12. CAE LA NOCHE

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El Carnero Viejo era una taberna achaparrada y cochambrosa, agazapada tozudamente entre unas casas de ladrillo mucho más nuevas. Aguantaba en pie hacía siglos y desde entonces se había resistido a las mazas de los demoledores. Era un establecimiento famoso. Su clientela habitual la formaban ladrones y borrachos, y parecía un lugar muy apropiado para que Fellman, Flethick, Follyfeather y su variopinta banda se reunieran.

Aquella noche hacía más bochorno, si era posible, que cualquier otro día de la semana anterior. El Carnero Viejo se alzaba literalmente encima de los lodazales del Fleet, y el hedor era tan intenso aquella noche que el aire se podía cortar. El crepúsculo pintaba de rosa los tejados de la ciudad, y los ladrillos de las casas vecinas habían absorbido tanto sol que todavía estaban calientes cuando llegamos y nos apoyamos en ellos para vigilar desde la esquina.

—Esta noche esta taberna se ha convertido en un sitio muy popular —murmuró Nick—. No somos los únicos que la vigilan. Ha corrido la voz. ¡Mira!

Me costó un poco verlo, pero tras observar atentamente la calle bajo la creciente oscuridad, empecé a ver que había numerosos espías, caras que se escondían en las esquinas y los recovecos, recopilando datos sobre lo que se cocía en el mundo criminal, con los ojos brillando en la noche como luciérnagas. Y en ese momento comprendí, sobre todo tras la conversación en el molino de Fellman, que a nosotros también nos vigilaban.

Lentamente, en grupos de dos y de tres, los criminales se iban reuniendo. Se saludaban los unos a los otros con monosílabos en voz baja, pero casi no decían nada mientras se ocultaban entre las sombras, esperando. Reconocí a Flethick y a uno de los hombres que había visto en su guarida llena de humo. Entonces llegó Follyfeather, impecable y con paso firme, acompañado de un hombre que no había visto antes. Finalmente, vi llegar un trío de hombres fornidos, liderado por Fellman, el fabricante de papel. Con él iba un hombre mucho más corpulento, con un cuerpo de luchador y un rostro tan parecido al de Fellman que supuse que debían de ser hermanos. También había otro tipo de pinta violenta; tenía una marcada cojera y se ayudaba con un bastón, también sufría de atrofia en un brazo, que llevaba sujeto contra el cuerpo, dentro de un abrigo corto de pana negra.

Formaban un grupo verdaderamente desagradable. No pude evitar recordar, con un escalofrío, las palabras que Fellman había gruñido en el molino aquella mañana, mientras yo estaba escondido: «Los niños y los contramaestres son fáciles de eliminar». En el mismo momento en que el último de ellos llegó, se desvanecieron en la oscuridad. Se metieron por la calle que llevaba a la imprenta de Cramplock y la extraña casa de al lado, donde yo había encontrado el escondrijo del hombre de Calcuta.

—En marcha —dije—, vayamos por detrás.

Intentando hacer el menor ruido posible al abrir la pesada puerta, hice entrar a Nick en la imprenta y lo seguí. Sentía verdadero miedo y no sabía muy bien qué íbamos a hacer, pero me parecía que habíamos llegado demasiado lejos como para echarnos atrás en ese momento. Con Lash correteando delante de nosotros, subimos a mi habitación. El rostro de Nick se veía muy serio bajo la luz tenue de la lámpara, mientras le enseñaba el armario sin fondo y los ladrillos que escondían detrás el compartimiento secreto.

—¿Vamos a entrar? —musitó.

—No si la serpiente está dentro —contesté.

Esperamos un rato sin movernos.

—¿Y bien? ¡Veamos si está! —dijo Nick finalmente.

Lo miré a la cara.

—No me puedo mover, Nick —gemí—. Tengo mucho miedo.

Nick chasqueó la lengua y se arrodilló para buscar a tientas el agujero.

—Para empezar, esto fue idea tuya —replicó metiendo la cabeza dentro.

—Baja la voz —le susurré.

—Dame la luz —pidió extendiendo el brazo.

Lentamente, Nick entró arrastrándose en el agujero. Todo lo que pude ver fueron sus pies desapareciendo.

—¿Puedes ver la cesta? —susurré con inquietud.

