Los días tristes del invierno pasaron, cargados de miles de detalles triviales. La noche de fin de año habíamos asistido a una fiesta, acompañados por Cindy y Jory. Cindy, al fin, tuvo oportunidad de conocer a jóvenes de la zona, entre los cuales obtuvo un gran éxito. Bart declinó la invitación, pensando que se divertiría más en un club exclusivo para hombres del que era socio.
—No es un club exclusivo para hombres —susurró Cindy, que creía tener todas las respuestas—. Irá a alguna casa alegre.
—¡Jamás vuelvas a decir nada semejante! —la reñí—. Lo que Bart haga es cosa suya. ¿Dónde oyes esas murmuraciones?
En aquella fiesta de nochevieja se encontraban algunas de las personas a las que Bart había convidado a su fiesta y no tardé en dedicarme a indagar, con tacto, si ellos habían recibido la invitación de Bart. «No» respondían todos, aunque nos miraban atentamente a Chris y a mí, y después a Jory en su silla de ruedas, como si silenciaran pensamientos secretos que nunca declararían.
—Madre, no te creo —replicó Bart con extrema frialdad cuando le expliqué que los invitados a quienes encontré no habían recibido su tarjeta—. Tú odias a Joel; sólo ves en él a Malcolm, y por tanto quieres minar mi fe en ese anciano, bueno y piadoso. Joel ha jurado que envió las invitaciones, y yo le creo.
—Y a mí, ¿no me crees?
Se encogió de hombros.
—La gente es a veces engañosa. Quizá aquellos con los que hablaste ayer lo único que hicieron fue mostrarse corteses.
Cindy nos dejó para ir a la universidad el 2 de enero, ansiosa por escapar del aburrimiento, que ella consideraba infierno en la tierra. Terminaría el curso universitario aquella primavera y no tenía intenciones de proseguir sus estudios a pesar de que Chris había intentado convencerla.
—Incluso una actriz necesita cultura.
Pero no había resultado. Nuestra Cindy era tan testaruda como lo había sido Carrie.
Melodie estaba silenciosa, melancólica, variable y tan aburrida que todos evitaban tenerla cerca. Se resentía por tener que cuidar a los bebés que yo había supuesto le proporcionarían tanto placer y ocuparían su tiempo. Pronto tuvimos que contratar a una nodriza. Melodie, además, apenas ayudaba a Jory, de modo que yo realizaba por él lo que él no podía hacer por sí mismo.
Chris continuaba con su trabajo, que lo mantenía feliz y apartado de mí hasta los viernes a las cuatro, cuando llegaba a la puerta, igual que papá, que regresaba con nosotros los viernes. El ciclo se repetía. Chris vivía su propio mundo afanoso; nosotros, en la montaña, el nuestro. Chris iba y venía. Parecía fresco, alegre, confiado y muy contento por pasar con nosotros los fines de semana. Dejaba los problemas a un lado como si fuesen desechos no merecedores de atención.
Nosotros, en Foxworth Hall, nunca íbamos a ninguna parte desde que Jory había optado por no salir de la seguridad de sus maravillosas habitaciones.
Pronto llegaría el trigésimo aniversario del nacimiento de Jory. Habría que preparar algo especial. Entonces se me ocurrió invitar a todos los miembros de su compañía de ballet de Nueva York para que asistiesen a su fiesta. Pero, lógicamente, primero tendría que discutirlo con Bart.
Bart hizo girar su butaca apartándose del ordenador.
—¡No! ¡No quiero a un grupo de bailarines en mi casa! Nunca más celebraré una fiesta, ni derrocharé mi dinero en gente a que ni tan siquiera deseo conocer. Organiza otra cosa para él, pero no invites a esa gente.
—Pero, Bart, una vez te oí decir que te gustaría que una compañía de ballet actuara en tus fiestas.
—Ahora no. He cambiado de opinión. Además, nunca he aprobado realmente a los bailarines. Nunca los he aprobado y nunca los aprobaré. Ésta es la casa del Señor… y la primavera próxima edificaremos un templo de adoración para celebrar su dominio sobre todos nosotros.
—¿Qué quieres decir? ¿Que se edificará un templo?
Hizo una mueca antes de volver a dedicar su atención al ordenador.
—Una capilla; tan cerca, que no podrás evitarla, madre. ¿No será agradable? Cada domingo nos levantaremos temprano para asistir a los servicios. Todos nosotros.
