Rápidamente Chris dijo todas las frases adecuadas para disimular la impresión que, sin duda, traslucieron nuestros rostros.
—Ha asustado usted a mi esposa —explicó cortésmente—. Su nombre de soltera era Foxworth, y hasta ahora ella había creído que todos los miembros de su familia materna habían muerto.
Una leve sonrisa de soslayo flotó como una sombra en la cara de «tío Joel» antes de que en ella apareciese el gesto piadoso y benigno de los excelsamente puros de corazón.
—Comprendo —dijo el anciano con una voz susurrante que sonaba como un viento ligero haciendo crujir de forma desagradable las hojas muertas.
En las profundidades cerúleas de los lacrimosos ojos de Joel anidaban oscuras sombras siniestras. Sabía que Chris consideraría que mi imaginación estaba trabajando otra vez más de lo debido.
«No hay sombras, no hay sombras, no hay sombras …», intentaba convencerme, salvo aquellas que yo misma me creaba.
Para ahuyentar las sospechas que despertaba en mí ese viejo que declaraba ser uno de los dos hermanos de mi madre, observé con atención el vestíbulo que tan a menudo se había utilizado como sala de baile. Oí cómo el viento aumentaba su intensidad a medida que los truenos se acercaban indicando que la tempestad estaba casi encima de nosotros.
¡Oh! Lancé un suspiro por aquel día en que yo tenía doce años y contemplaba la lluvia, deseando bailar en aquella misma sala con el hombre que era el segundo esposo de mi madre y que más tarde sería el padre de mi segundo hijo, Bart: un suspiro por la joven llena de fe que fui entonces, tan confiada en que el mundo era un lugar bello y bondadoso.
Lo que me pareció impresionante cuando era sólo una niña, no era nada en comparación con cuanto había visto después de que Chris y yo hubiéramos viajado por toda Europa y visitado Asia y Egipto. Sin embargo, el vestíbulo me pareció más elegante y grandioso de lo que me había parecido cuando yo tenía doce años.
Era una pena que aquel esplendor todavía me abrumara. Miré alrededor y sentí temor a mi pesar. Una angustia extraña se apoderaba de mi corazón y hacía que palpitara con más fuerza y que mi sangre corriera más aprisa y ardientemente. Contemplé las tres arañas de cristal y oro, cada una de las cuales medía más de cuarenta y cinco decímetros de diámetro y sostenía siete hileras de velas. ¿Cuántas filas había habido antes? ¿Cinco? ¿Tres? No podía recordarlo. Observé los grandes espejos de marcos dorados, que rodeaban el vestíbulo, reflejando el exquisito mobiliario Luis XIV donde aquellos que no bailaban podían acomodarse para conversar.
¡No tenía que ser así! Las cosas pasadas nunca son como se recuerdan… ¿Por qué ese segundo Foxworth Hall me intimidaba aún más que el original?
Entonces reparé en algo más, algo que no esperaba ver. Aquellas escaleras dobles que formaban curva, dispuestas una a la derecha y otra a la izquierda de un vasto espacio de mármol de cuadros rojos y blancos, ¿no eran las mismas escaleras, restauradas, pero las mismas? ¿No había presenciado yo cómo el incendio había consumido Foxworth Hall hasta dejarlo convertido en rescoldos rojos y humo? Las ocho chimeneas habían aguantado, firmes, así como las escaleras de mármol. Las barandillas de diseño y el pasamanos de palo de rosa debieron quemarse y ser reemplazados. Tragué para deshacer el nudo que se me había formado en la garganta. Hubiese deseado que la casa fuese nueva, totalmente nueva, que nada quedase de lo viejo.
Joel me observaba atentamente, demostrando así que mi cara revelaba más que la de Chris. Cuando nuestras miradas se cruzaron, él desvió de inmediato la suya antes de hacer un gesto para indicarnos que le siguiéramos. El anciano nos mostró las hermosas habitaciones del primer piso mientras yo permanecía aturdida, sin habla, y Chris formulaba todas las preguntas necesarias antes de que nos acomodáramos en uno de los salones de la planta inferior y Joel comenzara a relatarnos su propia historia.
