La mayor parte del caluroso mes de agosto había transcurrido mientras Jory estaba en el hospital, y septiembre llegó, con sus noches más frescas, demasiado pronto, iniciando el colorido proceso otoñal. Chris y yo rastrillábamos hojas después de que los jardineros se hubieran marchado, considerando que habían dejado una gran cantidad de ellas. Las hojas no cesaban de caer, y era una actividad que a ambos nos gustaba.
Las amontonábamos en hoyos profundos, encendíamos una cerilla y nos agachábamos para observar el fuego que crepitaba y calentaba nuestras manos y caras frías. El fuego, ahí abajo, era tan seguro que podíamos disfrutar simplemente con su contemplación. Nos volvíamos a menudo para mirarnos mutuamente y ver cómo el resplandor nos encendía la mirada y ponía en nuestra piel un adorable tono rojizo. Chris me dedicaba una mirada de amante, me acariciaba con ternura la mejilla con el revés de su mano, y rozaba mi cabello con la punta de sus dedos, besándome el cuello, conmoviéndome profundamente con su constante amor.
Y entretanto, siempre encerrada en su habitación en aquella horrible casa, Melodie se hinchaba cada vez más.
El mes de octubre se presentó con un espectacular esplendor de colores que me quitaban la respiración y me llenaba de un asombro que sólo la naturaleza puede causar. Esos que ahora admiraba eran los mismos árboles cuyas copas habíamos vislumbrado desde el ático. Casi podía vernos a los cuatro si alzaba la mirada hacia las ventanas del ático; los gemelos, sólo cinco años, languideciendo, semejantes a duendes de grandes ojos, y nuestras caras, pequeñas y pálidas, pegadas tristemente al cristal sucio, mirando con ansia hacia fuera, anhelando ser libres para hacer lo que ahora aceptábamos como lógico y natural.
Nuestros fantasmas parecían estar allá arriba. Gris era el color de nuestros días, así solía yo pensar en aquella época. Y gris era ahora el color de los días de Jory. No podía contemplar la belleza del otoño en las montañas, ni cruzar los senderos del bosque, ni danzar sobre el césped amarillento ni inclinarse para oler las flores caídas, ni corretear junto a Melodie.
Las pistas de tenis permanecían vacías desde que Bart las abandonó al no tener pareja con quien jugar. A Chris le hubiera encantado disputar un partido el sábado o el domingo con Bart, pero Bart seguía ignorándole.
La gran piscina, que había constituido la delicia especial de Cindy, fue desaguada, limpiada y cubierta. En la mansión se bajaron las persianas y se limpiaron los cristales antes de instalar las ventanas protectoras contra las tormentas. La leña quedó apilada detrás del garaje, en montones cada vez mayores. Los camiones trajeron carbón para utilizarlo si los calentadores de petróleo o la corriente eléctrica fallaban. Aunque disponíamos de una unidad auxiliar para iluminar nuestras habitaciones, yo temía ese invierno como no había temido ninguno otro, excepto aquéllos en el ático, donde nos congelábamos de frío, como si viviéramos en la zona ártica. Por fin tendríamos la oportunidad de experimentar cómo era Foxworth cuando mamá disfrutaba de la vida con sus padres, amigos y el amante que encontró, mientras cuatro niños no deseados sufrían arriba, helados y muertos de hambre.
Las mañanas de domingo eran las mejores. Chris y yo gozábamos de nuestro tiempo juntos. Desayunábamos en la habitación de Jory para que él no se sintiera tan separado de la familia. En muy raras ocasiones conseguí persuadir a Bart y a Melodie de que se reunieran con nosotros.
—Id a pasear —nos animaba Jory, cuando me veía mirar varias veces hacia la ventana—. No creáis que envidiaré vuestras piernas porque las mías están inmóviles. No soy un bebé, ni tan egoísta.
Obedecíamos a Jory para que no pensara que modificábamos nuestro estilo de vida debido a él. Y así proseguíamos, confiando en que Melodie se reuniera con él.
Un día nos despertamos tan temprano que la capa de hielo que cubría el suelo era todavía gruesa. El hielo parecía un dulce, azúcar en polvo, que pronto se derretiría cuando el sol acabara de salir.
Nos detuvimos en nuestro paseo para observar en el cielo a los gansos canadienses que volaban hacia el sur, indicando que el invierno llegaría ese año más temprano. Escuchamos el distante graznido melancólico de aquellas incansables aves hasta que se desvaneció cuando desaparecieron entre las nubes mañaneras. Volaban hacia Carolina del Sur.
A mediados de octubre se presentó el ortopedista y con unas grandes tijeras eléctricas partió a medias el yeso de Jory. Después utilizó unas tijeras manuales para cortar con sumo cuidado lo que quedaba de escayola. Jory dijo que se sentía como una tortuga sin su concha. Su cuerpo fuerte se había deteriorado dentro de aquel yeso.
—Tras unas semanas ejercitando los brazos, los músculos de tus hombros dejarán tu torso tan desarrollado como siempre —le animó Chris—. Necesitarás tener los brazos fuertes, de modo que continúa utilizando ese trapecio. Colocaremos además barras paralelas en tu salita para que de vez en cuando puedas alzarte y quedar en pie. No creas que la lucha ha terminado para ti, que todo ese desafío ha quedado atrás y que ahora nada importa. Te faltan muchos kilómetros por recorrer todavía, no lo olvides.
