EL BAILE TRADICIONAL DE FOXWORTH

La cena del día de Navidad fue servida aproximadamente a las cinco con el fin de proporcionar a la familia tiempo sobrado para prepararse para el gran acontecimiento que comenzaría a las nueve y media. A Bart lo rodeaba un aura de felicidad. Cuando su cálida mano se acercó para cubrir la mía, me estremecí de placer, pues rara vez demostraba afecto por contacto físico.

—Ya que no puedo disponer de toda mi riqueza enseguida, debería al menos ostentar todo el prestigio que merece al propietario de esta casa.

Sonreí y le acaricié la mano que sostenía la mía.

—Sí, lo entiendo, y nosotros haremos todo lo posible para que tu fiesta sea un gran éxito.

Joel estaba sentado cerca, emitiendo vibraciones invisibles. Sonreía con cinismo.

—Dios ayuda a los bobos que se engañan —murmuró.

Bart fingió no haberle escuchado, pero yo estaba preocupada. Alguien había destrozado el barco de vela de Jory, cuya única intención había sido entregar a su hermano un regalo de reconciliación. Tenía que haber sido Joel el que tan despiadadamente había destruido ese barco en que Jory se había afanado durante meses y meses. ¿Qué más sería capaz de hacer?

Mis ojos se encontraron con los del viejo. No había más que un adjetivo para describir con exactitud su aspecto en ese momento: mojigato. Tomaba su comida con delicadeza, cortando el pastel de frutas en pequeños pedazos que pinzaba con sus largos dedos. Masticaba cada uno de esos trocitos con intensa concentración, utilizando solamente los incisivos, de la misma manera que un conejo comería una zanahoria.

—Me acostaré ahora —anunció Joel—. No apruebo la fiesta de esta noche, Bart, creo que deberías saberlo. Recuerda lo sucedido en tu fiesta de cumpleaños. Deberías ser más sensato. Insisto en que es un derroche de dinero invitar a personas que no conoces bastante bien. También censuro a quienes beben, bailan y se comportan de forma salvaje en un día sagrado. El día de hoy pertenece al Señor y a su Hijo. Todos deberíamos hincarnos de rodillas y permanecer así desde la aurora hasta la medianoche, como hacíamos en el monasterio, mientras, en silencio, agradecíamos el hecho de estar vivos. —Puesto que nadie de nosotros respondió, Joel prosiguió—: Yo sé que los hombres y las mujeres embriagados intentarán fornicar con alguna persona distinta a su pareja. Recuerdo tu fiesta de aniversario y lo que ocurrió. La pecaminosa vida moderna contrasta claramente con la pureza del mundo cuando yo era joven. Nada es como solía ser entonces. En aquella época la gente sabía comportarse decentemente en público, sin importar lo que se hiciera detrás de las puertas cerradas. Ahora a nadie le importa que le vean cometiendo cualquier pecado. Cuando yo era un muchacho, las mujeres no exhibían los senos, ni se levantaban las faldas ante el primer hombre que se lo pidiera. —Fijó sus fríos ojos azules en mí, y después en Cindy—. Aquellos que pecan una y otra vez, siempre lo pagan muy caro, como algunas personas que están aquí debieran saber. —Entonces se quedó mirando significativamente a Jory.

—Viejo bastardo —murmuró Cindy observándolo mientras Joel salía de la habitación con el mismo sigilo con que había entrado.

—Cindy, ¡que nunca más te oiga decir nada parecido! —exclamó Bart—. Nadie profiere obscenidades bajo mi techo.

—Ya está bien, maldita sea —replicó Cindy—. El otro día te oí calificar a Joel así. Y aún más, Bart Foxworth, Yo llamaré al pan, pan, ¡incluso bajo tu techo!

—¡Ve a tu habitación y permanece allí! —aulló Bart.

—Que todo el mundo continúe divirtiéndose —terció Jory, conduciendo su silla hacia el ascensor—. En cuanto a mí, ¡por todos los diablos!, tengo ganas de romper en mil pedazos mi tarjeta de socio cristiano.

—Para comenzar, tú nunca has sido cristiano —dijo Bart—. Nadie de esta casa va nunca a la iglesia. Pero un día no muy lejano todos los que están aquí irán a la iglesia.

Chris se levantó, dejó con mucha calma su servilleta sobre la mesa, y fijó su mirada firme en Bart y Cindy.

—Ya estoy harto de esta dialéctica infantil. Me sorprende que todos vosotros, que os creéis adultos, os convirtáis en niños en un abrir y cerrar de ojos.

Pero a Jory no podía contenérsele esta vez. Giró bruscamente su silla de ruedas, con la ira reflejada en el rostro, casi siempre sosegado, y con las aletas de la nariz levantadas.

—Papá, lo Siento, pero tengo algo que decir. —Se volvió hacia Bart que se había puesto en pie—. Ahora, escúchame, hermanito. —Sus fuertes manos soltaron la palanca de la silla para cerrarse convulsivamente y convertirse en puños—. Yo creo en Dios… pero no en la religión, que sólo se utiliza para manipular y castigar. Es aprovechada de mil maneras para conseguir beneficios, pues incluso en la Iglesia, el Dios real es todavía el dinero.

