10. EL HOMBRE DE CALCUTA SE MUEVE RÁPIDO

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Estaba más preocupado que nunca por Nick. Si el contramaestre estaba en peligro, entonces también lo estaba Nick, y el hombre de Calcuta ya había matado a alguien.

Había quedado con Nick en la fuente después del trabajo, pero cuando ya era muy tarde, Cramplock insistió en que limpiásemos a fondo todo un cajón de tipos, y después de andar liado con el alcohol, los trapos y el papel usado, finalmente salí del taller una hora después de lo que pretendía. Los puños de la camisa me olían a alcohol, y no podía deshacerme de una sensación aceitosa en las manos por mucho que me las frotara, o por mucho que Lash me las lamiera. Tuve que decirle que dejara de hacerlo porque seguro que acabaría sentándole mal.

Cuando llegamos, un reloj daba las ocho en punto. Todavía hacía calor, pero las sombras ya se alargaban y el número de gente en la calle era cada vez menor. Me quedé en la esquina, vigilando, intentando estar en un sitio donde pudiera ver a Nick cuando llegara, pero al mismo tiempo donde estuviera fuera de la vista, hasta asegurarme de que nadie lo seguía.

Pero no había ni rastro de él. Quizá se había cansado de esperar y se había vuelto a casa. O quizá ni se había presentado. Esperé un rato y luego decidí preguntar a alguien. Había una viejecita sentada junto a la fuente, rodeada de su falda negra y con una mata de pelo rojo en lo alto de la cabeza que la hacía parecer un volcán. Vendía flores, y vi que charlaba con los transeúntes y que olía las flores cuando no había nadie con quien hablar.

—Perdone —dije—, ¿ha visto a un chico que se parece un poco a mí? ¿Hace una hora o así?

—Veo gente de todo tipo —me contestó—. Desde aquí, sentada. He visto soldados. He visto ganado. Hombres con horcas, hombres con botellas, hombres con carretillas. Y también he visto chicos. —Agarró una flor y se la llevó a la nariz. Esperé a que siguiera hablando, pero al parecer, se había quedado absorta en la flor. Al final pensé que no diría nada más, si no la pinchaba.

—Así… —insistí—, ¿ha visto a un chico o no? Un poco más alto que yo, algo delgado, con una gran herida aquí.

Me sonreía desde detrás de la flor.

—Chicos —repuso—, de todas las formas y de todos los tamaños, algunos bajos, otros gordos, algunos rubios, otros morenos. Tan variados… —meditó—, tan variados como las flores. Hoy he visto a un hombre sin piernas, que se empujaba con los puños. Y a otro hombre impresionante con una peluca tan larga como la cola de un caballo. He visto a un hombre con una gran cesta. Y he visto a un hombre que pegaba a un niño —acabó tristemente, y se volvió a llevar la flor a la nariz.

—Un momento —dije—. ¡Lash, ven aquí! ¿Ha dicho un hombre con una gran cesta?

Le brillaban los ojos, pero no decía nada. Até la correa al collar de Lash, receloso.

—¿Hacia dónde iba, el hombre de la cesta? ¿Tenía la piel oscura? ¿Llevaba bigote o algo parecido?

Los ojos todavía le brillaban.

—Si me compras una flor —soltó de repente, con voz suave—, quizá te lo diga, ¿eh?

—Por Dios. Espere un segundo. —Me metí las manos en los bolsillos y encontré medio penique—. ¿Cuántas flores me da por esto? —¿Y cuánta información?, me pregunté mentalmente.

—Rosas —contestó—. Tulipanes y rosas. Y altramuces. —Y significativamente levantó los ojos para mirarme—. Y tulipanes blancos —añadió—. Amapolas blancas de Norfolk. Por medio penique, te doy media docena. ¡Preciosas amapolas blancas de Norfolk!

Le di el dinero.

—Muy bien —dije—, ¿y el hombre de la cesta?

—Pasó corriendo —recordó—, no hace ni media hora, mientras yo estaba aquí sentada, pasó corriendo en esa dirección. Sí, era un caballero extranjero, tienes razón. Guapo y alto, y llevaba un abrigo negro y elegante. Pero el caballero estaba nervioso, agarraba bien fuerte la cesta, ¡oh, una cesta tan bonita! ¿Qué debía de llevar dentro? No me lo preguntes, ¡pero debía de ser algo precioso! ¡Seguro que sí! En esa dirección —repitió, señalando hacia la izquierda con un golpe de cabeza—, pasó corriendo.

—¿Y el chico por el que le preguntaba antes? —dije. Negó con la cabeza y volvió a sus flores.

