Cuando nos hallábamos en mitad de la escalera, me detuve para mirar hacia abajo, deseando ver algo que antes hubiera escapado a mi atención. Incluso durante la narración de Joel y nuestra frugal merienda, yo no había dejado de observar cuanto había visto con anterioridad. Desde la habitación donde habíamos estado, había podido mirar fácilmente hacia el vestíbulo, decorado con los espejos y el elegante mobiliario francés dispuesto ordenadamente en pequeños grupos que trataban, en vano, de crear un ambiente de intimidad. El suelo de mármol brillaba como el cristal a causa de los muchos pulimentos. Sentí el abrumador deseo de bailar, bailar, y hacer piruetas hasta caer.
Chris se impacientaba y tiraba de mí hacia arriba, hasta que por fin llegamos a la gran rotonda. De nuevo miré hacia abajo, hacia la sala de baile vestíbulo.
—Cathy, ¿te has perdido en tus recuerdos? —murmuró Chris, ligeramente contrariado—. ¿No ha llegado ya el momento de que ambos olvidemos el pasado y sigamos hacia adelante? Vamos, debes de estar muy cansada.
Los recuerdos acudían a mi mente con rapidez y furia; Cory, Carrie, Bartholomew Winslow. Los presentía a todos alrededor, susurrantes, susurrantes. Volví a mirar a Joel, que nos había dicho que no quería que le llamásemos tío Joel. Aquel distinguido título estaba reservado para mis hijos.
Su aspecto debía de ser como el que tuvo Malcolm, aunque sus ojos eran más blandos, menos penetrantes que aquellos que nosotros habíamos visto en aquel enorme retrato, tamaño natural, de Malcolm en la sala de «trofeos». Me dije que no todos los ojos azules eran crueles e inhumanos. En realidad, yo debía saberlo mejor que nadie.
Estudié abiertamente el rostro avejentado que tenía ante mí, en el cual todavía podían apreciarse los rasgos del joven que había sido. Sus finos cabellos debieron de ser rubios, y su cara, muy semejante a la de mi padre, y la de su hijo. Al pensar en tal parecido, me relajé y me obligué a avanzar un paso para abrazarle.
—Bienvenido al hogar, Joel.
Su viejo cuerpo frágil me resultó frío y quebradizo entre mis brazos. Noté su mejilla áspera cuando mis labios depositaron un beso en ella. Se encogió y se separó de mí como si se sintiera contaminado por mi contacto; quizá tenía miedo de las mujeres. Me aparté con brusquedad, lamentando entonces haber intentado mostrarme cálida y amistosa. El contacto corporal estaba vedado a los Foxworth a menos que existiera un certificado de matrimonio primero. Me sentí alterada y mi mirada buscó la de Chris. «Tranquila —me dijeron sus ojos—, todo saldrá bien».
—Mi esposa está muy cansada —recordó con suavidad Chris—. Hemos tenido un programa muy apretado, con la graduación de nuestro hijo menor, las fiestas y el viaje.
Joel rompió el prolongado y tenso silencio que nos mantenía a todos de pie en la rotonda a media luz, y mencionó que Bart había previsto contratar sirvientes. De hecho ya había telefoneado a una agencia de empleo y anunciado que nosotros entrevistaríamos a algunas personas en su nombre. Su murmullo era tan inaudible que apenas entendí lo que dijo; sobre todo, porque mi mente estaba muy ocupada con especulaciones mientras miraba fijamente hacia el ala norte, hacia aquella habitación aislada del fondo donde habíamos sido encerrados. ¿Estaría todavía igual? ¿Habría ordenado Bart que se colocaran allí dos camas dobles, entre el cúmulo de muebles oscuros y antiguos? Esperaba y rogaba que no fuese así.
De pronto Joel pronunció unas palabras para las que no estaba preparada.
—Te pareces a tu madre, Catherine.
Lo miré fijamente, con el rostro inexpresivo, resentida por lo que él quizá consideraba un cumplido.
Permaneció inmóvil, como si aguardara una orden silenciosa, mirándonos a mí y a Chris antes de darse la vuelta para conducirnos hasta nuestra habitación. El sol, que había brillado de modo resplandeciente cuando llegamos era ya un recuerdo remoto, al empezar la lluvia a caer copiosamente sobre el tejado de pizarra con una fuerza dura y firme semejante a la de las balas. Los truenos rugían y estallaban sobre nuestras cabezas, y los relámpagos rasgaban el cielo, crepitando cada pocos segundos. Me cobijé en los brazos de Chris, estremecida ante lo que me parecía la ira de Dios.