—Bart —supliqué, temerosa de que volviera a herir a Jory—, ya es hora de que vayamos arriba.

Bart había palidecido.

—No es de extrañar que te veas condenado a estar en esa silla si crees lo que acabas de decir. Dios te está castigando, tal como dice Joel.

—Joel —repitió Jory; el tono de su voz evidenciaba desprecio—. ¿Y a quién le importa lo que dice un viejo estúpido como Joel? ¡Sufro este castigo porque algún idiota humedeció la arena! Dios no hizo llover para que eso ocurriera. Fue una manguera del jardín que usurpó el lugar de Dios, y por eso estoy en una silla de ruedas y no en el lugar que me corresponde. Tan pronto como me sea posible me iré de aquí, Bart. Estás provocando que olvide que eres mi hermano, al que siempre he intentado amar y ayudar. Nunca más lo intentaré.

—¡Hurra por ti, Jory! —exclamó Cindy, poniéndose en pie de un salto y aplaudiendo.

—¡Basta! —ordené, cogiendo a Cindy por un brazo mientras Chris la cogía por el otro y la alejaba de Bart. No obstante, ella se retorcía, luchando por liberarse.

—¡Maldito monstruo hipócrita! —Increpó a Bart—. Ya oí comentar en tu fiesta de aniversario que eres un buen cliente del burdel local…

Afortunadamente, la puerta del ascensor se cerró detrás de nosotros y pudimos subir antes de que Bart alcanzara a Cindy.

—Aprende a mantener la boca cerrada —aconsejó Jory—. Sólo consigues empeorar las cosas, Cindy. Por mi parte, lamento lo que acabo de decir. ¿Has visto su expresión? No creo que Bart finja en cuanto a la religión. Habla muy en serio y parece creer de verdad. Aunque Joel sea un hipócrita, Bart no.

—Jory, Cindy, escuchadme con atención —dijo Chris antes de salir del ascensor—. Quiero que esta noche los dos hagáis todo lo posible para que la fiesta de Bart sea un éxito. Olvidad vuestras diferencias, por lo menos por unas horas. Bart fue un muchacho con muchos problemas y, al crecer, se ha convertido en un hombre con muchos más. Necesita ayuda urgente, pero no con sesiones de psiquiatras, sino con el apoyo de aquellos que más lo quieren. A pesar de todo, yo sé que los dos lo amáis, tanto como vuestra madre y yo, que además nos preocupamos por lo que pueda sucederle. En cuanto a Melodie, he ido a verla antes de la cena y no se siente lo bastante bien para asistir a la fiesta. No me permitió que la examinara, aunque insistí. Dice que se siente demasiado gorda y torpe y prefiere que los invitados no la vean. Creo que será la mejor solución para ella. Pero si queréis, podréis hablar con ella un momento y transmitirle unas palabras amables de ánimo, pues la inquietud está destrozando a esa pobre chica…

Jory avanzó por el pasillo y entró directamente en su habitación, ignorando la puerta cerrada de Melodie. Tanto Chris como yo lanzamos un suspiro.

Cindy, obediente, intentó expresar algunas palabras de consuelo a Melodie desde la parte exterior de la puerta cerrada con llave. Después, dando saltos, se acercó a nosotros.

—No permitiré que Melodie me estropee la diversión. Creo que está actuando como una condenada boba egoísta. Pienso divertirme esta noche como nunca —dijo Cindy, cuando nosotros nos dirigíamos a nuestra habitación—. Me importan un bledo Bart y su fiesta, pero no voy a desdeñar la diversión que a mí me proporcione.

—Estoy preocupado por Cindy —dijo Chris cuando estábamos echados en nuestra amplia cama, intentando dormir un poco—. Tengo la impresión de que no es demasiado comedida a la hora de conceder sus favores.

—Chris, ¡no digas eso! El hecho de que la pillásemos con ese chico, Lance, no significa que sea una muchacha ligera. Lo que hace es buscar tratando de encontrar en todo joven que conoce su pareja anhelada. Si uno le dice que la ama, ella lo cree porque necesita creer. ¿No te das cuenta de que Bart le ha robado la confianza? Cindy teme ser lo que Bart cree que ella es. En su interior se debate entre ser tan perversa como él cree y ser tan buena como nosotros pretendemos que sea. Cindy es una joven hermosa, y Bart la trata como si fuera basura.

Había sido un día muy largo para Chris. Cerró los ojos y se puso de lado para abrazarme.

—Bart acabará por corregirse —murmuró—. Por primera vez veo en sus ojos la necesidad de encontrar una salida. Desea desesperadamente encontrar alguien o algo en quien creer. Algún día hallará lo que necesita y entonces se liberará para convertirse en el magnífico hombre que existe debajo de esa odiosa máscara.

Dormir, soñar en cosas imposibles, como la armonía familiar, en hermanos y una hermana encontrando el mutuo amor. Sueña, soñador.