—¿Y quién estará en el púlpito para pronunciar los sermones? ¿Tú?
—No, madre, yo no. Todavía no estoy limpio de pecados. Mi tío será el ministro. Es un hombre santo, justo.
—A Chris y a mí nos gusta levantarnos tarde los domingos por la mañana —dije, a pesar de mi buena voluntad por mantenerlo siempre aplacado—. Nos agrada tomar el desayuno en la cama, y en verano, la terraza del dormitorio es el lugar ideal para iniciar un día feliz. En cuanto a Jory y Melodie, deberías discutir con ellos este tema.
—Ya lo he hecho. Harán lo que yo diga.
—Bart, el cumpleaños de Jory será el día catorce. Recuerda, nació el día de San Valentín.
Bart me miró de nuevo.
—No es raro, pero sí significativo que los bebés de nuestra familia nazcan a menudo en fechas señaladas o muy cerca de ellas. El tío Joel considera que significa algo, algo especial, ofensivo.
—¡Sin duda! —repliqué con calor—. El querido Joel cree que todo es significativo y ofensivo a los ojos de su Dios. Es como si no sólo poseyera a Dios, sino también lo controlara. —Me volví para enfrentarme a Joel que nunca estaba a más de tres metros de distancia de Bart. Me alteré porque por alguna razón Joel me asustó—. ¡Deja de imbuir a mi hijo esas ideas demenciales, Joel!
—No tengo por qué imbuirle ese tipo de ideas, querida sobrina. Tú modelaste su cerebro mucho antes de que naciera. Aquel bebé nació como fruto del odio, necesariamente llega el ángel de la salvación. Reflexiona sobre esto antes de condenarme.
Una mañana, los titulares del periódico local referían que una familia notable a la que mi madre solía mencionar con frecuencia se había arruinado. Leí los detalles, plegué el periódico y me quedé pensativa. ¿Tendría Bart algo que ver con la súbita desaparición de la fortuna de aquel hombre? Era uno de los invitados que no acudió a la fiesta.
Otro día, se publicó que un hombre había asesinado a su esposa y sus dos hijos porque había invertido la mayor parte de sus ahorros en ciertas mercancías comerciales y el trigo había bajado drásticamente de precio. Así desaparecía otro de los enemigos de Bart, invitado en su día a aquel desafortunado baile de Navidad. Pero si mis sospechas eran ciertas, ¿cómo podía Bart manipular los mercados, las quiebras?
—¡Nada sé de eso! —respondió furioso cuando le pregunté—. Esas gentes cavaron sus propias tumbas con su avaricia. ¿Quién te crees que soy yo? ¿Dios? Dije un montón de tonterías la noche de Navidad, pero no estoy tan loco como tú crees. No tengo ninguna intención de poner en peligro mi alma. Los tontos siempre consiguen dar sus propios tropiezos.
Celebramos el aniversario de Jory con una fiesta familiar; Cindy viajó en avión para pasar con nosotros dos días, feliz por festejar con Jory. En las maletas traía un montón de regalos que debían mantenerle ocupado.
—Cuando encuentre un hombre como tú, Jory, ¡voy a agarrarlo a toda prisa! Aún estoy esperando comprobar si algún otro hombre es la mitad de maravilloso que tú. Hasta el momento, Lance Spalding no ha demostrado ser ni la mitad de hombre de lo que tú eres.
—¿Y cómo puedes tú saber eso? —dijo Jory bromeando, ya que ignoraba los detalles de la repentina partida de Lance.
Dirigió a su esposa una severa mirada mientras ella sostenía a Darren, y yo, a Deidre. Ambas estábamos dándoles el biberón sentadas ante el agradable fuego del hogar. Los bebés nos proporcionaban todos los motivos para esperar un futuro prometedor. Creo que Bart estaba fascinado por la rapidez con que crecían y lo dulces y cálidos que parecían en las pocas ocasiones en que los tuvo entre sus brazos durante unos molestos segundos. Incluso me había mirado con cierto orgullo.
Melodie dejó a Darren en una gran cuna que Chris había comprado en una tienda de antigüedades y había restaurado de modo que casi parecía nueva. Con un pie mecí al bebé lanzando una mirada airada hacia Bart antes de que se quedase contemplando el fuego. Melodie hablaba en muy raras ocasiones y no mostraba un auténtico interés por sus hijos. Tampoco manifestaba interés por ninguno de nosotros, ni por nada de lo que hacíamos.