Tras los cristales de las ventanas los hilillos de agua caían de los canalones del tejado formando regueros que pronto inundarían los jardines y arrasarían cuanto estaba vivo y era hermoso. Suspiré y me sentí miserable por haber regresado al lugar que me hacía sentir de nuevo joven y tremendamente vulnerable.
—Sí, sí —musitó Joel—, igual que Corine. —Sus ojos me examinaron con atención una vez más, y después bajó la cabeza con tal lentitud que pudieron haber transcurrido cinco minutos, o acaso cinco segundos.
Quizá los monjes se quedan a menudo en pie con las cabezas inclinadas, rezando, sumidos en una adoración silenciosa; tal vez eso era lo que aquello significaba. Yo no sabía nada en absoluto sobre monasterios y la clase de vida que los monjes llevaban.
—Tenemos que deshacer el equipaje —dijo Chris, más enérgico—. Mi esposa está agotada. Necesita un baño y una siesta, ya que los viajes siempre hacen que se sienta cansada y sucia. —Me pregunté por qué se molestaba en dar explicaciones.
Con paso lento, arrastrando los pies, Joel nos condujo finalmente por el largo pasillo. Giró y, para mi consternación y angustia, se encaminó hacia el ala sur donde se hallaban las suntuosas habitaciones que antaño había ocupado nuestra madre. En otro tiempo, yo había deseado ansiosamente dormir en su gloriosa cama de cisne, sentarme a su tocador largo, sumergirme en su bañera de mármol negro, empotrada en el suelo y rodeada de espejos.
Joel se paró ante la doble puerta, sobre los dos escalones anchos, alfombrados, curvados hacia fuera formando medias lunas. Esbozó una sonrisa extraña.
—El ala de tu madre —dijo. Me detuve delante de aquella puerta que tan bien recordaba. Me sentí trastornada y miré con desesperación a Chris. La lluvia se había calmado hasta convertirse en un persistente tamborileo staccato. Joel abrió un batiente de la puerta y entró en el dormitorio. Chris aprovechó la oportunidad para susurrarme:
—Para él somos sólo marido y mujer, Cathy…, es todo lo que sabe.
Con lágrimas en los ojos, entré en aquella habitación, donde, para mi sorpresa, encontré lo que suponía se había quemado en el incendio: ¡la cama! Allí se hallaba la cama en forma de cisne, cuyos cortinajes de fantasía rosa eran graciosamente sostenidos por los extremos de las plumas de las alas, transformadas en dedos. La curvatura del cuello y el ojo de rubí vigilante y soñoliento que custodiaba a los ocupantes de la cama, eran idénticos a los que tenía el cisne que yo recordaba.
La contemplé sin dar crédito a mis ojos. ¿Dormir en aquella cama? ¿Acostarme en la cama donde mi madre había yacido en los brazos de Bartholomew Winslow, su segundo marido, hombre que yo le había robado y que era el padre de mi hijo Bart? Aquel hombre todavía aparecía en mis pesadillas y me llenaba de remordimientos. ¡No! ¡No podría dormir en aquella cama!, ¡jamás!
En el pasado había ansiado acostarme en ese mismo lecho con Bartholomew Winslow. Qué joven y estúpida fui entonces al creer que lo material proporcionaba realmente la felicidad, y que si él fuese sólo mío ya nada más desearía en la vida.
—¿No es una maravilla esa cama? —preguntó Joel detrás de mí—. Bart se encargó personalmente de encontrar artesanos que esculpieran la cabecera de forma de cisne. Según me comentó, lo miraban como si de un loco se tratara. Pero contactó con algunos hombres viejos que estuvieron encantados de poder construir algo que consideraron creativo y económicamente rentable. Al parecer, Bart disponía de descripciones que detallaban que el cisne debía de tener la cabeza vuelta, un ojo soñoliento con un rubí y plumas en forma de dedos para sostener los cortinajes transparentes de la cama. ¡Oh!, qué alboroto armó cuando no lo hicieron bien la primera vez. Después quiso que hubiera un pequeño cisne a los pies de la cama; para ti, Catherine, para ti.
Chris habló con voz severa.
—Joel, ¿qué te ha contado realmente Bart?
Se colocó a mi lado y me rodeó los hombros con su brazo, protegiéndome de Joel, de todo junto a él, yo habría vivido en una choza con techumbre de paja, en una tienda de campaña o en una cueva. Él me daba vigor.
El viejo esbozó una sonrisa débil y sarcástica al darse cuenta de la actitud protectora de Chris.
—Bart me explicó toda la historia de su familia. Siempre ha necesitado a un hombre más viejo que él con quien hablar.