Tenía a Lash agarrado por el collar, sabiendo que se pondría a ladrar o a gruñir en el momento en que notara la presencia de la serpiente. Estornudó un par de veces cuando le llegó a la nariz el polvo que salió al apartar los ladrillos. Pero aparte de eso, no parecía preocupado. Quizá la serpiente no estuviera allí escondida.

—Aquí no hay nada.

La voz de Nick sonó apagada, como si viniera de un lugar tremendamente lejano.

—¿Puedes salir por la trampilla?

Se oyó un portazo sordo y después unos segundos de silencio. Entonces volvió a aparecer, arrastrándose marcha atrás.

—Aquí no hay nada —repitió—, y cuando digo nada es nada. Ni serpiente. Ni trampilla. Tan sólo una casa vacía, llena de polvo.

¿Pero qué estaba diciendo?, pensé.

—¿No has oído voces ni nada?

—Ni un murmullo —afirmó.

Me armé de valor. Era evidente que la serpiente no estaba allí dentro, por lo tanto Lash podía acompañarnos, si no se negaba a entrar.

—Detrás de ti —dije.

Nick volvió a entrar primero, agarrando la lámpara, pero cuando yo empecé a arrastrarme detrás de él, se detuvo.

—Va —murmuré, intentando empujarle el trasero con la cabeza.

—Espera —dijo su voz apagada en un tono irritado. Se oyó un chirrido y Nick pasó al otro lado con cuidado—. Uau —le oí decir en voz baja.

Algo no iba bien. No había trampilla. Y el pequeño escondrijo tampoco estaba ahí. Mientras me arrastraba, lo único que notaba eran los ladrillos, bastos y húmedos, arañándome las rodillas. Nick ya estaba al otro lado del agujero, pero no se movía. Permanecía inmóvil, aguantando la luz y mirando alrededor. Cuando asomé la cabeza, me invadió una sensación de horror.

Nick fue el primero en hablar. Estaba tan desconcertado como yo.

—No puede ser… —empezó a decir.

Me arrodillé en el áspero agujero de ladrillo, contemplando con sorpresa la escena que la lámpara iluminaba ante nuestros ojos.

Todo había desaparecido. Las paredes, los tablones del suelo, la trampilla, la cesta de la serpiente, el pedestal con la estatua del elefante y las escaleras. La casa era una cáscara vacía, completamente carbonizada. Sobre nuestras cabezas, entre las tinieblas, se extendían vigas chamuscadas. Bajo la luz amarilla de la lámpara, el polvo flotaba en el aire, denso. Nick se hallaba manteniendo el equilibrio sobre una viga gruesa que alguna vez habría aguantado los tablones del suelo del primer piso, del que sólo quedaban grandes agujeros, a través de los que cualquiera, tan sólo dando un paso en falso, podía caer al piso inferior, a una distancia de más de tres metros. Sobre nuestras cabezas, el techo también había desaparecido. Nick alzó la lámpara para iluminar el inmenso agujero que había sido el techo, con las vigas de madera chamuscadas por el fuego. Todo estaba abandonado y podrido, idéntico a como me lo había encontrado la primera vez que había entrado, años atrás.

—Esto no es lo que me esperaba —exclamó Nick.

—No me lo puedo creer —farfullé con voz trémula.

Me devolvió la lámpara y arrastrando los pies, avanzó por encima de la viga, con los brazos en cruz para no perder el equilibrio. ¿Y si la viga estaba podrida?

—Nick, no lo hagas —le advertí.

Se paró a medio camino, balanceándose un poco, como si fuera una aparición flotando en medio de la inmensidad de ese espacio vacío.

—Vuelve —le pedí.

Nick era ágil, pero le estaba costando mantener el equilibrio y se tambaleó peligrosamente mientras regresaba hacia mí.

—Creía que me habías dicho… —empezó la frase.

—Nick, no lo puedo entender. No era así como yo lo vi. Debemos habernos equivocado de casa.

—¿Qué quieres decir con que nos hemos equivocado de casa? ¿Dónde, si no, hemos podido ir a parar, al traspasar la pared del armario?

—No lo sé —repuse con terror—, pero no era así, Nick. Las paredes estaban revestidas de madera, el suelo era sólido y estaba pulido. Como si alguien estuviera viviendo en la casa. Y había una estatua de un elefante con… ¡Nick, todo ha desaparecido! Como si nunca hubiese existido.

