Cuando salimos de la tienda de Spintwice todavía me sentía bastante extraño; aunque por lo menos el mundo había dejado de expandirse y contraerse como un acordeón. Nick y el enano me habían levantado del suelo y me habían sentado en una silla, donde me hicieron beber té, y como medida extrema, brandy. Volví a declinar la invitación de quedarme a pasar la noche, en parte porque quería proteger a Spintwice y en parte porque tenía la dolorosa sensación de que cuanto más tiempo pasara en aquella casa extraordinaria y atractiva, menos ganas tendría de volver a la imprenta de Cramplock, ni para trabajar ni para dormir. En un gesto de valentía, Nick accedió a acompañarme.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó mientras subíamos por la calle a oscuras.
—Creo que sí —contesté un poco inseguro—. Nick, podemos fiarnos de Spintwice, ¿verdad?
—Claro que sí —respondió veloz—. Yo se lo explico todo, Mog. Siempre lo he hecho. No dirá nada a nadie.
El enano se había animado tremendamente con todo aquel asunto; pensaba que poder unirse a nuestra aventura era algo apasionante, pero yo estaba preocupado. El hombrecillo sería una presa fácil, en el caso de que algún asesino decidiera hacerle una visita con la intención de hacerse con el camello o con su contenido. Cuanto más pensaba en ello, menos seguro estaba de haber obrado correctamente. Esperaba que lo hubiésemos escondido bien, y que hubiésemos tenido suficiente cuidado para que nadie nos viera entrar ni salir.
—Mejor que no rondemos por los alrededores —advertí a Nick al llegar a la esquina en que nuestras rutas se separaban.
Nick levantó los ojos para mirar el cielo oscuro.
—Espero que mi papá no haya vuelto todavía —dijo—, y puestos a hacer, que mamá Muggerage tampoco. Entonces podré meterme en la cama sin que nadie me pegue. Mira, mañana volveré para asegurarme de que no le ha pasado nada a Spintwice.
—Pero yo no iré —repuse—. Si quien tú ya sabes me está vigilando, cuanto más lejos esté mejor.
Mientras me apresuraba hacia casa, pasando entre muros hostiles, cada rostro que aparecía entre las sombras al acercarme me dejaba paralizado; cada tos que oía tras las puertas, cada murmullo que venía de las ventanas con luz, cada crujido de la correa de Lash al intentar perseguir una rata me producía escalofríos. Y cuando llegué a la imprenta, corría tan deprisa que me había quedado sin aliento.
—Hoy tenemos trabajo, Mog —me informó Cramplock a la mañana siguiente—. Las tarjetas de invitación para la boda de la hija de lord Malmsey. Quiero que cortes las tarjetas mientras yo preparo el tampón para el escudo de armas.
Estaba examinando, a través de sus gafas de media luna, el dibujo que le habían dado como muestra; se trataba de un gran escudo de armas con unas banderas desplegadas y un lema en latín que no pude entender. Los símbolos que había dibujados en el escudo eran tres flores blancas y un león con una expresión particularmente ausente, como si le hubieran quitado el cerebro.
—Un león y tres rosas —le dije a Cramplock—. Entonces, ¿le gustan los leones, a lord Malmsey?
—No tienen por qué gustarle los leones —respondió Cramplock—. Es un símbolo de valentía. —Se fue al armario y sacó las herramientas para trabajar la madera—. Y las flores no son rosas, sino amapolas.
Sonó la campana de la puerta.
—Clientes, clientes —exclamó Cramplock, dejando el pincel que acababa de agarrar—. No debemos dejarlos escapar, supongo, aunque a veces pienso que realmente acabaría antes las cosas sin ellos.
—Y también sería mucho más pobre —bromeé, mientras Cramplock golpeaba contra la mesa los bordes de un grueso fajo de tarjetas de cartón para hacer una pila bien recta. Aquella mañana, no podía evitar sentir una ligera desconfianza hacia Cramplock. Las palabras de advertencia de Nick todavía me sonaban en la cabeza. Sabía mucho más de lo que decía, eso era seguro; si no, ¿qué explicación tenía aquella misteriosa nota? Cramplock dejó las tarjetas sobre la mesa y fue hacia la puerta, pero al ver quien lo esperaba en el mostrador, le cambió la expresión del rostro.
—Señor Glibstaff —dijo lentamente.