Volvía a estar tras el rastro del hombre de Calcuta. La cara de mi madre me volvió a la cabeza, implorándome de la misma manera que en el sueño, rodeándose la muñeca con los dedos. Tenía que ir tras de él. La dirección que la vieja florista me había indicado era la misma que llevaba a la casa de Nick. También podía pasarme por la plaza de La Melena del León.

Cuando llegué allí, dejé a Lash atado en el mismo poste que la vez anterior y le prometí que no tardaría mucho rato. Me lamió la cara confiado. Al atravesar el callejón que llevaba al patio, comprobé que de la casa del contramaestre no salía ningún sonido. No se veía luz en las ventanas, pero pensé que lo mejor era esperar unos minutos para asegurarme de que no había peligro. Así que, como la vez anterior, me metí sigilosamente dentro del establo que pertenecía a la taberna de al lado y que ofrecía vistas inmejorables al patio.

El oscuro rincón donde quería sentarme ya estaba ocupado. Había un objeto de color claro que ya conocía. Tenía la mitad de mi altura y se estrechaba hacia la base. La cesta de la serpiente.

Me quedé inmóvil junto al compartimiento del caballo, esperando que el animal no decidiera darme una coz. Parecía que no había nadie más, sólo la cesta, colocada allí como una escultura oriental. El sol ya se había puesto y no había suficiente luz en el establo para poder ver qué había dentro de la cesta, incluso si me hubiese atrevido a abrir la tapa. Pero conociendo al hombre de Calcuta, no habría dejado su preciosa serpiente desatendida en la cesta. La serpiente debía de estar en otro lugar.

Y mientras estaba allí paralizado, en aquel rincón húmedo del establo, empecé a captar, procedente del exterior, el sonido de una voz suave y sinuosa, cantando.

Seguro que era él. Eché una ojeada por el agujero de la pared del establo y vi la figura alta y oscura del hombre de Calcuta, atravesando la oscuridad e inclinándose sobre la rejilla. Debía de haber enviado la serpiente dentro de la casa.

Le haré ver la muerte en breve.

Me invadió el pánico. ¡Nick! Me lo imaginé contra la pared, aterrorizado, mientras la serpiente, enrollada a sus pies o en su cama, alzaba la cabeza, moviendo la lengua en ese ambiente húmedo. Nervioso en medio de la oscuridad, perdí el equilibro sobre el suelo lleno de paja y me agarré a algo para no caer. Mis manos se aferraron a la cesta, pero no pude evitar precipitarme al suelo y caí de bruces contra la paja fangosa. Con un gran estrépito, la cesta se volcó y golpeó contra la pared de madera. El caballo enfermo se despertó en su compartimiento y soltó una especie de gruñido que rebotó en los tablones del establo, produciendo un eco. Era imposible que el hombre de Calcuta no lo hubiera oído. Maldiciéndome por mi torpeza, me levanté para mirar por el agujero y vi al hombre de Calcuta. Miró hacia el establo, alarmado, y se levantó para dirigirse hacia allí.

Estaba acorralado. ¡El hombre volvía al establo y no había otra salida! Mi única esperanza era esconderme en el compartimiento del caballo, al fondo, entre las sombras más profundas, y esperar que no me descubriese. Me arrastré junto al costado del caballo, dándole palmaditas en el lomo sarnoso.

—Tranquilo, tranquilo —le susurré.

La puerta del establo se abrió. El hombre de Calcuta se detuvo en el umbral, escuchando, a unos pocos pasos de mí. No podía verlo, no podía oírlo, pero lo sentía, sentía su presencia oscura y silenciosa entre yo y la libertad. Recé para que la respiración sibilante del caballo cubriera la mía, y me arrodillé tratando de esconderme lo máximo posible. Acabé de rodillas bajo el caballo, mientras miraba entre sus trémulas patas negras, su cola grasienta formaba una cortina que evitaba que me descubriera.

No me atrevía a moverme. Estaba demasiado oscuro para ver algo, pero oí movimiento en el establo y al hombre murmurando en su lengua. Las rodillas se me estaban quedando empapadas y una peste atroz me subía por la nariz. Hice todo lo posible para no toser.

El hombre estuvo en el establo un par de minutos más, supongo. Pero a mí me parecieron horas. Un leve crujido me indicó que había salido y de repente ya no sentí su presencia. Aunque sabía que ya no estaba allí, le di tiempo para que se alejara. Cuando me decidí a salir cautelosamente de mi escondrijo, el caballo se estremeció de repente y un chorro de algo caliente me mojó toda la espalda.

Salí a toda prisa del escondrijo y, al levantarme, me di un golpe en la cabeza con una viga y me doblé de dolor. Vaya un desastre, pensé, agarrándome la cabeza y notando como el líquido apestoso me resbalaba por la camisa y los pantalones. ¿Por qué demonios me había metido en ese lío?

