, son y serán para siempre nuestra realidad y nuestro mundo —sonrió al ver lo que sus palabras provocaban en aquel mundo medio de razas inferiores y soberbias. Para Loki no había nada peor que valer una mierda y creerse de oro. Y así eran los humanos—. ¡Llegó la hora de mostrarnos!
Lo iba a destruir todo. Absolutamente todo.
El reino en el que Odín confiaba y la especie en la que los dioses querían seguir creyendo para mejorar serían aniquilados bajo la batuta del Trickster.
Y mientras su enemigo sesgaba almas humanas y abría heridas lacerantes en el suelo de aquel hermoso planeta, ¿qué podía hacer él desde su trono de oro y piedras preciosas? Nada. Nada en absoluto. Excepto contemplar la masacre y esperar a que la última esperanza a la que los vanir y aesir se amarraban diera el paso adelante que debía tomar.
Un sonido a sus espaldas y el olor a vida silvestre característico sólo de una persona le ayudaron a desviar la mirada de aquella escena de horror y destrucción.
Freyja la Resplandeciente, su cómplice en toda aquella obra destinada a la humanidad, lo observaba a través de sus larguísimas pestañas doradas, acompañada de sus dos tigres de Bengala blancos, que yacían a sus pies, como al final yacía en su cama todo ser viviente de cualquier reino.
Freyja la Odiada. Freyja la Eterna deseada. Freyja la Golfa.
Odín la miró, cien por cien seguro de que pensaba exactamente lo mismo que él.
—Estamos encerrados en nuestro propio reino —dijo ácidamente. Después retornó la mirada hacia el abismo que mostraba su trono. La Tierra se empequeñecía bajo su mandato—. Permanecemos condicionados a las decisiones de otros, a que alguien dé con la solución para abrir la puerta del Asgard. Confío en tu última carta —reconoció Odín—. Me aferraré a ella y a los últimos movimientos de libre albedrío que tienen mis guerreros. Al fin y al cabo, estamos atados de pies y manos hasta que encuentren el modo de abrirnos la puerta.
Freyja permanecía serena, sin perder la actitud de líder vanir en ningún momento, pero a sabiendas de que sus fichas de ajedrez y las de Odín tendrían sólo una oportunidad. Sólo una. Y ambos dioses deseaban que ejecutaran las decisiones correctas.
—Cuando estuvieron a punto de abrir la puerta de Bifröst hacia nuestro mundo, pedimos a Heimdal que cerrara los reinos para siempre. Era un riesgo que debíamos correr —la diosa se encogió de hombros—. Y debía cerrarse desde dentro para que nadie pudiera acceder a él desde afuera. —Se acuclilló para acariciar a sus gatitos, mostrando sus increíbles piernas pálidas a través de las aberturas de su vestido plateado. En los tobillos lucía sendas cadenas de oro en forma de serpiente, que parecían moverse con vida propia—. Nuestra situación actual es una consecuencia de nuestras decisiones, Tuerto. No te sulfures.
Odín dejó ir una vaharada llena de fatiga.
—Odio esperar.
—Lo sé —aseguró Freyja con una media sonrisa—. Por eso vendiste tu ojo, ¿verdad, Odín? No quisiste esperar a ver lo que sucedía con nuestro destino y decidiste avanzarte a los acontecimientos. Pero, a veces, hay destinos incorruptibles, ¿no crees? —Pensaba que si sus fichas no se movían adecuadamente, el destino oscuro, el ocaso de los dioses, arremetería contra ellos como había profetizado la völva eones atrás. Ningún dios quería desaparecer.
Odín se apoyó en Gungnir para levantar los dos metros de altura que tenía. Sus hombros musculosos y dorados sobresalían a través de su chaleco metálico. Una capa negra ondeaba a sus espaldas. Sus piernas, largas y fibradas, estaban cubiertas con unos pantalones del mismo color que la capa, ajustados y de un material parecido al cuero. Las botas plateadas de titanio y unos ornamentos de oro en forma de lobo reverberaban contra el suelo, de un mármol tan pulido que producía un efecto acristalado.
