Cuando me desperté el sol me daba en la cara. En un primer momento no supe dónde estaba, pero en seguida me vino a la cabeza. También me di cuenta de que era domingo y no tenía que ir a trabajar. Eso era una gran suerte, porque lo primero que oí fue el tañido de las campanas de la parroquia llamando a la gente a misa, y si hubiese sido un día laborable, eso habría significado que había dormido tres horas. Nick y yo habíamos dormido en casa de Spintwice y cuando levanté la cabeza, vi que estaba yo solo en la gran cama de invitados, con una sabana arrugada a mi lado que me indicaba dónde había dormido Nick. Recordé que antes de quedarnos completamente dormidos habíamos intercambiado unas pocas frases murmuradas, pero no podía decirse que hubiéramos tenido una conversación. Me había quedado roque casi al instante, el furioso remolino que giraba en mi cabeza con los hechos más recientes se había detenido misteriosamente, al menos por un rato, gracias al buen humor del enano. Por primera vez en una semana no soñé, o si lo hice, no lo recordaba. En ese momento, el sol proyectaba recuadros de luz sobre la pared. Me incorporé apoyándome en un codo, y miré a Lash, enrollado a los pies de la cama, con la cola bajo el mentón, en una posición parecida a la de la filigrana. Se movió algo nervioso, soltó un gemido de buenos días, y bostezó abriendo mucho la boca.
Oía voces en la habitación de al lado. Estiré los brazos lujuriosamente bajo las sábanas, clavé los ojos en el techo, donde una mosca inmensa se revolvía inquieta, atrapada en una telaraña, y zumbaba como un mecanismo de relojería. Perezosamente, mi cabeza se fue volviendo a llenar de preguntas y detalles.
—Nick —dije un rato más tarde, cuando Spintwice nos servía bacón y pan para el desayuno—, hoy saldré a explorar. ¿Vienes conmigo?
—¿A explorar adonde?
Me puse a masticar contemplativamente.
—No estoy muy seguro —repuse—. Quizá vuelva a Las Tres Amigas.
—Tienes que ir con mucho cuidado, si vas en pleno día —dijo Nick.
—No haré ninguna tontería —repliqué impaciente—. ¿Vendrás?
Spintwice miraba a uno y a otro durante la conversación.
—Esperaba que Nick se quedara a ayudarme esta mañana —dijo—. El otro día me llegaron unos libros y no he tenido tiempo de echarles una ojeada ni de clasificarlos. Pensé que te gustaría echarme una mano.
Para Nick eso era una propuesta irresistible, por supuesto, y yo lo entendí. Prometí que volvería por la tarde para explicarles qué había descubierto. Lash y yo nos quedamos solos al salir de la tienda y, a paso rápido, nos sumergimos en la vida de las calles. Corriendo como un relámpago a través de las callejuelas estrechas de Clerkenwell, nos dirigimos al centro de la ciudad.
Poco después pasamos ante una fila de altas mansiones de ladrillo, bien cuidadas, con verjas alrededor, los aposentos de los criados en el sótano y unos pocos peldaños que llevaban a la magnífica puerta principal, ante la que colgaba una cesta con flores. Ése era el tipo de casas donde vivían los médicos y los comerciantes prósperos. Un par de pordioseros miserables, viejos, con los sombreros rotos que se abrían en lo alto como si fueran cajas con las tapas abiertas, vagaban por la zona molestando a los criados. Esperando delante de una de las casas, había un carruaje negro, tirado por un paciente caballo, de porte aristocrático.
Me paré y me aferré a una verja con los barrotes acabados en punta. Había visto antes ese caballo y ese carruaje.
Para asegurarme, crucé la calle para echar un vistazo al caballo desde el otro lado, y así era: en el lomo derecho, tenía una larga cicatriz, inconfundible.