—Sí —murmuró Jory débilmente, mirando con ojos inexpresivos hacia la puerta que Melodie raramente cruzaba—. Kilómetros y kilómetros que recorrer antes de encontrar otro cuerpo que funcione como debe. Supongo que comenzaré a creer en la reencarnación.
Los días frescos se tornaron fríos en extremo, coronados por noches otoñales que nos llevaban con rapidez hacia las heladas. Los pájaros migratorios dejaron de volar por encima de nuestras cabezas ahora que el viento silbaba entre las copas de los árboles, aullando alrededor de la casa, filtrándose dentro de nuestras habitaciones. La luna era de nuevo una larga nave vikinga saqueadora, navegando a toda vela, inundando nuestro lecho con su luz, avivando el fuego para un nuevo romance. Chris y yo disfrutábamos de un amor brillante, frío y limpio que encendía nuestros espíritus y nos indicaba que no éramos realmente pecadores de la peor especie; no cuando nuestro amor perduraba a lo largo de los años, mientras otros matrimonios se rompían al cabo de unos meses o años. No podíamos estar pecando y sentir lo que sentíamos el uno hacia el otro. ¿A quién hacíamos daño? A nadie, en realidad. En nuestra opinión, Bart se hería a sí mismo.
Sin embargo, ¿por qué me atormentaban las pesadillas que decían otra cosa? Me había convertido en una experta en ahuyentar pensamientos turbadores y centrar mi atención en los detalles triviales de mi vida. Nada me evadía tanto de la realidad como la asombrosa belleza de la naturaleza. Yo confiaba en que ella cerraría mis heridas, y las de Jory, e incluso, quizá, las de Bart.
Con mirada escrutadora estudiaba todas las señales, como podría hacerlo un granjero, e informaba a Jory. Los conejos engordaron, las ardillas parecían almacenar más nueces, y las orugas parecían vagones velludos de tren avanzando lentamente hacia la seguridad…, allí donde se hallara.
No tardé en sacar los abrigos de invierno que había tenido intención de donar a la beneficencia; suéteres pesados y faldas de lana que jamás habría podido llevar en Hawai. En septiembre, Cindy había partido en avión hacia el instituto en Carolina del Sur. Ése sería su último año en una escuela privada muy costosa, que ella «adoraba absolutamente». Como una lluvia cálida fuera de temporada, recibíamos sus cartas, en las que siempre pedía más dinero para esto o aquello. La infantil e irregular letra de Cindy fluía, para comunicarnos que lo necesitaba todo, a pesar de los regalos con que yo constantemente la obsequiaba. Tenía docenas de amigos, uno nuevo cada vez que nos escribía. Necesitaba ropas informales para salir con el muchacho a quien gustaba la caza y la pesca; vestidos lujosos para lucir con el muchacho a quien entusiasmaba la ópera y los conciertos; vaqueros y blusas para ella misma, y ropa interior y pijamas lujosos, pues no soportaba dormir envuelta en telas baratas.
Sus cartas mostraban cuán importante era para ella cuanto yo había echado de menos cuando tenía dieciséis años. Recordé Clairmont, mis días en la casa del doctor Paul, a Henny, enseñándome a cocinar con la práctica, no con teorías. Yo había comprado un libro de cocina titulado Cómo ganar a tu hombre y conservarlo cocinándole los platos adecuados. ¡Qué chiquilla había sido! Suspiré. Olfateé el papel perfumado de color rosa, el preferido de Cindy, antes de guardar su carta, y después dediqué mi atención al presente y todos los problemas que se cernían sobre ese Foxworth Hall, ya sin flores de papel en el ático.
Día tras día observaba detenidamente a Bart cuando estaba con Melodie y me iba convenciendo de que pasaban juntos buena parte del tiempo. Jory en cambio, apenas veía a su mujer. Intenté creer que Melodie trataba de consolar a Bart por no haber heredado tanto como había esperado, pero, a pesar de mí misma, supuse que en todo ello había algo más que piedad.
Como un fiel cachorro con un solo amigo, Joel seguía a Bart por todas partes, excepto a su despacho y su dormitorio. Rezaba en aquella pequeña habitación antes de cada comida. Rezaba antes de acostarse y mientras deambulaba por la casa, murmurando para si las citas de la Biblia adecuadas a cada ocasión.
A su manera, Chris estaba en el cielo, disfrutando de los mejores años de su vida, o eso decía.
—Me encanta mi nuevo trabajo. Los hombres con que trabajo son brillantes, tienen sentido del humor y siempre están contando historias que rompen la monotonía de la labor. Vamos todos los días al laboratorio, nos ponemos las batas blancas, comprobamos las retortas esperando algún milagro, hacemos una mueca y nos aguantamos cuando descubrimos que los milagros no se producen.
Bart no era ni amigo ni enemigo de Jory; era simplemente alguien que asomaba la cabeza por la puerta y decía algunas palabras antes de apresurarse a dedicarse a algo que él consideraba más importante que perder el tiempo con un hermano inválido. A menudo me preguntaba en qué ocuparía su tiempo, aparte de estudiar los mercados financieros y comprar y vender acciones y bonos. Sospeché que Bart estaba arriesgando buena parte de sus quinientos mil dólares para demostrarnos a todos que era más listo que Chris y más hábil que el más astuto de todos los Foxworth: Malcolm.
Poco después de que Chris se marchara a trabajar un martes por la mañana a últimos de octubre, subí deprisa por la escalera para ver a Jory, y comprobar que estaba convenientemente atendido. Chris había contratado un enfermero para que cuidara de Jory, pero sólo acudía en días alternos.