Freyja sólo podía admirarlo, tan perfectamente imperfecto como era. Se incorporó sólo para que Odín no se sintiera más poderoso de lo que ya se sentía con ella.
—No hay nada incorruptible, Freyja. Incluso el alma más pura se puede corromper. —Se acercó a la diosa tanto que sus pechos estaban a punto de tocarse—. Incluso el río más salvaje se puede desviar… Mira los hombres medios. Los humanos nacen puros. El ser humano no se creó para la guerra. Se creó para la evolución y el aprendizaje. Pero su alma inocente y demasiado joven aprendió muy rápido que era harto difícil ser un ángel entre demonios. Y se dejaron llevar. Hasta tal punto que Loki y sus secuaces les controlaron y les convirtieron en avariciosos, materialistas, violentos y cobardes. —Levantó una mano enguantada con el mismo material que sus botas y acarició un mechón rubio ondulado que reposaba en el hombro descubierto de la diosa—. Les mostró el comportamiento que debían adoptar para llegar a su propia autodestrucción. Y eso han conseguido. Loki, sin la ayuda y la ambición de los humanos, no habría logrado nada.
—¿Crees que te ha ganado la batalla? —murmuró permitiendo que él le acariciara el pelo. Podía hacer que él disfrutara de su contacto, pero no conseguiría nada más, por mucho que sus ojos se deshicieran por ella. Freyja no se sometería—. Parece que hayas perdido toda la confianza en tu proyecto. ¿Ya no crees en la bondad?
—Creo en la bondad, porque la veo en una persona a la que jamás, nadie, ni el más duro de los agravios, ha podido manipular. Y tengo la dicha de que esa persona duerme en mi cama.
—Ah, sí. No me lo digas —murmuró Freyja poniendo los ojos en blanco—. Frigg, ese dechado de virtudes… Tu esposa.
Odín sonrió y su único ojo azul se llenó de arruguitas.
—Exacto —murmuró complacido.
Freyja se relamió los labios, y su orgullo no le dejó que mostrara lo mucho que la ofendía que el aesir aprovechara cualquier ocasión para nombrar a Frigg delante de ella.
—Es fácil ser buena cuando no te han expuesto a maldades de ningún tipo. ¿No crees? Es fácil ser buena cuando no te permiten salir de tu propio castillo de cristal; cuando no dejas que nada ni nadie se te acerque… Sí, Tuerto —sonrió al ver que Odín enmudecía—. Es fácil mantener la pureza de mente y de espíritu cuando no debes enfrentarte a los monstruos.
—Frigg es demasiado valiosa como para enfrentarse a los monstruos.
—Sí… Frigg es fantástica, ¿verdad? —espetó con ironía—. Me la imagino en su cama, entre algodones y sedas… ¿Cómo te recibe, Odín? —Arqueó una ceja rubia—. Me la imagino abriendo las piernas y quedándose como una estatua ante ti, esperando a que acabes y te vacíes en su interior. Tan pura, tan inocente ella… no la quieres de otra manera, ¿me equivoco? La quieres sumisa y dulce —se pasó la lengua por los labios—. Una simplona mojigata.
Odín dio un paso, tenso y furioso por permitir que Freyja hablara así de su esposa. La tomó del mechón que aún sujetaba y tiró de él con fuerza.
—En el Asgard ya hay una diosa puta que se vende por collares y favores. Y esa eres tú. Frigg está por encima de eso. Está por encima de ti. Así que no te permito que la menciones.
Freyja no se mostró ofendida por aquellas duras palabras. En vez de eso volvió a sonreír, sin bajar la mirada, con el cuello en una posición poco ortodoxa.