Oí que el antiguo reloj del vestíbulo daba las siete, hora en que debíamos levantarnos de la siesta para bañarnos y vestirnos. Desperté a Chris y lo apremié para que se vistiera. Él se estiró, bostezó y se levantó perezosamente para ducharse mientras yo tomaba un rápido baño; después se afeitó antes de ponerse un frac confeccionado a la medida y se contempló en el espejo.

—Cathy, ¿estoy engordando? —preguntó, inquieto.

—No, cariño, tienes un aspecto «tremendo», como diría Cindy.

—¿Qué has dicho?

—Eres más atractivo cada año que pasa. —Le rodeé la cintura con los brazos a la vez que apoyaba la mejilla contra su espalda—. Te amo más a medida que pasa el tiempo… y, aunque fueras tan viejo como Joel, yo te vería como ahora eres, tan apuesto con tu brillante armadura, presto a cabalgar un unicornio blanco. En la mano llevarás entonces una lanza de tres metros con la cabeza del dragón verde clavada en su punta.

Vi su imagen en el espejo; en sus ojos brillaban unas lágrimas.

—Después de tanto tiempo lo recuerdas todavía —dijo con voz ronca—. Después de tantos años…

—Como si fuese posible olvidar.

—Pero ha pasado ya mucho, mucho tiempo…

—Y hoy la luna resplandeció al medio día —susurré, colocándome delante de él y deslizando mis brazos alrededor de su cuello—, y una niebla envolvió tu unicornio… y yo comprobé encantada que siempre habías gozado de mi respeto. No necesitabas ganártelo.

Dos lágrimas resbalaron lentamente por sus mejillas. Las enjugué con un beso.

—¿De modo que me perdonas, Catherine? Dilo ahora, mientras aún tenemos vida por delante, di que me perdonas por haberte hecho pasar este infierno. Ya que Bart habría podido resultar diferente si yo hubiera sido su tío y encontrado otra esposa.

Tuve cuidado de no mancharle la chaqueta con mi maquillaje mientras permanecía con la mejilla apoyada contra su pecho, escuchando los latidos de su corazón tal como lo había oído por primera vez cuando nuestro amor cambió para convertirse en algo más grande de lo que hubiera debido ser.

—Si cierro los ojos, vuelvo a tener doce años, y tú, catorce. Puedo verte tal como eras entonces, pero no puedo verme a mí Chris, ¿por qué no puedo verme?

Su sonrisa era agridulce.

—Porque he acaparado todos los recuerdos de lo que tú eras y los he depositado en mi corazón. Pero aún no has dicho que me perdonas.

—¿Estaría yo aquí, donde estoy, si no fuera por mi propia voluntad?

—Confío y ruego que no. —Y me abrazó, me abrazó con tanta fuerza que me dolieron las costillas.

Fuera, la nieve comenzó a caer de nuevo. Dentro, mi Christopher Doll había hecho retroceder el reloj, y si la partida de Lance había robado el romance a Cindy y para Melodie no había magia en aquella casa, la había más que suficiente para mí si Chris estaba allí para ejercer su hechizo.

A las nueve y media nos sentamos listos para levantarnos cuando Trevor se apresurara a abrir la puerta. Trevor se hallaba de pie, consultando a menudo su reloj, echándonos miradas con gran orgullo. Bart, Chris, Jory y yo, con nuestros elegantes trajes de noche, nos encontrábamos delante de las ventanas del frente, con sus espléndidos cortinajes. El formidable árbol de Navidad del vestíbulo resplandecía cubierto con un millar de lucecitas blancas. Cinco personas habían pasado unas horas adornando aquel árbol.

Mientras permanecía allí sentada, como una Cenicienta de mediana edad que ya había encontrado a su príncipe y se había casado con él, y atrapada todavía por el hechizo del «y fueron felices», algo me hizo alzar la mirada. En la penumbra de la rotonda donde había dos armaduras de caballeros con toda su indumentaria sobre dos pedestales, uno frente al otro, percibí el movimiento de una sombra. Creí identificar a Joel, quien se suponía dormía en su cama, o rezaba arrodillado por el perdón de nuestras almas no cristianas y pecadoras.

—Bart —dije con voz queda a mi hijo, que se levantó para acercarse a mi silla—, esta fiesta, ¿no se celebraba con la intención de que Joel reencontrara a sus viejas amistades?

—Sí —respondió con un susurro, colocando su brazo sobre mis hombros—, pero eso era sólo la excusa. Yo ya sabía que él no querría asistir. La verdad es que pocos de sus amigos viven todavía, aunque sí muchas de las compañeras de colegio de mi abuela. —Sus fuertes dedos se hincaron en la delicada carne de mi hombro—. Estás adorable… como un ángel.

¿Era un cumplido o una sugerencia? Esbozó una sonrisa cínica, y después apartó con aspereza el brazo, como si éste lo hubiera traicionado. Me eché a reír, nerviosa.

