Poco después de que Bart hubiera llegado a casa, comenzó a elaborar complicados planes para su próxima fiesta de cumpleaños. Para mi sorpresa y satisfacción, descubrí que había hecho muchos amigos durante las vacaciones de verano que había pasado en Virginia. Solía apesadumbrarnos que dedicara pocos días de sus vacaciones a estar con nosotros en California, lugar al que yo consideraba que él pertenecía. Pero, al parecer, conocía a muchas personas de las que nunca habíamos oído hablar, y había entablado amistad con chicos y chicas en la universidad a quienes deseaba invitar para que compartieran su celebración.
Habían transcurrido sólo unos días desde que llegamos a Foxworth Hall, y ya la monotonía de estar sin nada que hacer excepto comer, dormir, leer, ver la televisión y vagabundear por los jardines y bosques, me inquietaba. Ansiaba escapar de allí tan pronto como fuese posible. El profundo silencio de las montañas me apresaba en su hechizo de aislamiento y desesperación; el silencio excitaba mis nervios. Quería oír voces, muchas voces, el timbre del teléfono, recibir visitas, charlar con alguien; pero nadie nos visitaba. Chris y yo debíamos evitar relacionarnos con las personas que habían conocido bien a los Foxworth. Por otro lado deseaba invitar a la fiesta a antiguos amigos de Nueva York y California, pero no me atrevía a hacerlo sin su consentimiento. Deambulaba intranquila por los grandes salones, algunas veces acompañada de Chris. Paseábamos por el jardín, caminábamos por los bosques, algunas veces en silencio, otras en alegre conversación.
Chris había reanudado su vieja afición a la acuarela, actividad que le mantenía ocupado, y posé para él de buena gana cuando me lo pidió. En cambio, era improbable que volviera a bailar nunca más. De todas formas hacía mis ejercicios de ballet para mantenerme ágil y esbelta. En cierta ocasión Joel entró en la salita de estar mientras, apoyada en una silla, realizaba los ejercicios vestida con unas mallas rojas. Oí un ruido en el umbral de la puerta abierta y, cuando me volví le sorprendí mirándome de hito en hito, como si me hubiera encontrado desnuda.
—¿Qué ocurre? —pregunté preocupada—. ¿Ha sucedido algo terrible?
Abrió sus delgadas, largas y pálidas manos, mientras examinaba con desprecio mi cuerpo.
—¿No crees que eres algo mayor para intentar ser seductora?
—¿Nunca has oído hablar del ejercicio, Joel? —dije impaciente—. No tienes por qué entrar en esta ala. Si te mantienes lejos de esta zona, tus ojos no tendrán que escandalizarse.
—No respetas a alguien más viejo y sabio que tú —replicó mordaz.
—Si es así, te pido perdón, pero tus palabras y tu expresión me ofenden. Si queremos que haya paz en esta casa durante nuestra estancia, permanece alejado de mí, Joel, mientras me encuentre en mis habitaciones. Aquí disponemos de espacio más que suficiente para preservar nuestra intimidad sin necesidad de cerrar las puertas.
Muy erguido, Joel dio la vuelta y se retiró, no sin que antes percibiera yo la indignación que traslucían sus ojos. Lo observé mientras se marchaba, planteándome si no me equivocaba respecto a él. Tal vez era un anciano inofensivo que se inmiscuía sin mala intención en los asuntos ajenos. Sin embargo, no le llamé para disculparme. Me quité las mallas, me puse unos pantalones cortos y una blusa y, confortándome con el pensamiento de la próxima llegada de Jory y su mujer, salí para buscar a Chris. Me detuve junto a la puerta del despacho de Bart y oí que hablaba con su proveedor, haciendo planes para un mínimo de doscientos invitados. Escucharle hizo que me sintiese aturdida. «Oh, Bart, no te das cuenta de que algunos no vendrán, y si lo hacen, que Dios nos asista».
Mientras continuaba allí, inmóvil, oí que Bart nombraba a algunos de sus convocados, muchos de los cuales eran europeos, personas notables a quienes había conocido en sus viajes. Durante sus días universitarios, Bart se había mostrado incansable en sus esfuerzos por ver mundo y relacionarse con gente importante que gobernaba y dominaba ya fuese con un poder político, el cerebro o su habilidad financiera. Yo atribuía su inquietud a su incapacidad para sentirse feliz en un lugar concreto, pues siempre ansiaba el campo contiguo más verde, y el de más allá…
—Todos vendrán —dijo a la persona con quien hablaba por teléfono—. Cuando lean mi invitación, no podrán rechazarla.
