Al salir de la imprenta, mientras cruzaba calles y más calles, el ceniciento cielo estaba lleno de palomas. Tenía que hablar con Nick. La tarde se me había hecho eterna, con Cramplock de un humor de perros y la cabeza tan saturada por todas mis aventuras recientes que no podía concentrarme en el trabajo. Como había llegado tarde, me obligó a quedarme trabajando hasta el anochecer. Pero ¿cómo quería que me concentrara en un momento como ése?
Al final me dejó ir, cuando ya casi no había luz. Pocos minutos después ya entraba sigilosamente en el desolado patio de La Melena del León, aguzando la vista por si había alguien vigilando. Esa noche dejé a Lash en casa a propósito. La señora Muggerage ya sabía la pinta que yo tenía y, después de haber fallado con el cuchillo de carnicero, iba tras un chico acompañado de un perro. Sin perro no resultaría tan sospechoso. La verdad es que no me hacía ninguna gracia tropezarme con ella de nuevo, ni tampoco con el contramaestre, y me pegué rápidamente contra la pared del establo al oír sus voces flotando sobre mi cabeza. Bueno, flotando no sería la palabra más adecuada, porque sus voces caían a plomo desde el piso de arriba. Cuando la señora Muggerage habría la boca, su voz sonaba como un hombre tocando un concierto sobre un yunque.
Eché un vistazo desde la esquina y pude ver a los dos en el balcón. Creo que el contramaestre estaba borracho, porque reía de manera incontrolada e iba en camiseta. Por primera vez, lo vi…
Era inmenso. Tenía la piel sucia y casi no le quedaban pelos en su abultada cabeza. Iba mal afeitado y se le veía el mentón casi negro por los restos de barba. A través de los agujeros de la camiseta de malla asomaban pelos negros por doquier, como si en verdad fuera un gorila disfrazado de contramaestre, y yo lo hubiera pillado a medio ponerse el disfraz. De lo que no tenía ninguna duda era de que, con sus brazos anchos y robustos y su enorme cuerpo, podría haberse enfrentado cuerpo a cuerpo con muchos gorilas y ganar el combate. No entendía cómo el balconcillo de madera podía seguir enganchado a la fachada, teniendo que aguantar el peso de aquellos dos.
—¡Ja, ja, ja, ja! —bramaba el contramaestre—. Señora Muggerage, así acabará matándome, ¡ja, ja, ja, ja!
—Con un poco de suerte —murmuré para mis adentros, volviendo a esconder la cabeza tras la esquina. Nick me había dicho que esa espantosa pareja solía salir de noche. ¿Cuánto tiempo tendría que esperar antes de que el camino estuviera despejado?
—Aquí tienes un pudín caliente —me llegó la voz de la señora Muggerage—. ¡Vamos, picarón! ¡Ven a hincarle el diente, y así dejas de meterte en líos!
Los dos volvieron a reír a carcajada limpia. No pude resistir volver a mirar desde la esquina y allí seguían en el balcón, el contramaestre y la señora Muggerage, agarrados en el más amoroso de los abrazos, como un par de toros de lidia luchando con los cuernos.
Me estremecí y decidí esconderme en el establo hasta que se hiciera completamente de noche. Los caballos se movieron inquietos cuando abrí la media puerta de madera y me colé dentro. Supongo que, normalmente, cuando alguien entraba era para maltratarlos o para hacerlos trabajar sin piedad.
—Chist… Sólo soy yo —susurré, acariciándoles las caderas, y el que estaba enfermo tosió violentamente como respuesta. Esa vez no había nadie en la esquina, sólo una caja, donde el viejo vagabundo había dormido la noche anterior, apoyada contra una parte de la pared del establo que estaba especialmente húmeda. Al sentarme, vi un agujero en uno de los tablones del muro, en un nudo de la madera. Cuando acerqué el ojo y miré por el agujero, tuve una vista perfecta de la puerta de la casa y del balcón, donde todavía estaban el contramaestre y la señora Muggerage; sus voces resonaban en el patio como un eco. Al examinar el tablón de madera de cerca, noté que no se trataba de un agujero natural, sino hecho a propósito y de la forma más rudimentaria. ¡Así que era cierto que alguien había estado vigilando antes desde allí! Evidentemente, eso era lo que Coben y Jiggs querían decir en su nota, cuando habían escrito:
Ay ojos vijilandote ahora
A pesar de todo, eso me beneficiaba. Podía vigilar los movimientos de la enorme pareja, sin que nadie supiera que yo estaba allí, a no ser que quien normalmente ocupaba esa posición viniera y me descubriera.