Hizo una pausa significativa, dirigiendo una mirada a Chris, que no podía dejar de aceptar la insinuación. Aunque se esforzaba por dominarse, lo vi fruncir ligeramente el entrecejo. Joel parecía sentir complacencia en continuar.
—Bart me contó cómo su madre y los hermanos de ella fueron encerrados bajo llave durante más de tres años, hasta que ésta huyó con su hermana, Carrie, la gemela que quedaba viva, a Carolina del Sur. También me dijo que tú, Catherine, tardaste años en encontrar el marido adecuado que mejor se acomodara a tus necesidades. Por eso ahora estás casada con el… doctor Christopher Sheffield.
Sus palabras contenían tantas alusiones veladas que bastaron para hacerme estremecer con un frío súbito.
Joel salió por fin de la habitación y cerró la puerta con suavidad. Entonces Chris pudo proporcionarme la seguridad que yo necesitaba si tenía que permanecer en ese dormitorio, aunque sólo fuese una noche. Me besó, me abrazó, me acarició la espalda y el cabello; me tranquilizó hasta que fui capaz de contemplar el conjunto de habitaciones a las que Bart se había empeñado en dotar del lujo que antes habían tenido.
—Se trata sólo de una cama, una reproducción de la original —dijo Chris suavemente, con ojos cálidos y comprensivos—. Nuestra madre no se ha acostado en esta cama, cariño mío. Recuerda que Bart leyó tus escritos. Todo está dispuesto así porque tú construiste el modelo para que él lo siguiera. Describiste esa cama recreándote de tal modo en los detalles que él seguramente creyó que deseabas que tus habitaciones fueran como las que solía tener nuestra madre. Quizá sigues deseándolo inconscientemente, y Bart lo sabe. Perdónanos a los dos por el error, si acaso me equivoco. Debes pensar que su única intención ha sido complacerte decorando esta habitación tal y como estaba antes, y que para ello ha gastado mucho dinero.
Aturdida, negaba que alguna vez hubiera deseado lo que ella tenía, pero no me creyó.
—¡Tus deseos, Catherine! ¡Anhelabas tener cuanto ella poseía! Lo sé, tus hijos también. Por tanto, no nos culpes por ser capaces de interpretar tus deseos, aunque tú los disimules con subterfugios inteligentes.
Hubiera querido odiarle por conocerme tan bien. Sin embargo, le rodeé con mis brazos y apreté la cara contra la pechera de su camisa, temblando y tratando de ocultar la verdad, incluso a mí misma.
—Chris, no seas duro conmigo —sollocé—. Me sorprendió tanto ver que estas habitaciones tenían casi el mismo aspecto que cuando nosotros entrábamos para robar… y su marido…
Chris me abrazó con fuerza.
—¿Qué te parece Joel? —pregunté.
Reflexionó antes de responder:
—Me gusta, Cathy. Parece sincero y sin duda agradece que estemos dispuestos a permitir que se quede aquí.
—¿Le has dicho que podía quedarse? —murmuré.
—Claro, ¿por qué no? Nosotros nos marcharemos tan pronto como Bart cumpla veinticinco años, cuando se independice. Además, piensa en la maravillosa oportunidad que se nos brinda de saber más sobre los Foxworth. Joel puede explicarnos detalles que rememoramos acerca de la juventud de nuestra madre y la vida de la familia en aquella época. Quizá cuando conozcamos todos los datos comprenderemos qué le incitó a ella a traicionarnos y por qué el abuelo nos deseaba la muerte. Tengo la impresión de que en el pasado se oculta una horrible verdad que torturó el cerebro de Malcolm de tal forma que le impulsó a dominar los instintos naturales de nuestra madre de mantener con vida a sus propios hijos.
En mi opinión, Joel ya había dicho lo suficiente abajo. Yo no quería enterarme de nada más. Malcolm Foxworth había sido uno de esos extraños seres humanos sin conciencia e incapaces de sentir remordimientos por cualquier mala acción cometida. No había justificación para él ni posibilidad de entenderlo.
En actitud suplicante, Chris me miró fijamente a los ojos exponiendo su corazón y su alma a las injurias de mi desprecio.
—Me gustaría saber algo más sobre la juventud de nuestra madre, Cathy, para comprender qué le llevó a ser como era. Nos hirió tan profundamente que considero que ninguno de nosotros se recobrará hasta que logremos entender la razón. Yo la he perdonado, pero no consigo olvidar. Deseo conocer las causas para poder ayudarte a perdonarla…
—¿Servirá eso de algo? —pregunté con sarcasmo—. Ya es demasiado tarde para comprender o perdonar a nuestra madre, y, para ser sincera, no deseo encontrar la comprensión, pues, si la encuentro, quizá no me quede más remedio que perdonarla.