Jory casi nunca se lamentaba de estar confinado en la casa, aunque a menudo volvía la cabeza hacia la ventana para contemplar el esplendoroso otoño.
—El verano ha pasado —declaró con indiferencia, mientras el viento arremolinaba las hojas secas—, y se ha llevado mis piernas con él.
—El otoño te traerá motivos para ser feliz, Jory, y el invierno te convertirá en padre. La vida te depara todavía muchas sorpresas felices, quieras o no creerlo. Ahora… veamos qué podemos hacer para proporcionarte un sustituto para las piernas. Como ya estás lo bastante fuerte para sentarte, no hay razón para que no puedas trasladarte a esa silla de ruedas que tu padre trajo a casa. Jory, por favor. Me disgusta verte todo el tiempo en la cama. Prueba a estar un rato en la silla, quizá no será tan aborrecible como tú crees. —Jory, testarudo, negó con la cabeza. Ignoré su negativa y, empleando mi tono más persuasivo, proseguí—: Podemos llevarte fuera con facilidad. Pasearemos por los bosques en cuanto Bart haga limpiar los caminos que podrían obstaculizar el avance de las ruedas. En estos momentos, podrías estar sentado en la terraza, al sol, y recuperar un poco del color que tenías. Pronto hará demasiado frío para salir fuera. Y cuando llegue el momento, yo puedo empujarte por los jardines y los bosques.
Jory dirigió a la silla, colocada donde pudiera verla todos los días, una mirada dura, despectiva.
—Esa cosa volcaría.
—Te compraremos una de esas sillas eléctricas tan pesadas y bien equilibradas que no pueden volcar.
—Creo que no, madre. Siempre me ha gustado el otoño, pero éste me entristece tanto… Tengo la sensación de que he perdido lo que de verdad me importaba. Soy como una brújula rota, girando en todas direcciones sin conseguir marcar el norte. Nada parece valer la pena, y por ello me siento estafado y herido. Me molestan los días, pero las noches son peor. Quiero aferrarme al verano y a lo que solía poseer. Las hojas que caen son las lágrimas que guardo dentro de mí. El viento, silbando por las noches, no es más que mis aullidos de angustia. Los pájaros que vuelan hacia el sur anuncian que el verano de mi vida ha desaparecido y que jamás, nunca jamás, volveré a sentirme feliz. Ahora no soy nadie, madre, nadie.
Me rompía el corazón. Al volver la cabeza, advirtió mi congoja y el rostro se le llenó de vergüenza. El sentimiento de culpa le hizo desviar la mirada.
—Lo siento, madre. Eres la única a quien puedo hablar de esta manera. Con papá, que es maravilloso, debo actuar como un hombre. Ahora que te he explicado lo que siento, parece que ya no me está royendo tanto por dentro. Perdóname por descargar sobre ti todos mis amargados sentimientos.
—Está bien. Nunca dejes de contarme cómo te sientes. Sólo si me lo explicas, sabré cómo ayudarte. Para eso estoy aquí, Jory. Debes buscar el apoyo de tus padres. No creas que Chris no te comprendería, si le hablases como me has hablado a mí. Expresa sin ambages lo que necesites decir, no te lo guardes. Pide cualquier cosa razonable, y Chris y yo te daremos cuanto podamos…, pero no nos pidas imposibles.
Asintió en silencio, y después se esforzó por sonreír débilmente.
—De acuerdo. Quizá, después de todo, algún día pueda soportar sentarme en una silla de ruedas eléctrica.
Delante de él, esparcidas sobre la mesa con ruedas, había muchas piezas del barco clíper que estaba laboriosamente montado. Jory encendía en muy raras ocasiones el tocadiscos, como si la bella música fuera una abominación para sus oídos ahora que no podía bailar. Consideraba ver la televisión una pérdida de tiempo y leía cuando no se dedicaba a la construcción del barco. En ese momento sostenía una diminuta pieza con unas pinzas mientras aplicaba un poco de cola; entonces, entornando los ojos, revisó las instrucciones y completó el casco. Como por casualidad, eludiendo mi mirada, me preguntó:
—¿Dónde está mi mujer? Casi nunca me visita antes de las cinco. ¿Qué demonios hace durante todo el día?
En ese instante entró el enfermero para decirnos que tenía que marcharse a sus clases. Saludó alegremente con la mano y se fue. Durante su ausencia, habíamos acordado que Melodie o yo cuidaríamos de Jory, procurando que se sintiera a gusto y se mantuviera distraído. Lo más difícil era que estuviese ocupado. Su actividad había sido física, y ahora tenía que contentarse con actividades mentales. Lo más próximo a un ejercicio físico para él era pegar las piezas de ese barco.
Yo suponía que Melodie vendría, por lo menos, a entretenerle un rato.
Yo no la veía mucho. La casa era tan grande que resultaba muy fácil evitar a aquellos que no se deseaba ver últimamente, ella se había acostumbrado no sólo a desayunar, sino también a comer en su habitación, situada al otro lado de la suite de Jory.
Chris trajo a casa la silla de ruedas eléctrica que había encargado. Jory podría dirigirla a través de una palanca. El enfermero comenzó de inmediato a enseñarle cómo balancear el cuerpo para sacarlo del lecho y así sentarse en una butaca que había junto a la cama.
Hacía más de tres meses que Jory estaba inválido. Tres tristes y largos meses. Para él, habían sido más bien años. Se había visto obligado a convertirse en otra clase de persona, la clase de persona que a él no le gustaba.
Pasó otro día sin que Melodie lo visitara. Jory me preguntó de nuevo dónde estaba ella, y qué hacía.