Busqué por el establo para ver si encontraba más pistas; no había nada entre la paja, ni tampoco grabado en los tablones de la pared. No encontré nada importante hasta que levanté la caja y debajo hallé un librito sobre la paja sucia. Quien hubiera estado sentado allí debía de haber estado leyendo, quizá para aliviar el aburrimiento de las interminables horas de espera. Era un librito delgado, burdamente encuadernado, de veinticuatro páginas. Los bordes del papel estaban carcomidos, y parecía que las hojas fueran de diferentes medidas, de manera que cuando el libro estaba cerrado no coincidían perfectamente. Si en el taller yo hubiera entregado un trabajo como ése, Cramplock me habría dado una buena colleja. Al acercarlo a la luz me di cuenta de que cada pocas páginas surgía la misma filigrana que había visto en los documentos de la aduana la noche anterior: un perro durmiendo, con la cola enrollada alrededor hasta tocarle la nariz.
Se trataba de un poema. En mi vida me había cruzado con una gran cantidad de poesías, porque en el taller a menudo imprimíamos poemas y baladas, pero nunca había visto una poesía como ésa. Parecía una especie de acertijo, pero por mucho que la releí no conseguí encontrarle el sentido.
Dorado, como una tigresa bajo la luz
de la noche en el llano de Brahmaputra,
que con un movimiento súbito ahuyenta
los enemigos que traspasan sus dominios,
merodeo, lleno de un placer hostil
en ruinas, y en el caos y en el dolor
me escabullo y cambio de apariencia
antes de que la noche convierta en uno
lo negro, lo dorado y lo blanco.
En el momento que me ven, desaparezco,
y me río de la confusión que provoco.
Mis poderes sobrevivirán a la eternidad.
Levanto mi sutil nariz para oler el miedo.
Y me instalo en tu cabeza, habito en ella,
frustrando tus intentos de entenderme.
Sólo conseguí llegar hasta este punto antes de notar que los párpados me pesaban y mi mente se sumía agradecida en un sueño reparador.
Pero tenía que estar alerta, por si acaso el contramaestre pasaba por allí, o por si el vagabundo volvía. Intenté alejar el sueño, dejé el libro y volví a mirar por el agujero, tras respirar profundamente unas cuantas veces. Pero por mucho que me esforzara, no podía superar la necesidad de cerrar los ojos y dejarme ir, recostado contra la pared del establo.
De repente un ruido de fuera me espabiló. A través del agujero pude ver como el contramaestre bajaba por los escalones de la entrada a la casa. La poca luz que quedaba estaba a punto de desvanecerse, y el contramaestre sólo era un amasijo de manchas grises en movimiento en medio del crepúsculo. Pero sin ninguna duda era él y estaba a punto de marcharse a alguna parte. Lo vi pararse en medio del patio y, con determinación, echar un vistazo a su alrededor, como si intentara detectar si había ojos espiándole. Tuve miedo de que los míos, que asomaban por el agujero de la pared del establo, pudieran radiar alguna especie de destello y delatarme. Pero tras una pausa de un segundo, emprendió la marcha. Creo que había oído toser al caballo y se había parado a escuchar para asegurarse de que no era la tos de una persona.
Aunque, por lo que yo sabía, la señora Muggerage seguía en la casa, el patio estaba tan oscuro y en calma que decidí aventurarme. Quizá consiguiera llamar la atención de Nick sin que ella me viera. Cuando me acerqué sigilosamente al fregadero, donde estaba la trampilla que llevaba al sótano, pude distinguir claramente un bufido detrás de la puerta rosada: un gruñido profundo, gutural, más propio de un cerdo que de una persona. Intentar entrar por allí quedaba descartado.