La cesta había desaparecido. El patio estaba vacío y el camino estaba libre. Me escabullí hasta la ventana del sótano. Susurré diversas veces el nombre de «¡Nick!», pero no hubo respuesta alguna. No se movía nada. No había luz.

Tenía que descubrir si Nick estaba a salvo. Tenía que arriesgarme a bajar al sótano por el fregadero. Me quedé helado cuando, al abrirla, la puerta rosa hizo un ruido contra el suelo, pero todo siguió tranquilo y en silencio. Y mientras me aventuraba, no vi a nadie de guardia, ni nada que bloqueara la trampilla que conducía al sótano de Nick. Descolgué una linterna que había en un clavo detrás de la puerta, fui hasta la trampilla, la abrí y me asomé por el agujero.

—¡Nick! —susurré.

Nada. Claro que ya sabía que no estaría allí. Nunca lo habrían dejado sin vigilancia y con la trampilla abierta de esa manera. Pero me tenía que asegurar. Indeciso, bajé un par de peldaños de la escalera.

—¡Nick! —grité—. ¡Soy yo!

Ningún sonido. Cuando la linterna iluminó tenuemente el sótano, me convencí de que allí no había nadie.

Entonces, ¿dónde estaba?

Bajé los dos últimos peldaños hasta el sucio suelo. Había traído aquella peste repugnante conmigo hasta el sótano, y al bajar la mirada, me di cuenta de que había ido dejando unos pequeños charcos bajo mis pies y paja amarilla esparcida por todo el suelo. Caminé con mucha cautela, por si el hombre de Calcuta había dejado suelta la serpiente por allí, y durante los primeros minutos avancé lentamente, observando y escuchando por si algo se movía. No había nada, estaba claro que el hombre de Calcuta se había llevado la serpiente antes de irse, tras haber visto que no había nadie a quien morder.

Tampoco había ninguna pista que me pudiera decir dónde se había metido Nick, ninguna nota, nada extraño. En una esquina había una cama baja, y una mesa vacía en medio de la habitación, con un cabo de vela en un plato viejo lleno de cera. Lo único que descubrí fue un pañuelo arrugado, encima de las sábanas, manchado de sangre seca. ¿Qué historia habría detrás de aquello?, me pregunté con súbito recelo.

Pero cualquier otro pensamiento que pudiera tener se esfumó al oír unas voces arriba, en el patio, y una de ellas era, sin lugar a dudas, la voz de la señora Muggerage.

¡Estaba atrapado de nuevo! De repente me di cuenta de que había dejado abierta la puerta del fregadero y de que no tenía tiempo de cerrar la trampilla en lo alto de la escalera. ¡Eso me delataría! Pensé rápido y tiré algunas cosas al suelo de cualquier manera, arrugué las sábanas, volqué la vela, abrí de par en par las puertas de armario, tumbé un par de botellas, finalmente apagué la linterna y me metí debajo de la cama desvencijada.

Se oyó un gran estrépito en el piso de arriba, y justo cuando me escondía, un rayo de luz entró la habitación y oí la voz de la señora Muggerage.

—Muy bien, sal de ahí, ¡seas quien seas! ¡Te hemos pillado!

Hubo silencio durante un par de segundos.

—Baja a mirar quién hay —ordenó. Y entonces, inesperadamente, sonó la voz de Nick.

—Pero qué pasará si me…

—¡Cierra la boca y baja!

Se oyó una serie de golpes, como si alguien bajara los peldaños a trompicones.

—Aquí no hay nadie.

—¿Qué? —exclamó la señora Muggerage en su típico tono despectivo.

—Está vacío —insistió la voz de Nick—. Aquí no hay nadie.

Aguanté la respiración al notar que Nick se acercaba a los pies de la cama.

—Alguien ha entrado buscando algo. Pero ya se ha ido.

Se oyeron los sonoros pasos de la señora Muggerage, que bajaba a comprobarlo con sus propios ojos. Al final la oí gruñir decepcionada.

—Vaya —dijo—. Ahora quédate aquí. Voy a atrancar la trampilla con el barril y como te oiga decir algo, te… —Dejó a medias la amenaza.

La trampilla se cerró con gran estruendo y oí suspirar a Nick. La cama crujió cuando se sentó en ella y entonces se oyó el ruido del barril al ser arrastrado hasta tapar la trampilla. Oí la nariz de Nick. Primero me pensé que estaba olisqueando y que había notado la peste a estiércol de caballo, pero en seguida me di cuenta de que estaba llorando. Me quedé quieto oyéndolo llorar, sin atreverme a moverme.