Jory compraba por correo regalos que llegaban casi a diario para sorprenderla. Ella abría cada caja, sonreía levemente y profería un débil «gracias». Algunas veces ni siquiera abría el paquete y agradecía el detalle a Jory sin mirarle. Me dolía ver a Jory fruncir el entrecejo o bajar la cabeza para ocultar su expresión. Mi hijo lo estaba intentando… ¿Por qué no podía intentarlo ella?
A medida que transcurrían los días, Melodie se retraía cada vez más, no sólo de su marido sino también, con gran asombro por mi parte, de sus hijos. El amor de Melodie era indeciso, incapaz de asumir un compromiso fuerte, era como el aleteo débil de una polilla sobre la llama maternal de una vela. Era yo quien se levantaba en mitad de la noche para alimentarlos; era yo quien iba de un lado a otro para cambiar dos pañales al mismo tiempo, quien bajaba corriendo a la cocina para preparar los biberones y quien los sostenía en el hombro para que eructaran. Me tomaba el tiempo y la molestia de mecerlos hasta que se dormían y les cantaba dulces nanas mientras sus grandes ojos azules me miraban fijamente, fascinados, hasta que el sueño los enturbiaba y con gran contrariedad cerraban los ojos. Con frecuencia parecían seguir escuchando, a juzgar por sus pequeñas sonrisas de complacencia. Me llenaba de gozo verlos crecer y advertir que cada día se parecían más a Cory y Carrie.
Aunque vivíamos aislados de la sociedad, no éramos ajenos a los maliciosos rumores que los sirvientes traían a casa de las tiendas locales. A menudo, les oí murmurar mientras picaban cebollas y pimientos o preparaban las tartas, los pasteles y otros postres que a todos nos gustaban. Sabía que nuestras doncellas se entretenían demasiado en los pasillos de atrás y hacían nuestras camas mientras nosotros estábamos todavía arriba porque, al creer que estábamos solos, hablábamos de muchos secretos con los que ellos alimentaban su cotilleo.
Algunas de las cosas sobre las que ellos especulaban, conjeturaba yo también. Bart estaba en casa en muy raras ocasiones, y a veces me sentía agradecida por ello. Con Bart ausente, no había nadie que propiciara discusiones; Joel permanecía en su habitación y rezaba, o así lo creía yo por lo menos.
Una mañana, decidí que quizá yo también debía utilizar los mismos trucos que los sirvientes y entretenerme en la cocina… Cuando lo hice, oí a la cocinera y las doncellas comentar los rumores que corrían por el pueblo. Bart, según ellos, mantenía relaciones amorosas con las damas más bonitas y ricas de la sociedad, sin importarle que algunas estuviesen casadas. Bart había destrozado ya un matrimonio, precisamente el de una de las parejas que estaba en la lista de invitados de Navidad. También, según lo que oí, Bart visitaba con frecuencia un burdel que se hallaba a dieciséis kilómetros de distancia, fuera de los límites de cualquier ciudad.
Yo tenía pruebas de que algunas de aquellas historias podían ser ciertas. Lo había visto con frecuencia regresar a casa borracho, con modales más suaves, que me hacían desear, por desgracia, que siguiera borracho. Era en esas ocasiones cuando Bart podía sonreír y reír con facilidad.
Un día le pregunté:
—¿Qué haces todas esas noches que estás fuera hasta tan tarde?
Reía con malicia cuando bebía demasiado; en esta ocasión también soltó una risita.
—El tío Joel dice que los mejores evangelistas han sido los peores pecadores, dice que has de rodar en la suciedad de la cloaca para saber lo que es estar limpio y salvarte.
—¿Y es eso lo que haces todas esas noches, revolcarte en la suciedad de la cloaca?
—Sí, mi querida madre, pues maldita sea si conozco lo que es sentirme limpio o salvado.
La primavera se acercaba con precaución, como un tímido pajarillo. Los fríos vientos tempestuosos se suavizaron dando paso a las cálidas brisas del sur. El cielo adquirió aquel tono de azul que me hacía sentir joven y llena de esperanza. Salía con frecuencia a los jardines para rastrillar hojas y arrancar las malas hierbas que los jardineros habían descuidado.