Atravesé el patio corriendo hasta la reja de la ventana del sótano, pero una vez allí no oí ni vi nada.
—¡Nick! —susurré suavemente.
Nada.
—¡Nick! —volví a susurrar—. ¿Estás ahí?
No me atreví a hablar más alto. Levanté la cabeza y eché una rápida ojeada a mi alrededor, por si al contramaestre se he hubiera ocurrido regresar, pero no oí nada. Agarré la rejilla y tiré de ella en un gesto de desesperación. Abrumado, oí un fuerte chirrido; cayeron trozos de yeso de la pared, un ladrillo cedió y me quedé con la reja en la manos. Cerré los ojos de desesperación. ¡Si la señora Muggerage no había oído ese ruido, sería un milagro! Me agaché allí mismo, sin atreverme a soltar la reja ni a levantarla más, por si volvía a hacer ruido.
Hubo un crujido en el sótano y después oí que la ventana se abría a mis pies. Me quedé helado.
—¿Quién hay ahí? —dijo una voz atrevida. Rompió de tal manera el frágil silencio que estuve a punto de salir corriendo, pero me di cuenta de que se trataba de Nick.
—Chist —susurré—. Soy yo… ¡Mog!
—¡Mog! ¿Qué haces ahí? Si mamá Muggerage te encuentra…
—Tengo que decirte algo.
—Pero no puedes entrar. Será mejor que te vayas.
—¿Y tú, puedes salir?
Hubo una pausa.
—Un momento —contestó.
Nick era gato viejo cuando se trataba de escabullirse a través de grietas, y el agujero que había hecho al tirar de la vieja reja era lo suficientemente grande para él. Tras un minuto o así, el muchacho estaba de pie a mi lado, a oscuras, quitándose el polvo a manotazos.
—Espera —me pidió. Me puso la mano sobre el pecho para indicarme que lo siguiera y atravesó el patio a oscuras, mucho más alerta que yo a los ruidos o los movimientos poco usuales. Furtivamente, examinando la zona detrás de cada esquina antes de aventurarse, me guió por un callejón hasta un patio más animado que estaba ante la taberna La Melena del León, donde había luces y gente llevando sus caballos de las riendas, chillándose los unos a los otros. Cuando un pequeño grupo de hombres pasó, me hizo apoyarme contra una pared húmeda.
—No era tu padre —dije, con temor.
—No, pero son hombres que lo conocen muy bien. Y a mí también me conocen.
Podía distinguir bien a Nick bajo la luz que venía de la taberna. Llevaba la misma ropa, pero me fijé que esa noche tenía en la frente un moratón enorme que antes no estaba.
—¡Nick! —exclamé—. ¿Cómo te has hecho eso?
Sonrió con tono cansado.
—Espléndido y brillante, ¿verdad? Me lo noto como si fuera bien grande. Mamá Muggerage me lo ha regalado esta mañana, después de que escaparas. Creo que te echó el ojo bien echado, ¿sabes? Si te encuentra de nuevo por aquí, te matará.
—¿Te duele?
—Me dolió antes. Ahora no lo noto demasiado. —Me echó un vistazo—. Está en el mismo lugar que el tuyo.
Me llevé la mano a la cabeza para comprobar que aún llevaba la venda. Con cautela, me volvió a llevar entre las sombras, contra la pared.
—Escucha —le dije, sin ganas de perder el tiempo—. Coben es un asesino. Acaba de escapar de la prisión. Lo he descubierto hoy.
—¿Cómo lo sabes?
Le expliqué la historia del cartel de Cockburn.
—Corren muchos sueltos —afirmó Nick en un tono que de golpe lo hizo parecer un adulto—. Asesinos, me refiero. Papá conoce a un montón, y apostaría a que él también tiene algunos asesinatos en su haber.
Hubo un largo silencio mientras yo consideraba sus palabras. No me costaba imaginarme al contramaestre matando a alguien, partiéndole el cuello o estrangulándolo con una soga. Las imágenes que me venían a la cabeza eran tan vividas que empezaron a temblarme las piernas.
—¿Todavía tiene el camello? —le pregunté.
—Por lo que sé, sí.
