HISTORIAS DE HORROR

Me zampé el tocino, los huevos revueltos con salsa agria y cebolletas, y una tercera tostada, mientras Bart mordisqueaba despacito, como si no tuviese dientes. Su tostada se enfriaba, en espera de que acabase de tragar el zumo de naranja, que bebía como si fuese veneno. Un viejo en su lecho de muerte habría tenido más apetito.

Me dirigió una mirada hostil antes de fijar la vista en mamá. Yo estaba confuso. Sabía que él la quería… Entonces, ¿cómo podía mirarla de aquella manera?

Algo extraño ocurría en la mente de Bart. ¿Dónde estaba mi tímido e introvertido hermanito? Gradualmente, se estaba transformando en un chico agresivo, suspicaz y cruel. Ahora observaba a papá como si éste hubiese hecho algo malo, pero era mamá quien atraía casi todas sus miradas fulminantes.

¿Acaso no se daba cuenta de que teníamos la mejor madre del mundo? Yo quería decírselo, obligarle a ser el muchacho de antes, que murmuraba para sí mientras andaba de un lado para otro cazando fieras, luchando en guerras o haciendo de vaquero. ¿Dónde habían ido a parar su amor y admiración por mamá? En cuanto se me presentó la ocasión, acorralé a Bart contra el muro del jardín.

—¿Qué diablos te sucede, Bart? ¿Por qué miras a mamá de esa manera tan ruin?

—Ya no la quiero. —Se agachó, extendió horizontalmente los brazos y se convirtió en un avión humano. Eso era normal en él—. ¡Despeja la pista! —ordenó—. ¡El avión va a despegar con rumbo a países lejanos! ¡Es la época de la caza del canguro en Australia!

—Bart Sheffield, ¿por qué estás siempre deseando matar algo?

Las alas oscilaron; el avión no llegó a arrancar. Se apagó el ruido del motor y Bart me miró perplejo. El dulce chiquillo que había sido al principio del verano volvió a manifestarse en sus oscuros ojos castaños.

—En realidad, no voy a matar canguros. Sólo capturaré uno pequeñín para guardarlo en el bolsillo y esperar a que crezca.

¡Qué tonto era!

—En primer lugar, no llevas en el bolsillo un biberón para que chupe el pequeño. —Le obligué a sentarse en un banco—. Bart, ya es hora de que tú y yo hablemos de hombre a hombre. Dime, amigo, ¿qué te perturba?

—En una brillante y gran mansión situada en la cima de un monte muy alto, en plena noche mientras caía la nieve, unas llamas rojas y amarillas se elevaron más y más. Los copos de nieve se volvieron rojos. En el enorme y viejo caserón había una anciana que no podía hablar ni moverse, y mi verdadero papá, que era abogado, corrió para salvarla. Pero, no pudo hacerlo, y se quemó. ¡Se quemó… se quemó…!

Tenía visiones. Estaba chiflado. Le compadecí.

—Bart —le dije, escogiendo cuidadosamente cada palabra—, sabes muy bien que papá Paul no murió así.

¿Por qué se lo había dicho de esa manera? Bart era muy pequeño cuando falleció papá Paul. ¿Cuántos años tenía? Yo mismo recordaba muy poco de aquellos tiempos. Podía preguntárselo a mamá, pero no quería molestarla. Conduje a Bart hacia nuestra casa.

—Bart, tu verdadero papá murió cuando estaba sentado, en la galería de su casa, leyendo el periódico. No murió en un incendio. Padecía del corazón y sufrió una trombosis coronaria. Papá nos lo explicó, ¿no te acuerdas?

Vi que sus ojos castaños se oscurecían y que sus pupilas se dilataban antes de que exclamase enfurecido:

—No me refiero a aquel papá, sino a mi verdadero papá. ¡Un papá alto y fuerte, que jamás sufrió del corazón!

—Bart, ¿quién te ha contado esa mentira?

—¡Se quemó! —vociferó, dando vueltas como un hombre cegado por el humo que buscase una salida—. John Amos me ha contado cómo ocurrió. Era Nochebuena, y el árbol se incendió y se propagó el fuego. La gente chillaba, corría y pisoteaba a los que caían. La casa más grande del mundo se convirtió en una especie de trampa para mi verdadero padre, y él murió, murió, ¡murió!