La cabeza me daba vueltas, confusa. ¿Habría soñado todo lo que había visto la otra noche? Recordaba los detalles de la casa con perfecta claridad. ¿Cómo podía haberme equivocado? ¿Habría estado en otra casa completamente diferente? Pero no era posible que fuera un error. La otra noche, al esconderme huyendo del hombre de la serpiente, me había caído a través del mismo agujero en la pared por el que en ese momento habíamos pasado.

Se oyó un ruido seco en la parte trasera de la casa, como el portazo de una verja. Con la impresión de los últimos minutos, me había olvidado por completo de los criminales.

—Son ellos —dije, presa del pánico, agarrando a Nick por la manga.

—¡Cuidado! —me susurró—. ¡Me harás caer!

Nos quedamos escuchando. Pareció que no se oían más ruidos. Debían de estar esperando el momento oportuno, detrás de la casa, quizá discutiendo la mejor estrategia.

—Pero ¿qué han venido a buscar? —me preguntó Nick en un susurro—. No lo entiendo. Esta casa está completamente vacía.

—Lo sé —repuse—, todo ha desaparecido. Pero estaba aquí, el otro día. No me lo acabo de creer, pero supongo que el hombre de Calcuta se habrá largado, y se lo ha llevado todo consigo. Es la única explicación.

Sabía que no tenía sentido. Era imposible que, en los dos días que hacía que yo había estado allí, el hombre se hubiese llevado todos los tablones del suelo, la chapa de las paredes y las escaleras, por no hablar de la pesada y llamativa estatuilla del elefante. ¿Habría sufrido la casa otro incendio desde mi visita? Y si fuera así, ¿cómo no me había dado cuenta?

Me senté en el agujero de ladrillo, con las piernas colgando, mirando a Nick moverse. Veloz y acrobáticamente, saltó al piso de abajo casi sin hacer ruido. Se oyeron unos correteos y unos crujidos entre las piedras cuando el espacio a su alrededor quedó vacío de ratas. Luego, por unos momentos, desapareció entre las sombras y no pude verlo, hasta que regresó a la zona iluminada por la luz de la lámpara, en la pared contraria. Nick había hecho eso un centenar de veces antes: explorar una casa extraña en la oscuridad, buscando la mejor ruta para escapar. Vi que asomaba la cabeza por una ventana polvorienta que daba al jardín.

—¿Ves algo? —le susurré desde arriba.

—No mucho. Está demasiado oscuro. Pero quizá vean la luz, Mog. Apágala y baja.

—No puedo bajar —murmuré.

—Sí que puedes. Yo te sujeto. Pero deja la lámpara arriba.

—¿Y qué hago con Lash?

—Que se quede donde está, ¿no? Dile que se quede.

No se me ocurrían más excusas. Con resignación, metí la cabeza dentro del agujero y busqué a Lash, que esperaba impaciente al otro lado del muro. Su hocico dio con mis dedos al instante y se puso a lamerlos.

—Quédate aquí —le ordené—. No tardaré en volver. No te muevas. Siéntate. Buen chico.

Al levantarme, me agarré a uno de los ladrillos para equilibrarme, pero éste se soltó de la pared con un agudo chirrido y me tambaleé en el aire durante unos segundos, hasta que evité la caída sacando un pie. De milagro, el pie se apoyó en la viga, pero el ladrillo se precipitó al piso de abajo, desde una distancia de tres metros y aterrizó estrepitosamente muy cerca de los pies de Nick. Mientras recobraba el equilibrio, también se me cayó la lámpara de la mano. Creo que chillé al verla caer y hacerse añicos en el suelo, a pocos centímetros de Nick. Y luego volví a chillar, esta vez mucho más fuerte, al ver como la lámpara empezaba a arder, y una capa de brillantes llamas lamía las paredes, iluminando por completo el interior cavernoso de la casa.

Las cosas pasaron demasiado rápido para poder recordarlas con claridad. Recuerdo que sentí terror, aferrándome a la viga e intentando saltar hacia los brazos de Nick sin quemarme. Recuerdo la expresión seria de su rostro mientras intentaba agarrarme y un fuerte dolor en la rodilla cuando ambos nos desplomamos sobre el suelo. Y recuerdo que de repente se empezó a oír mucho movimiento en la puerta trasera de la casa, como si alguien que estuviera fuera hubiese oído los ruidos y visto el fuego, y quisiera entrar echando abajo la puerta. En cualquier momento entrarían y nos atraparían. Tenía demasiado miedo para ser capaz de hacer nada.