—Bueno, creo que tenemos que cambiarlo de lugar —sugerí.
—¿Cambiarlo adonde?
—A cualquier sitio. ¿Sabes el vagabundo que te dije que había en el establo esta mañana? Debe de haber estado espiando de parte de Coben y Jiggs. He encontrado un pequeño taburete y un agujero en la madera desde donde, supongo, que han estado espiando tu casa muy a menudo. Saben que el camello está allí, Nick, e intentarán entrar para hacerse con él, por supuesto que lo harán.
—Bueno, es por eso que mi papá dejó a mamá Muggerage haciendo guardia —replicó Nick en un tono de voz que sugería que yo era estúpido por no haberme dado cuenta de ello antes—. Papá tiene miedo. Los he oído hablar esta tarde. No dejará que la casa quede sin vigilancia. Fue esa nota la que lo puso sobre aviso, la nota de los ojos vigilando.
—Pues bien, sí, hay ojos vigilando —dije—. Alguien va a matar a alguien para conseguir ese camello.
De repente se oyó el golpe de una pisada, y una linterna dobló deliberadamente la esquina y nos iluminó en el callejón. Por primera vez oí a Nick soltar un taco en el lenguaje que había aprendido de los marineros. No pudimos ver quién sostenía la linterna, porque la repentina aparición de la luz nos cegó, pero fuera quien fuera, nosotros no le interesábamos, porque tras examinarnos brevemente, siguió avanzando y nos volvió a dejar sumidos en las sombras.
—Éste no es un lugar muy seguro, ¿no? —dije.
—Métete más adentro del callejón —susurró Nick.
Ahora la oscuridad era prácticamente absoluta. Nick sólo era una voz que murmuraba y un aliento cálido sobre mi cara. Hablaba muy rápido.
—¿Qué haremos, entonces? ¿Qué hacemos para sacar el camello y adonde nos lo llevamos? Cualquiera que esté vigilando nos puede ver salir con él, y entonces nos matará.
—Pensaba que se te ocurriría algo —repliqué—. Al fin y al cabo, tú eres el ladrón. —Pude ver que estaba perdiendo interés en nuestra aventura. La violencia de su padre lo asustaba.
—Mira —repuso—, sé cómo es mi padre. Ésta no es la primera vez que alguien va tras de él y tampoco será la última. Yo me las arreglaba muy bien solo hasta que tú apareciste, y cinco minutos después de conocerte ya recibí una buena zurra. Y ahora, por lo que parece, quieres meterme en más líos.
Pero yo estaba demasiado entusiasmado para escuchar lo que me decía.
—Nick, no puedo dejar que se lo queden —insistí—. No sé por qué, no puedo explicarlo, pero estoy seguro de que todo esto significa algo.
Nick no dijo nada. No lo entendía, y yo no lo culpaba por ello. Pero la mente me iba a una velocidad vertiginosa. Recordé una cosa que me había dicho esa mañana.
—Hoy me has dicho —le susurré— que a menudo le escribes notas falsas a tu padre, haciéndote pasar por otra gente.
—A veces —replicó arisco.
—¡Pues muy bien! ¡Puedes simular que fueron otros quienes se llevaron el camello, escribiendo una nota firmada por ellos!
—Mog —insistió—, ¿no lo entiendes, verdad? Esto no es un juego. La clase de gente que se mezcla con mi padre no está para juegos. Cuando están en alta mar se crean muchos resentimientos y odios, y cuando desembarcan, la gente que no les gusta simplemente… desaparece. Mog, siempre ajustan las cuentas aunque a veces tarden años. La gente que molesta a mi padre se cree que está a salvo en cuanto él zarpa con su barco y desaparece por la boca del río, y puede que así sea pero sólo hasta que vuelve. Un buen día se los da por desaparecidos y al final los pescadores los sacan del río, completamente verdes, medio comidos por los gusanos. Y eso si alguien los encuentra.
Al final había conseguido que lo escuchara. Nos quedamos quietos en la oscuridad, sin decir nada. Me había asustado mucho y el corazón me palpitaba a gran velocidad, pero algo dentro de mí todavía estaba más que ansioso por descubrir qué era lo que estaba pasando allí.
