Como en el pasado, la Navidad llegó con su encanto y paz festivos para reinar sobre los espíritus turbados y confirió, incluso a Foxworth Hall, su propia belleza. La nieve seguía cayendo, pero no era tan copiosa. En nuestra habitación de reunión favorita, Bart y Cindy, bajo la dirección de Jory, adornaban el gigantesco árbol de Navidad. Cindy estaba subida en un lado de la escalera, Bart en el segundo peldaño, mientras Jory permanecía en su silla de ruedas, formando con tiras de luces coronas para ornar las puertas. Los decoradores trabajaban en otras habitaciones para crear en ellas un ambiente festivo para los centenares de invitados que Bart esperaba acoger en el baile. Estaba muy excitado, y verle feliz y risueño, añadía alegría a mi corazón, que se colmó cuando Chris llegó a la puerta cargado con sus compras de última hora, como tenía por costumbre hacer.
Corrí a saludarle con mis ansiosos brazos abiertos y mis besos ardientes, que Bart no podía ver desde donde estaba, detrás del árbol.
—¿Qué te ha retrasado tanto? —pregunté, y él se echó a reír, señalándome los regalos con sus bellas envolturas.
—Fuera, en el coche, tengo más —dijo con una sonrisa feliz—. Ya sé que estás pensando que hubiera debido hacer mis compras antes, pero parece que nunca encuentro el momento. Cuando quiero darme cuenta, ya estamos en víspera de Navidad, y acabo pagando el doble por todo, pero vas a estar muy contenta… Y si no lo estás, no me lo digas.
Melodie, sentada en un taburete bajo cerca del hogar en el salón, ofrecía un aspecto lamentable. De hecho, cuando la observé más de cerca, parecía estar sufriendo.
—¿Te encuentras bien, Melodie? —pregunté.
Ella asintió, y yo, sin más, creí en su palabra.
Luego Chris también le preguntó, y ella se levantó y negó que algo fuese mal. Dirigió a Bart una mirada suplicante que éste no vio y después se encaminó hacia la escalera posterior. Con su vestido sin forma, de color apagado, Melodie parecía una mujeruca que hubiera envejecido diez años desde el mes de julio. Jory, que siempre observaba a su esposa con atención, se volvió para mirarla mientras ella se alejaba con paso vacilante, y en sus ojos apareció una terrible tristeza que le robó el placer de la grata ocupación con que se entretenía. La ristra de lamparillas se deslizó desde su regazo para enredarse en las ruedas de su silla, sin que Jory lo advirtiera. Estuvo un rato con los puños cerrados como si quisiera golpear al destino en la cara por haberle privado del uso de su maravilloso cuerpo y, con ello, del cariño de la mujer que amaba.
Camino de la escalera, Chris se detuvo para dar unas palmadas cariñosas en la espalda de Jory.
—Tienes un aspecto sano y fuerte. No te preocupes por Melodie. Es normal que una mujer en su trimestre final de embarazo esté irritable y de mal humor. También tú estarías así si tuvieras que acarrear por ahí todo ese peso extra.
—Por lo menos podría hablarme de vez en cuando —se lamentó Jory—, o mirarme. Ni tan siquiera se arrima a Bart ahora.
Yo lo miré alarmada. ¿Sabría acaso que no hacía mucho que Bart y Melodie eran amantes? Yo dudaba de que todavía lo fuesen, lo que explicaría la tristeza de Melodie. Intenté encontrar algo en los ojos de Jory, pero él bajó la mirada y fingió interesarse de nuevo en el adorno del árbol.
Hacía mucho tiempo que Chris y yo habíamos establecido la tradición de abrir un regalo por lo menos en la Nochebuena. Cuando llegó la noche, Chris y yo, sentados en el mejor de nuestros salones de la planta baja, brindamos con champán el uno por el otro. Alzamos nuestras copas.
—Por todas nuestras mañanas juntos —dijo Chris, cuyos cálidos ojos estaban llenos de amor y felicidad.
Repetí las mismas palabras antes de que Chris me entregara mi regalo «especial». Cuando abrí el pequeño estuche de joyería, encontré un diamante de dos quilates, en forma de pera, que colgaba de una cadenita de oro.
—Ahora no protestes y digas que no te gustan las joyas —dijo Chris con presteza cuando me quedé contemplando el objeto que resplandecía y reflejaba los colores del arco iris—. Nuestra madre nunca llevó nada parecido. En realidad, hubiera preferido comprarte un largo collar de perlas como los que ella solía llevar porque creo que son a un mismo tiempo elegantes y armoniosos. Pero, conociéndote, me he olvidado de las perlas y me he decidido por este hermoso diamante. Tiene forma de lágrima, Cathy, por todas las lágrimas que yo hubiera vertido interiormente si no me hubieras permitido amarte jamás.
El modo en que lo dijo hizo que mis ojos se humedecieran e hinchó mi corazón con la culpable tristeza de ser nosotros, el gozo de ser nosotros; las complicaciones de ser nosotros algunas veces resultaban demasiado abrumadoras. En silencio, le entregué mi regalo «especial»: un bonito anillo, con un zafiro en forma de estrella, para su dedo índice. Chris echó a reír, diciendo que era ostentoso pero muy bello.