De repente tuve un mal presentimiento. Glibstaff era un personaje bien conocido en la ciudad: un hombrecillo engreído, antipático de pies a cabeza que trabajaba para los Tribunales de la Ciudad, y que consideraba que era su deber velar por la justicia y el orden público, lo que en la práctica quería decir que solía meter las narices en los asuntos de todo el mundo para decirles lo que debían hacer y lo que no. No había conocido a nadie que tuviera una palabra amable al hablar de él; por lo que sabía, no era en absoluto de fiar y solía amenazar a la gente con lo que llamaba pomposamente «el Misterioso Poder de la Ley», como si fuera una especie de agente divino. A quienes no hacían lo que él les ordenaba, o más a menudo, a quienes no le pagaban la cantidad de dinero que a él le placía a cambio de dejarles en paz, se los citaba a declarar ante el tribunal y siempre acababan pagando todavía más dinero en multas. Tanto si se le pagaba como si no, una visita del señor Glibstaff solía significar un gran gasto, y la gente lo recibía de la misma manera en que se recibe a alguien que ha venido a informarte de que tu casa ha sido declarada en ruina, o de que tus inversiones han perdido todo su valor.
Pero mi primera idea fue que alguien había dado un chivatazo a Glibstaff sobre mis últimas aventuras. Me quedé inmóvil tras la puerta, intentando oír la conversación. Pude ver a Glibstaff de pie, rígido y pomposo, hablando con Cramplock, que me daba la espalda. «Tenemos pruebas para creer —debía de estar diciéndole— que uno de sus empleados es un ladrón. ¡Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas sobre un camello!»
Me comía las uñas. Lo dos hombres parecían estar enfrascados en una conversación. ¿No podía haber sido el mismo Cramplock quien había hecho venir a Glibstaff? ¿El juego había llegado a su fin de una vez por todas? Cuanto más pensaba en ello, más me invadía el pánico. Seguramente había unos guardias esperándome en la puerta trasera, y si intentaba escapar, caería en la trampa. ¡Me querían atrapar acorralándome, como a un tejón! En un momento de locura, clavé los ojos en la hoja curva de la guillotina del papel y me puse a calcular si el cuello me cabría debajo.
Entonces oí como se cerraba la puerta. Después hubo un silencio. ¡Se había ido!
No podía creerlo.
Cramplock volvió a entrar.
—Otro trabajito —me comentó mientras leía un papel.
—¿Un qué? —le pregunté, como si me hubiese vuelto sordo del miedo.
Levantó los ojos del papel.
—El anuncio de un asesinato —me explicó—. Tenemos que hacer cincuenta copias para mañana. ¿Qué pasa, Mog? Tienes mala cara.
—Todo va bien, señor Cramplock —contesté, respirando aliviado—. Cuando vi que era Glibstaff, pensé… que… es decir, que…
Cramplock rió entre dientes.
—Bueno, por una vez su visita ha sido por negocios legítimos —repuso, dándome el pedazo de papel que le había entregado Glibstaff.
SE OFRECE
RECOMPENSA
A TODA PERSONA que ofrezca a LA CORONA
datos concernientes al último BRUTAL
ASESINATO
acontecido en la Ciudad de LONDRES,
siendo la víctima un tal señor don W. Jiggs
proveedor de navíos, vecino de Foulds Walk
en Eastcheap, la noche del
20 de MAYO
Al leer estas líneas, todo se desvaneció a mi alrededor. Podría haberme quedado allí parado más de veinticuatro horas y no me habría enterado.
—¿Mog? Tienes peor cara que antes —dijo Cramplock al final.
—Oh —exclamé, despertando del trance—, no es nada, señor Cramplock.
—Me alegra oírlo. Y ahora, manos a la obra, tenemos trabajo que hacer.
La cara de Nick, cuando se lo expliqué, se puso más blanca que cualquiera de los papeles que teníamos en la imprenta. Era como si le hubieran abierto un grifo bajo la barbilla y se le hubiera escapado toda la sangre de la cabeza por ahí.
—¿Cuándo ocurrió? —musitó.
—Ayer por la noche —contesté—. Lo encontraron en un carruaje de alquiler, sin caballo y sin cochero. Sólo la cabina y Jiggs muerto dentro. Cerca del río, debajo de la boca norte del puente.
—¿Cómo murió?
—No lo dice. —Me metí la mano bajo la camisa y saqué el cartel que había traído.