El rostro de Nick mostraba terror y ceniza negra, mientras los ojos le iban de aquí allá, buscando una salida. Había otra puerta que daba a la calle, pero para llegar hasta allí teníamos que atravesar las llamas cada vez más altas. Algunas de las vigas secas y de los montones de papel arrugado que cubrían el suelo estaban empezando a arder, y la casa se estaba llenando de humo. Durante unos segundos eternos y angustiosos, nos quedamos mirándonos a los ojos, serios y asustados, sin mover ni un solo músculo.

—La chimenea —murmuró Nick inesperadamente, y fue a investigar el oscuro agujero del hogar, que yo no había visto antes.

—Nick, tenemos que salir —dije, presa del pánico, mientras lo veía agacharse sobre la reja de las brasas y mirar dentro de la chimenea—. Moriremos asfixiados, quemados. ¿No podemos ir hasta la puerta?

—No tenemos tiempo —gritó—. ¡Por aquí! ¡Rápido!

Avancé como pude sobre el suelo desigual, apartándome de las llamas, y llegué a la chimenea. El hogar estaba destrozado y la piedra que lo rodeaba, quemada y desfigurada, pero cuando Nick metió la cabeza por la cavidad pudo ver que la chimenea era suficientemente amplía para que un niño pudiera encaramarse por dentro.

—Sígueme —me dijo—. Creo que habrá espacio para los dos aquí arriba. Tendremos que estar muy quietos.

—No te preocupes —musité y lo empujé desde abajo para ayudarlo a encaramarse a la chimenea. Sabía seguro que la débil puerta trasera no iba a durar mucho tiempo en pie.

Y así fue. Acababa de subirme a ese agujero negro, arañándome los codos con los ladrillos llenos de hollín, mientras Nick tiraba de mí hacia arriba agarrándome del brazo, cuando oí que la puerta cedía y la casa se llenaba de pisadas enérgicas. No había encontrado un buen apoyo para el pie, y en mis intentos de agarrarme, iba soltando una lluvia de hollín. Si miraba hacia arriba, no veía nada, ni siquiera a Nick. La chimenea era estrecha, y parecía ir estrechándose al subir. Notaba como el hollín acumulado durante años me ensuciaba los cabellos y me bajaba por el cuello como si fuera un flujo arenoso.

Había más de un hombre en la casa. Podía oír el ruido que hacían abajo, y también sus voces, aunque no lograba entender lo que decían. Estaba convencida de que moriríamos ahogados allí dentro; si el fuego llegaba a nuestros pies estábamos atrapados, porque la única salida era hacia arriba. Como si me hubiese leído el pensamiento, Nick empezó a mover los pies, buscando puntos de apoyo más arriba para ir ascendiendo hacia a lo alto de la chimenea. Me pisó los dedos. «¿Qué haces, idiota?», quise chillarle, pero no me atreví a hacer ningún ruido.

Debajo de nosotros, varios pares de pies pateaban el fuego, tratando de apagarlo. Pero también oímos gritos y luego lo que parecían quejidos de dolor. Los sonidos tenían un ritmo: primero, un golpe, justo debajo de mí, a no más de unos pocos centímetros de la chimenea, y a continuación un gemido angustiado. Otro golpe, otro gemido. Estaban apaleando a alguien.

Los movimientos de Nick seguían provocando una lluvia de hollín sobre mi cabeza. El polvo negro me llenaba la boca y se me enganchaba en la lengua, como arena asquerosa. Me estaba mareando y no creía poder aguantar mucho tiempo más allí.

Pareció que los golpes habían parado. Nick había dejado de moverse. Los dos permanecimos allí colgados, en esa oscuridad mal ventilada, aguantando como podíamos. ¿Se habrían marchado aquellos hombres? Realmente ya no era consciente de nada más que de la incomodidad y de la dificultad para respirar. Me iba a morir. Los dos moriríamos ahogados. Me invadió el pánico y alargué la mano buscando el tobillo de Nick.