Acababan de salir esas palabras de su boca cuando Melodie, Bart y Jory se reunieron con nosotros. Éste sonrió al ver el brillo de nuestros ojos. Bart frunció el entrecejo, y Melodie se dejó caer en una butaca muy mullida y pareció desaparecer en las profundidades. Cindy también se acercó corriendo con campanillas que agitó con alegría, vestida con pantalones y suéter de color rojo. Por último, Joel se deslizó dentro de la habitación para permanecer en un rincón con los brazos cruzados encima del pecho, esparciendo su propia lobreguez, como un sombrío juez observando a unos niños malos y peligrosos.
Fue Jory el que primero respondió al encanto de Cindy alzando su copa en alto y brindando.
—¡Saludemos los gozos de la Nochebuena! Que mi madre y mi padre se miren siempre como esta noche, con amor y ternura, con compasión y comprensión. Que yo pueda encontrar esta clase de amor en los ojos de mi esposa… pronto.
Estaba desafiando directamente a Melodie, delante de todos nosotros, pero, por desgracia, tales momentos no eran los más adecuados para esa clase de enfrentamientos. Ella se acurrucó más todavía y evitó encontrarse con la mirada de Jory inclinándose para mirar el fuego fijamente. La esperanza se desvaneció en los ojos de Jory, que hundió los hombros y dio media vuelta a su silla para no ver a su esposa. Dejó la copa de champán y clavó también su mirada en el fuego; parecía querer desvelar qué simbolismo estaba viendo ella. En la penumbra de su distante rincón, Joel sonrió.
Aunque Cindy intentó imponer la alegría, Bart acabó cediendo también al abatimiento corrosivo que Melodie emitía como una neblina gris. En verdad, la reunión familiar en una habitación con una decoración tan festiva estaba resultando un fracaso. Bart no miraba a Melodie ahora que ella estaba tan deformada por el embarazo.
Pronto Bart paseaba inquieto de un lado a otro de la habitación, echando ojeadas a todos los regalos colocados debajo del árbol. Sus ojos se encontraron fortuitamente con los de Melodie, que lo miraba esperanzada, pero se apresuró a desviar la mirada, como si se avergonzara de la súplica demasiado evidente de ella. Al cabo de unos minutos, la propia Melodie se excusó alegando en voz baja que no se encontraba bien.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó Chris de inmediato, levantándose de un salto para ayudarla a subir por la escalera. Ella avanzaba pesadamente.
—Estoy bien —replicó con aspereza Melodie cerca de una de las columnas—. No necesito tu ayuda, ¡ni la de nadie!
—Y todos gozaron de unas felices Navidades —entonó Bart, imitando a Joel, que continuaba de pie entre las sombras, vigilando, siempre vigilando.
En el momento en que Melodie salió de la habitación, Jory maniobró bruscamente con su silla antes de declarar, él también, que estaba cansado y no se sentía muy bien. El prolongado acceso de tos que siguió a sus palabras reveló que era cierto lo que decía.
—Tengo la medicina que necesitas —dijo Chris, poniéndose de pie y encaminándose hacia la escalera—. No puedes irte a la cama todavía, Jory. Quédate un poco más. Hemos de celebrarlo. Antes de recetarte algo que tal vez no sea apropiado, necesito escuchar tus pulmones.
Bart se apoyó con indiferencia contra la repisa de la chimenea, observando la amable escena que protagonizaban Jory y Chris, como si estuviera celoso de su relación. Chris vino hacia mí.
—Quizá sea mejor que nos retiremos ahora, para que podamos levantarnos de madrugada, desayunar, abrir los regalos, y echar después un sueñecito antes de prepararnos para el baile de mañana por la noche. ~¡Oh, gloria, aleluya! —celebró Cindy, dando vueltas por la habitación en una pequeña danza—. Gente, mucha gente, ataviada con sus mejores galas… ¡No podré esperar a mañana por la noche! Risas, cuánto anhelo oír risas. Bromas y charlas inconsecuentes; cómo desean mis oídos escucharlas. Estoy tan harta de estar seria, contemplando caras malhumoradas incapaces de sonreír, y escuchando conversaciones tristes. Espero que todos esos viejos elegantones traigan con ellos a sus hijos universitarios, o a cualquier hijo, siempre que pase de los doce años. ¡Así estoy de desesperada!
Bart no era el único de nosotros que lanzaba miradas de desaprobación, que eran ignoradas por Cindy.
—Bailaré toda la noche, bailaré toda la noche —canturreaba ella, dando vueltas, fingiendo abrazar a su pareja, sin permitir que sus ilusiones se vieran mermadas ante cualquier comentario que nosotros pudiéramos hacer—. Y después bailaré un poco más…
A pesar de sí mismos, Jory y Chris estaban hechizados por los movimientos de Cindy y su canción feliz y alegre. Chris sonrió antes de decir:
—Tendrían que venir por lo menos veinte jóvenes aquí mañana por la noche. Pero trata de contenerte… Ahora, ya que Jory parece tan cansado, vayamos a la cama; mañana será un largo día.