—Bueno, algún día, seré tan vieja como Joel, y supongo que me cargaré de espaldas y arrastraré los pies, y cuando acabe de pecar recuperaré el aura que perdí hace tanto tiempo cuando todavía era una adolescente…

Tanto Bart como Chris, hicieron un gesto de desagrado al oírme hablar de aquella manera. Me sentí mejor al ver que la sombra de Joel se alejaba.

Mientras unos sirvientes con librea preparaban las mesas del bufé, Bart se levantó y caminó de un lado a otro, con un aspecto en extremo atractivo, luciendo un frac negro y la camisa plisada.

Cogí la mano de Jory y la apreté.

—Estás tan atractivo como Bart —susurré.

—Mamá, ¿le has dedicado algún cumplido? Tiene un magnífico aspecto, magnífico de verdad, exactamente el hombre que debió ser su padre.

Sentí vergüenza y me ruboricé.

—No, no le he dicho ni una palabra porque él parece tan endiabladamente pagado de sí mismo que creo que reventaría al recibir el menor cumplido.

—Te equivocas, mamá. Vamos, alábale a él igual que me alabas a mí. Quizá creas que yo lo necesito más, pero creo que es a él a quien hacen falta tus palabras.

Me levanté y me acerqué a Bart, quien estaba escudriñando la avenida, que se alargaba en curva descendente.

—No veo ni un solo faro —se lamentó, gruñón—. Ya no nieva, y los caminos se han aclarado. Además, el nuestro tiene grava por encima; ¿dónde demonios están?

—Nunca te había visto tan atractivo como esta noche, Bart.

Se volvió para fijar su mirada en mis ojos y después echó una ojeada hacia su hermano.

—¿Más atractivo que Jory?

—Igualmente atractivo.

Frunciendo el entrecejo se volvió hacia la ventana. Vio algo en el exterior que le distrajo.

—Eh…, ¡mira! ¡Ya vienen! Contemplé la cadena de faros en la distancia, subiendo por la colina.

—Preparaos, todos —apremió Bart, indicando a Trevor con un excitado gesto que estuviera preparado para abrir las puertas de par en par.

Chris se acercó a la silla de ruedas de Jory, que guió hábilmente, mientras yo cogía el brazo de Bart, y todos juntos nos dispusimos a formar la fila de recepción. Trevor se apresuró a dedicarnos una gozosa sonrisa.

—Me gustan las fiestas. Siempre me han gustado, siempre me gustarán. Hacen latir el corazón más deprisa. Y consiguen que mis viejos huesos se sientan jóvenes otra vez. Puedo predecir que la de esta noche será una fiesta de máximo esplendor.

Trevor lo repitió dos o tres veces, en cada ocasión con menos convicción, ya que ni un par de aquellos, faros ascendió lo bastante para llegar hasta nuestra entrada. Nadie pulsó el timbre ni golpeó la puerta con la aldaba. Los músicos estaban en sus puestos debajo de la rotonda, sobre un estrado construido especialmente para ellos situado en el centro de la curva de la doble escalera. Afinaban una y otra vez sus instrumentos mientras mis pies, calzados con zapatos de fantasía de tacón alto, comenzaban a dolerme. Me senté de nuevo en una elegante butaca y me descalcé por debajo de los pliegues de mi traje, que se volvía más pesado e incómodo a medida que transcurrían los minutos. De momento, Chris se sentó junto a mí, y Bart ocupó una butaca a nuestra derecha; todos estábamos muy silenciosos, casi conteniendo la respiración. Jory, cuya silla le permitía girar cuanto quisiera, iba de una ventana a otra, mirando afuera e informándonos.

Yo sabía que Cindy se hallaba en el piso superior, vestida y a punto, esperando llegar tarde, como estaba de moda, para impresionar a todo el mundo cuando descendiera por la escalera. Sin duda estaría impaciente.

—Pronto llegarán… —vaticinó Jory cuando el reloj marcaba las diez y media—. Hay mucha nieve amontonada en las carreteras laterales que puede confundirles…

Bart tenía los labios apretados. En sus ojos imperaba una frialdad pétrea.

Nadie decía nada. Yo no me atrevía ni a especular por qué nadie había llegado. Trevor manifestaba su ansiedad cuando creía que nosotros no lo observábamos.

Con el deseo de pensar en algo placentero, fijé mi mirada en las mesas de bufé que tanto me recordaban el primer baile que yo había presenciado en el Foxworth Hall original. Realmente se parecía mucho a lo que ahora estaba viendo. Manteles de lino rojos, bandejas y cuencos de plata; un surtidor que esparcía champán; enormes fuentes, relucientes, humeantes, que despedían deliciosos olores; montañas y montañas de comida en lujosos platos de cristal, porcelana, oro y plata. Finalmente no pude resistir más y me levanté para probar de aquí y de allá mientras Bart, con el entrecejo fruncido, se quejaba de que estaba arruinando los delicados adornos. Le dediqué un gesto cariñoso y burlón al tiempo que entregaba a Chris un plato lleno de todos sus manjares favoritos. Jory no tardó en servirse también.