Pero no pude encontrarlo. Y mis dedos tampoco encontraron la hendidura en donde se habían apoyado antes. Pero era igual, ya no me quedaban más fuerzas para seguir aguantando. Dolorosamente, me deslicé por la chimenea de ladrillos sucios. Caí a gran velocidad y aterricé de golpe en el hogar, entre una nube de polvo negro.

Me tuve que llevar los puños a los ojos, porque empezaron a escocerme mucho por el hollín. No podía abrirlos sin sentir dolor. Tras unos segundos, noté algo suave y húmedo en la cara, y al alargar la mano a tientas para investigar me encontré con la forma inconfundible de la cabeza de Lash y la humedad fría de su hocico. Gemía débilmente de alegría, aliviado de haberme encontrado.

—¡Lash! —murmuré con emoción—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

No podía creerlo, pero parecía que no había nadie más para darme la bienvenida, ningún malhechor que se lanzara alegremente sobre mí para retorcerme el pescuezo. Y tampoco había fuego. Los hombres debían de haberlo apagado antes de que llegara a extenderse.

Un segundo después, Nick también se dejó caer y me murmuró al oído, en la oscuridad.

—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

Tosí, haciendo el menor ruido posible.

—No te preocupes —repuse, frotándome los ojos—. No creo que me haya hecho daño.

—Creí que alguien había tirado de ti desde abajo —explicó Nick. Entonces, al notar un hocico húmedo en la palma de la mano, exclamó con tono de sorpresa—: ¿Lash?

—Estaba aquí esperándonos —dije—. Se ha debido de soltar. ¿Has hecho huir a esos hombres malos, eh, Lash? ¡Buen chico!

Nick se levantó. La casa estaba en silencio. El hollín y el polvo flotaban a nuestro alrededor. Todo volvía a estar completamente oscuro, las sombras alargadas y la luz amarillenta de las llamas ya eran historia.

—Se han ido.

Nos levantamos, y nos quedamos escuchando un buen rato, tan sólo para asegurarnos. Cuando los ojos se nos acostumbraron a la oscuridad, pudimos ver la puerta trasera abierta de par en par. La luz de la luna se filtraba a través del denso follaje de los árboles del jardín y por los cristales de las polvorientas ventanas.

—Sonaba como si se estuvieran matando los unos a los otros —murmuré, todavía parpadeando para sacarme el hollín de los ojos.

Nick se agachó para examinar algo que había visto a sus pies. Alargó la mano y la pasó por el suelo.

—Mira —exclamó.

Levantó la mano mojada. Me la enseñó, intentando esquivar lo mejor que pudo el hocico de Lash, que quería husmear. No había suficiente luz para ver qué era y sólo fue por el olor que pudimos identificar de qué se trataba.

—Sangre —dije con miedo.

Nick no dijo nada.

—¿Crees que se lo han cargado? —le pregunté—. Han matado a alguien, ¿verdad, Nick? ¿Crees que han matado a Damyata?

Nick se quedó en silencio. Al principio pensé que no me había oído.

—Te pregunto si crees…

—¿Has dicho Damyata? —me interrumpió en voz baja.

—Sí. ¿Crees que lo deben haber…?

Se inclinó hacia mí y me agarró de los hombros.

—¿Qué quieres decir con Damyata? ¿De donde has sacado esa palabra? —Seguía hablando con mucha calma, pero había un tono de urgencia en su voz y algo que era casi rabia, como si yo hubiese dicho algo que lo había herido. Noté su aliento en la cara. Su reacción me confundió. Obviamente, nunca le había mencionado antes ese nombre a Nick, pero no podía entender por qué lo alteraba tanto.

—El hombre de Calcuta —dije.

—¿Qué te ha impulsado a decir Damyata? —insistía, casi sin contenerse. Podía notar el temblor de sus manos aferradas a mis hombros. Algo que había dicho lo había dejado muy impresionado y no sabía por qué.

—Porque es su nombre, eso creo —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—No… no lo sé, en realidad, es sólo una deducción. Oí… oí a alguien decir esa palabra.

—Por ahora, me temo que será imposible localizar a Damyata —dijo Nick, tras soltar un largo suspiro.

Entonces fue a mí a quien se le heló el corazón. ¿Dónde había oído eso antes?

—No puedo decir nada más, me siento débil —dijo Nick—. Ruego a Dios que esta carta llegue a sus manos.