Durante el recorrido se detuvo en la enorme cocina para prepararnos un tentempié como merienda. Rechazó la ayuda de Chris y nos sirvió una bandeja con té y unos exquisitos bocadillos. Chris estaba hambriento y en pocos minutos había despachado seis bocadillos y se disponía a coger otro cuando Joel le sirvió una segunda taza de té. En cambio yo tenía poco apetito, lo que era de esperar. Me limité a comer un poco y a sorber algo de té, que estaba muy caliente y era muy fuerte, ansiosa por oír la historia que Joel iba a contarnos.
Su voz era débil, con aquellos ásperos tonos bajos que hacían creer que estaba resfriado y le resultaba difícil hablar. Sin embargo, olvidé enseguida el tono desagradable de su voz cuando procedió a explicar lo que yo siempre había querido saber sobre nuestros abuelos y la infancia de nuestra madre. No tardó en hacerse evidente que había odiado mucho a su padre, y entonces comencé a sentir cierta simpatía hacia él.
—¿Se dirigía usted a su padre por su nombre de pila? —Fue la primera pregunta que planteé desde que él inició su narración, y mi voz sonó como un susurro asustado, como si el propio Malcolm pudiera estar acechando, escuchando desde algún lugar cercano.
Sus labios delgados se movieron para torcerse en una grotesca sonrisa burlona.
—Naturalmente. Mi hermano Mal era cuatro años mayor que yo, y nosotros siempre nos referíamos a nuestro padre por su nombre, aunque nunca en su presencia; no teníamos tanto coraje. No podíamos llamarle «padre» porque no era un padre de verdad. Llamarle «papá» parecía ridículo porque hubiera indicado una relación afectuosa, que ni teníamos ni deseábamos. Cuando debíamos dirigirnos a él, le llamábamos «padre», aunque en realidad procurábamos no ser vistos ni oídos por él. Desaparecíamos cuando se hallaba aquí. Aparte de un despacho en la casa, tenía una oficina en la Ciudad, desde la que dirigía la mayoría de sus negocios. Siempre estaba trabajando, sentado detrás de una pesada mesa de escritorio que suponía una especie de barrera para nosotros. Incluso cuando se encontraba en casa, se las arreglaba para mostrarse distante, intocable. Nunca estaba ocioso, sino que ocupaba su tiempo efectuando llamadas telefónicas desde su despacho para que nosotros no pudiéramos escuchar sus transacciones.
»Hablaba poco con nuestra madre, pero a ella no parecía importarle. En raras ocasiones le vimos sostener a nuestra hermanita, bebé todavía, en su regazo. Cuando así ocurría, nos escondíamos y lo observábamos con extraños anhelos en nuestros pechos. Después hablábamos de ello, preguntándonos por qué sentíamos celos de Corine, puesto que ella era a menudo castigada con la misma severidad que nosotros. Sin embargo nuestro padre se mostraba apesadumbrado cuando la castigaba a ella. Para compensar alguna humillación, alguna paliza, o haberla encerrado en el ático, uno de sus modos favoritos de castigarnos, acostumbraba regalar a Corine una costosa pieza de joyería, una muñeca o un juguete caro. Ella disfrutaba de cuanto una niña pudiera desear, pero si obraba mal él le quitaba lo que ella más apreciaba y lo donaba a la iglesia de que era protector. Corine lloraba y procuraba conquistar de nuevo su afecto, pero él podía volverse contra ella con la misma facilidad con que se inclinaba en su favor.