En ese mismo momento, un caballero vestido de negro y gris, con unos zapatos relucientes, salió ligero de la puerta de la casa más cercana y bajó los peldaños hasta el carruaje. No tenía tiempo de esconderme, sólo podía intentar pasar lo más inadvertido posible en el otro lado de la calle, simulando recoger hojas de un árbol muy cargado, con la esperanza de que nadie reparara en mí. Lo observé con mucho cuidado. Tenía un rostro arrogante, con la nariz en alto y las mejillas hundidas, como si siempre notara un olor desagradable bajo la nariz. Se oyó el murmullo de una conversación, cuando saludó a alguien que ya estaba dentro del carruaje, seguramente, el hombre a quien llamaban Su Señoría. Alguien dio una orden al cochero y, al mismo tiempo que levantaba las riendas, volvió la cabeza hacia la ventana de la cabina y repitió la dirección de forma clara e inteligible.
—A casa de Fellman, en la City Road, señor. ¡Arre!
El carruaje se puso en movimiento. No podía creer la suerte que había tenido. ¡Fellman era el nombre del fabricante de papel del que Cramplock me había hablado!
El único problema era no perderles la pista. El carruaje negro y brillante avanzaba rápida y ligeramente, con las ruedas rojas rodando casi silenciosamente mientras recorría las calles. Yo corría desde la acera, persiguiendo el carruaje a una distancia prudencial, por si acaso me veían desde la ventana trasera, pero rápidamente lo perdí de vista, y no tardé en darme cuenta de que no tenía ninguna oportunidad de atraparlo. La calle estaba despejada y el coche podría llegar a su destino en pocos minutos. Dejé de correr.
Mientras caminaba, el aire era cada vez más y más fresco, las casas a mi alrededor cada vez más nuevas, y al poco rato, entre los edificios, se empezaron incluso a vislumbrar en la distancia campos y colinas verdes. Cuando llegué a la City Road, me puse a mirar arriba y abajo buscando alguna señal del caballero elegantemente vestido, pero en ese barrio los hombres vestidos con elegancia no eran una excepción, y sabía que él no habría llamado la atención de nadie. Le pregunté a un hombre si sabía dónde se hallaba la casa de Fellman, y servicialmente me envió calle arriba en dirección al Ángel. No había ningún cartel, me dijo el hombre, pero todo el mundo conocía el molino de papel de Fellman.
A pesar de lo soleado de aquel domingo, parecía que en aquella zona los edificios no admitieran demasiada luz. Dos altas hileras de casas hechas de ladrillos oscuros formaban las dos paredes de una estrecha garganta intimidante y en la que casi no había rastro de actividad humana. Al meterme en esa calle, Lash se quedó atrás, rezagado, olisqueando la esquina, como si no le apeteciera cambiar la luz del sol por aquella penumbra estremecedora. Le dije que no fuera tonto, pero yo mismo noté como se me ponían los pelos de punta, cuando un poco más arriba, reconocí el inconfundible carruaje de Su Señoría, esperando, negro e imponente, en silencio.
Guié a Lash calle arriba, con mucha cautela, y antes de llegar a la altura del carruaje, capté un extraño olor. A nuestra derecha, había un gran arco de ladrillo, con una sucia placa rectangular en la que sólo se podían distinguir tres palabras: Pasaje, Escalones, Altos. Me aventuré a través del arco y me encontré en un patio pequeño, lleno de malas hierbas, en el que aquel olor desagradable todavía era más intenso. Ése era el molino de la fábrica de papel, aunque ese día no se vieran muchos indicios de actividad industrial. El taller, que ocupaba todo un lado del patio, tenía las ventanas tapiadas con tablones clavados, y dentro no había ninguna señal de movimiento ni luz. Lash trotó hasta una esquina de aquel patio de adoquines, donde se encontraba una cuba llena de algo pestilente y podrido que le llamó la atención. En la otra esquina había un par de grandes bidones de metal, y al levantar una de las tapas, vi que contenían un amasijo pegajoso de lino húmedo, tibio y pestilente, que me hizo apartar la nariz y dejar caer la tapa de golpe con un sonoro clang.
Sorprendentemente, cuando probé de abrir la puerta del taller, ésta cedió con un chirrido suave.
—¡Lash! —lo llamé secamente.
Volvió trotando y, dejando la puerta entreabierta, lo até por la correa a una valla de la parte trasera del patio y le ordené muy serio que estuviera en silencio hasta mi vuelta. Él se lamió el hocico y se sentó a esperar.