En un primer momento pensé que se debía haber dado un golpe en la cabeza al bajar por la chimenea. Era como si otra persona estuviera hablando con la voz de Nick. Me seguía agarrando de los hombros, pero había aflojado la presión de los dedos y parecía haber entrado en una especie de trance. Siguió hablando y se me puso la piel de gallina. Eso no me gustaba. Estreché el cuello de Lash bien fuerte contra mí.

—Nick —le supliqué.

—Y que no piense tan mal de mí como para no apiadarse de estas criaturas perfectas y preciosas que la acompañan —continuo Nick, sin querer que lo interrumpiera. Parecía que dijera tonterías del todo absurdas, pero al mismo tiempo notaba algo familiar en esas palabras—. Estimado señor, adiós, y con la poca vida que me queda en el cuerpo, le doy las gracias. Suya atentamente, Imogen, que no le merece.

—¡Nick! —grité presa del pánico—. ¡Basta! ¿Qué estás diciendo? —Sentía realmente mucho miedo, y la mención de mi propio nombre hizo que un escalofrío me recorriera de pies a cabeza. Todo era culpa de esa casa. Estaba poseída por la magia del hombre de Calcuta.

—¡Nick! —volví a decir.

Antes de que levantara la cabeza para mirarme, hubo un silencio que me pareció interminable.

—No sabes qué es esto, ¿verdad? —preguntó.

—Lo… lo he oído antes —tartamudeé. Estaba temblando. Quería que me explicara qué estaba pasando allí.

—Es la carta de mi madre —dijo—. La única cosa que tengo de ella. La carta de mi madre, Mog. La he guardado toda mi vida, y me la sé de memoria, pero hasta ahora no había oído a nadie pronunciar la palabra Damyata.

—¿Qué quiere decir? —le pregunté.

—No lo supe nunca —dijo—. Y todavía no lo sé. ¿Por qué has llamado Damyata al hombre de Calcuta?

La cabeza me daba vueltas. No lo sabía. Había visto el nombre, o lo había oído…

—Damyata se lo tendrá bien merecido —dije rastreando en mi memoria—. Coben lo dijo en la taberna la otra noche. Y lo he leído. He leído las palabras que tú has dicho.

Muchas de las cosas que habían pasado los últimos días me habían parecido irreales, pero ninguna tanto como aquélla. De alguna manera, ése fue el momento más extraño, inexplicable y terrible de todos.

Entonces Lash se puso en guardia y, efectivamente, unos segundos después se volvió a oír un murmullo de voces en el jardín. Nick se puso en pie.

—¡Mog! —dijo en un susurro lleno de tensión—. ¡Es mi padre!

Me acerqué a él, junto a la ventana, agarrando bien fuerte a Lash para que no gruñera y nos delatara. Había figuras oscuras entrando al jardín y fuera en el callejón. Las ramas del sauce se balanceaban mientras dos hombres se peleaban bajo el árbol.

Otra pelea, o quizá la misma, que aún duraba. Nos quedamos paralizados, mientras los hombres rodaban bajo un retazo de luz de la luna que se colaba entre dos casas vecinas. Sobre la hierba, el contramaestre estaba arrodillado sobre su contrincante y le propinaba potentes puñetazos. No se oyeron más sonidos desde la casa o el jardín y, tras unos segundos, el contramaestre se levantó, una silueta, una gran mole decidida y aterradora.

—Tenemos que largarnos de aquí —susurré, apartando a Nick de la ventana—. Intentémoslo por la puerta de delante, vamos.

Estábamos tan ansiosos por salir que, a oscuras, casi nos caemos al tropezar con un montón de ladrillos desprendidos y vigas caídas, carbonizadas. La puerta principal era muy pesada y difícil de abrir, porque había una montaña de escombros apoyada contra ella. Tras sacar parte de las ruinas apiladas de en medio, conseguimos abrirla lo suficiente para poder pasar por la rendija, yo primero, después Nick.

—¡Vamos! —recuerdo que dije antes de tropezar al bajar los escalones e ir a parar, dando tumbos, sobre los sucios adoquines de la calle, con las patas peludas y sucias de Lash enroscándose entre mis piernas, para luego quedarnos tendidos sobre el suelo.