Parecía la mejor idea. De pronto, Cindy se dejó caer en un sillón y se hundió en él como Melodie había hecho, adoptando un aspecto triste.
—Me gustaría que Lance hubiera podido quedarse. Preferiría tenerle a él a cualquier otro.
Bart le dirigió una mirada furiosa.
—Ese joven nunca volverá a entrar en esta casa. —Después se volvió hacia mí—. No es preciso que Melodie participe en la fiesta —prosiguió con firmeza en la voz y manteniendo su actitud airada—, no si ha de parecer tan desgraciada y enferma. Dejemos que mañana por la mañana se quede lamentándose en su habitación para que nosotros podamos disfrutar abriendo los regalos. Creo que hacer la siesta es una buena idea. Así, mañana por la noche todos tendremos un aspecto fresco por haber descansado y estaremos bien dispuestos y felices para mi fiesta.
Jory se había adelantado y entraba en el ascensor por sí mismo, como queriendo afirmar su independencia. Los demás nos mostrábamos renuentes a irnos. Mientras permanecí allí sentada, escuchando los villancicos que Bart había puesto en el tocadiscos, estuve pensando en todas las fastidiosas costumbres que había adquirido mi hijo menor.
Cuando era un niño, le había encantado estar no sólo sucio, sino asqueroso. Ahora, en cambio, se duchaba varias veces al día y se mantenía inmaculadamente atildado. No se retiraba a su habitación hasta haber supervisado «su casa» de arriba abajo, comprobando que las puertas estaban cerradas con llave, así como las ventanas, y que el nuevo gatito que Trevor tenía como animal de compañía no hubiera ensuciado la alfombra. Bart había despedido una docena de veces a Trevor, pero ése se resistía a marcharse y Bart no había insistido.
Bart se levantó para ahuecar los almohadones, alisar las arrugas de los blandos cojines del sofá, recoger revistas y apilarlas ordenadamente. Todas aquellas cosas que los sirvientes descuidaban las hacía él. Al día siguiente por la mañana, se abalanzaría sobre Trevor y le ordenaría que las doncellas cumplieran mejor o serían despedidas. No era de extrañar que no pudiéramos conservar a los sirvientes. Únicamente Trevor permanecía fiel, ignorando las rudezas de Bart, al que contemplaba con piedad, aunque él no se daba cuenta de ello.
Todo eso estaba en mi mente mientras tomaba nota del creciente entusiasmo de Bart ante la fiesta del día siguiente por la noche. Eché una mirada por la ventana y vi que la nieve seguía cayendo y que alcanzaba en algunos lugares más de medio metro de espesor.
—Bart, mañana por la noche las carreteras estarán cubiertas de hielo, quizá las cierren y muchos de tus invitados no podrán llegar aquí para el tradicional baile de Foxworth.
—¡Tonterías! Los traeré en avión si llaman para cancelar su cita. Un helicóptero podría aterrizar en el césped.
Suspiré. Por alguna razón me inquietó la extraña mirada maliciosa de Joel, que escogió aquel momento para salir de la habitación.
—Tu madre tiene razón, Bart —dijo Chris bondadoso—, de modo que no te desilusiones si sólo pueden venir algunos. Me ha resultado muy difícil llegar hasta aquí hace unas horas, y en estos momentos está nevando todavía con más intensidad.
Como si Chris no hubiera pronunciado ni una palabra, Bart me dio las buenas noches y se encaminó hacia la escalera. Poco después, Chris, Cindy y yo subíamos a nuestras habitaciones.
Mientras Chris permanecía en el dormitorio de Jory para decirle algunas palabras, yo esperé que Cindy saliera del baño. Tras una ducha —dos por lo menos al día—, salió del cuarto de baño, fresca y resplandeciente ataviada con una camisola de dormir roja muy escasa de tela.
—Mamá, no me vengas otra vez con sermones. No puedo aguantar más. Cuando llegué a esta casa, me pareció que era un palacio de cuento de hadas, pero ahora se ha convertido para mí en una fortaleza sombría que nos tiene a todos prisioneros. En cuanto finalice el baile, me iré… ¡Y al infierno con Bart! Os quiero a ti, papá y Jory. En cambio, Melodie me resulta aburrida y Bart nunca cambiará. Siempre me odiará, de modo que dejaré de intentar ser amable con él.
Se metió entre las sábanas, se arropó con las mantas y se puso de lado, dándome la espalda.
—Buenas noches, mamá. Apaga la luz cuando te vayas, por favor. No es necesario que me pidas que me porte bien mañana por la noche, pues pienso ser un modelo de dama decorosa. Despiértame tres horas antes de que empiece el baile.
—Pero, Cindy, ¿ni tan siquiera quieres compartir con nosotros la mañana de Navidad?
—¡Bah! —dijo con indiferencia—, supongo que podré despertarme el tiempo suficiente para abrir mis regalos y contemplar cómo los demás abrís los vuestros. Después volveré a la cama para poder ser la bella del baile mañana por la noche.