—Odín… Aquí no hay nadie más excepto tú y yo. Mira el Midgard. Se destruye —explicó con una exactitud hiriente. Su voz no se quebraba, aunque sus ojos plateados brillaban dolidos por culpa de ese hombre—. La Tierra va a sucumbir. Su final ha empezado; y sólo los guerreros que aún no han dado un paso al frente para ejecutar su jugada tienen la última palabra para cambiar el giro de nuestro destino. Loki se cree ganador, cree que Balder ha muerto, pero tú y yo sabemos que no es verdad. Yo, increíblemente, he sido tu confidente, y soy capaz de comprender y perdonar tus decisiones. ¿Crees que Frigg, la monja de Frigg, te perdonará lo que hiciste? ¿Suplantar a un Balder que no era para que muriese en el Asgard y hacerle creer que era el auténtico? ¿Crees que Frigg, de saberlo, iba a seguir a tu lado? ¿Sabiendo que Noah, el berserker, es su hijo en realidad? Para ella Balder está muerto. Se le rompió el alma cuando Balder murió. Era su hijo adorado. Su favorito. —Freyja negó con la cabeza—. No, Tuerto. Eso no te lo va a perdonar. Y, tal vez, cuando le cuentes la verdad… Cuando le digas lo que hiciste, te darás cuenta de que todos nacemos buenos —lo empujó y lo apartó de ella—, hasta que nos joden.
—Nunca he hecho daño a Frigg. Lo que hice no lo hice para herirla. Amo a Frigg —recalcó sin titubear.
—Mientes.
—No miento. ¡Es mi esposa, maldita seas! —exclamó, queriendo verter toda su ira y su rabia contra Freyja.
—Mientes, maldito… —murmuró apretando los dientes, dejando que sus ojos se oscurecieran y su energía creara ondas a su alrededor. Tenía ganas de hacerle tragar sus palabras, pero aún no había llegado el momento—. Eres un maldito mentiroso.
—No sabes lo que dices —se rio de ella.
—Sí lo sé —dijo apasionada—. Dices que no jodes a Frigg… Y yo digo que por supuesto que la jodes; porque si ella supiera que te la follas cada noche pensando en mí, te aseguro que su amor se tornaría en aversión y rabia. Te arrancaría el único ojo que te queda y haría que te lo tragaras.
—Eso harías tú, diosa loca y visceral —contestó—. Frigg jamás se comportaría así.
Odín alzó la barbilla, intentando mantener la serenidad. Pero Freyja era un activador para él. Estaba cerca y toda su sangre divina se alteraba, como si quisiera explotar y arrasarlo todo a su paso, como una supernova. Maldita vanir.
—¿No te das cuenta de que no sirve de nada mentirme? —aseveró ella con la implacable mirada fija en lo que Loki despertaba en la Tierra—. De nada —recalcó dándose la vuelta para mirarlo de nuevo con seguridad—. Nuestro experimento, nuestros vanirios, berserkers, einherjars, valkyrias… están ahí abajo luchando en nuestro nombre. Y van a perder. Lo sabes. Yo lo sé —se sinceró.
Odín siempre recordaría la imagen de la vanir con aquel vestido y su pelo rubio y suelto, mirándolo de frente mientras, tras ella, Loki convocaba a todos los jotuns en la Tierra. Aquella mujer, aquella diosa, no tenía igual ni parangón. Y él, para su propia humillación, la deseaba tanto que el cuerpo le temblaba con la necesidad de tocarla.
Pero jamás le daría el poder a Freyja.
Jamás lo reconocería.
Sólo había una batalla más conocida que el Ragnarök en todo el panteón divino. Y era la batalla que la Resplandeciente y él mantenían desde tiempos inmemoriales, aún siendo aliados y pese a compartir el proyecto de los humanos.
Odín pensaba que no habría muerte más dulce para Freyja que matarla a polvos, para que siempre recordara que él había sido el único que la había puesto en su lugar.