Tras colgar el auricular, giró el sillón para encararse conmigo.
—¡Madre! ¿Estás espiando?
—Es una costumbre que aprendí de ti, querido. —Hizo una mueca—. Bart, ¿por qué no limitas esa fiesta a la familia solamente? Invita a tus mejores amigos si lo deseas. Nuestros vecinos no acudirán, pues, según lo que mi madre solía contarnos, ellos nunca han simpatizado con los Foxworth, ya que éramos demasiado poderosos cuando ellos poseían muy poco. Los Foxworth viajaban mientras los del pueblo debían permanecer aquí. Por favor, no incluyas a la sociedad local, aunque Joel te haya dicho que son amigos suyos y, por tanto, tuyos y nuestros.
—¿Temes que se descubran tus pecados, madre? —preguntó Bart, sin ninguna misericordia.
Pese a que estaba acostumbrada a su crueldad, me rebelé. ¿Tan terrible resultaba que Chris y yo viviésemos juntos como marido y mujer? ¿No aparecían en los periódicos delitos mucho peores que el nuestro?
—Oh, vamos, madre, no lo tomes así. Seamos felices para variar. —Su semblante se alegró, excitado, como si nada de lo que yo dijese pudiera empañar su agitación—. Madre, confía en mí, por favor. Estoy encargando lo mejor de todo. Cuando se difunda la noticia, lo que no tardará en ocurrir, pues a mi proveedor, el mejor de Virginia, le gusta fanfarronear, nadie se negará a participar en mi fiesta. Se enterarán de que estoy contratando gente de Nueva York y Hollywood para divertirnos, y aún más, estoy seguro de que todos querrán ver bailar a Jory y Melodie.
La sorpresa y la felicidad me invadieron.
—¿Les has pedido que lo hagan?
—No, pero ¿cómo van a rehusar mi hermano y mi cuñada? Mira, madre, organizaré la fiesta al aire libre, en el jardín, a la luz de la luna. Los prados estarán iluminados con globos dorados. Instalaré fuentes por doquier, y unas luces de colores jugarán con el agua de los surtidores. Se servirá champán importado, y cualquier licor que puedas imaginar. La comida será exquisita. Estoy haciendo construir un teatro en medio de un mundo maravilloso de fantasía, donde las mesas se cubrirán con bellos tejidos de todos los colores. Habrá flores en abundancia por todas partes. Demostraré al mundo lo que un Foxworth sabe hacer.
Y así prosiguió, entusiasmado. Cuando salí de su despacho y hallé a Chris hablando con uno de los jardineros, me sentía feliz, tranquila. Quizá durante ese verano Bart se encontraría finalmente a sí mismo.
Sería como Chris siempre había predicho; junto con la fortuna, Bart heredaría el orgullo y la vanidad necesarios y se encontraría a sí mismo… Y que Dios quisiera que encontrara asimismo la cordura.
Dos días después, estaba de nuevo en su despacho, sentada en una de sus lujosas y mullidas butacas de cuero, asombrada de que hubiera sido capaz de realizar tantas cosas en tan corto espacio de tiempo. Al parecer, todo el equipo de oficina había estado dispuesto para ser instalado en el momento en que él estuviera presente para dirigir el emplazamiento. El pequeño dormitorio situado detrás de la biblioteca, donde nuestro odiado abuelo había vivido hasta su muerte, se había acondicionado como sala para los archivos. La habitación donde las enfermeras del abuelo se habían alojado, se convirtió en una oficina para la secretaria de Bart, si alguna vez encontraba una que cumpliera sus severos requisitos. Un ordenador dominaba una mesa de escritorio larga, curvada, conectado con dos impresoras que trabajaban en dos cartas distintas, incluso mientras Bart y yo conversábamos. Me sorprendió ver que Bart escribía a máquina más deprisa que yo. El tableteo de las impresoras quedaba amortiguado por unas gruesas cubiertas de plástico.
Orgulloso, Bart me mostró cómo se mantenía en contacto con el mundo mientras permanecía en casa, tan solo pulsando botones y uniéndose a un programa llamado «La Fuente». Entonces me enteré de que se había dedicado durante dos meses de un verano a estudiar cómo se programaban los ordenadores.
—Mira, —madre, puedo llevar a cabo mis compras, dar órdenes y aprovecharme de los datos técnicos de los expertos por medio de este ordenador. Ocuparé mi tiempo así hasta que abra mi propia firma legal.