—Entonces no es necesario que te mezcles en todo esto —le dije finalmente—. Simplemente vuelve a casa y bájame el camello. Ya me encargaré yo de esconderlo. No es necesario que te metas en líos. Tan sólo deja que me lo lleve, Nick. Ya lo haré yo sólo. Ya escribiré yo la nota. No puedo rendirme ahora.
Noté que respiraba hondo, y hubo otro largo silencio.
—¿Sabes? —dijo finalmente—. Creo que eres el chico más testarudo que he conocido en mi vida.
Ya era noche cerrada cuando Nick fue a la caza del camello.
Yo me quedé haciendo guardia en el oscuro patio, mientras él se escurría como un gato por encima de los muros y los techos bajos del patio de La Melena del León, buscando una manera de entrar a robar en su propia casa. Bastó con apoyar unos segundos la oreja en la puerta del fregadero para asegurarnos de que la señora Muggerage seguía roncando; lo único que Nick tenía que hacer era encontrar una ventana del piso de arriba por donde colarse. Mientras aquella imponente mujer seguía roncando en el piso de abajo, sin ninguna duda soñando con conseguir el primer premio en los Campeonatos Nacionales de Lanzamiento de Cuchillos de Carnicero, aclamada por toda una flota de amorosos contramaestres, los ligeros pies de Nick se movían por encima de los tablones de madera bajo los que ella dormía, y en la oscuridad, buscó a tientas hasta que sus dedos dieron con el suave cuello del camello de metal.
Yo daba vueltas, desde mi posición, intentando vigilar todos los lados a un mismo tiempo. Estaba especialmente atento a la esquina del establo, donde sabía que era muy fácil que cualquier observador se colara, completamente inadvertido, tras el delgado muro. ¿Estarían los ojos de algún asesino mirándome fijamente? ¿Habría alguien esperando al acecho? ¿Algún…?
Noté como una mano me tapaba la boca. Casi me morí del susto.
La voz de Nick me susurró al oído.
—¿Qué clase de vigilante eres? Podría haber sido cualquier persona.
Había sido tan sigiloso que no me había dado cuenta de que ya había salido de la casa.
—¿Lo tienes? —le pregunté.
—Chist. ¡Baja la voz! Sí, lo tengo, y te he traído una manta para que lo envuelvas.
Con manos trémulas, agarré el paquete irregular que me pasó, y noté el contorno extraño del camello a través del tejido.
—La nota —le susurré.
—La pasaré por debajo de la puerta del fregadero —me informó Nick—. Y ahora esfúmate antes de que mi papá vuelva.
—Tu papá o cualquier otra persona —advertí. Forcé la vista para poder entrever su rostro en la oscuridad, e intenté imaginar su expresión, emocionado de que finalmente hubiese decidido ayudarme.
—¿Y bien? —preguntó tras una pausa—. ¿A qué esperas?
—Gracias, Nick —dije.
—No me vengas con ésas, ¡y lárgate!
Con el paquete bien apretado contra el pecho, avancé sigilosamente hasta el muro del establo y me escabullí por el pasaje que conducía al patio de la taberna. Tras echar una mirada a ambos lados, me puse a correr en la oscuridad, atravesando las calles en dirección a Clerkenwell.
Cuando entré en la imprenta de Cramplock, no se oía ningún ruido, a excepción del zumbido de las luces de gas que había fuera, en la esquina, y el familiar resuello de Lash, dándome la bienvenida en la pesada puerta de la entrada. Una vez dentro, noté su hocico en la palma de la mano y fui a la alacena a buscar una jarra de leche para darle algo de beber. Había pasado mucho rato fuera, y lo oí gimotear.
—Espera —le dije—. ¡Ya voy, ya voy!
Entonces, antes de subir a la cama, giré la lámpara de encima de la mesa, para así poder ver mejor el paquete en el que estaba envuelto el camello. El hocico de Lash apareció sobre el borde de la mesa, olisqueando la vieja manta con curiosidad mientras yo desenvolvía el fardo.