—¡Nick! —susurré finalmente.

La cama soltó otro crujido cuando Nick se levantó de golpe, asombrado.

—Nick, soy Mog —le dije en un murmullo—. Estoy debajo de la cama. ¡Chist!

Tratando de hacer el menor ruido posible, me arrastré hasta asomar la cabeza y después me senté en el suelo, parpadeando.

—Mog. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué te has…?

—Escucha —lo interrumpí—, el hombre de Calcuta ha estado aquí. He visto cómo soltaba la serpiente en el sótano. Iba a por ti, Nick, o a por cualquier persona de la casa. —Me levanté y me senté en la cama, para no tener que susurrar tan fuerte—. Acaba de irse —añadí—: Un par de minutos antes y lo habrías pillado.

—Mog —dijo Nick, olfateando—, apestas. ¡Otra vez!

—Ya lo sé, me tuve que esconder debajo del caballo. ¿Dónde estabas?

—Es una larga historia. —Nick se limpió la nariz con la manga, y después los ojos—. ¿Cómo conseguirás salir de aquí ahora?

No lo había pensado. Me había quedado tan aliviado al ver a Nick a salvo, que ni me había fijado. Además tenía más ganas de oír su historia que de preocuparme por cómo saldríamos de allí.

—¿Nos puede oír la señora Muggerage? —le pregunté.

—No si hablamos en voz baja.

Decidí que lo mejor sería intentar empezar por el principio. Le expliqué lo de la mordedura de la serpiente, lo de la casa de al lado de la imprenta, lo de la estatuilla del elefante y el escondrijo en la pared, y lo de la última nota que me había dejado el hombre de Calcuta.

—Está buscando a tu padre —afirmé—. He estado pensando en la otra nota que me dejó. Y estoy seguro de que cuando escribió «le haré ver la muerte en breve», se refería al contramaestre.

Un ruido inesperado en el piso de arriba nos hizo dar un bote a los dos; me callé al instante y nos quedamos escuchando, pero sólo había sido la señora Muggerage dando un portazo.

—Pensé que era mi padre que entraba —dijo Nick—. Anoche llegó muy enfadado, sobre todo por tu culpa. Piensa que eres un espía de Coben. No paró de preguntarme cosas sobre ti y le dije que eras el hijo de un artesano que hacía sillas de montar, y que te llamabas Jake. Me dio una buena zurra, Mog, pensaba que iba a matarme. —Se volvió a frotar los ojos—. No se creyó ni una sola palabra de todo lo que le dije. ¡Oh, cómo odio a mi papá, Mog! ¡Lo odio tanto!

Nick estaba a punto de ponerse a llorar otra vez. Recordé lo que me había dicho el otro día, cuando lo conocí y me confesó que mi vida debía de ser mucho mejor, aunque no tuviera padres. Al principio creí que se preocuparía al saber que su padre estaba en peligro, pero entonces empecé a darme cuenta realmente de lo que sería tener un padre como el contramaestre.

Estuvo en silencio durante unos momentos, reprimiendo las lágrimas.

—¿Y dónde has estado? —le pregunté al final.

—Mamá Muggerage le ha explicado que últimamente no he parado de escaparme —continuó, limpiándose la nariz— y esta tarde me ha venido a buscar y me ha dicho que si era tan bueno metiéndome por las ventanas, podía acompañarlo para ayudarlo en una cosa. Me ha llevado a una casa donde dijo que Coben había vivido, supongo que debía ser a casa de Jiggs, donde te llevaron y te encerraron. Y me ha hecho entrar por una ventana rota para ver si encontraba el camello. Para poder entrar he tenido que romper un poco más el cristal, y me he hecho un corte en la pierna. Y me ha ordenado que buscara un montón de papeles. Dice que necesita tenerlos y que yo tengo que encontrarlos. Pero no había ni rastro de los papeles, Mog. Ya sabía que no estaban allí, pero no podía decírselo, ¿verdad?

—¿Cómo sabías que no estaban allí?

—¿Cómo? Vaya, pues porque tú te los llevaste, ¿no es verdad?

—Claro —exclamé, dándome cuenta de repente—, supongo que sí. Pero, ¿sabes, Nick? ¡Se han esfumado!

—¿Quién se ha esfumado?

—Nadie… Los papeles se han esfumado, quiero decir. —Me sentí avergonzado. Después de todos los temores de Nick sobre si la imprenta era un lugar seguro, yo tenía que admitir que las pruebas más importantes del caso habían desaparecido delante de mis narices—. Me los han robado —dije tímidamente—. Y también me han robado… —Me mordí la lengua, pensando que si le hablaba de mi caja de tesoros, Nick pensaría que yo era un idiota sensiblero—. Y también me han robado otras cosas que guardaba en la habitación —añadí vagamente—. Se las debe haber llevado el hombre de Calcuta. Seguro que ha entrado a través de la pared.