—Te quiero, Cindy —dije mientras apagaba su lámpara, y me inclinaba para alzarle el cabello y besarla en su cálida nuca.
Volviéndose con ligereza y rapidez, me rodeó el cuello con sus esbeltos brazos jóvenes y comenzó a sollozar.
—Oh, mamá, ¡eres la mejor de las madres! Te prometo portarme bien a partir de ahora. No permitiré que ningún muchacho me coja ni tan siquiera la mano. Pero déjame escapar de esta casa para ir a Nueva York y poder estar en la fiesta de Año Nuevo que mi mejor amiga ha organizado en la sala de baile de un gran hotel.
Asentí con la cabeza.
—De acuerdo, si quieres divertirte en la fiesta de tu amiga, lo encuentro bien; pero, por favor, procura no enfurecer a Bart mañana. Ya conoces su problema, y ha trabajado muy duro para sobreponerse a todas esas ideas turbadoras implantadas en su cerebro cuando era muy pequeño. Ayúdale, Cindy, haz que se dé cuenta de que tiene una familia que lo apoya.
—Lo haré, mamá. Prometo que lo haré.
Cerré la puerta y fui a dar las buenas noches a Jory, que se mostraba extrañamente silencioso.
—Todo saldrá bien, cariño. Tan pronto como el bebé haya nacido, Melodie volverá a ti.
—¿Lo hará? —preguntó Jory con amargura—. Lo dudo. Para entonces ella tendrá al bebé que absorberá todo su tiempo y sus pensamientos. Me necesitará todavía menos que ahora.
Media hora después, Chris me acogía en sus brazos y, ansiosamente, me rendí al único amor de mi vida que había durado el tiempo suficiente para dejarme saber que tenía bien agarrada la felicidad, a pesar de todo lo que podía haber arruinado aquello que nosotros habíamos cultivado y hecho crecer en la sombra.
La primera luz del alba entró en mi habitación y me sacó de mi sueño antes de que sonara el despertador. Me levanté deprisa y miré por las ventanas; la nieve había dejado de caer. Gracias a Dios; Bart estaría contento. Volví con presteza a la cama para despertar a Chris con un beso.
—Feliz Navidad, querido doctor Christopher Sheffield —susurré en su oído.
—Preferiría que me llamaras querido y nada más —murmuró mientras se espabilaba y miraba alrededor desorientado.
Decidida a que el día fuera un éxito, lo hice saltar de la cama y, muy pronto, los dos estábamos vestidos y nos dirigíamos al comedor para desayunar.
Durante dos días, habían acudido a la casa hombres y mujeres para repetir los preparativos del verano, aunque en esta ocasión toda la planta quedó transformada en una fantasía navideña.
Contemplé con cierta indiferencia a los trabajadores que Bart había contratado y que estaban acabando de dar a nuestra casa el aspecto del palacio de las maravillas. Cindy estaba a mi lado observando todo lo que se hacía para convertir las habitaciones en lugares extraordinariamente festivos, rebosantes de color, velas, coronas y guirnaldas. También se instaló un árbol de Navidad muy alto que sobrepasaba nuestro abeto familiar.
Todo aquello convencía a Cindy de que no debía perderse la mejor parte del día estando en la cama. Se olvidó de Lance y la soledad, pues el día de Navidad resultaba más mágico que la Nochebuena.
—¡Fíjate en esa tarta, mamá! Es enorme. Four and twenty blackbirds baked in a piel[2] —cantó, súbitamente resplandeciente de vida—. Siento haberme portado mal. Lo he estado pensando. Esta noche habrá muchachos y montones de hombres guapos y ricos, de modo que quizá esta casa pueda desprender algo más que melancolía.
—Por supuesto —intervino Bart, acercándose a nosotras para situarse entre ambas, con los ojos brillantes al comprobar cuanto se había hecho. Parecía ilusionado—. Debes asegurarte de llevar un vestido decente y no cometer ningún acto escandaloso. —Después fue detrás de los trabajadores, dándoles instrucciones, riendo a menudo, incluso a Jory, Cindy, Melodie y a mí, como si nos hubiera perdonado por ser Navidad.
Día tras día, como una oscura y siniestra sombra, Joel había estado pegado a los talones de Bart, mientras con su vieja voz quejumbrosa entonaba frases de la Biblia. Esa mañana, totalmente vestido ya a las seis y media, declaraba:
—Porque es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja que un hombre rico entre en el reino de Dios…
—¿Qué demonios estás insinuando, viejo? —preguntó Bart con acritud.
Por un instante, los lacrimosos ojos de Joel brillaron furiosos, como una chispa a punto de prender azuzada por un viento brusco e inesperado.
—Estás despilfarrando miles de dólares con la intención de impresionar a alguien, y nadie se impresionará, pues los demás también tienen dinero. Incluso algunos viven en mejores casas. Foxworth Hall fue la mejor en su época, pero su momento ha pasado.
Bart se volvió hacia él, airado.