Al entrar dentro de puntillas, reconocí el familiar olor a papel húmedo. Me encontraba en lo que parecía ser un almacén, con pilas de cajas, estanterías llenas de papel, sacos viejos y un gran bidón de metal exactamente igual a los de fuera. Pasé la mano por el papel apilado. Era áspero y amarillento, y a juzgar por la espesa nube de polvo que se levantó al soplar, llevaba años allí. Por lo que parecía, últimamente Fellman tenía algunos problemas para vender papel. «Ahora todo se hace a máquina», no se cansaba de repetirme Cramplock siempre que abría una nueva resma de papel. Levanté una hoja y la miré a contraluz. No me sorprendió encontrar la filigrana con el perro dormido.
A mi derecha, a través de una puerta abierta, pude ver el taller, lleno de cubas, bancos y marcos de secado, y a mi izquierda había otra puerta más pequeña, detrás de cual, al escuchar más atentamente, pude oír las voces apagadas de unos hombres. No capté ni una palabra de lo que decían, pero parecía haber más de dos personas hablando. Al acercarme con sigilo hacia la puerta, me llamaron la atención unas palabras inconfundibles, impresas en un pedazo de papel sucio que estaba a mis pies.
¡Eso lo había impreso yo el otro día! Lo recogí del suelo. Era sin ninguna duda uno de mis carteles. ¿Cómo habría llegado hasta ahí?
De hecho, sólo era la mitad de un cartel. Alguien lo había partido en dos, con un corte limpio, y lo había doblado. Cuando le di la vuelta, descubrí que había algo escrito en el reverso. Y también lo reconocí.
Cada vez están más cerca. He mentido pero saben
demasiado y vigilan la tienda.
Yo tan solo os aviso.
WCH
Me costó leer la apiñada caligrafía. No había ninguna duda. Eso lo había escrito el señor Cramplock.
Pero justo cuando acabé de leerlo, las voces y los ruidos que venían de detrás de la puerta me pusieron en alerta. ¡Alguien se acercaba! Me metí el pedazo de papel en el bolsillo y busqué algún sitio donde esconderme. El único escondrijo que parecía ser lo suficientemente grande para mí era el bidón de metal. Salté dentro y descubrí que en el fondo había un amasijo de hojas viejas y rotas que apestaba. Me hundí en esa pasta de hojas y cerré la tapa justo a tiempo.
Por una abertura entre el bidón y la tapa, pude ver a unos hombres que cruzaban la puerta. Eran tres: el caballero de la nariz en alto, cuyo carruaje había seguido; en segundo lugar, un hombre gordo al que nunca había visto, vestido con ropa vieja y horrible, y después, con un hormigueo de emoción que me atravesó el cuerpo, reconocí al hombre que Nick y yo habíamos visto en La Cabeza de la Muñeca, ¡el tipo al que le habíamos robado el periódico!
Parecía como si dos de ellos se prepararan para irse, pero se entretuvieron, charlando a menos de un metro del bidón donde yo estaba escondido. Intenté aguantar a respiración.
—La carta lo explica todo —decía el hombre arrogante, con una voz tan pomposa y arrastrada que casi no se podía entender.
Se oyó una tos gutural, casi una carcajada.
—No lo dudo —fue la respuesta—, pero usted sabe muy bien que no puedo leerla. Yo sólo fabrico el papel, y dejo que la gente ponga encima lo que le dé la gana, y saquen de eso el beneficio que quieran.
—No puedo evitar pensar en que pueda ser una trampa —dijo el tercer hombre—. Me han informado de que ese diablillo ha sido visto donde no debería estar.
Se me pusieron los pelos de punta.
—¿Se refiere al chaval del contramaestre? —preguntó el fabricante de papel con su voz áspera—. Está en todas partes, eso dicen. Pero nosotros seremos muchos. —Vi, horrorizado, como se acercaba a mí y se apoyaba en la tapa del cubo. Su voz resonaba a pocos centímetros de mi cabeza—. Los niños y los contramaestres —se burló— son fáciles de eliminar.
Tragué saliva.
—No se preocupe por el contramaestre —intervino mordaz el hombre del traje elegante—. No es a los de su calaña a los que tiene que temer más.