Allí fuera, en la calle, todo parecía extrañamente tranquilo, completamente plácido, ajeno a la violencia que se vivía en la parte trasera de la misteriosa casa. Notaba el pulso palpitándome en la sien, y busqué a tientas la mano de Nick para arrastrarlo conmigo calle arriba, hacia la seguridad.

Pero mi mano cortó el aire sin encontrar nada donde asirse.

—¡Nick! —musité.

En la calle sólo estábamos Lash y yo.

Me levanté. Arriba, en lo alto de los escalones, la puerta de entrada de la casa se cerró lentamente. Del otro lado de la puerta venía un silencio terrible, un silencio de muerte y malos presagios, que parecía contagiar todo el aire nocturno. Nick no había salido conmigo. Contemplé la gran puerta y supe que debía volver a entrar. Noté que las piernas me empezaban a fallar y me agarré a la verja de la entrada de la casa.

Era evidente lo que había pasado. Habían atrapado a Nick. Un par de manos de marinero, familiares, curtidas, le habían rodeado el cuerpo como unas abrazaderas de hierro cuando intentaba seguirme a través de la rendija en la puerta. Había estado tan cerca de escapar. Volví a subir los escalones e intenté abrir la puerta, pero no hubo manera, los escombros habían sido devueltos a su lugar para evitar que alguien entrara. Con desesperación, corrí con Lash a mi lado hasta dar la vuelta a la casa y llegar a la entrada trasera. Ya no me importaba con quién me pudiera encontrar allí; tanto me daba correr el peligro de enfrentarme al contramaestre. Mi única preocupación era hallar a Nick. Al llegar al final del callejón, tuve tiempo de ver como la verja del exuberante jardín se cerraba de golpe, y más allá al contramaestre metiendo a Nick dentro de un carro de alquiler que lo estaba esperando y que arrancó con una triste sacudida.

La casa y el jardín estaban desiertos. La puerta trasera estaba entreabierta. Bajo el árbol yacía un hombre, inmóvil.

Me pareció como si toda mi vida se me escapara por las plantas de los pies y se filtrara bajo tierra. El contramaestre había vuelto a atrapar a Nick, ¡después de todo lo que habíamos pasado! No tenía ningún sentido perseguir el carruaje: casi ya lo había perdido de vista, y me sentía tan débil que mi cuerpo se negaba a moverse con rapidez, o a moverse en absoluto. Me desplomé contra la pared, tirando de Lash para que viniera a mi lado. Era el final. Ya no había ninguna esperanza. Nick me había prestado toda su ayuda en mi persecución loca e infructuosa, ¿y cómo se lo pagaba? Recordé lo que me había costado convencerlo, una vez tras otra, de que valía la pena correr el riesgo por una aventura como aquella. Y al final habíamos caído en esa espiral de violencia, de muerte, todo en contra de la voluntad de Nick. Había tenido la razón en todo momento, y yo me había comportado de manera infantil, estúpida y temeraria. Los criminales habían conseguido escapar, y él había sido capturado por su padre, y quién sabía lo que su padre podría hacerle.

La conversación que habíamos mantenido antes de que me escapara de la casa todavía me resonaba en la cabeza. Nick me había asustado, pero en cierta manera me sentía de repente más unido a él que nunca. Algo había cambiado, y las misteriosas frases que había pronunciado sobre Damyata e Imogen me perseguían, como si fueran mucho más importantes que cualquier otra cosa que habíamos descubierto juntos. Además, a Nick también parecía importarle mucho. Y por lo que sabía, yo lo acababa de perder.

Me puse a llorar, y grandes manchones húmedos de hollín, como pintura, me cubrieron las manos. Hundí la cara en el cuello de Lash, mis sollozos rompieron el tremendo silencio, y eso fue un respiro. En algún lugar cercano se oyó abrirse una ventana. Obediente y contento, Lash lamía las lágrimas saladas que corrían por mi rostro negruzco, pero a pesar de eso, por lo que podía recordar, nunca en toda mi vida me había sentido tan desamparada.

Estaba a punto de probar si mis piernas me eran capaces de sostenerme en pie, cuando alguien me agarró por la espalda. Instintivamente, intenté defenderme, pero un brazo me tapó la cara y me encontré inmovilizada por una llave de lucha libre.

—Calla. No grites —me susurró al oído una voz calmada mientras me guiaba caminando hacia atrás, en dirección al jardín—. No hagas ruido.

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