Estábamos otra vez sentados en La Cabeza de la Muñeca; tras acabar el trabajo, había ido a la taberna con Lash y me había encontrado a Nick esperándome, sentado en una esquina. Nada más verme, supo que había pasado algo. En ese momento, estaba leyendo el gran cartel, recorriendo la hoja de arriba abajo con los ojos, igual que había hecho yo, como sí no pudiera creer lo que estaba viendo.
—Supongo —dijo despacio— que debe de haber sido Coben. Quizá Jiggs lo estaba amenazando con revelar su paradero, o algo así.
Pero era evidente que estaba pensando lo mismo que había pensado yo. El asesino más probable era alguien que recientemente había recibido una nota anónima, y que la noche anterior había salido a la calle hecho una furia, creyendo que Coben y Jiggs le habían robado su más preciado tesoro.
El contramaestre. Y todo era culpa nuestra.
—Ha sido nuestra nota —murmuré preocupado—, ojalá no la hubiésemos escrito, con ese ojo dibujado, pensando que éramos los más listos…
—No puedes culparte por eso —replicó Nick—. Habría sospechado de ellos de todas maneras. Lo querían recuperar, porque en primer lugar fue mi padre quien les quitó el camello a ellos.
Hubo un silencio. Nuestras mentes trabajaban, barajando más posibilidades.
—Coben pensará que yo he hablado más de la cuenta —dije—. ¿Quién más que yo puede haberse chivado? Además, ya me estaban buscando por haberme escapado del baúl.
—Pero él se piensa que tú eres yo —repuso Nick—. Simplemente debe de creer que le he estado haciendo a mi papá el trabajo sucio, como de costumbre, y que he sido yo quien le ha dicho dónde se escondían.
—Muy bien, pues entonces nos quieren matar a los dos —solté, nervioso—. ¿Y ahora qué hacemos, Nick?
—Mira, no pierdas la calma —me aconsejó, haciendo una pobre imitación de alguien que no ha perdido la calma.
—¿Hoy has visto a tu padre? —le pregunté.
—No. He oído como se iba muy temprano esta mañana.
—¿Lo oíste llegar anoche?
—Sí. Llegó con mamá Muggerage. Estaban borrachos. Me parece que se quedaron dormidos en seguida.
—Entonces la señora Muggerage debe de estar al corriente —supuse—. ¿No crees que lo pudieron hacer los dos? ¿Juntos? —Me imaginé a esa horrible pareja abalanzándose sobre el delgaducho y asustado Jiggs, acorralándolo contra una pared en un callejón oscuro, cerca del río, el brazo del contramaestre doblándose, empuñando el cuchillo de la señora Muggerage…
Un hombre en una mesa cercana metió la mano en su bolsa y sacó un periódico. Avisé a Nick de un codazo. Los dos nos quedamos mirándolo, e intentamos descubrir qué noticias salían en portada. Al final el hombre nos pilló alargando el cuello para ver los titulares.
—¿Qué queréis? —preguntó altivo—. Es de mala educación leer por encima del hombro de la gente.
—Lo siento —se disculpó Nick—. Mira, Mog —siguió en voz alta—, la primera letra es una D, después hay una A. No estoy seguro de cuál es la que viene después. —Su mirada se volvió a cruzar con la del hombre—. Estoy aprendiendo a leer, de verdad —le dijo al hombre con una expresión de orgullo en el rostro.
—Pues parece que progresas —replicó el hombre, sin sonreír ni una pizca, y volvió a la lectura.
—¿Por qué le has dicho eso? —le susurré.
—Para hacerle creer que no sabemos leer —contestó Nick casi sin mover la boca—. Para que no sospeche de nosotros. ¿Sabes quién es?
—No —susurré—. Nunca lo había visto antes.
—Pues por eso —exclamó Nick—, ¡podría ser cualquiera! Si le hacemos creer que no sabemos leer, quizá no estará tan… alerta.
Al final, el hombre dobló el periódico, se lo metió en el bolsillo y se levantó para irse. De camino hacia la puerta pasó por delante de nuestra mesa.
—Buenas tardes —dijo.
—Oh, buenas tardes —contestó Nick, con una sonrisa algo estúpida en los labios.
—Buenas tardes —añadí yo. Tras asegurarme de que ya se había ido, me levanté y fui a la barra para preguntarle a Tassie si conocía a ese hombre.