»Cuando Mal y yo intentábamos conseguir algún obsequio de consolación, él nos volvía la espalda y nos decía que nos portásemos como hombres y no como chiquillos. Nosotros dos creíamos que tu madre sabía muy bien cómo engatusar a nuestro padre para obtener de él lo que deseaba. En cambio nosotros éramos incapaces de actuar con dulzura, de persuadirle.
Podía imaginar a mi madre de niña, corriendo por esa hermosa pero siniestra casa, creciendo entre cosas lujosas y caras. Por esa razón cuando más tarde se casó con papá, que ganaba un salario modesto, ella seguía sin preocuparse por lo que gastaba.
Yo continuaba sentada allí, escuchando asombrada las palabras de Joel.
—Corine y nuestra madre no simpatizaban. A medida que mi hermano y yo crecimos, constatamos que nuestra madre envidiaba la belleza de su propia hija, y sus muchos encantos, que le permitirían convertir a cualquier hombre en su juguete. Corine era excepcionalmente hermosa. Incluso nosotros, sus hermanos, percibíamos el poder que ella llegaría a alcanzar algún día. —Joel colocó las manos abiertas sobre sus piernas. Sus manos eran nudosas, pero de alguna manera conservaban cierto resto de elegancia, quizá porque las movía con gracia o tal vez porque eran pálidas—. Observad toda esta grandiosidad y belleza e imaginad una familia cuyos miembros, atormentados, luchaban por liberarse de las cadenas con que Malcolm nos amarraba. Incluso nuestra madre, que había heredado una fortuna de sus propios padres, estaba sujeta a un estricto control.
»Mal escapó del negocio bancario, que detestaba y en el que Malcolm le había forzado a participar, y lanzándose en su moto hacia las montañas, para quedarse allí en una cabaña de troncos que ambos habíamos construido. Invitábamos a nuestras amigas y hacíamos todo aquello que sabíamos que nuestro padre desaprobaría, desafiando, deliberadamente, su absoluta autoridad.
»Un terrible día de verano, Mal se despeñó por un precipicio; tuvieron que extraer su cuerpo de la hondonada. Tenía entonces veintiún años, y yo, diecisiete. En ese momento me sentí medio muerto, vacío y solo sin mi hermano. Mi padre se dirigió a mí tras el funeral de Mal para anunciarme que debería ocupar el puesto de mi hermano mayor y trabajar en uno de sus bancos para aprender lo necesario sobre el mundo financiero. Hubiera podido muy bien ordenarme que me cortara las manos y los pies. Aquella misma noche huí de casa.
En torno a nosotros, la enorme casa parecía aguardar silenciosa, demasiado silenciosa. También la tempestad parecía contener la respiración, aunque, según contemplé a través de la ventana, el pesado cielo gris aparecía cada vez más denso y cerrado. Me moví ligeramente, acercándome más a Chris en el elegante sofá. Frente a nosotros, en una butaca de respaldo alto, Joel permanecía sentado, callado, como si estuviera atrapado en sus melancólicos recuerdos y Chris y yo hubiéramos dejado de existir para él.
—¿Dónde fue usted? —preguntó Chris, dejando su taza de té y acomodándose antes de cruzar las piernas. Su mano buscó la mía—. Debió de ser difícil para un muchacho de diecisiete años sentirse solo y libre…
Joel volvió bruscamente a la realidad y parecía asombrado por hallarse de nuevo en la odiada casa de su infancia.
—No resultó fácil. No sabía hacer nada práctico, pero tenía mucho talento para la música. Me enrolé en un vapor de carga y trabajé como marinero para pagarme el viaje a Francia. Por primera vez en mi vida, tuve callosidades en las manos. Una vez en Francia, encontré trabajo en un local nocturno donde ganaba unos francos a la semana. No tardé en cansarme de las largas horas perdidas allí y me marché a Suiza, con la intención de ver mundo y nunca regresar a casa. Encontré otro trabajo como músico de un local nocturno en un pequeño hotel suizo cerca de la frontera italiana y pronto me uní a los grupos de esquiadores alpinos. Pasaba la mayor parte de mi tiempo libre esquiando, y durante el verano, haciendo excursiones o paseando en bicicleta. Un día, unos buenos amigos me pidieron que les acompañara en una aventura algo arriesgada que consistía en esquiar montaña abajo desde un pico muy elevado. Tendría entonces unos diecinueve años.