Teníamos tantas cosas que explicarnos en tan poco tiempo que, en ese momento, ninguno de los dos entendía lo que el otro decía. La señora Muggerage no le había dejado ninguna lámpara, pero, por lo menos, había encendido la vela, y bajo la luz parpadeante le pude ver la cara, con las lágrimas secas brillándole en las mejillas.

—Bueno —dijo finalmente—. Coben ya no vive allí, por supuesto, seguramente ya debe de estar en Francia. Y como no encontré nada, papá me dio otra paliza, como si fuera culpa mía que Coben se hubiese escapado. Es un estúpido, Mog.

—Anoche vi a Coben —le dije lentamente—. En Las Tres Amigas.

Nick se quedó boquiabierto.

—¿También fuiste allí?

Le expliqué lo del carruaje y la conversación que mantuvo Coben con el hombre que llamaban Su Señoría.

—Estaba nervioso, Nick, de verdad. Ese Su Señoría debe ser alguien terrible. Y Coben le habló de…

«Le habló de Damyata», estuve a punto de decir. Pero algo me hizo morderme la lengua. Hasta el momento le había explicado a Nick todo lo que había descubierto. Había confiado en él, tenía que confiar en alguien, era la única manera de evitar enloquecer. Pero en mi interior había algo que me decía que ese detalle me lo tenía que reservar. Sólo ese nombre. Sólo por el momento.

Nick estaba tan interesado que no se dio cuenta de que había callado dejando la frase a medias.

—¿Y qué hizo Coben después? —me preguntó.

—No sé —continué sin demasiada convicción. Ya no me quedaba más historia que contar—. Se perdió en la oscuridad. No pude seguirlo.

Nick me miraba fijamente.

—Tú has pasado por muchas más aventuras que yo —dijo, y sorbió con fuerza. Me miró de nuevo—. Tienes el cabello mojado —dijo—, y la ropa. ¿Qué diantre te ha pasado?

—Ya te lo he explicado —repliqué—. Me he tenido que esconder debajo del caballo en el establo de aquí enfrente.

—Todavía no… —empezó a decir, y entonces se detuvo. Una expresión de horror le atravesó el rostro, al darse cuenta de lo que me había pasado, y entonces no pudo contener la risa.

Yo tampoco pude reprimir las carcajadas, pero recordé que arriba estaba la señora Muggerage.

—Chissst —susurré.

Nick fue a por una vieja toalla, me la lanzó y yo, muy agradecido, me limpié lo mejor que pude.

—Toma, ponte esto —me dijo, y sacó unos pantalones y una vieja camisa marrón.

Con una mueca de disgusto, me saqué la camisa sucia por la cabeza. Mientras lo hacía, se oyó un ruido inesperado y la cara de señora Muggerage asomó por la trampilla. Me lancé debajo de la cama y Nick se levantó al instante.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó un poco demasiado rápido.

—¿Quién más hay aquí abajo? He oído susurros… y risas —añadió secamente, como si la parte de las risas fuera el peor crimen imaginable.

—No hay nadie. De verdad.

Un pie apareció en el primer peldaño. Yo aguanté la respiración.

—He estado escuchando, Nick, y has estado hablando con alguien. Es ese chico impertinente, ese tal Jake, ¿verdad? ¿Cómo ha conseguido entrar?

Bajó las escaleras pisando con fuerza.

—Aquí no hay nadie, mamá —protestó Nick, con voz temblorosa de miedo. No había tenido suficiente tiempo para esconderme por completo debajo de la cama, y esperaba desesperadamente que no me viera.

—A mí no me mientas —le soltó la corpulenta mujer.

—No le miento, mamá, de verdad. No es necesario que baje. De verdad.

—Ya te he advertido suficientes veces, Nicholas —gruñó. Su voz sonaba amenazadora, de una forma que nunca había oído sonar una voz de mujer—. Ya has dicho suficientes mentiras estos días, rata sarnosa. Una mentira más, y verás, querido Nick. —Llegó al final de la escalera—. Vamos. ¡Otra mentira más!

A la señora Muggerage le pasaba algo muy curioso cuando se ponía realmente furiosa. Entre otras cosas, parecía crecer en volumen, hasta acabar tapando cualquier objeto que hubiera a la vista, como si alguien la inflara por detrás. Y los músculos se le tensaban, el cuello se le agarrotaba, la cabeza la temblaba ligeramente y los ojos se le ponían vidriosos. Era como si, en un instante, se le borrara hasta el último rasgo de humanidad y se convirtiera en un animal, o incluso en una máquina, perfectamente adaptada para la violencia.