Chris dejó caer los brazos a los lados del cuerpo. Se dio la vuelta y se alejó de mí a grandes zancadas.
—Voy a buscar nuestro equipaje. Toma un baño entretanto. Cuando hayas terminado yo ya habré desempaquetado todo. —Se detuvo en el umbral, sin volverse para mirarme—. Intenta con todas tus fuerzas, aprovechar la situación para reconciliarte con Bart. No se ha perdido toda esperanza de recuperación, Cathy. Ya lo oíste en la ceremonia de graduación. Ese muchacho tiene una habilidad notable para la oratoria. Pronunció un discurso inteligente. Ahora es un líder, Cathy, cuando antes no era más que un ser tímido e introvertido. Debemos considerar una bendición que al fin Bart haya salido de su concha.
Bajé la cabeza con humildad.
—Sí, haré lo que pueda. Perdóname, Chris, por mostrarme tan testaruda una vez más.
Chris sonrió y se marchó. En el baño de«ella», contiguo a un magnífico vestidor, me desnudé con lentitud mientras se llenaba la bañera de mármol negro que se encontraba a ras del suelo. Me rodeaban espejos con marcos dorados que reflejaban mi desnudez. Estaba orgullosa de mi figura, aún esbelta y firme, y de mis pechos que no colgaban fláccidos. Despojada de la ropa, alcé los brazos para quitarme las pocas horquillas que quedaban en mis cabellos. Imaginé a mi madre como debió estar ahí, de pie, haciendo lo mismo que yo mientras pensaba en su segundo marido, más joven que ella. ¿Se habría preguntado alguna vez dónde se hallaba él las noches que pasaba conmigo? ¿Habría sabido ella quién era la amante de Bart antes de que yo lo revelara en la fiesta de Navidad? Confiaba en que así fuese.
Dos horas después de una cena nada notable, contemplaba tumbada en la cama que había alimentado mis ensueños cómo se desnudaba Chris. Fiel a su palabra, había deshecho el equipaje, colgado nuestros trajes y guardado la ropa interior en la cómoda. Parecía cansado, y lo noté ligeramente infeliz.
—Joel me ha dicho que mañana vendrán algunos sirvientes para las entrevistas. Espero que te sientas dispuesta para hacerlas.
Me incorporé, asombrada. Suponía que Bart contrataría personalmente a sus sirvientes.
—No, lo ha dejado para ti.
—Vaya…
Chris colgó su traje en el galán de noche de cobre, que se parecía al que había utilizado el padre de Bart cuando él vivía aquí o en el otro Foxworth Hall.
Estaba hechizada. Totalmente desnudo, Chris se encaminó hacia el cuarto de baño «de él».
—Me ducharé rápidamente y volveré a tu lado. No te duermas hasta que yo haya terminado.
Me acosté y observé con atención, muy excitada, la habitación en penumbra. Me sentí como si fuera mi madre, sabiendo que había cuatro niños encerrados con llave en el ático, experimentando el pánico y el sentimiento de culpa que a ella seguramente le asaltaban mientras vivía su malvado viejo padre, cuya presencia se intuía amenazadora incluso cuando no estaba delante. «Nacido malo, perverso, infame», me susurraba una vocecilla una y otra vez. Cerré los ojos e intenté detener aquella locura. No oía voces ni música de ballet. No oía nada. Tampoco olía el aroma seco y enmohecido del ático. Era imposible, porque yo tenía cincuenta y dos años, no doce, trece, catorce o quince.
Los antiguos olores habían desaparecido. Sólo olía a pintura fresca, madera joven, papel de pared recién aplicado y telas. Todo era —alfombras, tapices, mobiliario— nuevo; todo excepto las antigüedades del primer piso. No se trataba del auténtico Foxworth Hall, sino de una imitación.
Sin embargo, no podía evitar preguntarme por qué había regresado Joel si tanto le gustaba ser monje. No era posible que deseara dinero de la herencia, puesto que se había acostumbrado a la austeridad monacal. Aparte de querer ver a sus familiares, debía existir otra buena razón que justificara su presencia en la casa. A pesar de que la gente del pueblo le anunció que nuestra madre había muerto, decidió quedarse. ¿Acaso esperaba la oportunidad de conocer a Bart? ¿Qué había encontrado en Bart que le había hecho permanecer más tiempo? Por supuesto, era impensable que se debiera a que mi hijo le ofreció el puesto de mayordomo hasta que nosotros contratáramos uno de verdad.