—¡Cállate! Siempre te empeñas en estropearme la felicidad que trato de alcanzar. ¡Todas mis acciones son pecaminosas, según tú! Eres un viejo y has consumido ya tu parte de la vida; ahora intentas estropear la mía. Éste es mi momento; soy joven y quiero disfrutar con plenitud. ¡Guarda para ti tus citas religiosas!
—El orgullo desaparece antes de la caída.
—El orgullo desaparece antes de la destrucción —corrigió Bart, mirando con furia a su tío abuelo, proporcionándome así una deliciosa satisfacción.
Al fin Bart estaba viendo en Joel una amenaza y no el padre respetable que él había buscado toda su vida.
—El orgullo es el pecado de los imbéciles —declaró Joel, mirando con desagrado todo lo que se había hecho—. Has desperdiciado un dinero que estaría mejor empleado en actos de caridad.
—¡Vete! ¡Vete a tu habitación y pule tu orgullo, tío! ¡Es obvio que en tu corazón no hay sino celos!
Joel salió tambaleándose de la habitación, murmurando:
—Ya le llegará. Nada queda olvidado ni perdonado aquí en las colinas. Lo sé. ¿Quién podría saberlo mejor que yo? Amargos, amargos son los días de los Foxworth a pesar de su riqueza.
Avancé un paso para abrazar a Bart.
—No lo escuches, Bart. Tendrás una fiesta maravillosa. Todos podrán venir ahora que el sol brilla, y la nieve se está derritiendo. Dios está a tu lado en este día, de modo que alégrate y disfruta como nunca en tu vida.
Qué mirada en sus ojos cuando le hablé así, ¡oh!, qué mirada de gratitud. Me miró de hito en hito, intentando decir algo, pero sus palabras no conseguían tomar forma. Por fin, no pudo sino abrazarme para alejarse después muy deprisa, como si se sintiera avergonzado. Tenía que existir algún lugar donde Bart, un hombre tan maravilloso, encajase.
Habitaciones que habían permanecido cerradas desde que comenzó el invierno fueron abiertas, se sacaron las cubiertas protectoras del polvo y finalmente fueron renovadas para que nadie supiera si alguna vez habíamos hecho un esfuerzo para conservar el calor o el dinero. Se dedicó especial atención a los cuartos de baño y lavabos para hacerlos atractivos y dejarlos inmaculados. Se dispusieron jabones caros y lujosas toallas para los huéspedes. Se ofrecía cualquier artículo de tocador que cualquier invitado pudiera necesitar. De los armarios donde se guardaban los objetos de valor se sacaron la porcelana y el cristal especiales para tales fiestas, junto con los adornos navideños, demasiado caros para que el proveedor los trajese.
Nos reunimos alrededor del árbol de Navidad hacia las once. Bart acababa de afeitarse, y lucía un espléndido aspecto, al igual que Jory. Sólo Melodie parecía ajada, con el raído vestido de embarazada que llevaba todos los días. Intentando, como siempre, aliviar tensiones, cogí al Niño Jesús del pesebre que parecía muy real y lo sostuve en mis brazos.
—Bart, no había visto antes nada como esto. ¿Lo has comprado? Sea como fuere, nunca en mi vida había contemplado un juego tan magníficamente tallado de figuras navideñas.
—Llegó ayer y hoy lo he desempaquetado —respondió Bart—. Lo compré en Italia el pasado invierno y he mandado que me lo enviaran por barco.
Continué efusiva, feliz por verle tan animado.
—Este Niño Jesús parece un bebé de verdad, lo que no se puede decir de la mayoría, y la Virgen María es bellísima. Y José parece tan bondadoso y tan comprensivo…
—¿Tendría que serlo, no es cierto? —comentó Jory, que estaba inclinándose para colocar algunos más de sus regalos bajo nuestro árbol familiar—. Después de todo, debió resultarle increíble que una virgen pudiera quedar embarazada de un Dios abstracto e invisible.
—No hay que dudar —respondió Bart, acariciando con la mirada las figuras de tamaño casi natural que había comprado—. Lo único que debe hacerse es aceptar ciegamente lo que está escrito.
—Entonces, ¿por qué discutiste con Joel?
—Jory…, no me lleves demasiado lejos. Joel está ayudándome a encontrarme a mí mismo. Es un hombre viejo que vivió en el pecado cuando era joven y procura redimirse a su avanzada edad realizando buenas acciones. Y yo soy un hombre joven que desea pecar, sintiendo que mi traumática infancia ya me ha redimido.
—Sugiero que disfrutes de algunas orgías en una gran ciudad; eso hará que vuelvas aquí, tan viejo y con un comportamiento tan hipócrita como nuestro tío abuelo Joel —replicó Jory con temeridad—. A mí no me gusta, y tú deberías tener el suficiente sentido común para obligarle a marchar, Bart. Dale algunos cientos de miles y dile adiós.
Algo anhelante luchaba en el interior de Bart y se reflejaba en sus ojos, como si fuese eso lo que en verdad deseara hacer. Se inclinó para mirar fijamente a los ojos de Jory.
—¿Por qué no te gusta Joel?