Deseaba ver brotar el azafrán en el suelo de los bosques, no tenía paciencia para esperar el nacimiento de los tulipanes y las margaritas y ver florecer el cornejo. Apenas podía esperar para admirar las azaleas por doquier, haciendo de mi vida una tierra espléndida llena de encantos para los gemelos, para todos nosotros. Alzaba la vista y contemplaba la maravilla de los árboles que nunca parecían tristes ni solitarios. La naturaleza…, ¡cuánto podríamos aprender de ella si quisiéramos!
Acompañaba a Jory tan lejos como él pudiera conducir su Silla, cuyas enormes ruedas subían la mayoría de las pendientes suaves.
—Hemos de encontrar un medio mejor para que puedas internarte en los bosques —dije, pensativa—. Si colocásemos losas por todas partes, sería muy bonito, pero tras las heladas del invierno podrían sobresalir y hacer volcar la silla. Aunque yo deteste el cemento, tendremos que usarlo; eso o alquitrán. Me parece que prefiero el alquitrán, ¿tú qué opinas?
Jory reía ante mi simplicidad.
—Ladrillos rojos, mamá. Los paseos con ladrillos rojos son pintorescos. Además, esta silla mía es una auténtica maravilla. —Miró alrededor, sonriendo complacido, y después echó la cabeza hacia atrás para que el sol le diera en el rostro y lo calentara—. Lo único que deseo es que Mel acepte lo que me ha sucedido y muestre más interés por los gemelos.
Nada podía decir yo pues ya había hablado con Melodie sobre el tema más de una docena de veces, y cuanto más lo decía tanto más resentimiento mostraba ella.
—¡Ésta es mi vida, Cathy! —se lamentaba ella—. Mi vida… ¡No la tuya! —Su rostro era como una máscara de furia.
El terapeuta de Jory le enseñó cómo bajar al suelo sin tanto esfuerzo y cómo volver a sentarse en su silla. De ese modo Jory podía ayudarme a plantar más rosales. Sus manos fuertes manejaban la azadilla mucho mejor que yo.
Los jardineros enseñaron a Jory a podar los arbustos, fertilizar, colocar el estiércol y el mantillo alrededor de los árboles para conservar la humedad y abrigar las raíces. Jory y yo convertimos la jardinería, no tan sólo en un pasatiempo, sino en un estilo de vida que nos salvaba de la locura. Ampliamos el invernadero para poder cultivar flores exóticas y, allí dentro, disfrutábamos de un mundo propio que podíamos controlar, rebosante de su propia y silenciosa vitalidad. Pero no bastaba para Jory, quien decidió dedicarse al arte de una u otra manera.
—Papá no es el único de esta familia que puede pintar un cielo nublado y hacerte sentir la humedad, o colocar una gota de rocío en una rosa pintada con tanto realismo que la puedes oler —dijo Jory con una amplia sonrisa—. Voy a convertirme en un artista, madre.
A pesar de que Melodie vivía en la misma casa, Jory estaba creándose una vida sin ella. Instaló unos tirantes en su silla de tal modo que se acomodaran a sus hombros para poder llevar con él a los gemelos. Su deleite ante las sonrisas de los pequeños cuando le veían acercarse conmovía mi corazón; en cambio hacía que Melodie abandonara bruscamente la habitación de los niños.
—¡Ahora me quieren, mamá! ¡Se ve en sus ojos! Ellos conocían a Jory mejor que a su madre. A ella le dedicaban unas sonrisas vacías, quizá porque la expresión de Melodie era vacía y ausente cuando les contemplaba con fijeza.
Sí, los gemelos no solamente amaban y sabían quién era su padre, sino que también confiaban por completo en él. Cuando Jory alargaba las manos para cogerles, ellos no pestañeaban temerosos de que les dejara caer.
Reían como si supieran que nunca, nunca, permitiría que se cayesen.
Encontré a Melodie enfurruñada en su habitación. Estaba realmente flaca, su cabello, tan hermoso en otro tiempo, desvaído y lacio.
—Se necesita tiempo, Melodie, para desarrollar los instintos maternales —dije mientras me sentaba sin haber sido invitada y, por lo tanto, importuna en apariencia—. Permites que las criadas y yo cuidemos demasiado de ellos. No te reconocerán como madre si te separas de ellos. El día que veas cómo se encienden de alegría sus caritas al entrar tú, y te sonrían felices al verte, al ver a su madre, encontrarás el amor que estás buscando. Tu corazón se derretirá. Sus necesidades te proporcionarán una dicha que nada ni nadie más puede darte y jamás sentirás hacia tus hijos nada más que amor.