Las velas de cera de color rojo se acortaban más y más. Las altas obras maestras preparadas con gelatina comenzaban a hundirse. Los quesos fundidos se endurecían, y las salsas calientes se espesaban. La masa batida esperaba ser extendida en las finas sartenes, mientras los cocineros se miraban extrañados. Tuve que desviar la mirada. En las chimeneas, los fuegos alegraban los salones principales, haciéndolos acogedores, excepcionalmente agradables. Los sirvientes interinos, inquietos, parecían ansiosos mientras se agitaban y deambulaban, murmurando entre ellos sin saber qué hacer.

Cindy descendió por la escalera con un vestido carmesí de falda amplia con aros. El traje, que le ceñía el cuerpo, tenía un volante fruncido que le cubría ligeramente la parte superior de los brazos, dejando al descubierto los hombros y creando un magnífico marco para sus opulentos y suaves senos, realzados por un escote muy bajo. La falda era una obra maestra de frunces, sujetos con flores blancas de seda perladas de gotas de lluvia hechas de cristales iridiscentes. Otros capullos blancos anidaban en su cabello, recogido en la parte superior de la cabeza, con tal gracia que hasta Scarlett O’Hara hubiera envidiado ese peinado.

—¿Dónde están todos? —preguntó, mirando alrededor a la vez que desaparecía su expresión radiante—. He estado esperando oír la música, y después me he quedado como dormida, pensando al despertarme que estaría perdiéndome toda la diversión. —Hizo una pausa y en su rostro se reflejó una expresión de desengaño—. ¡No me digáis que no va a venir nadie! ¡No soportaré otra desilusión! —Extendió los brazos en un gesto dramático.

—No ha llegado nadie todavía, señorita —dijo Trevor con tacto—. Tal vez se hayan perdido. Debo decir que parece usted surgida de un sueño adorable, como su mamá.

—Gracias —dijo ella, acercándose delicadamente a él y rozando la mejilla de Trevor con un beso filial—. Usted mismo tiene un aspecto muy distinguido. —Pasó ligera ante la mirada asombrada de Bart y corrió hacia el piano—. Por favor, ¿puedo? —preguntó al joven y atractivo músico que parecía encantado de que al fin sucediera alguna cosa.

Cindy se sentó junto al pianista, posó sus manos sobre las teclas, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a cantar: «Oh, boly, night. Ob, night when stars are Shining …».

Yo observaba, como todos los demás, a aquella muchacha que creíamos conocer tan bien. No era una pieza fácil de cantar, pero ella lo hizo tan bien, imprimió tal emoción que incluso Bart dejó de pasear para contemplarla con perplejidad.

En mis ojos había lágrimas. «Oh, Cindy, ¿cómo has podido conservar esa voz como un secreto?». No tocaba el piano muy bien, pero su voz, el sentimiento que ponía en las frases… Todos los músicos se unieron entonces para acallar el sonido del piano y acompañar el de su voz.

Me senté, atónita, incapaz de creer que mi Cindy pudiera cantar tan maravillosamente. Cuando terminó, todos aplaudimos entusiasmados. Jory exclamó:

—¡Sensacional! ¡Fantástico! ¡Absolutamente maravilloso, Cindy! Pilluela… no habías dicho que habías continuado con tus lecciones de canto.

—No continué. Canto sólo lo que siento. Cindy bajó la mirada, y después lanzó una disimulada y maliciosa mirada al asombrado rostro de Bart, que mostraba, además de sorpresa, agrado. Por primera vez había encontrado qué admirar en Cindy. La sonrisilla de satisfacción de Cindy pronto desapareció, cediendo su lugar a una sonrisa triste, como si deseara que Bart la apreciara también por otros motivos.

—Me gustan las canciones navideñas y las religiosas, me causan un efecto especial. Una vez, en la escuela, canté Swing Low, Sweet Chariot, y el profesor dijo que yo poseía el sentimiento emocional necesario para convertirme en una gran cantante. Pero lo que yo más deseo es ser actriz.

Riéndose, feliz de nuevo, nos pidió que nos uniéramos a ella y convirtiéramos aquello en una fiesta de verdad, aunque no se presentaran los invitados. Comenzó a aporrear una tonada parecida a Joy to the World, seguida por Jingle Bells.

Pero en esta ocasión Bart no se conmovió. Regresó otra vez a las ventanas para mirar fuera, muy envarado y erguido.

—No pueden ignorar mis invitaciones, no pueden si han respondido —murmuraba para sí.

Yo no podía comprender cómo sus amigos de negocios se atrevían a ofenderle cuando Bart debía de ser su cliente más importante. Por otro lado, a todo el mundo atraía una fiesta, en especial la que Bart había organizado, que prometía ser sensacional.

De un modo u otro, Bart estaba haciendo milagros con sus quinientos mil dólares anuales, acrecentándolos por medios que Chris hubiera juzgado arriesgados. Bart lo exponía todo en apuestas calculadas que daban magníficos resultados. Pensé que quizá mi madre había querido que así fuese. Si hubiera entregado a Bart toda la herencia de una sola vez, él no habría trabajado con tanto empeño para ganarse su propia fortuna, que llegaría, si continuaba aumentándola, a exceder en mucho lo que Malcolm le había legado; así Bart mediría su propia valía.