—No —gimió Nick. Sonó completamente aterrorizado. De repente entendí lo que había sufrido durante toda su vida. En su voz, pude oír a la criatura enferma de terror en la que sus guardianes lo habían convertido. Buscando a tientas, lo primero que pude encontrar fue mi camiseta empapada. Sigilosamente, me la acerqué con la mano.

—Me estás mintiendo, Nick —insistió la mujer—. Vamos, abre la boca.

Cuando la sombra gigantesca cayó sobre mí, vi mi oportunidad. Me subí encima de la cama y, antes de que ella pudiera reaccionar, le rodeé la cabeza con la camisa apestosa e hice un nudo bien fuerte con las puntas.

La mujer forcejeó, con la cara apretada contra el algodón mugriento y el cuello echado inesperadamente hacia atrás.

—Aaaagh —tosió mientras el líquido asqueroso le entraba por los ojos y por la boca.

—Corre, Nick —chillé, hice otro nudo en la camisa, esquivé un manotazo de los enormes brazos y seguí a Nick escaleras arriba.

Nos tiramos literalmente de cabeza por la trampilla y la cerré de golpe. Nos apresuramos a arrastrar delante el pesado barril.

—Esto no la retendrá mucho rato —supuse, oyendo los golpes que venían de abajo—. Pero quizá sea suficiente. —Respiraba con dificultad—. Vámonos —animé a Nick agarrándolo del brazo. Como respuesta me dio un gran abrazo, fuerte e inesperado. En esos dos segundos en el fregadero a oscuras sentí todo su miedo y todo su alivio, como un pez atrapado que consigue escapar a mar abierto. Sólo dos segundos y después me soltó.

Y salimos corriendo.

Sólo nos paramos para desatar a Lash del poste y luego seguimos corriendo. Finalmente paramos en una esquina a más de un kilómetro, y allí nos apoyamos contra la pared, tratando de recuperar el aliento.

—No… no nos ha seguido —dijo Nick, con la mano en el costado—. Pensaba que… que iba a matarnos… a los dos.

Estuvimos jadeando un buen rato.

—Creo que lo mejor es ir a casa del señor Spintwice —sugerí.

Mientras avanzábamos a través de las calles, sujetando bien cerca a Lash con la correa, le expliqué a Nick más detalles de mi expedición de la noche anterior. No hablábamos demasiado alto, por si había alguien que nos pudiera oír. En cierto momento notamos que nos caían piedras y al volvernos vimos a un par de chicos harapientos que se escondían a toda prisa en un callejón mal iluminado. Sabíamos que, por un par de peniques, hasta el chico más inofensivo podía ofrecer información a cualquiera con malas intenciones. Esos chiquillos, aparentemente inocentes, eran los ojos y las orejas de los bajos fondos.

Nick, por supuesto, podía reconocer con un vistazo quién era quién.

—Cuidado —me susurró, y nos metimos entre las sombras, justo antes de que pasara un joven elegantemente vestido con la cara marcada por la viruela, que lanzaba miradas suspicaces a su paso. Esquivando ladrones de esa manera, llegamos finalmente a la tienda del pequeño joyero.

Lash tiraba de la correa.

—¿Qué pasa? —le pregunté. Había olido algo y quería arrastrarnos no hacia la puerta de la fachada, sino hacia un lado de la casa donde había una alta verja manchada de moho verde.

—¿Por aquí se va a la puerta trasera? —le pregunté a Nick—. Lash quiere que entremos por ahí.

Avanzamos por un pasaje tan estrecho que podíamos tocar las paredes de ambos lados sin siquiera extender los brazos. El suelo estaba cubierto de montones de basura pestilente, que la gente lanzaba desde los patios traseros de las casas; tropezando con la porquería del suelo, llegamos a la puertecilla trasera de la tienda de Spintwice. Lash se paró allí, expectante, mirándonos fijamente.

Nick llamó a la puerta con los nudillos y esperamos. Volvió a llamar.

—Duerme en esta habitación trasera —murmuró—, debería oírnos. —Llamó más fuerte.

No hubo respuesta. Cuanto más llamábamos, más significativo se volvía el silencio. Lash empezó a arañar en la puerta con las patas delanteras. Intentamos llamar por una ventanita mugrienta.

—¡Señor Spintwice! —dijo Nick, bajito.

Lash se puso a gimotear y yo empezaba a preocuparme.

—¿Crees que le ha pasado algo? —le pregunté nervioso. Nick no dijo nada. Estaba pasando los dedos por el marco de la ventana, y en dos segundos consiguió abrirla.