Suspiré. ¿Por qué estaba convirtiendo todo eso en un misterio cuando había por medio una fortuna? Siempre parecía que el dinero era la razón que motivaba cualquier acción.
La fatiga me cerraba los ojos. Ahuyenté el sueño. Necesitaba ese tiempo para pensar en el mañana y en ese tío surgido de la nada. ¿Habíamos ganado por fin cuanto mamá nos había prometido, solamente para perderlo a causa de la intervención de Joel? Si él no intentaba impugnar el testamento de mamá, y nosotros conseguíamos conservar lo que teníamos, ¿llevaría eso un precio marcado?
Por la mañana Chris y yo descendimos por el lado derecho de la escalera doble, sintiendo que habíamos llegado a «ser nosotros mismos» y que controlábamos por fin nuestras vidas. Chris me cogió la mano y la apretó, adivinando, por mi expresión, que la casa ya no me intimidaba.
Encontramos a Joel en la cocina, afanándose en preparar el desayuno. Llevaba un largo delantal blanco y en la cabeza un gorro alto de cocinero, que, por alguna razón inexplicable, resultaba ridículo en un hombre frágil, alto y viejo como él. «Sólo los hombres gordos deberían ser chefs», pensé, aunque agradecía que él hubiera asumido una tarea que nunca me ha gustado.
—Espero que os gusten los huevos Benedict —dijo Joel sin mirarnos.
Me sorprendió comprobar que el plato que había cocinado era exquisito. Chris repitió. Después Joel nos enseñó las habitaciones, todavía sin decorar. Me dirigió una sonrisa maliciosa cuando dijo:
—Bart me explicó que prefieres las habitaciones con un mobiliario cómodo e informal. Desea que amuebles estas salas vacías de un modo confortable, imprimiendo en ellas tu estilo inimitable.
¿Estaba burlándose de mí? Él sabía que Chris y yo nos hallábamos de forma temporal en la casa. Entonces me di cuenta de que quizá Bart me necesitara para ayudarle a decorar la casa y que le resultaba difícil pedírmelo él mismo.
Cuando pregunté a Chris si Joel podía impugnar el testamento de mamá y quitar a Bart el dinero que él consideraba indispensable para su estimación, Chris cabeceó admitiendo que en realidad ignoraba los detalles legales que existían cuando un heredero que se creía difundo aparecía con vida.
—Bart podría entregarle el dinero suficiente para que viviera con desahogo los pocos años que le quedan —dije yo, hurgando en mi cerebro para recordar todas las palabras de la última voluntad de mi madre en su testamento. No mencionaba a sus hermanos mayores, a quienes ella suponía muertos.
Cuando salí de mis pensamientos, Joel estaba de nuevo en la cocina. Había encontrado en la despensa suficientes provisiones para alimentar a un regimiento. Respondió a una pregunta que Chris había formulado y yo no había oído con voz sombría.
—Naturalmente, la casa no es exactamente la misma; ya nadie usa pernos, sino clavos de hierro. Puse todos los muebles viejos en mi alojamiento. Yo no pertenezco realmente a este lugar, de modo que me quedaré en las habitaciones destinadas a los sirvientes, encima del garaje.
—Te repito que no deberías hacer eso —dijo Chris frunciendo el entrecejo—. No sería justo permitir que un miembro de la familia viva de forma tan austera.
Habíamos visto el enorme garaje, y las dependencias de los sirvientes que más que austeras, eran pequeñas.
«¡Déjale!», quise decir, pero guardé silencio. Antes de que me diera cuenta de lo que estaba sucediendo, Chris ya había instalado a Joel en el segundo piso del ala oeste. Suspiré, lamentando que Joel viviera bajo el mismo techo que nosotros. Sin embargo, estaba segura de que todo iría bien; en cuanto nuestra curiosidad quedase satisfecha y Bart celebrara su aniversario, partiríamos con Cindy hacia Hawai.
Alrededor de las dos de la tarde, Chris y yo entrevistamos en la biblioteca al hombre y la mujer que acudieron, avalados por excelentes referencias. No encontré ninguna falta en ellos, excepto algo furtivo en sus ojos. Me molestó e inquietó la manera en que nos miraban a Chris y a mí.
—Lo siento —se excusó Chris, interpretando el ligero gesto de negativa que hice—, pero ya hemos elegido otra pareja.
El matrimonio se levantó para marcharse. La mujer se dio la vuelta en el umbral para dirigirme una mirada larga y significativa.
—Vivo en el pueblo, señora Sheffield —dijo fríamente, desde hace sólo cinco años, pero he oído hablar mucho de los Foxworth que viven en la colina.