Sin embargo, ¿qué importaba el dinero si estaba tan desanimado que no podía comer nada de aquellos manjares tan espléndidamente dispuestos? En cambio, la desilusión le condujo al licor y, en poco rato, había vaciado media docena de copas fuertes mientras iba de un lado a otro del salón, cada vez más enfurecido.

Me resultaba casi insoportable contemplar su decepción y muy pronto, a pesar de mí misma, las lágrimas corrieron silenciosamente por mi rostro.

—No podemos irnos a la cama y dejarle aquí solo, Cathy —susurró Chris—. Bart está sufriendo. Mira cómo pasea de un lado a otro; con cada paso, su furia va creciendo. Alguien acabará pagando esta afrenta.

Las once y media. La única que estaba divirtiéndose era Cindy. Los músicos y los sirvientes parecían adorarla. Ellos tocaban con gusto, y ella cantaba o bailaba con todos los hombres presentes, incluidos Trevor y otros sirvientes varones. Animó con gestos a las doncellas, invitándolas a bailar, y ellas, contentas, se unieron a la fiesta que Cindy acababa de levantar mientras los hombres se turnaban para que ella, por lo menos, se divirtiera.

—¡Bebamos todos, comamos y estemos alegres! —exclamaba Cindy, sonriendo a Bart—. No es el fin del mundo, hermano Bart. ¿De qué te preocupas? Tenemos demasiado dinero para que la gente simpatice con nosotros, pero también somos demasiado ricos para compadecernos de nosotros mismos. Y mira, por lo menos tenemos veinte invitados… Bailemos, bebamos, comamos, ¡divirtámonos!

Bart detuvo sus pasos para mirarla fijamente. Cindy alzó su copa de champán.

—Brindo por ti, hermano Bart. Por cada una de las cosas feas que me has dicho, yo te devuelvo mis deseos de buena voluntad, buena salud, larga vida y mucho amor. —Chocó la copa de licor de Bart con su copa de champán y después bebió a sorbos, sonriendo alegremente a su hermano antes de ofrecerle otro brindis—. Creo que tienes un aspecto tremendo y las chicas que no han aparecido esta noche han perdido la mejor oportunidad de sus vidas. De modo que aquí está, otro brindis por el soltero más atractivo del mundo. Te deseo alegría, felicidad y amor. Te desearía éxito, pero no lo necesitas.

Bart no podía apartar su mirada de ella.

—¿Por qué no necesito éxito? —preguntó.

—Porque, ¿qué más podrías desear? Se alcanza el éxito cuando se tienen millones, y muy pronto tú tendrás tanto dinero que no sabrás qué hacer con él.

Bart inclinó la cabeza.

—No me siento triunfador. No puedo cuando nadie ha venido a mi fiesta. —Su voz se quebró mientras volvía la espalda.

Me levanté para acercarme a él.

—¿Quieres bailar conmigo, Bart?

—¡No! —exclamó, corriendo hacia otra ventana distante desde donde podía observar todo el camino.

Cindy se había divertido mucho con los músicos y los hombres y las mujeres contratados para servir a los invitados de Bart. Sin embargo, yo estaba muy triste, sintiendo lástima de Bart, que tanto había esperado de aquella fiesta. Por solidaridad, todos nosotros, excepto Cindy y los sirvientes, fuimos al salón de enfrente, donde nos sentamos ataviados con nuestros trajes fabulosamente caros y esperamos a los invitados que, como parecía obvio, habían aceptado sólo para después defraudar a Bart… y de esa manera expresar lo que opinaban de los Foxworth de la colina.

En el viejo reloj de pared comenzaron a sonar las doce. Bart se alejó de la ventana y se dejó caer en el sofá ante los leños medio consumidos de la chimenea.

—Debí haber supuesto que esto ocurriría. —Lanzó una amarga mirada a Jory—. Quizá vinieron a mi fiesta de cumpleaños sólo para verte bailar, y ahora, cuando ya no puedes ¡me mandan al infierno! Me han despreciado… y pagarán por ello —dijo con una voz fría, dura, más alta y fuerte que la de Joel, pero con la misma clase de furia celosa—. Cuando haya acabado con ellos, no habrá ninguna casa en un radio de treinta kilómetros que no me pertenezca. Los arruinaré. A todos ellos. Con el respaldo de la Fundación Foxworth, puedo pedir prestado millones, comprar después los bancos y exigir el pago de sus hipotecas. Me apropiaré de los almacenes del pueblo y los cerraré. Contrataré otros abogados, despediré a los que tengo ahora y me aseguraré de que pierdan su colegiación. Encontraré nuevos corredores de Bolsa, buscaré nuevos agentes inmobiliarios, procuraré que los valores de la propiedad inmobiliaria sean minados, y cuando vendan barato los compraré. Cuando haya terminado, no sobrevivirá ni una sola de las viejas familias aristocráticas de Virginia en este lado de Charlottesville ¡Y mis colegas de negocios sólo tendrán deudas que saldar!