Su débil sonrisa era amarga y pronto se desvaneció.
—¿Y cuándo me has dado la oportunidad de ser madre para mis hijos, Cathy? Cuando me levanto por la noche, tú ya estas ahí. Cuando me presento por las mañanas tú ya les has bañado y vestido. Esos niños no necesitan una madre si ya disponen de una abuela como tú.
Me quedé asombrada por su injusto ataque. Con frecuencia yo había oído, en mi cama, el llanto de los gemelos, que lloraban y lloraban hasta que tenía que levantarme para atender sus necesidades, atormentada después de haber esperado en vano a que Melodie se acercase a ellos. ¿Qué quería que hiciese? ¿Debía hacer caso omiso a su llanto? Le había dado tiempo suficiente. Su habitación estaba al otro lado del pasillo, frente a la de sus hijos, mientras que la mía se hallaba en otra ala de la casa.
Pareció que Melodie hubiese adivinado mis pensamientos, pues su voz sonó casi como el silbido de una serpiente venenosa.
—Siempre has de salirte con la tuya, ¿verdad, suegra? Siempre te las arreglas para conseguir lo que quieres. Pero hay algo que nunca conseguirás, y es el amor y el respeto de Bart. Cuando él me amaba, y no dudes de que me amó en otro tiempo, me dijo que te odiaba, que te despreciaba de verdad. Sentí lástima de él entonces, y más lástima todavía de ti. Pero ahora entiendo por qué Bart te detesta. Con una madre como tú, Jory no necesita a una esposa como yo.
El día siguiente era jueves. Me embargaba una gran pena al pensar en todas las palabras desagradables que Melodie había proferido el día anterior. Suspiré, me incorporé y me senté en el borde de la cama para deslizar mis pies en las zapatillas de satén. Nos esperaba una jornada muy ajetreada, ya que era el día en que todos los sirvientes, excepto Trevor, libraban. Los jueves yo era como mamá, preparándome para el viernes, cuando me sentiría llena de vida al ver al hombre a quien amaba cruzar la puerta.
Jory estaba sollozando cuando entré en su habitación llevando a los gemelos recién lavados y cambiados, en mis brazos. Jory sostenía en las manos una carta larga de color crema.
—Lee esto —balbuceó, dejando el papel junto a su silla antes de tender las manos para coger a sus hijos. Cuando tuvo a ambos, inclinó la cara para apoyarla primero en el suave cabello de su hijo y después en el de su hija.
Cogí el papel; siempre portaban malas noticias las cartas de color crema procedentes de Foxworth Hall.
«Mi querido Jory: Soy una cobarde. Siempre lo he sabido, pero esperaba que nunca lo descubrieras. Tú eras siempre el que poseía la fuerza. Te amo y, sin duda, te amaré siempre, pero soy incapaz de vivir con un hombre que nunca más podrá hacerme el amor.
»Te contemplo en esa horrible silla que has acabado por aceptar, cuando yo nunca podré aceptarla, ni resignarme a aceptar tu invalidez. Tus padres han venido a mi habitación y se han enfrentado conmigo, me han presionado para que hable contigo y te diga todo lo que siento. No me atrevo a hacerlo pues si lo hiciera podrías decir o hacer algo que me hiciera cambiar de opinión, y yo tengo que marchar o enloqueceré.
»Amor mío, me siento triste en esta casa, esta horrible y odiosa casa, con toda su engañosa belleza. Cuando estoy tendida en mi cama solitaria, sueño con el ballet y oigo la música aunque no esté sonando. He de volver allí donde pueda oírla, y si está mal y es egoísta, y sé que lo es, perdóname, si puedes.
»Cuéntales cosas amables de mí a nuestros hijos cuando tengan edad suficiente para formular preguntas sobre su madre. Di palabras bonitas aunque no sean ciertas, pues sé que te he fallado a ti tanto como a ellos. Te he dado suficientes motivos para que me odies pero, por favor, no me recuerdes así. Recuérdame como solía ser cuando, más jóvenes, llevábamos el control de nuestras vidas.