Sus palabras me hicieron volver la cabeza hacia otro lado.
—Sí estoy seguro de que así es —atajó Chris con cortante sequedad.
La mujer emitió un sonido despectivo antes de cerrar de un portazo.
A continuación se presentó un hombre alto y aristocrático, de porte militar, vestido de un modo impecable hasta el último detalle. Entró dando grandes pasos y aguardó respetuosamente hasta que Chris le indicó que se sentara.
—Me llamo Trevor Mainstream Majors —declaró con un estilo británico vigoroso—. Nací en Liverpool hace cincuenta y nueve años. Me casé en Londres cuando tenía veintiséis y mi esposa murió hace tres años. Mis dos hijos viven en Carolina del Norte… Por eso estoy aquí, esperando poder trabajar en Virginia para visitar a mis hijos en mis días libres.
—¿Dónde trabajó usted después de dejar a los Johnston? —Preguntó Chris, mirando los informes del hombre—. Parece poseer usted excelentes referencias hasta hace un año.
Trevor Majors cambió sus largas piernas de posición y se ajustó la corbata antes de responder con toda cortesía:
—Trabajé para los Millerson, que dejaron la colina hace aproximadamente seis meses.
Silencio. Yo había oído a mi madre mencionar a los Millerson muchas veces. Los latidos de mi corazón se aceleraron.
—¿Durante cuánto tiempo estuvo usted al servicio de los Millerson? —preguntó Chris cordialmente, como si no sintiera ningún recelo, a pesar de haber advertido mi ansiosa mirada.
—No mucho, sir. Vivían cinco de sus hijos en la casa, que siempre estaba llena de sobrinos y sobrinas, amigos a quienes invitaban. Yo era el único sirviente. Aparte de hacer de cocinero y chófer, cuidaba de la casa, el lavado de la ropa…, y es un orgullo y un placer para los ingleses ocuparse también del jardín. Como chófer de los cinco niños, a quienes llevaba y traía de la escuela, las clases de baile, los acontecimientos deportivos, los cines y otras actividades, pasaba tanto tiempo en la carretera que rara vez tenía oportunidad de preparar una comida decente. Un día, el señor Millerson se quejó de que no había segado el césped ni arrancado los hierbajos del jardín, y de que no había disfrutado de una buena comida en casa desde hacía dos semanas. Me reprendió con severidad porque la cena se retrasaba. Señor, ¡eso fue demasiado! Su esposa me había ordenado que la aguardase en el automóvil mientras ella hacía sus compras; después me envió a recoger a los niños al cine… y sin embargo se suponía que yo debía servir la cena. Le dije al señor Millerson que yo no era un robot capaz de hacer mil cosas y todo al mismo tiempo…, y me marché. Estaba tan enojado que me amenazó con no darme buenas referencias jamás. Pero si espera usted algunos días, se le pasará el enfado y se dará cuenta de que yo realicé mi labor lo mejor que pude pese a las difíciles circunstancias…
Suspiré, miré a Chris y le hice furtivamente una señal. Ese hombre era perfecto. Chris ni siquiera me miró.
—Creo que usted encajará muy bien, señor Majors. Le contrataremos durante un período de prueba de un mes, y si, transcurrido ese tiempo, no encontramos satisfactorio su trabajo, daremos por rescindido el contrato. —Me miró—. Es decir, si mi esposa está de acuerdo…
Me levanté y asentí en silencio. Necesitábamos sirvientes. No tenía intención de pasar mis vacaciones quitando el polvo y limpiando la enorme mansión.
—Señor, señora, si lo desean ustedes, llámenme simplemente Trevor. Será un honor y un placer servir en esta casa. —Se puso en pie de un salto en el instante en que yo me levanté, y después, cuando Chris lo hizo, ambos se estrecharon la mano—. Realmente será un placer —dijo mientras nos sonreía satisfecho.
En tres días contratamos a tres sirvientes, lo que resultó bastante fácil, puesto que Bart los pagaría con generosidad.
Al atardecer de nuestro quinto día en la mansión, me hallaba de pie junto a Chris en la terraza, mirando las montañas que nos rodeaban, contemplando aquella misma luna antigua que solía contemplarnos a su vez mientras estábamos tumbados en el tejado del viejo Foxworth Hall. Cuando tenía quince años, creía que era el único y enorme ojo de Dios. Otros lugares me han brindado lunas románticas, claros de luna que conseguían que se desvaneciesen mis temores y culpas. En cambio, en ese lugar sentía que la luna era un juez severo dispuesto a condenarnos incesantemente, una y otra vez.