—Pues no sé qué decirle, señoriiito Mog —me respondió, con el ceño fruncido—. Lo he visto por aquí una o dos veces. Tiene asuntos en la calle Leadenhall, he oído decir.
—¿Y cómo lo sabe? —le pregunté intrigado.
—Vaya, es curioso que me pregunte esas cosas, porque hace unos días otro cliente me preguntó lo mismo. Como usted, señoriiito Mog. Empezó a hacerme preguntas justo después de que el hombre saliera de la taberna. Entonces la gente se puso a hablar, y un hombre dijo que lo había visto subir a un carruaje y que le había oído claramente darle al cochero la dirección de la calle Leadenhall. Pero sólo son suposiciones, señoriiito Mog.
Tassie era milagrosa, metomentodo, pero milagrosa.
—Debe de ser alguien importante —le dije en voz baja a Nick al sentarme—. ¿Has oído lo que ha dicho Tassie? Más gente ha preguntado por él.
—La calle Leadenhall está bastante lejos —comentó Nick—. Cerca de la tienda de Spintwice. Se lo veía demasiado elegante para vivir por el barrio. Entonces, ¿qué hacía aquí, en primer lugar?
Sólo podíamos hacer suposiciones, y me di cuenta de que Nick había tenido razón, al asegurarse de que pasáramos inadvertidos. Nervioso, intenté calcular qué podía haber oído aquel hombre de nuestra conversación antes de que nos diésemos cuenta de su presencia.
—Bueno —dijo Nick—, al menos ahora podremos leer el periódico en paz.
—No —repuse desconcertado—, se lo ha llevado consigo. He visto cómo se lo metía en el bolsillo antes de irse.
Nick puso sobre la mesa un periódico cuidadosamente doblado.
—Es impresionante la gran cantidad de ladrones que hay por aquí —bromeó.
Nos llevó un buen rato encontrar el artículo que nos interesaba. Le dedicaban una columna de un par de pulgadas en la página dos.
Los cocheros de la ciudad de Londres han sido interrogados hoy tras el descubrimiento, ayer por la noche, del cuerpo de un hombre en un carruaje de alquiler abandonado en las inmediaciones de Swan Stairs. El difunto ha sido identificado como el señor William Jiggs, vecino de Foulds Walk, en Eastcheap. El señor Jiggs era soltero y trabajaba como proveedor de navíos, has autoridades piden la colaboración de testigos que hayan visto al señor Jiggs o hayan hablado con el la noche del 20 de mayo. Se busca urgentemente a un caballero con la cabeza vendada, quien fue visto acompañando al difunto a primera hora de la tarde, según testigos oculares. Se sabe que el señor Jiggs estuvo en la taberna has Tres Amigas, en Whitechapel, de la que salió por su propio pie. has causas de su muerte aún son confusas, ya que el cuerpo no presentaba signos evidentes de violencia.
—¿No presentaba signos evidentes de violencia? —exclamé sorprendido—. Así que no lo cosieron a cuchilladas.
—Sí, eso es de lo más sorprendente —dijo Nick—. No creerás que lo han envenenado, ¿verdad? No me parece un método de los que usa mi papá.
Volví a leer la columna, fascinado, intentando imaginarme los hechos que habían conducido al abandono del cadáver de Jiggs en el carruaje.
—Supongo que lo siguieron hasta su casa, tras salir de Las Tres Amigas —aventuré.
—No iba hacia su casa —me contradijo Nick—. No, si lo encontraron en el río. Te diré lo que pienso. Creo que alguien debió de estropearles los planes a los asesinos. Seguro que lo mataron en otro lugar, y se llevaron el cuerpo al río para lanzarlo al agua. Pero por alguna razón tuvieron que largarse de allí y acabaron dejando el cadáver en la cabina del carruaje.
—¿Cómo podían subir a un muerto a un carruaje sin que el cochero sospechara de ellos?
Nick soltó una carcajada.
—¿No crees que la mayoría de los cocheros haría cualquier cosa que se le pidiera, si alguien como mi papá apareciera en medio de la noche llevando un cadáver a hombros, y le pusiera una navaja al cuello?
—Me pregunto dónde debe de estar Coben —dije—. Seguro que estará bien escondido, sabiendo que corre por la ciudad esta historia del hombre con la venda.