—No podría precisar con exactitud la razón, Bart —respondió Jory, que siempre había tenido facilidad para perdonar—. Pero anda por ahí observando tu casa como si tuviera que ser suya. En ocasiones le he sorprendido mirándote indignado cuando tú no le prestas atención. No creo que Joel sea tu amigo, sino más bien tu enemigo.
Turbado y confuso, Bart salió de la sala, profiriendo esta cínica observación:
—¿Y cuándo he tenido yo sino enemigos?
Al cabo de pocos minutos, Bart regresó portando su propia pila de regalos. Necesitó tres viajes desde su despacho para colocar cuanto había comprado bajo el árbol.
Después le tocó el turno a Chris, que colocó con cuidado todos sus obsequios, lo que requirió algún tiempo. Los presentes alcanzaban una altura considerable, llenando la mayor parte de un rincón.
Melodie entró, deslizándose por la alegre sala como una sombra siniestra para acomodarse cerca del hogar. Sentada en actitud displicente, encontraba más fascinación en las danzantes llamas que en cualquier otra cosa. Parecía desanimada, malhumorada, reservada y sólo dispuesta a estar allí con su cuerpo, dejando que su espíritu vagase en libertad. Tenía el vientre muy abultado, aunque le faltaban todavía algunas semanas, y presentaba marcadas ojeras.
Pronto todos nosotros nos esforzábamos por parecer una amorosa familia mientras Cindy hacía de Santa Claus. La Navidad, según yo había sabido desde hacía mucho tiempo, ofrecía sus propios regalos. Podían olvidarse agravios, perdonar enemistades como hacíamos nosotros, reunidos alrededor del árbol, acompañados incluso de Joel, sacudiendo uno por uno nuestros paquetes, intentando adivinar para romper al fin los envoltorios, sofocando con nuestras risas los villancicos que yo había puesto en el tocadiscos. Enseguida los papeles relucientes y las brillantes cintas cubrieron el suelo.
Cindy entregó a Joel el regalo que había elegido para él. Éste lo aceptó como una tentación, de igual manera que había tomado todos nuestros regalos, como si fuésemos herejes estúpidos ignorantes del auténtico significado de una Navidad que no requería regalos. Sus ojos se abrieron mucho cuando vio el camisón blanco de dormir y el gorrito puntiagudo que Cindy debió encontrar después de ardua búsqueda. No cabía duda de que se parecía a Scrooge ataviado con aquellas ropas. Se incluía también un bastón de paseo de ébano, que Joel arrojó al suelo junto con el camisón y el gorro.
—¿Estás burlándote de mí, muchacha?
—Sólo pretendía proporcionarte ropas cálidas para dormir, tío —respondió Cindy muy seria, que había bajado sus resplandecientes ojos—, y el bastón de paseo te ayudaría a caminar más deprisa.
—¿Para alejarme de ti? ¿Eso quieres decir? —Joel se inclinó trabajosamente para coger el bastón y lo blandió en el aire—. Mira, quizá guardaré esto a fin de cuentas; es una buena arma en caso de que alguien me ataque por la noche mientras paseo por los jardines… o por los largos pasillos.
Permanecimos silenciosos durante unos segundos, incapaces de hablar. Entonces Cindy echó a reír.
—Tío, ya ves que pensé en eso. Sabía que un día te sentirías amenazado.
Joel salió entonces de la habitación. Cuando acabamos de desenvolver los primeros regalos del día, Jory se quedó mirando con preocupación los papeles esparcidos por el suelo para revisar después toda la habitación.
—No te he olvidado, Bart —dijo inquieto—. Cindy y papá me ayudaron a envolverlo, pero después lo desenvolví, lo repasé otra vez y lo volví a empaquetar yo mismo después de que Cindy me hubo ayudado a meterlo en la caja. —Siguió mirando el desorden de papeles y cintas—. Esta mañana, antes de que vosotros os levantaseis, bajé y lo coloqué debajo del árbol. ¿Dónde demonios habrá ido a parar? Es una caja grande, envuelta en papel rojo, atado con cintas plateadas, y con mucho, la caja más grande que había bajo el árbol.
Bart no pronunció ni una palabra, como si acostumbrado a las desilusiones, la falta del regalo de Jory careciera de importancia.
Por supuesto que yo sabía lo que Jory había trabajado durante meses y meses para terminar el barco de vela clíper de más de un metro de longitud e igual altura, con todos los frágiles aparejos colocados en su lugar exacto. Incluso había pedido que le enviasen piezas especiales de cobre y un timón de latón. Jory miraba con desesperación alrededor.
—¿Ha visto alguien una caja grande, envuelta en papel rojo, con el nombre de Bart en la etiqueta? —preguntó.
Me puse en pie y busqué entre el montón de paquetes vacíos, papeles, cintas, tejidos, tarea en que Chris también colaboró. Por su parte, Cindy comenzó su propia búsqueda en el otro extremo de la habitación.
—Oh —gritó—, aquí, detrás de este sofá. —Llevó el regalo a Bart, colocándolo junto a los pies de éste y haciéndole una burlona reverencia—. Para nuestro amo y señor —dijo dulcemente, retrocediendo—. Creo que Jory es un bobo por regalártelo después de los esfuerzos que dedicó a esta cosa, pero quizá por una vez sabrás apreciarlo.