—Y si fueras un hombre de verdad, antes de que destruyan el Midgard, y con la posibilidad inminente de que Loki consiga reventar el puente Bifröst, antes de que nuestros guerreros puedan adivinar lo que deben hacer y comportarse como esperamos de ellos, esta noche, cuando acudas a Frigg y te quites con su cuerpo el calentón y la pasión que yo despierto en ti, serás valiente y le dirás la verdad.
—¿Y la verdad es? —Odín, el Padre de Todos, vanidoso y demasiado orgulloso por ello, se cruzó de brazos—. Ilumíname, rubia.
Freyja caminó hacia él con sus dos Bengalas a cada lado de sus piernas, calmándose mientras avanzaba, ocultando su beligerancia y su dignidad lacerada por la negación del aesir.
Se detuvo y parpadeó algo atónita por haber expuesto su rabia y su sentimientos con tanta explosividad. Pero ¿qué más daba? Todas las cartas ya estaban echadas. O sus piezas de ajedrez adivinaban por qué casillas debían avanzar o, de lo contrario, todo habría acabado.
—Te pararías ante ella, como yo lo hago ante ti, Tuerto —inclinó la cabeza a un lado, mofándose de él—, y le dirías que, por mucho que te ofenda admitirlo, por mucha vergüenza que sientas por ello, cada maldita noche, desde hace eones, te imaginas que la que yace en tu cama soy yo y no ella. Que soy yo quien te pone el ojo loco. —Con el índice le acarició el parche que nadie osaba tocar—. Que es a mí a quien deseas de todas las maneras. Maneras que con Frigg jamás has experimentado. Dile que, mientras ella está en tu lecho haciendo la estrella y tú bombeas en su interior, no es su rostro de ojos castaños y pelo rojizo el que ves… Son mis ojos plateados y mi pelo rubio el único que tienes en mente. Tal vez, si eres capaz de decirle eso, el Ragnarök y la batalla final, en caso de que tengamos la oportunidad de disputarla, tengan una razón de ser. Tal vez, con las verdades dichas, y las cartas vueltas sobre la mesa, la guerra junto a ti pueda valer la pena. Porque yo, siendo mala, zorra y altiva como tú siempre me has dicho, a diferencia de Frigg —se apartó de él al tiempo que le asestaba las últimas palabras como puñales—, sí saldré de mi madriguera y de mis algodones, y sí lucharé a tu lado, Odín. Sí sangraré a tu lado, y puede que… también muera a tu lado. Ella no.
Odín ni siquiera se dio la vuelta mientras ella chasqueaba los dedos y desaparecía del balcón suspendido en el que se hallaba el trono desde el que se contemplaban los Nueve mundos.
Freyja iría al Valhall, y Odín vería de nuevo cómo llegaba a su palacio Víngolf, y se encerraba de nuevo en su salón que, oculto con un hechizo, él no podía vislumbrar. Pero ver no era lo mismo que escuchar. Y Odín la oía.
Sabía que Freyja lloraba; lloraba lágrimas de sangre… Todos decían que lloraba por Od, el esposo que tanto amó y que la abandonó de la noche a la mañana.
Pero Odín quería creer que lloraba por él.
Aunque nunca pudiera creérselo de verdad.
Midgard.
Escocia. Edimburgo.
—Si lo que quieres es meterte ahí adentro, mi respuesta es no. Un no enorme, tan grande como tu cabeza —le dijo Steven malhumorado.
Daimhin quería ignorarlo con todas sus fuerzas. A ella poco le importaba lo que se suponía que debía o no debía hacer.
—Tengo la cabeza pequeña, así que… —lo desafió ella a punto de saltar.
El berserker con cresta pelirroja la detuvo por el brazo cuando vio que ella se internaba por una de las grietas que atravesaban Edimburgo. ¡Quería saltar como su hermano, la muy suicida! Llevaban casi medio día buscándolo.
—¡Que me sueltes! —Le retiró el brazo con fuerza—. ¡¿Quieres dejar de perseguirme?! ¿¡Por qué no te largas!?