—De todas maneras —dijo el tercer hombre—, pasemos el mensaje, y nos vemos a las nueve en El Carnero Viejo.
¡El Carnero Viejo! Era una taberna que estaba a medio camino entre la imprenta de Cramplock y la prisión, y era aún más famosa que el resto de tabernas de la zona por la deshonestidad de los clientes que la frecuentaban.
Se volvió a oír la voz del hombre elegante.
—Les deseo suerte, caballeros. Su Señoría y yo esperamos ser informados cuanto antes de todos los acontecimientos. Buenos días. —Y se fue, seguramente para volver al carruaje que lo esperaba en silencio, con Su misteriosa Señoría sentado pacientemente dentro de la cabina.
—¿Irá usted ahora a ver a Flethick? —gruñó Fellman al otro hombre.
—Puede que sí —fue la respuesta—, está justo en mi ruta.
En ese momento se oyeron unos golpes rítmicos en uno de los lados del cubo, y se me clavaron en la cabeza como una campana. Cuando el hombre que estaba al lado del cubo volvió a hablar, sus palabras sonaron poco claras. Supuse que, tras vaciar su pipa, se la había llevado a la boca para encenderla.
—Asegúrese… de que… no le siguen —dijo entre dientes.
—¿Me toma por idiota, señor Fellman?
—Siempre tomo a las personas por idiotas hasta que no me demuestran lo contrario, señor Follyfeather. —Esa respuesta provocó un silencio tenso—. Ahora —continuó Fellman—, si me permite, tengo asuntos que resolver.
A través de la rendija de la tapa, pude ver como el otro hombre se iba. Fellman se quedó vigilándolo, mirando por la ventana durante dos o tres minutos, hasta que se aseguró de que se había ido. Luego volvió a entrar en la habitación de al lado.
¡Vaya! Así que el hombre que nos habíamos encontrado en La Cabeza de la Muñeca era el señor Follyfeather, el que trabajaba en la Aduana. Recordé el nombre al instante, estaba en el documento de aduanas que encontré en la guarida de Coben y Jiggs. Nick y yo no habíamos sido tan discretos como habíamos pensado. Me maldije al darme cuenta de que seguramente habían espiado cada uno de nuestros movimientos, aunque sí que habían caído en el error de considerarnos la misma persona. Esa gente no era de la misma calaña que Coben y Jiggs, ni de la del contramaestre. Fellman tenía un punto de grosero y vulgar, pero los otros dos eran personas ricas, educadas, importantes, aunque no por ello menos criminales que el resto, según parecía, y en cierta manera resultaban más amenazantes.
Cautelosamente, levanté la tapa del cubo y asomé la cabeza. ¿Podía escapar sin problemas?
No, no podía. Casi al instante, Fellman volvió a cruzar la puerta y yo me volví a meter dentro del cubo. El fabricante de papel era grueso, con la piel pastosa y dura como el cuero, casi calvo, a excepción de unos mechones de pelo encima de ambas orejas y con manchas de sudor que le oscurecían la ropa. Tras la conversación con sus elegantes visitantes, se había puesto un gran delantal grasiento. Regresaba con un balde en la mano. Se acercó al cubo de metal, y yo traté de cubrirme la cabeza con pedazos de papel usado y taparme lo mejor posible. Tenía la terrible sensación de saber lo que el hombre iba a hacer a continuación. Cerré los ojos y aguanté la respiración, y al oírle abrir la tapa del cubo, sólo pensé en que ojalá estuviera bien escondido.
Antes de darme cuenta, una ducha de agua fría y viscosa cayó dentro del cubo, como pasta de harina, y empezó a empaparme la ropa y a entrarme en la boca y los ojos. Abrí la boca buscando aire. Fellman no me había visto, pero había vuelto a la habitación de al lado a por más agua, y casi inmediatamente regresó con otro balde rebosante. Lo único que pude hacer fue quedarme quieto y esperar la siguiente horrible ducha viscosa. Lo podía oír silbando y cuando llegó con el tercer balde, empecé a pensar que corría peligro de morir ahogado.