Alcé el camello entre las manos. Realmente no seta demasiado impresionante: sin brillo, con la superficie escamosa, y más o menos del tamaño de una gallina. ¿Por qué demonios la mitad de la población criminal de Londres iba tras aquel animal?
Lash daba saltos y me golpeaba con las patas delanteras, lleno de curiosidad. Tuve que apartar el camello para que dejase de olisquearlo de una vez.
—¿Qué te pasa, chico? —le pregunte—. Es un camello. ¿No has visto nunca un camello? ¿Eh? Vaya un cachivache más viejo, ¿verdad?
Parecía que quisiera roerle la cabeza.
—Para de una vez —le ordené impaciente, sacándole el camello de delante—. Abajo, perro estúpido.
Le había mojado la cabeza con saliva. Lo sequé con la manta en la que lo había traído envuelto y lo volví a tapar con ella.
Lash todavía lo buscaba con la mirada, alerta y expectante, siguiendo con los ojos todos los movimientos de mis manos. Me agaché para abrazar su cabeza peluda.
—Bueno, vaya un día —le dije—. Han pasado muchas cosas, ¿a que sí, chico?
Mientras le apretaba la cabeza contra la mía, Lash intentaba sacar la lengua por la comisura de la boca para lamerme la cara. Lo agarré del hocico y lo miré fijamente a los ojos.
—¿Te ha caído bien Nick? ¿A que sí, verdad? ¿Crees que será nuestro… amigo?
Dudé un segundo antes de pronunciar la palabra, y cuando lo hice, me sonó extraño que saliera de mis labios. Desde que había salido del orfanato, había aprendido a cuidarme yo solo. No había muchos chicos de mi edad en los que confiara lo suficiente para llamarlos «amigos». Sólo éramos Lash y yo, y así había sido desde que podía recordar. Pero había algo en Nick que me hacía sentir diferente. Tenía la extraña sensación de que acababa de encontrar a alguien con quien realmente quería pasar el rato. Y era mucho más que eso. Tal como había intentado explicarle a Nick, notaba que esa aventura en la que ambos estábamos involucrados era, de algún modo, importante, aunque no acababa de entender por qué…
Pensé en la nota que habíamos falsificado para el contramaestre y no pude evitar sonreír de satisfacción al imaginármelo encontrándola y abalanzándose escaleras arriba para descubrir que su precioso camello había desaparecido.
Querido
No lo has vijilado demasiado vien, verdá.
Estaba muy orgulloso de nuestra imitación de la horrible ortografía de esos ladrones. Lo que sobre todo me hacía sonreír de oreja a oreja era imaginarme a la señora Muggerage intentando explicar al furioso contramaestre de qué manera el ladrón había conseguido birlarle el tesoro ante sus narices, mientras ella estaba de guardia en el piso de abajo. ¿Cuántos insultos le habría propinado? Me imaginaba al contramaestre persiguiéndola por el patio de delante de la taberna, haciendo que los edificios temblaran a su paso, como si se tratara de un par de elefantes barritando.
Me levanté y, tras agarrar de la mesa la lámpara y el camello, subí hacia la cama. Esperaba que Lash me siguiera, pero cuando llegué a lo alto de la escalera me di cuenta de que todavía estaba esperando sentado.
—Vamos —le dije, impaciente.
Pero se quedó allí, ladeando la cabeza, y me dedicó otro gemido lastimero.
—¡Vamos! —repetí, esta vez más alto. Pero Lash no se movió. Allí pasaba algo. Por alguna razón no quería subir. ¿Se había lastimado? ¿Lo habría asustado algo mientras yo estaba fuera?
De repente sentí una gran inquietud. Abrí la puerta de la habitación de arriba y aguardé unos segundos antes de entrar, examinando el interior. ¿Habría algo allí dentro que lo había asustado? Alcé la lámpara para iluminar la habitación, pero todo parecía estar en su sitio, tal como lo había dejado esa misma mañana. Lash estaría haciendo el tonto. Bostezando, dejé el camello encima de la cama, me quité la ropa sucia y me enjuagué un poco la cara y los sobacos con el agua helada de la palangana que tenía en la mesita de noche. Entonces me di cuenta del cansancio que llevaba a cuestas. Temblando ligeramente y sacudiendo las manos para que se secaran, cogí el camisón y, antes de meterme en la cama, metí el camello en el armario para guardarlo.