—¿Quedarás entonces satisfecho? —preguntó Chris.

—¡No! —respondió Bart, con ojos severos y relucientes—. ¡No estaré satisfecho hasta que se haga justicia! ¡Yo no merezco lo que ha sucedido esta noche! Sólo me he esforzado por actuar como nuestros antepasados, ¡y he sido rechazado! Pagarán, pagarán y seguirán pagando un poco más.

—Lo siento, Bart —dije, tratando de disimular mi inquietud—, pero no ha sido una gran pérdida, ¿no crees? Estamos todos juntos, bajo un mismo techo; la familia reunida después de tanto tiempo. Y la música y los cantos de Cindy han hecho festiva esta ocasión después de todo.

Bart ni siquiera me escuchaba. Contemplaba la comida sin consumir, el champán por descorchar, el vino y el licor que hubieran aflojado más de una lengua para comunicarle la información que él sabría utilizar. Miró con rabia a las doncellas con sus lindos uniformes, que, ebrias, se tambaleaban por el salón; algunas bailaban todavía mientras la música seguía incesante. Clavó su mirada en los pocos camareros que aún sostenían bandejas con bebidas que ya se habían calentado. Algunos permanecieron de pie, mirándole y esperando que Bart les indicara que la noche había terminado. La impresionante pieza central que dominaba todas las mesas y representaba un pesebre de hielo, con tres pastorcillos, los Reyes Magos y todos los animales, se había derretido formando un charco que se había derramado oscureciendo el mantel rojo.

—Qué afortunado eras al bailar Cascanueces, Jory —dijo Bart mientras se encaminaba presuroso hacia la escalera—. Eras el cascanueces feo que se convirtió en un bello príncipe. Destacabas por encima del resto de los papeles masculinos… y cada vez conquistabas a la ballerine más hermosa. En Cenicienta, en Romeo y Julieta, en La Bella durmiente, Gisela, El lago de los cisnes… siempre, excepto en la última. Y la última es la que cuenta, ¿no es cierto?

¡Qué cruel! Jory se estremeció y por una vez manifestó su sufrimiento, añadiendo así dolor a mi corazón.

—Feliz Navidad —dijo Bart mientras desaparecía en lo alto de la escalera—. Nunca más celebraremos esta fiesta, ni cualquier otra mientras yo gobierne esta casa. Joel tenía razón. Él me advirtió que no intentase ser como los demás. Dijo que no debía intentar que la gente simpatizara conmigo o me respetase. De ahora en adelante, seré como Malcolm. Me ganaré el respeto imponiendo mi voluntad sobre los otros, con mano de hierro y decisión implacable. Todos los que esta noche me han defraudado, padecerán mi poder.

Me volví hacia Chris cuando Bart hubo desaparecido de nuestra vista.

—¡Parece loco!

—No, cariño, no está loco. Sencillamente es Bart, vulnerable otra vez, y muy, muy ofendido. Solía romperse los huesos cuando era niño para castigarse por haber fallado ante la sociedad y en la escuela. A partir de ahora, dañará las vidas de los demás. ¿No es una lástima, Cathy, que nunca obtenga los resultados que desea?

Permanecí de pie junto a la columna de la escalera, mirando hacia arriba, donde un viejo, que se ocultaba en la penumbra, parecía sacudirse en una risa silenciosa.

—Chris, sube a la habitación. Yo iré dentro de unos segundos. —Chris quería saber qué planeaba yo, de modo que mentí y le dije que deseaba hablar un momento con el ama de llaves sobre un asunto doméstico. Pero tenía en mente algo muy distinto.

En cuanto todos se hubieron marchado, entré en el gran despacho de Bart, cerré la puerta y empecé a buscar en su escritorio las tarjetas de respuestas que habían llegado hacía algunas semanas.

A juzgar por las manchas de tinta de los sobres, habían sido manoseadas muchas veces. Doscientas cincuenta tarjetas de aceptación. Me mordí el labio inferior. Ni un solo rechazo, ni uno sólo. La gente no actuaba de esa manera, ni siquiera con personas con quienes no simpatizan. Si hubiesen decidido no asistir a la fiesta, habrían arrojado las invitaciones a la papelera junto con la tarjeta de confirmación, o habrían enviado la tarjeta alegando cualquier excusa.

Deposité las tarjetas en su sitio con cuidado y me encaminé por la escalera posterior hacia la habitación de Joel.

Abrí la puerta sin llamar y lo encontré sentado al borde de su estrecha cama, doblado a causa de lo que parecía ser un terrible dolor de estómago o aquella repugnante risa silenciosa. En silencio, se convulsionaba, se estremecía, abrazándose con sus flacos brazos.

Esperé hasta que hubo pasado aquel ataque histérico. Entonces Joel advirtió la sombra larga que yo proyectaba. Sin aliento, con la boca hundida, pues su dentadura se hallaba en un vaso junto a la cama, se quedó mirándome de hito en hito.

—¿Por qué estás aquí, sobrina? —preguntó con aquella voz chillona pero rasposa. Su escaso cabello alborotado formaba dos cuernos diabólicos.