»No te culpes ni culpes a nadie por mi marcha. Yo soy la responsable. ¿Sabes? No soy realista, nunca lo he sido y nunca lo seré. No puedo enfrentarme a una realidad cruel que destruye vidas y deja atrás sueños rotos. Y también, recuerda esto: soy la fantasía que tú ayudaste a crear, por tu propio deseo y por el mío.
»De modo que adiós para siempre, amor mío, mi primer y más dulce amor, y quizá, y esto lo escribo con tristeza, mi único amor verdadero. Busca a alguien tan especial como tu madre que pueda ocupar mi puesto. Ella ha sido quien te ha dado la capacidad para enfrentarte con la realidad, por dura que haya sido.
»Dios hubiera sido bondadoso si me hubiera concedido una madre como la tuya.
»Lamentablemente tuya,
MEL».
La carta cayó de mi mano, revoloteando patéticamente hacia la alfombra. Jory y yo nos quedamos mirando aquel papel en el suelo, tan triste y definitivo.
—Ha terminado, mamá —dijo Jory, con una voz profunda y grave en que imperaba la calma—. Lo que comenzó cuando yo tenía doce años, y ella, once, ha terminado. Construí mi vida alrededor de ella, pensando que duraría hasta la vejez. Di a Melodie lo mejor que podía ofrecerle, lo que resultó insuficiente cuando desapareció el hechizo.
¿Cómo podía yo decir que Melodie no hubiera durado a su lado aunque él hubiera continuado bailando en un escenario? Algo en ella se resentía de la fuerza de mi hijo, de su habilidad innata para afrontar situaciones que ella no podía aceptar.
Sacudí la cabeza. No. No era justa.
—Lo siento, Jory, lo siento muchísimo. —No me atreví a decir: «Quizá estarás mejor sin ella».
—También yo lo siento —murmuró él, evitando mi mirada—. ¿Qué mujer puede quererme ahora?
Jory quizá nunca volvería a disfrutar de una actividad sexual normal, y yo sabía que él necesitaba a alguien en la cama durante aquellas noches largas y solitarias. Cada mañana leía en su rostro que las noches eran la peor parte de su vida, pues le sumían en un sentimiento de aislamiento, y le volvían emocionalmente vulnerable. Jory era como yo que necesitaba brazos seguros que me sostuvieran durante la noche y besos que me cobijaran como un parasol seguro de amor.
—La madrugada pasada oí silbar el viento —me explicó Jory mientras los gemelos, sentados en sus sillitas altas, se ensuciaban la cara con el cereal pastoso y caliente—. Me desperté. Creí oír la respiración de Melodie a mi lado, pero no había nadie. Vi a los pájaros, llenos de alegría, construir sus nidos, los oí piar, saludando al nuevo día y entonces reparé en la carta. Sabía, sin leerla, lo que allí había escrito, y continué pensando en los pájaros, y sus canciones de amor se convirtieron para mí en ese momento sólo en reivindicaciones territoriales. —Su voz se quebró mientras bajaba la cabeza para ocultar su rostro—. He oído decir que los cisnes, una vez se han emparejado, no cambian nunca de compañero; yo sigo viendo a Melodie como el Cisne, leal para siempre, sean cuales sean las circunstancias.
—Cariño, lo sé, lo sé —le calmaba yo, acariciándole los oscuros rizos—. Pero el amor puede llegar de nuevo, aférrate a esa esperanza… y no estás solo.
Jory asintió, diciendo:
—Gracias por estar siempre aquí, cuando te necesito. Gracias también a papá…
Bruscamente, sintiendo que iba a echarme a llorar, lo rodeé con mis brazos.
—Jory, Melodie se ha marchado, pero te ha dejado un hijo y una hija; debes sentirte agradecido por ello. Ahora que tu esposa te ha abandonado, ellos son más tuyos que nunca. No te ha abandonado sólo a ti, sino a sus hijos. Puedes divorciarte de ella y aprovechar tu fortaleza para transmitir a tus hijos tu valor y decisión. Saldrás adelante sin ella, Jory, y mientras nos necesites, sabes que puedes contar con el apoyo de tus padres.
Yo no dejaba de pensar que Melodie había ido descuidando de manera deliberada a sus propios hijos para hacer más fácil la ruptura; no se había permitido amarles, ni les había permitido que la amaran. Su regalo de despedida para su amado desde la infancia eran aquellos hijos.
Jory enjugó las lágrimas y trató de esbozar una sonrisa. Cuando lo consiguió, estaba cargada de ironía.