Por un momento se sumió en sus reflexiones, con expresión dubitativa. Yo seguía creyendo que Bart había estudiado en Harvard impulsado por el deseo de emular a su padre. En realidad, las leyes no le interesaban, pues lo único que le importaba en la vida era conseguir dinero.
—¿Acaso no tienes ya suficiente dinero, Bart? ¿Qué hay que no puedas comprar?
En sus oscuros ojos apareció algo maliciosamente infantil y dulce.
—Respeto, madre. Yo no poseo el talento que tú y Jory demostráis. No puedo bailar y no soy capaz de dibujar con gracia una flor y mucho menos un cuerpo humano. —Estaba aludiendo a Chris y su afición a la pintura—. Cuando visito un museo, me siento frustrado ante la admiración que las obras despiertan en los demás. No encuentro nada maravilloso en la Mona Lisa; sólo veo un rostro suave, una mujer de aspecto más bien corriente que no podía inspirar mucha pasión. No aprecio la música clásica, ninguna clase de música, aunque me han asegurado que tengo una voz bastante buena para cantar. Solía intentarlo y cantaba cuando era pequeño; un niño bastante tonto, ¿verdad? Debes haberte reído un millón de veces conmigo. —Hizo una mueca de súplica, y después abrió los brazos en gesto implorante—. Como carezco de aptitudes artísticas, me centro en las cosas que comprendo fácilmente, las que representan los dólares y los centavos. Cuando miro alrededor en los museos, los únicos objetos que sé valorar son las joyas.
Sus oscuros ojos chispearon.
—Sólo puedo apreciar el brillo y el resplandor de los diamantes, los rubíes, las esmeraldas, las perlas… Oro, montañas de oro, eso sí puedo comprenderlo. Descubro la belleza en el oro, la plata, el cobre y el petróleo. ¿Sabes que visité Washington con la única finalidad de ver cómo convertían el oro en monedas? Y sentí cierto deleite, como si algún día todo ese oro debiera ser mío.
Se desvaneció mi admiración, y me invadió una gran compasión hacia él.
—¿Y qué hay sobre mujeres, Bart? ¿Y del amor, la familia, los buenos amigos? ¿No esperas enamorarte algún día y casarte?
Me miró con el rostro inexpresivo durante unos segundos, tamborileando con las puntas de sus fuertes dedos, de uñas cuadradas, sobre la superficie de la mesa antes de levantarse y quedarse de pie, ante una ventana, contemplando los jardines y las montañas vagamente azules.
—He tenido experiencias sexuales, madre. No esperaba disfrutar con el sexo, pero me equivoqué. Sentí que mi cuerpo traicionaba mi voluntad. Pero nunca he estado enamorado. Me cuesta imaginar que pudiera dedicarme por entero a una sola mujer cuando hay tantas bellas y bien dispuestas. Veo una hermosa muchacha que pasa a mi lado, me doy la vuelta, la contemplo y me encuentro con que ella se ha vuelto y me mira también fijamente. Resulta fácil conseguir que se metan en mi cama… No hay ningún estímulo. —Hizo una pausa y volvió la cabeza para mirarme—. Yo utilizo a las mujeres, madre, y en algunas ocasiones me avergüenzo de mí mismo. Las tomo, las rechazo, e incluso simulo no conocerlas cuando las encuentro otra vez. Todas terminan odiándome.
Sostuvo la mirada de mis asombrados ojos en actitud desafiadora.
—¿No estás escandalizada? —preguntó con amabilidad—. ¿O acaso soy el tipo sórdido que siempre creíste que sería?
Tragué saliva, esperando que esta vez sabría dar la respuesta acertada. En el pasado, parecía que nunca hubiera dicho lo que convenía. Dudé de que nadie pudiera pronunciar las palabras que hicieran cambiar el modo de ser de Bart y en lo que él quería convertirse, si es que él mismo lo sabía.
—Supongo que eres un producto de tu época —comencé con voz suave, sin recriminaciones—. Tu generación casi me inspira lástima, ya que estáis perdiendo ese aspecto tan hermoso del amor. ¿Dónde están los sentimientos en tu manera de tomar a una chica, Bart? ¿Qué les das a las mujeres con las que te acuestas? ¿No sabes que se necesita tiempo para construir una relación amorosa duradera? Eso no se consigue en una noche. Los encuentros de una noche no crean compromisos. Puedes mirar un cuerpo hermoso, desearlo, pero eso no es amor.
Sus ardientes ojos mostraban tal interés que yo me animé a proseguir, especialmente cuando Bart preguntó:
—¿Cómo explicas tú el amor?