»Durante el trayecto perdí el control y caí de cabeza en una profunda grieta de hielo. Como los otros cuatro marchaban delante de mí riendo y gritándose los unos a los otros, no se dieron cuenta de ello. Me rompí la pierna en la caída. Estuve allí tendido durante un día y medio, casi inconsciente, hasta que dos monjes que viajaban en burro oyeron mis débiles gritos de ayuda. Consiguieron sacarme de allí, aunque yo no lo recuerdo bien, pues estaba exánime por el hambre y enloquecido por el dolor. Cuando recobré el sentido, me hallaba en su monasterio, y unos rostros bondadosos me sonreían. El convento se encontraba en la parte italiana de los Alpes, y yo no sabía ni una palabra de italiano. Me enseñaron latín mientras mi pierna rota se curaba, y después aproveché mi limitado talento artístico para pintar murales y decorar manuscritos con ilustraciones religiosas. A veces tocaba el órgano. Cuando la pierna hubo sanado y pude caminar, descubrí que me agradaba aquella vida tranquila, las tareas artísticas que me encargaban, la música que tocaba a la salida y la puesta de sol, la silenciosa rutina de los sosegados días de rezos, trabajo y abnegación. Me quedé y, con el tiempo, me convertí en uno de ellos. En aquel monasterio, en lo alto de las montañas, encontré al fin la paz.
Su historia había terminado. Continuó sentado, mirando a Chris. Luego dirigió sus ojos pálidos, pero ardientes, hacia mí. Sobrecogida por su mirada penetrante, intenté no temblar para no manifestar la repugnancia que aquel hombre me inspiraba. Él no me gustaba, aunque se pareciera un poco al padre a quien tanto había amado. De hecho no tenía ningún motivo para sentir aversión hacia Joel. Sospeché que aquel sentimiento lo provocaban mi propia ansiedad y el temor de que estuviera al tanto de que Chris era realmente mi hermano y no mi marido. ¿Se lo había contado Bart? ¿Habría advertido el parecido de Chris con los Foxworth? No podía saberlo. Joel me sonreía, desplegando su caduco encanto para conquistarme. Era lo bastante sensato para intuir que no era a Chris a quien tenía que convencer.
—¿Por qué regresó usted? —preguntó Chris.
De nuevo Joel se esforzó en sonreír.
—Un día, un periodista americano fue al monasterio para escribir una historia acerca de lo que representaba ser monje en el mundo moderno de hoy. Puesto que yo era el único que hablaba inglés allí, solía actuar como representante de los demás. Pregunté casualmente a aquel hombre si había oído hablar de los Foxworth de Virginia. Por supuesto, así era, ya que Malcolm había acumulado una gran fortuna y a menudo participaba en la vida política. Fue entonces cuando me enteré de su muerte y de la de mi madre. Cuando el periodista se marchó, no podía evitar pensar en esta casa y en mi hermana. Los años se funden con facilidad unos con otros cuando todos los días son iguales y no hay calendarios a la vista. Por tanto, decidí regresar y hablar con mi hermana para tratar de conocerla mejor. El periodista no había mencionado si ella se había casado. Cuando ya llevaba casi un año en el pueblo, alojado en un motel, me enteré de que la casa original se había incendiado una noche de Navidad, que mi hermana había sido internada en un manicomio y que la tremenda fortuna de los Foxworth le había sido legada. Cuando Bart se presentó aquel verano, supe el resto: cómo murió mi hermana, cómo heredó él…
Bajó los ojos con modestia:
—Bart es un joven notable; yo disfruto con su compañía. Antes de que él viniese, solía pasar buena parte de mi tiempo aquí arriba, charlando con el guardián, quien me habló de Bart y sus frecuentes visitas para dar instrucciones a los constructores y los decoradores, a quienes había expresado su deseo de conseguir que esta casa tuviera un aspecto idéntico a la anterior. Me propuse estar presente cuando Bart acudiera la próxima vez. Nos conocimos, le expliqué quién era yo, y él pareció alegrarse mucho. Ésa es toda la historia.