Nick y el señor Spintwice, mientras tanto, habían estado ordenando los libros viejos que el enano había comprado por seis peniques en un puesto callejero. Sentado con las piernas cruzadas sobre la alfombra raída, Nick había abierto el paquete envuelto en papel de periódico, había sacado el polvo a los libros uno a uno y los había clasificado en dos montones, el de los que eran para tirar y el de los que no.
Él y Spintwice se acababan de tomar un descanso para comer y, cuando llegué, se estaban zampando un queso rechoncho.
—No os riáis —les pedí. Pero estaba perdiendo el tiempo.
Me miraron y les dio la risa tonta. La masa pegajosa que me cubría había empezado a secarse y a endurecerse bajo el sol durante el camino de vuelta, y yo debía de parecer una estatua viviente. Para poder salir del bidón, había tenido que esperar a que Fellman lo llenara casi hasta los bordes de ese líquido pegajoso; le metiera unos harapos; lo arrastrara afuera, hasta el patio, y lo dejara junto a los otros dos. Entonces pude salir, desatar a Lash y escapar. Pero al llegar a casa del señor Spintwice, ya no podía doblar las piernas y casi no podía mover la boca para hablar. Lash empezó a ladrar, como si quisiera unirse a las risas de los otros dos.
—Te has vuelto de cartón —se burló Nick—. ¿Te has encontrado con una bruja?
—No me digas que un hombre te ha tomado por una pared y te ha enyesado —se sumó Spintwice.
—Ha sido muy divertido —repliqué—. Casi muero ahogado.
Allí de pie, mientras me solidificaba, les hablé del molino de papel de Fellman y de la visita de los caballeros, de cómo me había tenido que esconder y de lo que había oído. La verdad era que me sentía bastante nervioso, pero era difícil tomarme en serio en aquel estado.
—¿Quieres decir que has atravesado la ciudad con esta pinta? —se tronchaba de risa Nick.
—No he tenido más remedio —refunfuñé.
—No te sientes en ninguna parte —dijo Spintwice—. Llenaré la bañera.
Se fue a la habitación trasera y oí como encendía el fuego. Volvió al salón unos segundos más tarde arrastrando una gran bañera de estaño.
Empecé a sentir muchos nervios.
—No es necesario que se moleste, señor Spintwice —dije.
—Tonterías —resolló—. ¿Qué vas a hacer? ¿Quedarte ahí de pie como una estatua todo el día? El agua caliente disolverá este emplaste pegajoso en un instante, sobre todo si yo te ayudo raspando, cuando te hayas metido dentro. Estarás limpio en un momento, ya lo verás, Mog.
Nick me enseñó algunos de los libros que habían estado ordenando. Intenté hacer ver que me interesaba, pero la cabeza me iba acelerada, y no pude quitar los ojos de Spintwice en los diez minutos siguientes, mientras entraba y salía, llenando la bañera con jarras y ollas llenas de agua caliente.
—Ya debe de estar a punto, Mog —dijo vertiendo la última jarra de agua en la bañera.
—De verdad que no… —empecé a decir; pero no supe cómo continuar. Me quedé allí de pie, sintiendo una gran incomodidad. Nick y Spintwice me contemplaban expectantes, sentados en las butacas; era evidente que no tenían ni la más mínima intención de moverse de allí.
Yo miraba a uno y a otro, impotente. No conocía ninguna excusa lógica que me pudiera salvar de aquel mal trago. Les había confiado muchos secretos hasta el momento, me dije. Eran mis amigos. Se merecían saberlo.
Me senté, respiré profundamente, y les expliqué el secreto más grande de todos.
Al principio, Nick no se lo podía creer.
—No, no lo eres —dijo desdeñoso, como si fuera completamente obvio que no era verdad.
—Lo soy, Nick —insistí—. Soy una niña. Puedo parecer un niño, vestir como un niño y hablar como un niño, pero no lo soy. Ahora ya lo sabéis, ¿entendido? Y os pediría que no fuerais explicándolo por ahí. Me conviene que la gente crea que soy un niño. De hecho —dije tras una pausa—, no sé qué sería de mí si no lo creyeran.