Era una trampa que me tendía, pues él sabía que los amores de mi vida habían tenido un final desgraciado. Sin embargo, contesté, con la esperanza de librarle de todos los errores que con seguridad cometería.
—No explicaré el amor, Bart. No creo que haya nadie capaz de hacerlo. El amor crece día tras día por la relación con otra persona que comprende tus necesidades, y cuyas necesidades comprendes. Se inicia como un balbuceo vacilante que te llega al corazón y te hace vulnerable a cuanto es hermoso. Percibes belleza allí donde anteriormente habías visto fealdad. Te sientes resplandeciente en tu interior y eres muy feliz sin conocer la razón. Aprecias lo que en el pasado ignorabas. Cuando tus ojos se encuentran con los de quien amas, ves reflejados en ellos tus sentimientos, esperanzas y deseos, y te sientes dichoso sólo por estar con aquella persona. Aunque no haya contacto físico, notas el calor de estar junto a quien ocupa tus pensamientos. Entonces, un día surge el contacto, aunque ni siquiera se trate de un contacto íntimo: tu mano roza la suya y te sientes feliz. Comienza a crecer la excitación, de modo que deseas estar con aquella persona, no para hacer el amor, sino que sólo anhelas permanecer a su lado, sentir cómo aumentan los sentimientos de uno hacia el otro. En otras palabras compartes tu vida antes de compartir el cuerpo. Es en ese instante cuando te planteas seriamente gozar del sexo con aquella persona. Empiezas a soñar en ello y, sin embargo, lo pospones, esperando, esperando el momento adecuado. Quieres que ese amor perdure, que nunca termine. Por eso te acercas lenta, muy lentamente hacia la experiencia definitiva de tu vida, hasta que presientes que aquella persona no te defraudará, consciente de que te será fiel, que podrás confiar en ella…, incluso cuando esté lejos de ti. Hay confianza, satisfacción, paz y felicidad cuando se experimenta el amor auténtico. Estar enamorado es como encender una luz en una habitación a oscuras; de pronto todo se hace brillante y visible. Jamás estás solo porque te sientes amado, y tú también amas.
Me detuve para recuperar el aliento. Su interés me dio valor para proseguir.
—Yo quiero eso para ti, Bart, más que todos los millones de toneladas de oro del mundo, más que todas las joyas guardadas en cajas fuertes. Me gustaría que encontrases una muchacha maravillosa a quien amar. Olvida el dinero. Ya tienes suficiente. Abre los ojos, mira alrededor, descubre la hermosura de la vida y olvida tu obsesión por el dinero…
Meditabundo, Bart dijo:
—De modo que es así como las mujeres sienten el amor y el sexo. Siempre me lo había preguntado. No es así como lo ve un hombre. No obstante, lo que has dicho es interesante.
Se volvió antes de proseguir.
—Ciertamente, ignoro qué quiero de la vida, aparte de más dinero. Algunos opinan que seré un excelente abogado gracias a mi habilidad dialéctica. Sin embargo, me cuesta decidir qué especialidad prefiero. No quiero ejercer de abogado criminalista, como lo fue mi padre, ya que tendría que defender a menudo a personas cuya culpabilidad me consta. Sería incapaz de hacerlo. Por otro lado, el derecho administrativo me resulta aburrido. He considerado intervenir en política, actividad que encuentro fascinante, pero mi condenado pasado psicológico puede empañar mi historial… Por lo tanto, ¿cómo puedo participar en política?
Alzándose desde detrás de la mesa del despacho, se adelantó para coger mi mano entre las suyas.
—Me gusta lo que has contado. Háblame más de tus amores, del hombre que más has amado. ¿Fue Julián, tu primer marido? ¿O tal vez aquel maravilloso doctor llamado Paul? Creo que, si pudiera recordarle, le amaría. Se casó contigo para darme su nombre. Desearía evocar su imagen, como hace Jory, pero no puedo. Jory lo recuerda muy bien, e incluso recuerda haber visto a mi padre. —Sus maneras se tornaron más vehementes mientras se inclinaba para clavar su mirada en la mía—. Di que amaste más a mi padre, que él fue el único que de verdad conquistó tu corazón. ¡No me digas que le utilizaste exclusivamente para vengarte de tu madre ni que aprovechaste su amor para escapar del de tu propio hermano!
Yo no podía hablar. Sus ardientes y hoscos ojos oscuros me escrutaban.
—¿No te das cuenta de que tú y tu hermano habéis conseguido arruinar y contaminar mi vida con vuestra incestuosa relación? Rogaba que algún día lo abandonaras, pero sigues con él. He asumido el hecho de que estáis obsesionados el uno por el otro. Quizá disfrutáis más de vuestra relación porque contraviene la voluntad de Dios.