—Qué noche más bella, ¿no crees? —dijo Chris rodeándome la cintura con su brazo—. Me gusta esta terraza que Bart añadió a nuestras habitaciones. No estorba la apariencia exterior, pues se encuentra en un lado, y fíjate en el panorama que ofrece de las montañas.
Las nebulosas montañas azuladas habían representado siempre para mí una valla dentada que nos mantenía atrapados, como prisioneros de la esperanza. Incluso en ese momento, veía en sus cimas una barrera entre mi persona y la libertad. «Dios mío, si estás ahí arriba, ayúdame a resistir las próximas semanas».
Al día siguiente, cerca de las doce, Chris y yo, junto con Joel, observábamos desde el pórtico de entrada cómo el Jaguar rojo, de afilado diseño, subía veloz por la empinada carretera serpenteante que llevaba a Foxworth Hall.
Bart conducía a gran velocidad, desafiador, como si retara a la muerte. Yo me sentía desfallecer mientras veía cómo tomaba las peligrosas curvas.
—Dios sabe que debería tener más sentido común —gruñó Chris—. Siempre ha sido propenso a los accidentes…, y fíjate cómo conduce, como si tuviera un seguro de inmortalidad.
—Algunos lo tienen —replicó Joel enigmáticamente. Le lancé una mirada inquisitiva, y después volví a mirar el deportivo rojo, que había costado una pequeña fortuna. Bart compraba cada año un coche nuevo, siempre de color rojo. Había probado todos los automóviles de lujo para descubrir cuál le gustaba más. Aquél era su favorito, hasta el momento, según nos había informado en una breve carta.
Frenó con un chirrido, quemando caucho y manchando la curvada avenida con largas señales negras. Al tiempo que saludaba con la mano, Bart se quitó las gafas de sol, sacudió la cabeza para poner en orden sus alborotados rizos oscuros y, prescindiendo de la puerta saltó de su descapotable. Se quitó los guantes y los arrojó descuidadamente en el asiento. Subió corriendo los escalones y me cogió entre sus fuertes brazos para plantar varios besos en mis mejillas. Yo estaba asombrada por su afectuoso saludo. Le respondí ansiosamente. En el instante en que mis labios tocaron su mejilla, me dejó en el suelo y me apartó de él como si enseguida se hubiera cansado de mí.
Se quedó de pie a pleno sol. Observé al joven alto, de brillante inteligencia, cuyos ojos castaños denotaban energía. Su espalda era ancha, y su cuerpo musculoso se estrechaba en unas esbeltas caderas y largas piernas. Estaba tan atractivo con su traje blanco informal…
—Tienes un aspecto estupendo, madre, sencillamente formidable. —Sus ojos oscuros me examinaron de arriba abajo—. Gracias por ponerte ese vestido rojo; es mi color favorito.
Cogí la mano a Chris.
—Gracias, Bart, lo elegí precisamente por ti.
«Ahora podría decir alguna palabra amable a Chris», pensé. Lo esperé. Sin embargo, Bart ignoró a Chris y se volvió hacia Joel.
—Hola, tío Joel. ¿No es cierto que mi madre es tan hermosa como te dije?
La mano de Chris apretó la mía con tanta fuerza que me hizo daño. Bart siempre encontraba la manera de despreciar al único padre que podía recordar.
—Sí, Bart, tu madre es muy bella —respondió Joel con su voz ronca—. De hecho, es exactamente como imagino que mi hermana Corine era a su edad.
—Bart, saluda a tu… —me interrumpí. Estuve a punto de decir «padre» pero sabía que Bart negaría tal relación con rudeza. De modo que dije «Chris».
Volviendo sus ojos oscuros, y salvajes en ocasiones, hacia Chris, lo miró un instante y profirió un áspero «¡hola!».
—Tú pareces no envejecer —dijo con tono acusador.
—Siento mucho que así sea, Bart —repuso Chris con indiferencia—. Pero el tiempo cumplirá puntual con su tarea.
—Esperemos que sea así.
yo hubiera sido capaz de abofetear a Bart en ese momento.
Olvidando nuestra presencia, Bart se dio la vuelta para contemplar los prados, la casa, los frondosos macizos de flores, los exuberantes arbustos, los senderos del jardín, las bañeras para los pájaros y otros objetos de adorno, y sonrió con el orgullo de un propietario.
—Es grande, realmente grande, tal como esperaba que fuese. He buscado por todo el mundo y no he encontrado ninguna mansión que pueda compararse con Foxworth Hall.
Sus ojos oscuros se volvieron, y nuestras miradas se cruzaron.