A menudo pensaba en ello. Para empezar, no estaría trabajando para Cramplock, porque las niñas no podían ser aprendices de impresor, y lo cierto era que no podían ser aprendices de nada. Era sólo porque me parecía tanto a un niño, y porque en el orfanato había descubierto que eso jugaba a mi favor, que había podido escaparme de allí y labrarme una vida. Durante años había estado haciendo todo lo que se suponía que no debían hacer las niñas, como correr, silbar, decir tacos. Había empezado a hacerlo porque me ayudaba a guardar las apariencias, pero con el tiempo lo había seguido haciendo porque formaba parte de mí, me salía de forma natural.
Después de tanto tiempo seguramente ya no podría comportarme nunca como una chica.
El asombro inicial de Spintwice ya se había suavizado, y me miraba con una actitud cercana a la admiración, pero Nick seguía mirándome con escepticismo.
—¿Y Mog es un nombre de chica? —preguntó.
—Bueno, es… —empecé a decir; y entonces callé. No tenía suficiente valor para explicárselo todo, todavía no.
Me bautizaron con el nombre de Imogen, por mi madre, pero no recuerdo que nunca me hubieran llegado a llamar de esa manera. Incluso en mis tiempos en el orfanato me llamaban Mog. Supongo que debió empezar como un diminutivo cariñoso; pero por lo que recordaba, las dos partes que le faltaban a mi nombre debían de haberse caído solas y al final acabaron olvidadas.
—Puede ser tanto de chico como de chica, ¿no? —dije al final—. Pero tampoco es ni una cosa ni la otra.
Vi cómo pensaba mis palabras. Pero seguía sin entenderlo.
—Pero tú no eres… como una chica —fue todo lo que supo decir.
—Y ¿cómo son las chicas, entonces? —le pregunté, con una sonrisa en los labios.
—Bueno… son… No son como tú —murmuró al final, derrotado.
—¿Y quieres que sigamos siendo amigos? —le pregunté.
—Supongo que sí.
—Tiene que ser un secreto —le recordé—. Sois las únicas personas a quien se lo he dicho. Por favor, prometedme que me guardaréis el secreto.
Spintwice farfulló un sí con ganas, y empezó a disculparse, pero Nick seguía en silencio.
—¿Nick? —soltó Spintwice, con tono de reproche.
—¿Y si se me olvida? —dijo Nick, algo arisco.
—Pues intenta recordarlo —le repliqué.
Me miró. En las comisuras de los labios se le empezaba a dibujar una sonrisa, a pesar de sí mismo.
—Es un golpe muy fuerte —concluyó al final—. Pero claro que te lo prometo, Mog.
Sentí una inesperada euforia, como si hubiese conseguido una gran victoria, de un modo que no sabía cómo explicar. Los dedos se me movían llenos de una energía frenética, acariciando las orejas de Lash, que se hallaba sentado a mis pies y acabó gruñendo de placer. Lash ya lo sabía sin que yo se lo hubiese explicado, pero nunca había confiado mi secreto a un ser humano. Me había acostumbrado tanto a comportarme como un chico que supongo que había acabado por creérmelo la mayor parte del tiempo. La verdad que ocultaba durante años sólo importaba cuando estaba sola. Finalmente, había encontrado a dos personas en las que confiaba lo suficiente para explicarles la verdad, y sólo entonces me di cuenta del gran esfuerzo que me había costado guardar ese secreto. Era como si me hubieran quitado un gran peso de encima.
Quizá, en compañía de Nick y del señor Spintwice, podría llegar a sentirme lo suficientemente cómoda como para comportarme como una chica. Mientras aceptaban la idea, vi la manera en qué me miraban y cómo habían cambiado su actitud hacia mí. No puede dejar de sonreír. Me sentí tan mareada como cuando olí los polvos del camello.
La ropa que el enano me había preparado me sentaba fatal y, tras haberme bañado y vestido, mientras Nick y Spintwice esperaban en el salón del fondo, parecía salida de un circo ambulante. Pero tendría que conformarme con eso por el momento, y me uní a ellos para tomar té y queso; como mínimo me sentía mucho mejor tras haberme limpiado toda aquella pasta.
De repente se empezaron a comportar de manera increíblemente amable conmigo. Las risas y las bromas de antes habían desaparecido.
—¿Y cómo os ha ido a vosotros? —pregunté entre bocado y bocado, mirando el montón de libros.
—Algunos han resultado ser buenos —respondió Nick.