—Mamá, ¿has oído mis preguntas? Por favor, explícame qué hace mi esposa durante todo el día. —Su voz, normalmente agradable, tenía un tono mordaz—. Desde luego, no estar conmigo, eso ya lo sé. —Había amargura en su mirada cuando la clavó en mí—. Quiero que ahora mismo busques a Melodie y le digas que deseo verla… ¡Ahora! No después, cuando a ella le apetezca…, ¡pues al parecer nunca le apetece!
—Iré a buscarla —dije firmemente—. Sin duda estará en su habitación escuchando música de ballet.
Me alejé temblorosa de Jory, que continuó trabajando en el modelo de barco. Al volverme para mirarle, vi a través de la ventana que el viento arremolinaba las hojas caídas y las empujaba hacia la casa; hojas doradas, escarlatas y rojizas que Jory no quería ver… a pesar de que en otro tiempo había sentido la música de los colores.
«Mira ahora, Jory, mira ahora. Ésta es una belleza que quizá no volverás a ver. No la ignores, tómala y posee el día, como solías hacer».
Pero ¿había yo, antaño …? ¿Había yo …? Mientras estaba allí en pie, mirando a Jory, tratando de que volviera a ser el mismo de antes, el cielo se oscureció de súbito y todas las hojas brillantes quedaron pegadas contra el cristal bajo la copiosa lluvia helada.
—Papá solía ocuparse de los quehaceres domésticos cuando vivíamos en Gladstone —recordé—. Mamá solía quejarse de que las ventanas de protección implicaban más trabajo para limpiar.
—Quiero a mi mujer, mamá, ¡ahora!
Me mostraba reacia a buscar a Melodie sin saber el motivo. En la penumbra, Jory se vio obligado a encender una lámpara a las diez de la mañana.
—¿Te gustaría que encendiera un alegre y crepitante fuego de leña?
—Sólo quiero a mi esposa. ¿He de repetirlo diez veces? Cuando esté aquí, ella prenderá el fuego.
Lo dejé solo al darme cuenta de que mi presencia le irritaba. Sólo quería a Melodie, la única que podía hacerle volver a ser el de antes.
Melodie no se encontraba en su habitación como yo esperaba.
Los pasillos que recorrí me parecían los mismos que había cruzado cuando era una jovencita. Las puertas cerradas delante de las cuales pasé me parecían las mismas puertas sólidas, pesadas, que yo había abierto sigilosamente cuando tenía catorce, quince años. A mi espalda presentía la presencia omnisciente de Malcolm y la maldad de la abuela hostil.
Me dirigí hacia el ala oeste, el ala de Bart. Casi automáticamente mis pies me condujeron allí. La intuición había gobernado la mayor parte de mi vida y, al parecer, también gobernaría mi futuro. ¿Por qué me dirigía allí? ¿Por qué no buscaba a Melodie en otra parte? ¿Qué instinto me guiaba hacia las habitaciones de mi segundo hijo, a las que él no me permitía entrar?
Ante las amplias puertas dobles de Bart, lujosamente recubiertas con cuero negro, marcadas con su monograma en oro y el escudo familiar, dije suavemente:
—Bart, ¿estás ahí?
No oí nada. Las puertas, fabricadas con roble sólido, cubierto por el ostentoso recubrimiento, impedían que pasase cualquier sonido y las paredes gruesas sabían guardar secretos. No era de extrañar que hubiese resultado tan fácil mantenernos ocultos a nosotros cuatro. Miré el pomo, esperando encontrarlo cerrado. No lo estaba.
Casi con sigilo entré en la salita de estar de Bart, de aspecto inmaculado, sin ni un libro ni una revista desordenados. De las paredes colgaban raquetas de tenis y cañas de pescar; un saco de golf en un rincón y una máquina de remos dentro de un armario con la puerta entornada. Vi las fotografías de sus deportistas favoritos. A menudo pensaba que Bart fingía admirar a los futbolistas y jugadores de béisbol sólo para tener algo en común con el resto de personas de su sexo. En mi opinión, hubiera sido más sincero si hubiera cubierto las paredes con fotografías de aquellos que habían ganado fortunas en el mercado de valores dirigiendo empresas.
Sus habitaciones estaban decoradas en negro y blanco, con algunos detalles rojos; espectacular, pero algo frío. Me senté en un sofá de cuero blanco, de unos tres metros de largo, con cojines de satén y terciopelo negro en el respaldo. En un rincón había un bar maravilloso, resplandeciente, con botellas de cristal, varias copas altas y toda clase de licores que Bart tenía allí para su disfrute personal, junto con pequeños aperitivos. También disponía de una pequeña nevera y un horno de microondas para fundir queso o preparar alguna comida ligera.
Todas las fotografías eran mates, en negro o rojo Y enmarcadas en dorado. Tres paredes estaban recubiertas con tejido de muaré blanco, y la otra revestida con cuero negro acolchado; una pared engañosa. Uno de aquellos botones de cuero ocultaba la gran caja de caudales donde Bart guardaba sus certificados de acciones y bonos. Lo sabía porque una vez, poco después de haberlas decorado por completo, me enseñó sus habitaciones. Había pulsado los botones secretos, feliz por exhibir la complejidad que él controlaba. La caja fuerte de su despacho del piso inferior se utilizaba para guardar documentos menos importantes.