De repente, pegué un brinco, alarmado. Algo se había movido dentro del armario. Había visto algo arrastrándose entre las viejas botellas de tinta que había al fondo del estante, haciéndolas tintinear. ¿Sería una rata?
No podía ver claramente lo que había dentro del armario y fui a por la lámpara. Mi sombra se alargó contra la pared, a mis espaldas. Entonces puede ver bien el fondo del armario, y cuando descubrí qué era lo que había provocado el ruido. Lo primero que pensé fue que tenía alucinaciones, y tuve que frotarme los ojos.
Enrollada en sí misma, a la altura de mis ojos, había una serpiente.
Bajo la luz de lámpara, las escamas le brillaban como si fueran de metal pulido. Levantó su minúscula cabeza, como si estuviera suspendida de un hilo invisible sujeto al techo. La lengua apareció y desapareció, como si fuera otra serpiente, atrapada dentro del cuerpo de la más grande.
Era vagamente consciente de que Lash seguía gimoteando a mis espaldas. Pero no me podía creer lo que veían mis ojos, y me quedé allí, paralizado, hipnotizado por aquella criatura enrollada, que, bajo la luz de la lámpara, lanzaba sobre mí destellos de un dorado profundo. Lentamente, se arrastró por el estante, enrollándose sobre sí misma, creando intrincados nudos con su cuerpo y saliendo de ellos. De repente, pareció como si la cabeza se le hinchara, y al mismo tiempo que la erguía silenciosamente en el aire, se le desplegaron a ambos lados algo parecido a unos alerones, como un capuchón negro, y el fino cuerpo quedó colgando como la cuerda de un cometa. Parecía que había traído a la habitación un extraño perfume, como incienso; un olor que hacía que la cabeza se me fuera y que mi larga sombra creciera y se acortara sobre la pared del fondo con cada latido de mi corazón.
Me di cuenta de que todavía tenía el camello en las manos. Con todas mis fuerzas lo lancé al estante, contra la masa escurridiza de la serpiente, con la esperanza de destruirla en mil pedazos.
El camello cayó entre las cajas y las botellas, desparramó todo lo que había en el armario e hizo que el contenido de los estantes se precipitara al suelo en cascada, con un estrépito capaz de despertar a todo el mundo en la calle. El camello se quedó en el fondo de la repisa, recostado, con la cabeza mirando hacia mí, los ojos vidriosos iluminados por la lámpara. No había rastro de la serpiente.
No la había visto moverse: en un momento estaba ahí, al siguiente ya no estaba. Me volví para tratar de descubrir dónde se había metido. La habitación empezó a dar vueltas ante mis cansados ojos. No se veía la serpiente por ningún lado. Incluso puse la lámpara en el suelo y me agaché para mirar debajo de la cama, pero no había rastro de ella. Prácticamente no había ningún sitio más donde pudiera haberse escondido.
¿Y si había bajado por las escaleras? Miré hacia abajo y me encontré con Lash, sentado exactamente donde lo había dejado, observándome ansioso. Me dedicó un breve ladrido. Por delante de él no había pasado ninguna serpiente, eso estaba claro, porque de haber sido así, Lash no seguiría sentado. ¿Y si se había colado por alguna grieta del zócalo? Estaba temblando de pies a cabeza. Quizá fuera cierto que todo había sido una alucinación. Fui hacia la ventanita y comprobé con la mano el marco de madera astillada. Estaba cerrada; la serpiente no podía haber salido por ahí.
Justo cuando iba a apartarme de la ventana, vi que había alguien fuera. En la calle, entrando y saliendo del círculo de luz que proyectaba la farola, se hallaba un hombre alto, con un sombrero negro, que miraba a un lado y otro de la calle, preocupado por si alguien lo veía. Y cuando se volvió para mirar hacia arriba, la súbita visión de un rostro familiar hizo que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. Conocía a ese guardia nocturno, aquella alta figura al acecho, demasiado bien.
Era el hombre de Calcuta.