Masticando, me ajusté los horribles pantalones que me había dejado el señor Spintwice y me arrodillé delante de los libros para poder leer los lomos.
—Crímenes del último siglo —empecé a leer—, un catálogo de delitos, con los asesinatos, los envenenamientos, los hurtos y las fechorías más infames.
—He pensado que éste nos lo podíamos quedar —dijo Nick, casi avergonzado.
Agarré otro.
—El libro de los demonios. Historias verdaderas de maldades y brujería. —Hojeando las delgadas páginas, encontré gran cantidad de grabados de hombres descuartizados por criaturas sonrientes, con pezuñas y horcas—. Algunos de estos libros son muy antiguos —comenté.
—Ya lo sé. La mayoría se rompen con sólo abrirlos. Incluso hay un par en latín —me explicó Nick.
Pero mis ojos se habían fijado en otra cosa, y era mucho más interesante que los libros.
—Un momento —dije—. Nick, ¿has visto esto? —Agarré una de las hojas del periódico que envolvía el paquete de libros—. Escucha.
Ha sido denunciado el robo del SOL DE CALCUTA, una lámpara de oro valorada en miles de libras, que ha desaparecido del navío mercante que lleva el mismo nombre. Se rumoreaba que el barco, atracado en el puerto recientemente, estaba cargado de objetos de gran valor, y alguien ha sabido aprovecharse de ello, tal como nos confirmaba hoy el capitán George Shakeshere. Las autoridades de la Aduana que vigilan el barco por la noche han expresado su incredulidad ante la pérdida del objeto, la ausencia del cual se descubrió al alba tras un registro rutinario del barco. En nombre de la Compañía de las Indias Orientales, el señor Follyfeather nos expresó su rabia y su asombro. Algunos testigos oculares han sido entrevistados y se busca urgentemente a un caballero extranjero vestido con una capa oscura, que fue visto en el vecindario la noche anterior.
—No puedo creerlo —exclamé.
—¿Qué es eso? —preguntó Spintwice, y me quitó de las manos el pedazo de papel arrugado. Nick y yo nos quedamos mirándonos el uno al otro, mientras Spintwice lo leía—. Supongo que ésta es la lámpara que viste cuando entraste a fisgonear en el barco aquella noche, ¿verdad, Mog? —Yo asentí—. Y aquí volvemos a tener a tu hombre de Calcuta —añadió al seguir leyendo—. Ya estoy harto de oír cosas de él.
—Vaya cara más dura tiene Follyfeather —exclamó Nick—, hablando de lo perplejo que está, cuando realmente él también va tras la lámpara.
Me quedé pensando profundamente.
—Supongo que era de esto de lo que hablaban esta mañana —repuse—. Planearon encontrarse en El Carnero Viejo. ¿Sabéis dónde está? Cerca de la prisión. Al doblar la esquina de la casa donde se esconde el hombre de Calcuta. Seguro que sus planes son entrar en la casa para buscar la lámpara.
—Yo creo —opinó Spintwice— que dejar una lámpara de oro a bordo era una manera de buscarse problemas. Quiero decir, a ti, Mog, no te costó demasiado subir al barco, ¿verdad?
—No —contesté—, pero casi no vuelvo a tierra con vida.
—A pesar de eso —prosiguió el enano—, a mí me suena como si fuera demasiado fácil robarla. Algo así como si alguien quisiera que la robaran.
—¿Quieres decir que quizá dejaron la lámpara allí como una trampa? —preguntó Nick buscando la lógica a las palabras del enano.
—Tal vez. Podría ser que la misma gente que se suponía que la vigilaba sea la que la ha robado.
—Eso tiene sentido —dije—. Y eso apunta a Follyfeather.
—A mí se me ocurre otra persona que podría subir a bordo a cualquier hora del día o de la noche —dijo Nick de repente. Me quedé mirándolo—. Mi papá. Nadie se atrevería a desafiarlo.
—Debemos ir a El Carnero Viejo esta noche —dije—. Todos estarán allí. Vendrás conmigo, ¿verdad, Nick?
—¡Oh, por Dios! —exclamó Spintwice.
—¡Oh, Mog! —exclamó Nick.