—Se la habrá quitado —aseguró Nick—. Y no me sorprendería que ya esté camino de Francia.
Se oyó de golpe un estrépito en la puerta del local que nos hizo dar un bote a ambos. Dos clientes asiduos, unos hombres que conocía de una de las tiendas de la calle, entraron bromeando. Iban directamente a hablar con Tassie, pero cuando los saludé, se pararon de golpe.
—¿Qué tenemos aquí? —exclamó uno de ellos—. ¡Como dos gotas de agua! Bueno, uno de vosotros es Mog Winter. Pero os juro que no sé cuál de los dos.
Todos se echaron a reír, nos apuntaron con el dedo y nos convirtieron en el centro de atención de toda la clientela durante los cinco minutos siguientes.
—Creo que será mejor que dejemos de venir juntos por aquí —le dije a Nick en voz baja—. Nos ha visto demasiada gente. Este sitio ya no es seguro. Mañana por la tarde, si puedes, nos encontraremos en la fuente. —Estaba muy cerca de casa de Nick y había suficiente actividad y gentío para que dos chicos pasasen inadvertidos. Me levanté para irme—. Y no te olvides de vigilar la joyería. Si hay alguien espiando, ¡espiémosles nosotros a ellos!
—Ya he hecho trabajos así antes —me aseguró Nick—. Sé lo que me hago. ¿Y tú qué vas a hacer?
—Esconderme, creo. —Me subí los pantalones y tiré de la correa de Lash para que se levantara—. Nos vemos mañana.
—Mog —me llamó.
Me paré en la puerta y me volví. Allí sentado, con el enorme periódico desplegado sobre el regazo, me pareció muy pequeño.
—Ve con cuidado —dijo.
Al salir de La Cabeza de la Muñeca, miré con precaución en todas direcciones, antes de decidir qué camino tomar. Al entrar en el callejón estrecho que era la ruta más rápida hacia casa, me apercibí, por el rabillo del ojo, de que algo se había movido a mis espaldas, un poco más atrás. Durante los últimos días, estaba convencido de que había ojos observándome constantemente, desde todas las ventanas y detrás de todas las esquinas. Me pasó por la cabeza, y no por primera vez, que alguien podía estar vigilándome desde las mismas ventanas de La Cabeza de la Muñeca. Había estado pensando en preguntarle a Tassie a quién le estaba alquilando habitaciones en ese momento, pero quería ser prudente incluso con ella, para no despertar sospechas. Cuanta menos gente supiera en qué asunto andábamos metidos, mucho mejor.
Al volver la cabeza, habría jurado que vi desaparecer a alguien tras una pared. Sin ninguna duda, alguien me seguía. En ese caso, pensé, lo mejor sería desorientarlo. Tiré de la correa de Lash para que se pegara a mis tobillos y decidí seguir la ruta más complicada que se me ocurriera para llegar a casa, así que primero me metí por un callejón entre muros de ladrillos rojos que iba en dirección contraria. A un lado, los edificios más destartalados de toda la parroquia no sólo vertían sus aguas residuales hacia el dique del Fleet, sino también sobre los adoquines de la calle. Entre esas ruinas, con la torre de la iglesia de St. James alzándose a sus espaldas, habitaban hordas de gente para las cuales Londres no había encontrado ninguna utilidad. Allí habían hallado cobijo, apiñados, durmiendo diez o veinte en cada habitación, los niños con los adultos, los sanos con los enfermos, en casas asquerosas de siglos de antigüedad y que habían acabado en tal estado de deterioro que deberían de haber sido derribadas hacía años. De vez en cuando, alguno de esos edificios se derrumbaba, sin más aviso que un súbito crescendo de crujidos; se desplomaba, lanzando a la calle una cascada de polvo, ladrillos y vigas de madera, y dejando un hueco entre dos casas parecido al agujero que queda en la boca cuando un diente se cae. Los pobres desafortunados a los que el derrumbe pillaba dentro de sus casas, solían acabar muertos entre las ruinas. Los que habían salido a la calle, volvían para encontrarse con que se habían quedado sin un lugar donde vivir. Entonces volvía a empezar el proceso de encontrar otra casa insegura y miserable a la que trasladarse con toda su sorprendida y tísica familia. Si tenían la mente lo suficientemente ágil, podían tramar crímenes inteligentes y violentos; si sus cuerpos tenían suficiente energía, podían dar a luz a chiquillos llorones de existencia miserable, comparados con los cuales la cría de rata más rosada y pelona tenía más posibilidades de sobrevivir. No faltaban las historias de gente que se había aventurado por aquellas calles para no aparecer nunca más, y a pesar de mi interés por despistar a quien fuera que me estaba siguiendo, me paraba en cada esquina con el alma en vilo para reunir el valor que me permitiera seguir adelante.