¿Realmente? Lo miré con dureza. ¿Habría regresado pensando obtener una parte de la fortuna que Malcolm había dejado? ¿Podría él destruir la voluntad de mi madre y quedarse con un buen pedazo para sí? Si así era, me preguntaba por qué a Bart no le había inquietado enterarse de que Joel estaba vivo.
No traduje mis pensamientos con palabras, sino que me limité a permanecer sentada, mientras Joel se sumía en un largo silencio taciturno. Chris se levantó.
—Ha sido un día muy ajetreado para nosotros, Joel, y mi esposa está muy cansada. ¿Podría usted indicarnos qué habitaciones vamos a ocupar para que podamos refrescarnos y descansar?
Joel se puso en pie al instante excusándose por mostrar una hospitalidad tan pobre y enseguida nos acompañó hasta la escalera.
—Me encantará ver de nuevo a Bart. Fue muy generoso al ofrecerme alojamiento en esta casa. Sin embargo, todas estas habitaciones me recuerdan demasiado a mis padres. Mi dormitorio se halla encima del garaje, cerca de las dependencias de los sirvientes.
Justo en aquel momento sonó el teléfono. Joel me lo tendió.
—Es tu hijo mayor que llama desde Nueva York —dijo con su voz fría y áspera—. Podéis usar el teléfono del primer salón si ambos queréis hablar con él.
Chris se apresuró a descolgar el auricular de otro teléfono mientras yo saludaba a Jory. Su voz feliz disipó algo la tristeza y la depresión que me embargaban.
—Mamá, papá, he conseguido cancelar algunos pequeños compromisos, y Mel y yo estamos libres para viajar hasta ahí en avión y estar con vosotros. Los dos estamos cansados y necesitamos unas vacaciones. Además, nos gustaría echar un vistazo a esa casa de que tanto hemos oído hablar. ¿Es realmente como la original?
Oh, sí, demasiado.
Yo rebosaba de alegría porque Jory y Melodie se reunirían con nosotros. Cuando Cindy y Bart llegasen, volveríamos a ser una familia, viviendo bajo el mismo techo, algo que yo no había conocido desde hacía mucho tiempo.
—No, naturalmente que no me importa renunciar a la escena durante una temporada —aseguró con tono desenfadado respondiendo a mi pregunta—. Estoy cansado. Incluso noto mis huesos debilitados por la fatiga. A ambos nos conviene un buen descanso… y tenemos noticias para vosotros.
No dijo nada más. Colgamos, y Chris y yo sonreíamos. Joel se había retirado para dejarnos solos y reaparecía de nuevo. Se acercaba con paso inseguro y vacilante a una mesa de estilo francés, sobre la que había un gran jarrón de mármol que contenía un ramo de flores secas, mientras hablaba del conjunto de habitaciones que Bart había planeado para mi uso. Me miró primero a mí y después a Chris, antes de añadir:
—Y para usted también, doctor Sheffield.
Joel volvió sus lacrimosos ojos para estudiar mi expresión, encontrando al parecer algo en ella que le complacía.
Enlazando mi brazo con el de Chris, me encaminé hacia la escalera que nos conduciría arriba, otra vez a aquel segundo piso donde todo había comenzado; el maravilloso y pecaminoso amor que entre Chris y yo había nacido en la penumbra del polvoriento y ruinoso ático, un lugar oscuro lleno de muebles viejos y trastos, con papel floreado en la pared y promesas rotas a nuestros pies.