—Ya sé qué estás pensando, madre. Sé que ésta no es todavía la mejor casa, pero un día lo será. Me propongo construir y añadir nuevas alas para que esta mansión exceda en brillantez a cualquier palacio de Europa. Concentraré todas mis energías en convertir Foxworth Hall en un edificio prominente.
—¿A quién vas a impresionar cuando lo hayas conseguido? —preguntó Chris—. El mundo ya no admira las mansiones ni las grandes riquezas, ni respeta a quienes las han obtenido por herencia.
¡Oh, maldita sea! Chris rara vez pronunciaba palabras tan duras. ¿Por qué había dicho aquello? El rostro de Bart se encendió bajo su intenso bronceado.
—¡Pretendo aumentar mi fortuna con mis propios esfuerzos! —exclamó Bart, colérico, acercándose a Chris.
Dado que Bart era más delgado que Chris, parecía dominar a éste en estatura. Contemplé cómo el hombre a quien consideraba mi marido miraba fijamente, con ojos retadores, a mi hijo.
—He estado haciendo eso mismo para ti —dijo Chris.
Ante mi sorpresa, Bart se mostró complacido.
—¿Insinúas que como fiduciario te has preocupado de acrecentar mi parte de la herencia?
—Sí; no ha resultado difícil —contestó Chris, lacónico—. El dinero atrae más dinero, y las inversiones que realicé en tu nombre dieron magníficos resultados.
—Seguro que yo podría haberlo hecho mejor.
Chris sonrió con ironía.
—Debí suponer que me lo agradecerías de esta manera.
Yo los miraba, angustiada por ambos. Chris era un hombre maduro, seguro de sí mismo, que sabía quién y qué era; en cambio Bart, aún luchaba por encontrarse a sí mismo y por hacerse un lugar en el mundo.
«Hijo mío, hijo mío, ¿cuándo aprenderás a comportarte con humildad y gratitud?». Muchas noches yo había visto a Chris hacer cuentas, intentando decidir cuáles eran las mejores inversiones, como si él supiera que antes o después Bart lo acusaría de un pobre conocimiento financiero.
—No tardarás en tener la oportunidad de ponerte a prueba a ti mismo —añadió Chris. Se volvió hacia mí—. Cathy, demos un paseo hasta el lago.
—Esperad un minuto —exclamó Bart a quien al parecer enfurecía que nos marchásemos cuando él acababa de llegar a casa. Yo me debatía entre el deseo de huir con Chris y el de complacer a mi hijo—. ¿Dónde está Cindy?
—Pronto llegará —respondí—. En estos momentos se halla en casa de una amiga. Quizá te interese saber que Jory y Melodie pasarán aquí sus vacaciones.
Bart se limitó a mirarme atentamente, tal vez aterrado ante la idea de encontrarse con su hermano. Después una extraña excitación reemplazó a todas las demás emociones en su bello rostro bronceado.
—Bart —proseguí, resistiéndome a la voluntad de Chris de alejarme de una conocida fuente de problemas—, la casa es realmente hermosa. Las innovaciones que has introducido para mejorarla han resultado maravillosas.
Pareció sorprendido de nuevo.
—Madre, ¿quieres decir que no es exactamente igual? Yo… creía que lo era…
—Oh, no, Bart. Antes no había una terraza en nuestra habitación.
Bart se volvió rápidamente hacia su tío abuelo.
—¡Tú dijiste que antes estaba allí!
Joel avanzó un paso, sonriendo cínicamente.
—Bart, hijo mío, no mentí. Nunca miento. La casa original tenía ese balcón. La madre de mi padre ordenó que lo construyeran. Por ese balcón entraba sigilosamente su amante, sin que los sirvientes lo advirtiesen. Más tarde, se fugó con ese mismo amante sin despertar a su marido, quien cerraba con una llave que escondía la puerta del dormitorio que ambos compartían. Cuando Malcolm se convirtió en propietario, mandó que se derribara el balcón. Pero esta terraza añade cierto encanto a aquel lado de la casa.
Satisfecho, Bart se dirigió nuevamente a Chris y a mí.
—¿Lo ves, madre?, tú no sabes absolutamente nada de la casa. Tío Joel es el experto. Él me ha descrito con todo detalle el mobiliario, los cuadros. Cuando acabemos, no sólo no tendremos la misma casa, sino que será mejor que la original.
Bart no había cambiado. Continuaba obsesionado; aún deseaba ser una copia exacta de Malcolm Foxworth, si no en su aspecto físico, sí en personalidad y resolución de ser el hombre más rico del mundo, sin importarle qué tuviera que hacer para conseguir tal título.