Pero lo que realmente me aterraba era ser plenamente consciente de que no era mucho lo que me diferenciaba de la gente que vivía allí, y que si mi madre me hubiese traído al mundo sobre un montón de paja sucia o sobre unos papeles de periódico en una de aquellas casas, mi vida sería igual a la de todos ellos. Una criatura huesuda y envuelta en harapos que asustaría a otros niños, un animal amarillento, flacucho y con los ojos hundidos que sólo sabría sobrevivir, un espantapájaros.
Pronto empezaría a oscurecer, y estaba seguro de haber despistado a mi perseguidor. Había girado hacia el norte, al oeste, hacia al sur, de nuevo al oeste y había vuelto sobre mis pasos tantas veces que había perdido la pista de dónde me hallaba. Pero al doblar la esquina siguiente, me encontré de repente en un sitio que me resultó familiar, una calle ancha, iluminada tranquilizadoramente por la luz del crepúsculo. Al final de la calle pude distinguir el inconfundible claro de los jardines de Clerkenwell. Lash ya sabía dónde nos hallábamos, cerca de la entrada trasera al taller de Cramplock, y se dirigió hacia casa con decisión, prácticamente arrastrándome tras él.
Mientras nos acercábamos a la plaza, oí algo que venía de una de las ventanas cercanas. Al principio, pensé que alguien cantaba, pero tras escuchar un par de segundos más, cambié de opinión. Era música, música de algún tipo, salida de un instrumento que podía ser una flauta o una gaita, pero que al mismo tiempo no sonaba como ninguna de las dos.
Entonces recordé al vagabundo irlandés, aquel que hablaba con voz musical sobre sonidos como serpientes. Así que no estaba loco después de todo; mientras permanecía escuchando esa música, intrincada y vertiginosa, me di cuenta de que oía exactamente lo que aquel hombre había descrito. Era extraordinaria, subía, bajaba y se entrelazaba haciendo nudos. Se diferenciaba tanto de la música normal como los extraños símbolos de la nota del hombre de Calcuta se diferenciaban de la caligrafía normal. Había algo en esa música que me recordaba a aquellos garabatos incomprensibles, que colgaban de la línea superior como ropa tendida, hecha jirones a cuchilladas. ¡Había oído esa música antes! ¿No había sido cuando creía imaginarme cosas, encerrado en el baúl robado por Coben y Jiggs?
Corrí calle abajo, hacia el lugar de donde provenía la música, y de repente pensé que sabía lo que me iba a encontrar. Y ciertamente, al mirar por las rejas de los sombríos patios traseros, pude comprobar que la música provenía de la misteriosa casa abandonada contigua a la imprenta de Cramplock.
Lash tiraba de la correa para alejarse de allí.
—Por aquí —le dije, y traté de dominarlo—. Por aquí, chico.
No quería acercarse. Por mucho que lo intenté, no hubo manera de que viniera conmigo, y al final lo solté.
—¡A casa! —le ordené cuando se quedó mirándome fijamente, a cinco o seis pasos de mí, ladeando la cabeza—. ¡Vete a casa!
Me entendió a la perfección. Cuando desapareció, me volví hacia las altas verjas de hierro y me quedé mirando al otro lado durante unos momentos. Finalmente, respiré hondo y abrí la puerta.
Me encontré adentrándome en un pequeño jardín descuidado que parecía una jungla rodeada de altos muros de ladrillo. La música exótica parecía llenar el cálido aire de la noche. A lo largo de los años, un viejo tejo había escalado todo el muro, metiendo sus ramas entre los ladrillos. De todas las superficies colgaban hiedra, otras plantas trepadoras y grandes racimos de hojas inmensas. Se oía el constante zumbido de los insectos, y el calor del atardecer y la vegetación exuberante me hicieron creer que me encontraba muy lejos, en un país exótico, y que de alguna manera, Londres se había esfumado por completo. Me sentía muy extraño, como si hubiera dejado de habitar dentro de mi cuerpo y me estuviera viendo desde fuera, una sensación parecida a la que había tenido encerrado en el baúl, en la guarida de Coben, y también la noche anterior en la tienda de Spintwice, tras abrir el camello. En aquel momento pensé vagamente lo extraño que era que no me hubiera dado cuenta de que este jardín existía; ni siquiera me había imaginado que allí podía haber algo semejante.