Volví la cabeza para contemplar la puerta que daba a su dormitorio: Hermosa puerta que conducía a un magnífico dormitorio decorado igual que la salita. Creí haber oído algo. El murmullo suave de una risa masculina… y la risita suave de una mujer… ¿Estaría equivocada? ¿Acaso Bart tenía la habilidad de hacer reír a Melodie cuando el resto no podíamos?
Mi imaginación trabajaba febril, representando qué podían estar haciendo, y al pensar en Jory, esperando con anhelo en su habitación a una esposa que nunca le visitaba, me sentía desfallecer de dolor ante la posibilidad de que Bart pudiera traicionar a Jory, su propio hermano, a quien había amado y admirado muchísimo durante un corto tiempo, un lamentable corto espacio de tiempo, mientras…
En aquel momento la puerta se abrió y Bart apareció completamente desnudo. Se movía con seguridad, y sus piernas largas eran como una mancha. Avergonzada ante su desnudez, me encogí en los blandos cojines, esperando que no me viera. Nunca me lo perdonaría. Yo no debía estar allí.
A causa de la repentina tormenta, la penumbra en su cuarto de estar era tan densa que albergaba la esperanza de que él no advirtiera mi presencia. Se dirigió directamente al bien equipado bar, y con manos rápidas y habilidosas mezcló algunas bebidas. Cortó unas rodajas de limón, llenó dos vasos de cóctel, los colocó en una bandeja de plata y se encaminó de nuevo hacia su dormitorio. Cerró la puerta detrás de él con el pie.
¿Cócteles por la mañana, antes de las doce …? ¿Qué pensaría Joel de eso?
Continué sentada, casi sin poder respirar. Rugía el trueno, y destellaba el relámpago, y la lluvia golpeaba los cristales de la ventana. Los rayos zigzagueaban iluminando la penumbra cada pocos segundos.
Me situé en el punto más oculto de su habitación para convertirme en parte de las sombras detrás de una enorme planta, y aguardé.
Parecía que había transcurrido una eternidad cuando la puerta se abrió otra vez. Yo sabía que Jory estaba esperando ansiosamente, quizá enfadado, a que Melodie apareciera. Dos vasos, dos. Melodie estaba allí. Tenía que estar allí.
Bajo la tenue luz vi que Melodie salía del dormitorio de Bart vestida con una bata transparente que revelaba que no llevaba nada debajo. La claridad de un relámpago la iluminó por un instante, mostrando el bulto del bebé que debía nacer a principios de enero.
«Oh, Melodie, ¿cómo puedes hacer eso a Jory?».
—Vuelve aquí —dijo Bart, con voz satisfecha—. Está lloviendo. El fuego de aquí dentro es muy acogedor… y no tenemos nada mejor que hacer.
—He de bañarme, vestirme y visitar a Jory —repuso ella, titubeando en el umbral, mirándole con aparente anhelo—. Quisiera quedarme, de verdad que me gustaría, pero Jory me necesita de vez en cuando.
—¿Acaso puede darte él lo que yo acabo de darte?
—Por favor, Bart. Me necesita. Tú no sabes qué significa que le necesiten a uno.
—No, no lo sé. Tan sólo los débiles dependen de los otros para su sustento.
—No has estado nunca enamorado, Bart —replicó Melodie roncamente—, de modo que no puedes comprenderlo. Tú me tomas, me usas, dices que soy maravillosa, pero no me amas, ni me necesitas realmente. Cualquier otra mujer te serviría exactamente igual que yo para tus propósitos. Es agradable sentir que a uno le necesitan, saber que alguien te quiere más que a ninguna otra persona.
—Vete, entonces —dijo Bart, y su tono feliz se tornó repentinamente helado—. Naturalmente que no te necesito. ¡Yo no necesito a nadie! No sé si lo que siento por ti es amor o deseo nada más. Incluso estando encinta, eres una mujer hermosa. De todos modos, nunca se sabe, y aunque tu cuerpo me proporciona placer ahora, quizá mañana ya no sea igual.
Por su expresión, adiviné que Melodie se sentía ofendida.
—¿Por qué quieres que venga todos los días, todas las noches? —preguntó, con tono lastimero—. ¿Por qué tus ojos me siguen donde quiera que vaya? ¡Tú me necesitas, Bart! ¡Tú me amas! Lo que ocurre es que te avergüenza admitirlo. Por favor, no me hables con tanta crueldad. Me hieres. Me sedujiste cuando Jory se hallaba aún en el hospital, aprovechando mi debilidad y mi miedo. ¡Me tomaste cuando yo le necesitaba a él, y me convenciste de que era a ti a quien necesitaba! Sabías que me aterrorizaba que Jory muriese, que estaba asustada y necesitaba de alguien.
—¿Y eso es lo único que soy yo? —rugió Bart—. ¿Una necesidad? ¡Creía que me amabas, que realmente me amabas!
—Sí, ¡te amo, te amo!
—¡No, no me amas! ¿Cómo puedes amarme y seguir hablando de él? Anda, ve con él. ¡Ve a ver qué puede darte él!
Melodie se alejó, su diáfana bata flotando tras ella, como un fantasma huyendo frenético en busca de la vida. Se oyó un portazo detrás de ella.
Me levanté con rigidez de mi butaca, sintiendo que la rodilla me palpitaba llena de dolor, como siempre que llovía. Me acerqué cojeando a la puerta cerrada del dormitorio de Bart. No vacilé en abrirla de par en par. Antes de que él pudiera protestar, alargué la mano para pulsar el interruptor de la luz y poner en su confortable habitación, iluminada por el fuego de la chimenea, un brillo eléctrico.
Bart se incorporó de un salto en su cama.