De pronto, observé que Joel había regresado subrepticiamente a la habitación para observar a Bart. Tenía una expresión extraña, muy extraña…
Bart se despojó de su afectada sofisticación como de una ropa indeseable y se volvió, con ansia infantil, para abrir el regalo. Mientras rompía el paquete que Jory había envuelto con tanto primor, Bart dirigía a su hermano una sonrisa cálida, amplia y feliz, con sus oscuros ojos encendidos con una ilusión juvenil.
—Apuesto a que es ese barco clíper que montaste, Jory. Realmente debías haberlo guardado para ti… Pero, gracias, muchas gracias. —Hizo una pausa y entonces dio un respingo.
Con la mirada fija dentro de la caja, empalideciendo antes de alzarla, su felicidad desvanecida. Sus ojos se llenaron de amargura.
—Está destrozado, deshecho —dijo con tono sombrío—, en pequeños pedazos. En esta caja no hay nada más que astillas y cordeles enredados.
Su voz se quebró mientras se levantaba y dejaba caer la caja al suelo. Le propinó un violento puntapié antes de lanzar una mirada severa a Melodie, quien no había hablado en todo el rato, ni tan siquiera mientras abría sus regalos, que sólo agradeció con inclinaciones de cabeza y débiles sonrisas.
—Debí haber supuesto que encontrarías la manera de hacerme pagar el haberme acostado con tu mujer.
Un silencio estupefacto resonó con más fuerza que el trueno. Melodie se sentó, con la mirada fija, fría, como una concha vacía, mientras murmuraba una y otra vez cuánto odiaba aquella casa. Los ojos de Jory quedaron vacíos de expresión. ¿Lo había sabido todo el tiempo? Con el rostro demudado, posó su mirada en Melodie.
—No te creo, Bart. Siempre has tenido un modo malvado, odioso, de golpear allí donde más duele.
—No estoy mintiendo —replicó Bart, sin importarle el dolor que estaba causando a Jory, a mí y a Chris—. Mientras tú yacías en tu cama del hospital, enyesado, tu mujer y yo compartíamos mi lecho, y ella abría con gran ansiedad sus piernas para mí.
Chris se levantó de un salto, más furibundo que nunca.
—Bart, ¿cómo te atreves a decir semejantes cosas a tu hermano? ¡Discúlpate con Jory y con Melodie de inmediato! ¿Cómo puedes herirle de tal modo? ¿No ha sufrido ya bastante? ¿Me oyes? ¡Di que todas las palabras que has pronunciado son mentira! ¡Una maldita mentira!
—No son mentiras —insistió Bart—. Aunque nunca más hagáis caso de nada de lo que diga, podéis creerme cuando aseguro que Melodie fue una compañera de cama con muchas ganas de cooperar.
Cindy lanzó un chillido y después se puso en pie con brusquedad para abofetear la pálida cara de Melodie.
—¿Cómo te has atrevido a hacerle eso a Jory? —increpó—. ¿No sabes cuánto te ama él?
Bart se echó a reír histéricamente. Con voz atronadora, Chris ordenó:
—¡Cállate! Encárate con esta situación, Bart. La pérdida del barco de vela no es excusa suficiente para intentar destruir el matrimonio de tu hermano. ¿Dónde están tu honor y tu integridad?
En décimas de segundo, la risa de Bart se desvaneció. Sus ojos se tornaron duros y fríos como el cristal mientras examinaba a Chris de pies a cabeza.
—¿Y tú me hablas a mí de honor e integridad? ¿Dónde está el tuyo cuando fuiste al lecho de tu hermana? ¿Dónde está ahora que sigues acostándote con ella? ¿No te das cuenta de que vuestras relaciones me han desequilibrado de tal forma que ahora lo único que me preocupa es veros separados? Quiero que mi madre acabe su vida como una mujer decente y respetable. ¡Y eres tú quien se lo impide! Tú, Christopher, ¡tú!
Mostrando en su semblante un completo desprecio y ningún remordimiento, Bart giró sobre sus talones y salió de la habitación, dejándonos entre las ruinas de nuestra alegría navideña. Ansiosa por imitarle, Melodie, se levantó con torpeza, pero se quedó de pie, temblorosa, con la cabeza inclinada. Iracunda, Cindy preguntó:
—¿Te has acostado con Bart? ¿Lo has hecho? No puedes mantener la duda mientras el corazón de Jory se está destrozando.
Los ojos ensombrecidos de Melodie parecieron hundirse más en su rostro a medida que se agrandaban, como si el miedo dilatara sus pupilas.
—¿Por qué no me dejáis tranquila? —suplicó lastimosamente—. No estoy hecha del mismo acero que todos vosotros. No puedo aceptar una tragedia después de otra. Jory convalecía en el hospital, incapaz de volver a caminar o a bailar, y Bart estaba aquí cuando yo necesitaba a alguien. Él me apoyó, me consoló. Cerré los ojos e imaginé que Bart era Jory.