La música se fue perdiendo y recobré el sentido. Me aventuré hasta la pequeña puerta, apartando las plantas que colgaban sobre mi cabeza, y escuché buscando alguna señal de actividad. No se oía nada. Todavía me sentía algo mareado cuando abrí la puerta, que cedió lenta y pesadamente, sin que las bisagras rechinaran.
Estaba muy oscuro, y esperé un momento a que los ojos se me acostumbraran. Pero lo que vi no fue lo que esperaba encontrar. Me hallaba en el hueco de una escalera, con unos escalones de madera que ascendían. Las paredes parecían inclinarse en diferentes ángulos, de manera que daba la impresión de una ilusión óptica. El polvo flotaba bajo la luz de la tarde. Los tablones del suelo crujían bajo mis pies, y mientras avanzaba, mirando al interior de las pequeñas salas, todas aparentemente vacías, sentía cada vez mayor perplejidad.
Había estado otra vez en esa casa, pero no había visto nada parecido. Desafiando las advertencias de Cramplock, me había atrevido a entrar hacía mucho tiempo, y recordé que entonces había estado completamente vacía: sin suelos, sin escaleras, sin tabiques; simplemente un gran caparazón, oscuro y quemado, con las paredes desnudas de ladrillo ennegrecido, y vigas retorcidas y carbonizadas atravesando el espacio sobre mi cabeza, allí donde una vez hubo el suelo del piso superior. Lo recordaba con toda claridad.
Pero en ese momento no se veía ni un solo rastro del incendio. Alguien debía de haber estado allí, reconstruyéndolo todo; aunque no había muebles ni ninguna señal de que alguien hubiera estado viviendo allí.
Sin darse cuenta del miedo que tenía el resto de mi cuerpo, mis pies empezaron a subir los peldaños lentamente. Del rellano se accedía a tres habitaciones, todas tan desnudas y vacías como las del piso de abajo, a excepción de las paredes de una de ellas, que estaban forradas desde el suelo hasta el techo con paneles de roble macizo. Y justo en el centro de la habitación, bajo un rayo de luz, había una especie de pedestal y sobre él, a la altura de mis ojos, descansaba una estatuilla.
Me acerqué a ella. Era de bronce y parecía representar una figura humana sentada, con las piernas cruzadas y las manos colocadas sobre las rodillas, con las palmas mirando hacia arriba. Al mirarla más de cerca, bajo la tenue luz, me di cuenta de que no tenía el rostro de una persona, sino el de un elefante, con una trompa que le descendía recta hasta el regazo y dos colmillos finísimos que se curvaban hacia cada lado. En tamaño y color, esa estatuilla era muy parecida al camello. Pasé los dedos sobre la superficie de bronce, por los pies minúsculos, por los pliegues de la ropa. En medio de la frente tenía una pequeñísima joya roja, brillante, con forma de lágrima.
El rubí, si eso era, reflejaba la luz del sol del crepúsculo, que entraba a través de la ventana, y brillaba con un resplandor intenso y etéreo. Parecía como si a la frente del elefante le hubiese salido un único ojo. Al mirarla más de cerca, me pareció que destellaba con más fuerza, casi fieramente. No podía dejar de mirarla.
«Te tengo —parecía decir—. Yo tengo el control.»
Por un momento, volví a sentirme mareado, y entonces la luz se apagó, como si el sol se hubiese escondido detrás de una nube o finalmente se hubiese puesto en el horizonte. Mis dedos se paseaban por encima de la superficie lisa de la frente y por el montículo formado por la joya, y al pasar el dedo índice por la fina trompa, cada vez más estrecha, me di cuenta de que tenía bisagras, que estaba articulada y podía moverse.