—Abajo, hace un rato, alcé la mirada y te vi entre las sombras de la rotonda, riendo. ¿Por qué reías, Joel? Debes haber visto que Bart estaba sufriendo.

—No lo sé —refunfuñó, volviéndose un poco para colocarse la dentadura. Luego se atusó su cabello revuelto, aunque un cuerno siguió tieso. Ya podía mirarme a los ojos.

—Tu hija ha armado tanto barullo ahí abajo que no podía dormir. Supongo que veros a todos con vuestros trajes de fiesta esperando a unos invitados que no llegaban, habrá avivado mi sentido del humor.

—Tienes un sentido del humor muy cruel, Joel. Yo creía que te preocupabas por Bart.

—Quiero a ese muchacho.

—¿De verdad? —pregunté con acritud—. No puedo creerlo. —Eché una ojeada a la habitación prácticamente desamueblada, reflexionando—. ¿No fuiste tú quien mandó al correo las invitaciones para la fiesta?

—No lo recuerdo —respondió con calma—. El tiempo no significa mucho para un viejo como yo. Lo que sucedió años atrás parece más claro en mi memoria que lo que sucedió hace un mes.

—Mi memoria es mucho mejor que la tuya, Joel. Me senté en la única silla que había en la habitación. —Bart tenía una cita importante y, según recuerdo, te entregó a ti las invitaciones. ¿Las enviaste, Joel?

—¡Claro que las envié! —replicó con furia.

—Pero acabas de decir que no lo recuerdas muy bien.

—Bueno, sí, recuerdo ese día. Tardé mucho tiempo en introducirlas en el buzón una por una.

Mientras hablaba, yo no había dejado de escrutar sus ojos.

—Estás mintiendo, Joel —dije, dando un palo de ciego—. No enviaste esas invitaciones. Las trajiste aquí y, en la soledad de esta habitación, las abriste una tras otra, rellenaste los espacios blancos allí donde rezaba «Sí, nos complacerá asistir», y sólo después las enviaste en los sobres que Bart había proporcionado. ¿Sabes?, las he encontrado en la oficina de Bart. Nunca había visto tan extraño surtido de letra torcida, en varios tonos de tinta violeta, verde, negra y marrón. Joel, cambiaste las plumas para que pareciese que aquellas tarjetas estaban firmadas por los diferentes invitados y ¡fuiste tú quien las firmó todas!

Joel se levantó muy despacio. Recogió el invisible hábito pardo tejido por un piadoso monje y metió sus manos retorcidas por las mangas imaginarias.

—Creo que has perdido el juicio, mujer —dijo fríamente—. Si así lo deseas, ve a tu hijo y cuéntale tus sospechas, a ver si él te cree.

Irguiéndome, me encaminé hacia la puerta.

—¡Eso es precisamente lo que me propongo hacer! —Di un fuerte portazo detrás de mí y me alejé deprisa.

Bart se hallaba en su estudio, sentado detrás del escritorio, con su pijama cubierto por una bata de lana negra con motas rojas. Estaba borracho y arrojaba las tarjetas de respuesta al fragoroso fuego. Vi, con gran tristeza, cómo ardía el último montón mientras Bart se servía otro trago.

—¿Qué quieres? —preguntó arrastrando las palabras, con los ojos entornados.

—Bart, he de decirte algo, y tú me has de escuchar con atención. Creo que Joel no echó al correo tus invitaciones, y por esa razón tus invitados no han venido.

Intentó fijar la mirada y su mente, que debía estar confusa bajo los efectos de todo lo que había bebido.

—Claro que lo hizo. Joel siempre cumple con lo que le ordeno. —Recostó la espalda contra el respaldo del sillón que se inclinó por la presión que Bart aplicó, y cerró los ojos—. Ahora estoy cansado. Vete. Además, ellos contestaron… ¿No acabo de quemar sus respuestas?

—Bart, escucha. No te duermas antes de que explique todo. ¿No te has dado cuenta de qué raras eran las firmas, todas con tintas de diferente color? ¿No te ha llamado la atención esa letra torcida, torpe? Joel no mandó tus invitaciones por correo, sino que las llevó a su habitación, las abrió, sacó las tarjetas de respuesta de conformidad y los sobres correspondientes y, puesto que tú ya habías puesto los sellos en todos ellos, lo único que le quedaba por hacer era dirigirse a la oficina de correos y enviarte algunas todos los días.

Sus ojos cerrados se entreabrieron.

—Madre, creo que deberías irte a la cama. Mi tío abuelo es el mejor amigo que he tenido en mi vida jamás haría nada que me perjudicara.

—Bart, por favor, no deposites demasiada fe en Joel.

—¡Sal de aquí! —rugió—. ¡No han venido por tu culpa! ¡Por tu culpa y la de ese hombre con quien te acuestas!

Me marché, sintiéndome derrotada y temerosa de que eso fuese verdad…, y que Joel fuera precisamente lo que Bart y Chris creían que era un viejo inofensivo que quería acabar sus días en aquella casa, cerca de la única persona que le respetaba y amaba.