—¡Señor Spintwice! —llamó hacia el interior.

Metimos las cabezas por la ventana y oímos un ruidito apagado, como si alguien intentara atraer nuestra atención.

—Vamos —ordenó Nick—, está en apuros. —Lo ayudé a encaramarse y entró por la ventanita. Lash saltó tras él, y yo fui después, con la ayuda de Nick. Estábamos en la habitación trasera, y los golpes se oían con mayor claridad.

—¡Señor Spintwice! —gritó Nick.

Comenzamos a inspeccionar la casa, esquivando los minúsculos muebles. Al final resultó que los golpes venían de dentro de un arcón de té que estaba en el suelo de la tienda. Habían clavado la tapa.

—¡Señor Spintwice! —chilló Nick por el costado del arcón—. ¿Es usted?

—¡Mrnmmmnimrnpphhggg! —gruñó dentro una voz ahogada, seguida de furiosas patadas. Nick encontró un martillo de orejas y en un momento hubo arrancado los largos clavos marrones de la tapa del arcón. De dentro salió el señor Spintwice, atado como un pavo y amordazado con un pañuelo de seda.

—Gracias a Dios que habéis venido —dijo en cuanto le quitamos la mordaza de la boca—. Pensaba que iba a morir ahogado.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó Nick.

Por primera vez desde que lo conocí, el señor Spintwice no sonreía. Tenía en el rostro una oscura expresión de temor. Me di cuenta de que, si no hubiésemos ido a su casa, podrían haber pasado muchos días antes de que alguien lo encontrara. Había creído realmente que iba a morir, y volví a sentirme culpable por haberlo involucrado en todo ese asunto.

—Un hombre con un bigote puntiagudo —contestó Spintwice cuando tuvo aire para hablar—, tu hombre de Calcuta, el de la serpiente, supongo. Por lo menos, la serpiente no ha aparecido esta noche. —Estaba muy nervioso, y tuvimos que ayudarlo a sentarse en una silla—. Vine a esta habitación para comprobar los cerrojos antes de acostarme —explicó—, y me encontré a ese tipo aquí de pie, vestido con una capa y mirándome con ojos saltones. Imagino que no esperaba encontrarse a nadie aquí dentro. ¡Se debía pensar que podía pasearse a sus anchas! Pues allí estaba yo para demostrarle que no.

—Pero ¿cómo acabaste dentro del arcón? —preguntó Nick.

—Bueno, él era más alto que yo —repuso el enano a regañadientes—. Lo amenacé, y le dije que se largara de aquí, y… Él se rió. Como si yo fuera una especie de… de… payaso de circo —masculló—. ¡Y al momento ya estaba maniatado aquí dentro, oyendo los martillazos!

Me temo que ni Nick ni yo pudimos reprimir una sonrisa ante la idea de Spintwice intentando oponer resistencia. Fue un alivio que llegásemos a tiempo para salvarlo. Pero sentí un nudo de temor en el estómago mientras intentábamos adivinar con qué intención habría venido el hombre de Calcuta. Meter la mano unos segundos en el armario que teníamos al lado fue suficiente para saber que se había llevado el camello. Pero ¿qué había pasado con el tarro lleno del polvo que el animal había guardado dentro?

—Debe de estar en la repisa de la chimenea —informó Spintwice, señalando la sala de estar que había en la otra punta del pasillo. Y en afecto, todavía estaba allí. Solté una carcajada de alegría.

—Pero ¿no se dará cuenta de que el camello está vacío? —preguntó Nick, algo preocupado—. ¿Volverá a buscar el resto?

—No lo hará —aseguró Spintwice—. Después de que os fuerais, tuve una idea y rellené el camello con harina. Creo que estará contento hasta que vuelva a Calcuta. Y entonces su mujer podrá utilizar el contenido para hacer pan y metérselo en la boca para que deje de lamentarse.

—Spintwice —dijo Nick—, vales tu peso en oro.

—¿Tan poco? —bromeó Spintwice, haciéndose el ofendido—. Eso no es mucho. —Había recuperado el sentido del humor.

—Y ahora ¿qué hará con él? —se preguntó Nick.

—Ése es su problema —replicó Spintwice—. Sentaos y os prepararé un poco de cacao. Creo que estamos mucho más tranquilos sin camellos en casa, sobre todo si lo contrario significa acabar encerrado en un arcón por hombres extraños.

Miré a Nick. Tenía una expresión resignada en el rostro. El sabía que no me contentaría con sentarme a tomar cacao con un enano, mientras los malhechores andaban sueltos por Londres.