Puse un dedo detrás de la trompa, como si fuera el gatillo de una pistola, tiré de ella y se alzó con un clic inesperado, de manera que aquel hombre elefante parecía estar elevando la trompa y barritando, silenciosamente furioso. Me alarmé al oír un ruido en alguna parte de la pared. Me quedé paralizado, supuse debía de ser alguien acercándose, pero al mirar a mi alrededor me di cuenta de lo que había provocado ese ruido. Al parecer había accionado un mecanismo que abría una trampilla en los paneles de roble de la pared, en la esquina del fondo de la sala. Con mucho cuidado, devolví la trompa a su posición original y me volví para echar un vistazo.
El panel, cuando estaba cerrado, era como los otros; pero había quedado ligeramente abierto, a la altura de los hombros, como una trampilla. ¿Cómo podía resistirme a levantarla para ver qué había detrás? Con un chirrido casi inaudible, la puertecilla se abrió para revelar un compartimiento secreto, más o menos de la altura de un adulto bajito, y no mucho más ancho. Un escondite, no demasiado cómodo, pero lo suficientemente grande para que una persona cupiera dentro. Al principio pensé que estaba vacío, pero, una vez se me acostumbraron los ojos a la oscuridad, me di cuenta de que dentro había una gran cesta de mimbre, con forma de urna. Intrigado agarré la cesta con ambas manos. Pesaba menos de lo que había esperado, pero al levantar la tapa, supe que había algo dentro.
Examiné el interior. Fuera lo que fuera, estaba en el fondo; era de color oscuro y a primera vista, no muy grande. ¿Qué podía ser? ¿Un pedazo de tela? ¿Algo de comida?
Entonces, lentamente, con un roce siniestro contra el mimbre, lo que había allí dentro se movió.
¡Estaba vivo! Con la luz que había sólo conseguí ver algo que se retorcía en el fondo de la cesta, molesto por el movimiento inesperado, despertando, levantando de repente una cabeza negra, esbelta y letal. Con una mezcla de terror y repulsión, volví a cerrar la tapa.
Una serpiente. ¡La serpiente! ¿Cómo podía esperar otra cosa? Tenía que salir de allí.
Pero cuando me alejaba del compartimiento secreto, oí el sonido inconfundible del pomo de una puerta al abrirse en el piso de abajo, seguido de unos pasos lentos, como si alguien entrara en el recibidor y se parara al pie de la escalera. Estaba acorralado.
Presa del pánico, recorrí la habitación con la mirada. Podía oír los pasos resonando implacables mientras subían por la escalera hacia mí. Tan sólo había un sitio donde esconderse.
Las lágrimas me inundaron los ojos mientras me metía en el escondrijo secreto. Puse la cesta de la serpiente lo más lejos que pude, junto a la puerta de la trampilla, y me apreté con todas mis fuerzas contra la pared trasera. No sabía qué era lo que me aterrorizaba más: si el hombre de Calcuta o su serpiente, a la que podía oír deslizándose ásperamente, enrollándose sobre sí misma, dentro de la cesta.
Aguanté la respiración en la oscuridad. En pocos segundos los pasos entrarían en la habitación, y lo único que podía hacer yo era apretarme más y más contra la pared, rezando para no ser descubierto. La luz gris del crepúsculo entró en el escondrijo cuando la trampilla se abrió, y un par de manos agarraron la cesta.
Me preparé para lo peor, y me quedé tan inmóvil como pude, con el corazón latiéndome fuerte, esperando que no me viera. Una voz se puso a hablar suavemente, en una lengua extranjera, susurrante, como si las palabras se dirigieran a la serpiente. Cuidadosamente, las manos sacaron la cesta a través del agujero, y mientras la voz seguía cantando suavemente y yo continuaba apretándome contra la pared trasera del escondrijo, la puerta de la trampilla se cerró y oí el clic de un cerrojo.
Abrí los ojos. Una oscuridad absoluta. Los pasos se iban alejando, cada vez más inaudibles, bajando la escalera. Notaba el pulso palpitándome en las sienes. No me había descubierto y se había llevado la serpiente, pero a cambio estaba atrapado. Durante lo que por lo menos duró un minuto no me moví; todo lo que me acababa de pasar en los últimos instantes daba vueltas en mi cabeza. Cuando al final me moví, fue porque de repente noté que la pared del compartimiento temblaba a mis espaldas.
Intenté no perder el equilibrio, pero me había estado apoyando con todas mis fuerzas contra ella, y esa pared se derrumbaba. Antes de poder reaccionar, había caído junto con una cascada de ladrillos y estaba tendido de espaldas en el suelo, a oscuras, magullado y mareado.