—¡Madre! ¿Qué demonios estás haciendo en mi dormitorio? ¡Vete, sal de aquí!
Avancé unos pasos, salvando el gran espacio que separaba la puerta de la cama en un segundo.
—¿Qué diablos estás haciendo tú acostándote con la mujer de tu hermano? ¿Con la esposa de tu hermano inválido?
—¡Sal de aquí! —bramó, cuidando de cubrir bien sus genitales mientras la mata de pelo oscuro de su pecho parecía erizarse de indignación—. ¿Cómo te atreves a espiarme?
—¡No me grites, Bart Foxworth! Soy tu madre, y tú no tienes todavía treinta y cinco años, de modo que no puedes echarme de esta casa. Me iré cuando me convenga, y ese momento no ha llegado todavía. Me debes tanto, Bart, tanto…
—¿Qué te debo, madre? —preguntó sarcástico, con amargura en la voz—. Te ruego que me digas por qué te debo yo algo. ¿Debería agradecerte que por tu causa mi padre muriese? ¿Debería darte las gracias por haber sido un niño torpe e inseguro de mí mismo? ¿Debería darte las gracias por haberme colocado en un terreno tan resbaladizo que siento que no soy un hombre normal, capaz de inspirar amor? —Su voz se rompió mientras inclinaba la cabeza—. No te quedes ahí acusándome con esos malditos ojos azules de los Foxworth. No necesitas reprocharme nada para hacerme sentir culpable, porque yo nací sintiéndome de esa manera. Yo tomé a Melodie cuando ella estaba llorando y necesitaba de alguien que la apoyara y le diera confianza y amor. Por primera vez encontré la clase de amor del que he oído hablar durante toda mi vida, y por primera vez también he gozado de una mujer noble que solamente ha tenido a un hombre. ¿Te das cuenta de lo raro que es eso? Melodie es la primera mujer que me ha hecho sentir verdaderamente humano. Con ella puedo descansar y bajar la guardia porque ella no intenta herirme. Me ama, madre. Creo que nunca he sido más feliz.
—¿Cómo puedes decir eso cuando acabo de oír las palabras que habéis intercambiado?
Bart sollozó y se dejó caer hacia atrás, girando de lado, de espaldas a mí, apenas cubierto por la sábana.
—Yo estoy a la defensiva, y Melodie también. Ella considera que está traicionando a Jory al amarme a mí. Yo también me siento así. Algunas veces conseguimos librarnos del miedo y la vergüenza, y entonces vivimos algo maravilloso. Cuando Jory estaba en el hospital y tú y Chris permanecíais todo el tiempo junto a él, no me resultó difícil seducir a Melodie. Cayó en mis brazos sin oponer gran resistencia, contenta por tener a alguien que se preocupara lo suficiente de ella para comprender sus temores. Todas nuestras peleas han surgido por un sentimiento de culpabilidad que a ambos nos atenaza. Sin Jory en medio, ella hubiera venido a mí ansiosamente, sería mi mujer.
—¡Bart! No puedes quitar la mujer a Jory. ¡Él la necesita ahora como nunca la ha necesitado antes! Obraste mal al seducirla cuando se sentía débil, desesperada y sola. Renuncia a ella. Deja de hacerle el amor. Sé leal a Jory, como él lo ha sido a ti. Jory ha estado siempre contigo…, recuerda eso.
Bart saltó de la cama, envuelto púdicamente en la sábana. Algo frágil se quebró en lo profundo de su mirada y le hizo parecer vulnerable, de nuevo un chiquillo patético, un niño pequeño, herido, que no se aceptaba a sí mismo. Su voz sonó ronca al decir:
—Sí, amo a Melodie. La amo lo suficiente para casarme con ella. La amo con cada hueso, músculo y gramo de mi carne. Ella me ha despertado de un profundo sueño. ¿Sabes?, es la primera mujer a quien he amado. Nunca ninguna mujer me ha conmovido y emocionado como lo ha hecho Melodie. Entró en mi corazón y ahora no puedo expulsarla. Viene sigilosamente a mi dormitorio, con ropas delicadas, con su hermoso y lustroso cabello suelto, oliendo a frescor, recién salida de un baño, y se queda ahí de pie, rogándome con los ojos, y yo siento que mi corazón late más deprisa. Cuando sueño, sueño con ella. Melodie se ha convertido en lo más maravilloso de mi vida. ¿No comprendes que no puedo renunciar a ella? Ella ha despertado en mí un deseo ardiente que yo ignoraba pudiera tener. Yo consideraba que el sexo era pecado, y nunca me había separado de una mujer sin sentirme sucio, incluso más sucio de lo que la dejaba a ella. Cuando hacía el amor con otras mujeres, siempre me invadía un sentimiento de culpa, como si dos cuerpos desnudos uniéndose en la pasión fuese algo pecaminoso… Mi opinión ha cambiado. Gracias a ella me doy cuenta de lo hermoso que puede ser el amor, y ahora no sé cómo podría vivir sin ella. Jory ya nunca más podrá ser un amante de verdad. Deja que yo sea el esposo que ella necesita y quiere. Ayúdame a construir una vida normal para ella y para mí… o si no… no sé…, no sé realmente qué puede suceder… —Sus ojos oscuros se volvieron hacia mí, suplicándome que comprendiera.