¡Atrapada de nuevo! Me levanté, consciente de que se había servido de su dulce voz para atraerme hacia su anzuelo.
—Sí, amé a tu padre, Bart, no lo dudes ni por un instante. Admito que deseaba vengar el dolor que nuestra madre nos había causado, y que por ello, perseguí a mi padrastro. Sin embargo, cuando lo tuve comprendí que lo amaba tanto como él a mí, y me di cuenta de que le había hecho caer en una trampa en la que yo también había sido cogida. No podía casarse conmigo. Nos amaba a mi madre y a mi, aunque de distinta forma. Estaba dividido entre ambas. Consideré que el mejor modo de acabar con su indecisión era quedándome embarazada. A pesar de ello, no tomó ninguna determinación. Sólo cuando aquella noche expliqué y él aceptó como cierto que su esposa me había tenido prisionera, se revolvió contra ella y aseguró que se casaría conmigo. Yo había supuesto que el dinero de mi madre le ataría a ella para siempre, pero él se hubiera casado conmigo.
Me disponía a marcharme. Bart no pronunció ni una palabra que me indicara cuáles eran sus pensamientos. Ya en la puerta, me volví para mirarle. Se había sentado de nuevo en la butaca de su escritorio, acodado sobre la mesa, con la cabeza apoyada en las manos.
—¿Crees que alguien me amará alguna vez por mí mismo y no por mi dinero, madre?
Aquello me partió el corazón.
—Sí, Bart. Pero por estos alrededores no encontrarás ninguna mujer que desconozca que eres muy rico. ¿Por qué no te marchas? Establécete en el nordeste o el oeste, donde nadie sabrá que eres rico, especialmente si trabajas como un abogado corriente…
Alzó entonces la mirada.
—He cambiado legalmente mi apellido, madre.
El desasosiego se adueñó de mí y, aunque intuía la respuesta, pregunté:
—¿Cuál es ahora tu apellido?
—Foxworth —contestó, confirmando mis sospechas—. Después de todo, no puedo ser un Winslow si mi padre no era tu marido. Por otro lado, mantener el apellido Sheffield resulta engañoso, pues Paul no era mi padre, como tampoco lo es tu hermano, gracias a Dios.
Me estremecí, llena de aprensión. Ése era el primer paso que le conduciría a convertirse en otro Malcolm, lo que yo más temía.
—Me hubiera gustado que escogieras Winslow como apellido, Bart. Hubiera complacido a tu difunto padre.
—Sí, seguro que sí —dijo, categórico—. Lo consideré muy seriamente, pero al elegir el apellido Winslow hubiera puesto en peligro mi derecho legítimo al nombre de Foxworth. Es un buen nombre, madre, respetado por todos excepto por esos pueblerinos, que de todos modos no cuentan para nada. Creo que Foxworth Hall me pertenece de verdad, sin remordimiento, sin culpa. —En sus ojos resplandeció un brillo de felicidad—. ¿Sabes?, tío Joel está de acuerdo conmigo. No todo el mundo me odia y cree que valgo menos que Jory. —Hizo una pausa para estudiar mi reacción. Traté de mostrarme impasible, y él pareció defraudado—. Vete, madre. Me espera un día lleno de trabajo.
Me expuse a su ira, entreteniéndome el tiempo suficiente para decir:
—Quiero que no olvides, Bart, mientras estás aquí, encerrado en este despacho, que tu familia te ama muchísimo y desea lo mejor para ti. Si poseer más dinero te hará sentir más satisfecho de ti mismo, entonces, conviértete en el hombre más rico del mundo. Lo único que nosotros deseamos es que seas feliz. Encuentra tu hueco, aquel donde encajes; eso es lo más importante.
Tras cerrar la puerta del despacho, me encaminé hacia la escalera y casi choqué con Joel. En el azul de sus ojos lacrimosos chispeó por un momento una expresión de culpa. Supuse que había estado escuchándonos. Pero ¿no había hecho yo lo mismo?
—Disculpa por no haberte visto en la penumbra, Joel.
—No era mi intención escuchar detrás de la puerta —dijo, con una mirada peculiar—. Aquellos que esperan oír el mal no quedarán defraudados.
Se alejó deslizándose como una vieja rata de iglesia, magro por la falta de suficiente alimento para saciar sus ansias de causar problemas. Me hizo sentir culpable, avergonzada y recelosa, como siempre, de cualquiera que se llamase Foxworth.
Desde luego, tenía motivos para ello.