—No creo que debamos perder mucho tiempo —dije—. ¿Cuánto tiempo ha estado encerrado, señor Spintwice? —le pregunté.

—Más que el suficiente, gracias —soltó bruscamente. Pero al momento se dio cuenta de que hablaba en serio—. Pasaban uno o dos minutos de las nueve cuando entré aquí y me lo encontré —recordó. Podía permitirse ser preciso; al fin y al cabo tenía toda la casa llena de relojes.

—Ahora son casi las diez y media —observé—. Ha estado allí dentro más de una hora. —Me mordisqueé el labio—. Eso es una eternidad. Ahora puede estar en cualquier sitio.

—Pues eso, precisamente —replicó Nick—. Lo importante es que se ha ido, y que el señor Spintwice está fuera de peligro. Eso es lo que importa. ¿Por qué no te sientas un momento?

Me sentía intranquilo. Había algo que no cuadraba.

—Hay algo que no entiendo, Nick. Cuando yo lo he visto en el patio de La Melena del León eran casi las nueve. No puede haber tenido tiempo de llegar aquí a las nueve.

—Bueno, es evidente que se mueve muy rápido —repuso Nick.

—Nosotros hemos tardado media hora en llegar hasta aquí, Nick —insistí—. Tendría que haber hecho algo más que moverse rápido. Debería tener algo así como… —miré a Spintwice, y recordé el libro que me había enseñado Nick la primera vez que estuve allí—, una alfombra voladora.

El señor Spintwice rió un poco.

—Bueno, si lo vuelvo a ver me aseguraré de tener a mano un sacudidor de alfombras, para poder darle un buen golpe cuando pase volando.

Estaba claro que era Spintwice quien más necesitaba algo caliente para reanimarse, y Nick y yo nos ofrecimos para hacerle un vaso de cacao, mientras se sentaba y recuperaba la calma.

—¿Por qué no te tranquilizas? —me preguntó Nick en voz baja, una vez estuvimos fuera del alcance de su oído, en la cocina. El silbido del agua calentándose en la tetera era lo bastante fuerte para tapar nuestra conversación.

—Hay algo aquí que no cuadra —insistí—. Cuanto más sabemos de ese hombre, más mágico me parece.

—Bueno, ahora ya no podemos hacer nada respecto a eso.

—Me encantaría saber adonde ha ido con el camello, ahora que lo ha recuperado —declaré.

—Mog —repuso Nick—, tú mismo lo has dicho. Ahora debe de estar muy lejos de aquí. No podremos descubrir adonde se ha ido.

—Pero tenemos una muy buena pista, Nick. Seguramente ha ido a la casa de al lado de la imprenta de Cramplock.

—Y ¿qué piensas hacer? ¿Entrar en la casa y luchar contra él? —De repente me pareció que estaba tremendamente cansado.

Yo seguí insistiendo, inútilmente.

—Sólo pienso que deberíamos estar haciendo algo —dije tercamente—. Él tiene el camello, y tiene una serpiente de las que muerden a la gente, y además tiene… —Mi brazalete, pensé, pero no quise decirlo en voz alta—. Temo que habrá más asesinatos. ¿Dónde está tu padre?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —soltó Nick, irritado—. No pienso ir a ninguna parte donde tenga la posibilidad de cruzarme con él. O con cualquier otra persona —añadió—, ya sea un asesino, o un encantador de serpientes, o cualquiera. No podemos detenerlos. Nos hemos estado arriesgando de la forma más estúpida.

Sirvió el agua hirviendo en tres pequeños tazones y puso dentro el cacao. Yo llevé la bandeja a través de la pequeña puerta hasta el salón, con los tazones humeando como si fueran las chimeneas de una fábrica. El señor Spintwice parecía más contento y de alguna parte había sacado un flamante pastel de jengibre. Lo había dejado encima de una mesita baja ante él y acariciaba a Lash, que estaba sentado entre sus pies, lamiendo afectuosamente los minúsculos dedos del hombrecillo. No me extrañaba que a Nick le gustara tanto visitar esa casa. Al final me había dejado convencer, había dejado de lado mi resistencia, y me sentía entre exasperado y encantado.

—Estás rendido, Mog —dijo Nick, sumándose a nosotros—. Te has pasado la noche entera corriendo detrás de criminales. Y yo también. Todos necesitamos un buen descanso. Olvídate del hombre de Calcuta durante un rato.

Di una mirada al pastel, y se me rompió el corazón.

—Tienes toda la razón —suspiré finalmente.

La boca del señor Spintwice se arqueó en una sonrisa más amplia de lo habitual.

—Me harías muy feliz —dijo pausadamente—, si os quedáis aquí. Sólo por esta noche.

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