Oh, oírle decir todo aquello, cuando durante toda su vida yo había anhelado obtener su confianza y ahora que la tenía, ¿qué podía hacer yo? Yo amaba a Bart tanto como a Jory. Seguí allí, inmóvil, retorciéndome las manos, retorciendo también mi conciencia y atormentándome con la culpa, pues de alguna manera yo había provocado esa situación al descuidar a Bart y favorecer a Jory y Cindy. Y ahora, Jory y yo teníamos que pagar el precio…, otra vez.
Bart habló, con voz suave y balbuceante, lo que le hacía parecer aún más joven y vulnerable, intentando esconder su felicidad en un lugar seguro, fuera de mi alcance y, a su manera, escudarla para siempre protegiéndola de la destrucción.
—Madre, por una vez en tu vida, procura ver las cosas desde mi punto de vista. Yo no soy malo ni perverso, y tampoco la bestia que tú muchas veces me haces sentir. Soy sólo un hombre que jamás se ha sentido feliz con su manera de ser. Ayúdame, madre. Ayuda a Melodie a conseguir el marido que ahora necesita, porque Jory nunca más será un hombre de verdad.
La lluvia marcaba en el cristal de la ventana un repiqueteo frenético, acorde con el ritmo de mi corazón. El viento silbaba y aullaba alrededor de la casa, mientras alas enfurecidas de murciélagos batían dentro de mi cerebro. Yo no podía dividir a Melodie en dos mitades iguales y repartirlas entre Jory y Bart. Tenía que aferrarme a lo que yo sabía era justo, y el amor de Bart hacia Melodie no lo era. Jory la necesitaba más.
Sin embargo continuaba allí, enraizada a la alfombra, abrumada por la desesperada necesidad que sentía mi hijo Bart de ser amado. En el pasado, le había creído capaz de cometer cualquier maldad, pero él siempre había demostrado su inocencia… ¿Era mi propia culpa por haberlo traído al mundo la que vendaba mis ojos y me impedía ver la bondad que tal vez hubiera en Bart?
—¿Estás seguro, Bart? ¿Amas de verdad a Melodie… o la deseas sólo porque le pertenece a Jory?
Se dio la vuelta, y su mirada se encontró con la mía de forma sincera. ¡Cómo suplicaban comprensión aquellos ojos oscuros!
—Al principio era así, lo admito de todo corazón. Quería robarle aquello que él más quería porque él me había arrebatado lo que yo más necesitaba: ¡tú! —Me encogí de hombros, y prosiguió—: Melodie rechazó mis insinuaciones tantas veces que comencé a respetarla, a considerarla distinta de las otras mujeres, tan fáciles de conseguir. Cuando más me rechazaba ella tanto más ardía mi deseo hasta convencerme de que debía conquistarla o morir. ¡La amo, sí! Me ha hecho vulnerable… ¡y ahora no sé cómo vivir sin ella!
Abrí las manos antes de sentarme a un lado de su enorme cama.
—Oh, Bart, qué pena que no hubiera sido otra mujer, cualquier mujer excepto Melodie. Me alegro de que hayas conocido el amor y sepas que no es sucio ni pecaminoso. ¿Por qué habría creado Dios a los hombres y las mujeres como lo hizo si no hubiese pretendido que se uniesen? Él lo proyectó así. Nosotros nos procreamos por medio del amor. Bart, has de prometerme que no volverás a verla a solas. Espera a que Melodie tenga su bebé antes de que los dos decidáis nada.
Sus ojos se llenaron de esperanza y gratitud.
—¿Me ayudarás entonces? —La incredulidad inundó sus ojos—. Nunca creí que tú quisieras…
—Espera, por favor, espera. Cuando Melodie haya dado a luz, habla con ella, y después con Jory, y enfréntate a él, Bart. Explícale qué sientes por ella, pero no le robes la mujer sin brindarle la oportunidad de decir lo que siente.
—¿Y qué puede decir él, madre, que pueda establecer alguna diferencia? Jory ha perdido ya. No puede bailar. Ni tan siquiera caminar. Además, está físicamente acabado.
Los segundos transcurrían, y yo no encontraba las palabras adecuadas para responder.
—Pero ¿estás seguro del amor de Melodie? Yo estaba en tu sala de estar, la he oído. No ha aclarado nada al respecto. Por lo que deduzco, se debate entre el amor de Jory y su necesidad de ti. No te aproveches de su debilidad ni de la incapacidad de Jory. Concede a tu hermano tiempo para recuperarse… y entonces haz lo que creas oportuno. No es justo robar a Jory cuando él no puede luchar por evitarlo. Da también tiempo a Melodie para que encaje las condiciones físicas de Jory. Entonces, si ella todavía te quiere, tómala. Pero ¿qué harías tú con el bebé de Jory? ¿Le quitarías ese hijo, además de arrebatarle a su mujer? ¿Estás pensando en no dejarle nada?
Me miró con atención y sus ojos brillaron suspicaces. Bart desvió la vista de pronto hacia el techo.
—Todavía no me he planteado qué ocurrirá con el bebé. Intento olvidar que el bebé nacerá. Y tú no tienes por qué ir corriendo a buscar a Chris o Jory para contarles todo esto. Por una vez en tu vida, dame la oportunidad de tener algo que sea solamente mío.
—Bart…
—Ahora vete, por favor. Déjame solo para poder pensar. Estoy cansado. Debilitas a cualquier hombre, madre, con tus exigencias y tus juicios. Esta vez sólo te pido una oportunidad justa para demostrarte que no soy tan malo como tú crees, ni tan loco como yo mismo creí en otros tiempos.
No me repitió que no explicara nada a Jory, o a Chris, como si supiera que yo no lo haría. Di la vuelta y salí de su habitación.