—¡Porque no aceptas que tu hermano se tiró ahí por voluntad propia! —Señaló la inmensa obertura de tierra. La luz anaranjada de la lava que había bajo aquel canal emergía hasta el exterior e iluminaba los ojos amarillos de Steven con fuerza—. Él se lanzó a por la china. Fue su decisión.
Los gases tóxicos provocaban irritación en los ojos de ambos, y Steven no podía diferenciar si eran lágrimas o no lo que había en los increíbles ojos de Daimhin. Los más bonitos que había visto jamás.
La rubia samurái le odiaba. O eso parecía. Pero no tenía ni idea de si era o no era un sentimiento común que tenía la joven hacia todos los hombres.
—Mi hermano no se suicidó. Y Aiko es japonesa. No china.
—No he dicho que se suicidara. Sólo he señalado que era un suicidio dejarse caer por una de esas grietas.
—Carrick es el más valiente de todos los hombres que conozco. Tal vez tú jamás arriesgarías la vida por la persona que amas, no vaya a ser que se te despeine la cresta… Pero Carrick sí. Es de ideas fijas.
Steven sonrió con desdén.
—Como su hermana.
Daimhin lo miró de reojo y asomó la cara de nuevo a la grieta.
—Las grietas tienen caminos.
—Son precipicios —aclaró él—. Acantilados que dan unas vistas maravillosas, a un increíble mar de lava. ¿Quieres un baño calentito?
—Quiero que te calles. —Se colocó un mechón rubio detrás de la oreja—. Hay agujeros, como grutas —las señaló con el dedo—. Los etones y los purs son seres intraterrenos, ¿no? ¿Y si tienen sus madrigueras por aquí?
—Salen de huevos, dudo mucho que se hayan hecho casas tan rápido.
—¿Los has visto actuar? Son como gusanos; levantan la tierra, buscan agujeros por todas partes… Tal vez… —Daimhin se negaba a creer que Carrick había muerto. Su hermano no era un suicida. Su vida había sido tan oscura como la de ella, pero sentía algo por Aiko. De eso estaba segura. Si Carrick conseguía agarrarse a un ínfimo rayo de luz, por muy pequeño que fuera, se cogería. Porque no quería ceder a su oscuridad, pese a estar muy cerca de ella. Por eso consideraba que él vivía. Y que estaba con Aiko—. Tal vez estén en las cuevas.
Steven estaba cansado de escucharla. Debían volver a Wester Ross. Todos los guerreros que habían sobrevivido estaban allí. Él era el líder berserker de Escocia y su clan lo necesitaba. No podía estar cuidando de Daimhin y cediendo a sus deseos. Tenía obligaciones.
—Vámonos, Daimhin —pidió ofreciéndole la mano con la palma hacia arriba—. Ven conmigo.
Ella miró hacia otro lado y se mordió el labio inferior.
—No pienso moverme de aquí.
—Vámonos —repitió—. No hagas que te lleve a la fuerza.
—¡No! Y ni siquiera me toques, te aviso.
Steven apretó los dientes con determinación; fingió que se daba la vuelta y que la dejaba atrás, ahí sola, entre los gases, el fuego y la oscuridad; pero, entonces, con un movimiento veloz cogió a Daimhin rodeándola con el cuerpo.
Esta, alarmada al sentirse atrapada por él, sacó su katana, la cogió por el mango y con un movimiento de delante hacia atrás la clavó en el estómago de Steven, retorciendo la hoja para que la soltara.
Estaban muy cerca del precipicio. El cuerpo de Steven caía hacia delante, los dos iban de cabeza a internarse en la grieta.
Steven podría haberla soltado y ella podría haber desclavado la katana y permitir que se fuera. Pero ni una ni otro cambiaron sus posiciones.
Daimhin se aseguró de llevárselo con ella, retorciendo más la hoja.
Y Steven, sin pensárselo dos veces, levantó la cabeza y, rabioso como estaba, la mordió en el cuello.
Los dos cayeron al precipicio, entre la tierra abierta y el mar de lava esperándolos.