Jory cayó hacia adelante. Corrí para sostenerle, y lo encontré respirando entrecortadamente, tan afligido que no podía controlar el temblor de sus manos. Lo sujeté mientras Chris trataba de impedir que Melodie subiera por la escalera corriendo.
—¡Ten cuidado! —advirtió—. ¡Podrías caer y perder a tu bebé!
—No me importa. —La réplica sonó como un triste lamento antes de que Melodie desapareciera de nuestra vista.
Para entonces, Jory había recuperado la entereza suficiente para enjugarse las lágrimas y forzar una débil sonrisa.
—Bueno, ahora lo sé —dijo con voz quebrada—. Hace mucho tiempo que sospeché que ella y Bart se traían algo entre manos, pero confié en que sólo fueran temores infundados. Hubiera debido estar más atento. Mel no sabe vivir sin un hombre a su lado, en especial en la cama…, y no puedo culparla, ¿no creéis?
Profundamente alterada, comencé a recoger los papeles que habían servido para envolver con primor los regalos y habían acabado tan insensiblemente rasgados, como en la vida, y del mismo modo en que nosotros tratábamos de mantener nuestras ilusiones cuando las cosas raramente eran lo que parecían ser.
Jory se excusó diciendo que necesitaba estar solo.
—¿Quién ha podido destrozar ese maravilloso barco? —murmuré yo—. Cindy ayudó a Jory a envolverlo la última vez que él retocó la pintura, yo estaba allí, observándoles. El barco fue colocado cuidadosamente en un molde especial de espuma para sostenerlo derecho. No debería tener ni una grieta, nada roto.
—¿Cómo podría yo explicar lo que sucede en esta casa? —respondió Chris con tono angustiado. Alzó la mirada y vio a Bart de pie en el umbral, con sus largas piernas separadas y los puños en las caderas, observándome furiosamente. Chris se dirigió a él—: Lo que está hecho, hecho está, pero estoy seguro de que Jory no tiene la culpa de que el clíper esté roto. Sus intenciones eran buenas. Mientras lo estaba construyendo, nos decía que ese barco ocuparía la repisa de tu despacho.
—No dudo de las buenas intenciones de Jory —dijo Bart con indiferencia, recuperado ya su control—. Pero ahí está mi querida hermanita que me odia y quiere vengarse de mí por haber dado a su amiguito lo que se merecía. La próxima vez será a ella a quien castigaré.
—Quizá Jory dejó caer la caja —intervino Joel con aire de santurrón. Clavé la mirada en el viejo y esperé mi oportunidad para decir lo que debía cuando nadie estuviera presente.
—No —negó Bart—. Ha tenido que ser Cindy. He de admitir que mi hermano siempre me ha tratado con justicia, incluso cuando yo no la merecía.
Mientras Bart hablaba, yo observaba la sonrisa afectada y los ojos relucientes y satisfechos de Joel. Antes de retirarme a mi habitación, se me presentó la ocasión de enfrentarme a él. Estábamos en un pasillo posterior del segundo piso.
—Joel, Cindy no hubiera destruido el trabajo de Jory destrozando el regalo de Bart. Sin embargo a ti te gusta sembrar la cizaña entre los miembros de nuestra familia. Creo que fuiste tú quien destrozó el barco, y después lo envolviste de nuevo.
Joel no respondió; sólo vertió más odio en su mirada inexorablemente fija:
—¿Por qué volviste, Joel? —pregunté—. Declaras que odiabas a tu padre y eras feliz en el monasterio italiano. ¿Por qué no te quedaste allí? Seguramente durante esos años harías algunos amigos. Debías haber supuesto que aquí no encontrarías ninguno. Mi madre me dijo que siempre odiaste esta casa por la que ahora paseas como si fueses el amo.
Joel continuó sin hablar. Lo seguí hasta el interior de su habitación y miré alrededor por primera vez; ilustraciones bíblicas en las paredes y citas de la Biblia en unos marcos baratos.
Joel se colocó detrás de mí. Noté en la nuca su cálido aliento asmático, que olía a vejez y enfermedad. Cuando movió los brazos, quería ahogarme. Sorprendida, di la vuelta y le encontré a pocos pasos de mí.
Cuán silenciosa y rápidamente podía moverse…
—La madre de mi padre se llamaba Corine —dijo con la voz más dulce que supo emplear—. Mi hermana tenía el mismo nombre, que recibió como una especie de castigo, un recuerdo constante para mi padre de su pérfida madre, que habría de servir para demostrarle continuamente que no podía confiarse en ninguna mujer hermosa…, y cuánta razón tenía.
Era un hombre viejo, octogenario, pero le propiné una fuerte bofetada. Retrocedió tambaleándose, perdió el equilibrio y cayó.
—Lamentarás este bofetón, Catherine —amenazó mucho más airado de lo que hasta entonces lo había visto—. Del mismo modo que Corine lamentó todos sus pecados, ¡tú también vivirás el tiempo suficiente para penar por los tuyos!
Salí corriendo de su habitación, temiendo que lo que decía fuese demasiado cierto.