De regreso hacia mis habitaciones, pensé en enfrentarme a Melodie, pero estaba demasiado alterada para encararme con ella sin considerarlo antes con más calma. Ella ya estaba bastante nerviosa, y yo debía tener en cuenta la salud de su futuro hijo.
A solas en mi habitación, me senté delante del fuego del hogar preguntándome qué podía hacer. Las necesidades de Jory eran lo primero. En tres meses, sus fuertes piernas habían comenzado a marchitarse hasta convertirse en delgados palos, que me recordaban las piernas de Bart cuando era muy joven; bajito, con sus delgadas piernas siempre cubiertas de arañazos, cortes y cardenales, debido a sus continuas caídas. Bart, siempre castigándose a sí mismo por haber nacido y no estar a la altura de la pauta que Jory había establecido. Ese recuerdo lejano me impulsó a dirigirme hacia el dormitorio de Jory.
Me quedé en el umbral de su puerta, sin rastro de lágrimas en la cara y los ojos refrescados con parches de hielo que me había aplicado para quitarles el enrojecimiento, y sonreí con fingida alegría a mi primogénito.
—Melodie está durmiendo una siesta, Jory, pero vendrá antes de la cena. Creo que os resultaría agradable cenar solos delante del hogar. La lluvia en el exterior creará un ambiente romántico. He pedido a Trevor y Henry que suban unos leños y una mesita especial para la cena. He planeado un menú con todos los platos que más os gustan. Ahora di, ¿te ayudo a vestirte para que tengas el mejor aspecto?
Jory hizo un gesto de indiferencia y se encogió de hombros. Antes del accidente se interesaba por la ropa; siempre se había vestido a la perfección.
—¿Qué diferencia hay, madre, qué diferencia? No la has traído contigo, y ¿por qué has tardado tanto en volver para decirme que está durmiendo?
—El teléfono sonó y…, Jory, a veces tengo que resolver algunos asuntos. Bien, ¿qué traje prefieres?
—Bastará con el pijama y cualquier bata —respondió, distante.
—Escucha, Jory. Esta noche te pondrás uno de los trajes de tu padre, ya que no trajiste ropa de invierno, y te sentarás en esa silla de ruedas eléctrica.
Protestó de inmediato, pero insistí. Ya habíamos enviado a recoger toda la ropa de Jory a Nueva York, pero Melodie se había empeñado en que la de ella se quedara donde estaba. Eso encendía la ira en mi interior, aunque nada dije.
—Uno se siente bien cuando tiene buen aspecto, y eso es media batalla ganada. Has dejado de preocuparte por tu apariencia. Te afeitaré aunque quieras dejarte barba. Eres demasiado guapo para ocultarte tras ese pelo erizado. Tienes una boca preciosa y una barbilla firme. Son los hombres con barbillas débiles quienes deberían esconderse detrás de una barba.
Al fin cedió, sonriendo burlón. Accedió a cuanto quise hacerle para que se pareciese más a lo que había sido.
—Mamá, eres formidable. Te preocupas de tal manera por mí…, pero no quiero preguntarte por qué. Agradezco que alguien cuide tanto de mí.
En ese momento, Chris regresó de Charlottesville, ansioso por colaborar. Afeitó la atractiva cara de Jory con una navaja muy afilada, declarando que no había nada como un afeitado para mejorar el aspecto de un hombre. Sentada en la cama, observé cómo Chris rociaba el rostro de Jory con loción y colonia. Durante todo el rato, Jory esperó con paciencia. Yo no podía dejar de preguntarme qué estaría haciendo Bart y cómo diría a Melodie que sabía lo que estaba ocurriendo entre ella y mi segundo hijo.
Los brazos de Jory ya eran lo bastante fuertes para balancear la parte superior de su cuerpo y sentarse en la silla. Chris y yo retrocedimos sin intervenir, contemplándolo, sin ofrecerle ayuda, sabiendo que Jory tenía que hacerlo por sí mismo. Parecía algo humillado y al mismo tiempo orgulloso por haberlo conseguido sin demasiada dificultad la primera vez. Cuando ya estaba en la silla, Jory pareció satisfecho a su pesar.
—No está tan mal —dijo mientras se examinaba la cara en el espejo que yo sostenía delante de él. Activó la silla y dio una vuelta por la habitación. Hizo una mueca—. Es mejor que la cama. Debéis creer que soy un bobo. Ahora me resultará más fácil terminar el barco antes de Navidad. Quizá, con tantos mimos, lo logre.
—Nosotros nunca lo hemos dudado —aseguró Chris, jovial.
—Ahora contente, Jory. Voy a buscar a Melodie —dije encantada con su aspecto, el brillo de felicidad que destellaba en sus ojos y su excitación por poderse mover otra vez, aunque tuviera ruedas en lugar de piernas—. Melodie ya estará vestida y preparada para bajar a cenar. Como sabes, nuestro en otros tiempos descuidado Bart, exige ahora que se cumplan escrupulosamente las normas de la vida elegante…
—Di a Melodie que se apresure —exclamó Jory mientras salía, pareciéndose más a su antiguo modo de ser—. Estoy hambriento, y ver ese fuego ardiendo me hace desearla muchísimo.
Me encaminé muy azorada hacia la habitación de Melodie, consciente de que acabaría por enfrentarme con ella por lo que había descubierto y que, aunque yo no lo pretendiera, mis palabras la arrojarían a los brazos anhelantes de Bart. Ése era el riesgo que corría.
Un hermano ganaría; el otro perdería. Y yo quería que ambos ganasen.