Bueno, ya había oído bastante. Iría a casa para explicarlo a mis padres.

—Te diré una cosa, Bart. Si no dejas de ir a la casa de al lado y escuchar esas mentiras y esos estúpidos cuentos, hablaré a mamá y papá de ti y nuestros vecinos.

Él tenía los ojos fuertemente cerrados, como si tratase de visualizar alguna escena grabada en su cerebro. Parecía estar mirando hacia dentro, para describírmela con más detalle. Después, abrió los párpados y mostró una mirada salvaje, enloquecida.

—Preocúpate de tus malditos asuntos, Jory Marquet, si no quieres que acabe contigo. —Se agachó para coger un bate de béisbol tirado en el suelo e intentó golpearme con tal furia que me habría abierto la cabeza si no llego a esquivarlo—. Si les hablas de mí y mi abuela, te mataré cuando estés durmiendo.

Lo dijo con voz fuerte, fría y llanamente, retándome con la mirada. Tragué saliva mientras sentía que se me erizaban los cabellos en la nuca. ¿Le tendría miedo? No, era imposible. De pronto perdió su gallardía y empezó a jadear y apretar las manos sobre su corazón. Sonreí, porque conocía su secreto, su manera de rehuir un verdadero enfrentamiento.

—Está bien, Bart —dije secamente—, puedes hacer lo que quieras. Pero iré a esa casa para charlar con esos viejos que te llenan la cabeza de basura.

Abandonó al instante su actitud de hombre maduro y se quedó boquiabierto. Me dirigió una mirada suplicante, pero yo giré sobre mis talones y eché a andar, seguro de que él no haría nada. Pero ¡zas! Sentí un peso sobre mi espalda y caí de bruces. Bart me había atacado. Antes de que pudiese felicitarle por su rapidez y su desacostumbrado acierto, empezó a asestarme puñetazos en la cara.

—No estarás tan guapo cuando termine.

Le esquivé lo mejor que pude, advirtiendo que me golpeaba con los ojos cerrados, a ciegas, como un niño, sollozando mientras lo hacía. Y juro, que, aunque sentí ganas de hacerlo, no pude pegar a mi hermano menor.

—Te has espantado, ¿eh? —Levantó el labio superior en una mueca desdeñosa, satisfecho de sí mismo—. Me parece que ahora ya sabes quién manda. Tienes menos agallas de lo que imaginabas, ¿eh?

Le empujé con fuerza y cayó hacia atrás; pero yo era incapaz de pelear contra un chiquillo como él, que sólo era fuerte cuando estaba irritado.

—Te hace falta una buena paliza, Bart Sheffield, y puede ser que te la dé yo mismo. Piénsalo dos veces antes de volver a gastarme una broma como ésta, o serás tú quien pierda las agallas.

—Tú no eres mi hermano —aseguró, gimoteando. Toda su furia se había disipado—. Sólo somos medio hermanos, que es como no ser nada.

Abrumado por sus propias emociones, se frotó los ojos con los puños y comenzó a llorar más fuerte.

—¿Lo ves? Esa vieja te imbuye de ideas tontas, que es lo que menos te conviene. Está haciendo que te vuelvas contra tu propia familia. Iré a su casa para decírselo.

—¡No te atrevas! —amenazó. Había cesado de llorar y estaba de nuevo furioso—. O me obligarás a hacer algo terrible. ¡Lo haré! ¡Te juro que lo haré! Si vas allí, ¡te arrepentirás!

Sonreí con ironía.

—¿Tú y quién más conseguiréis que me arrepienta?

—Sé qué quieres —dijo él. Volvía a ser un niño—. Quieres mi cachorro-poni. Pero él no te querrá, ¡no te querrá! También deseas que mi abuela te quiera más que a mí, pero no lo lograrás. Pretendes quitármelo todo… ¡pero no podrás!

Me inspiró lástima, pero ya había descuidado demasiado tiempo mis deberes.

—¡Bah! ¡Ve a chupar tu biberón! —dije, y me marché. Él chiflaba a mis espaldas, afirmando que me arrepentiría de abusar de alguien que no podía defenderse.

—¡Llorarás, Jory! —me advirtió—. ¡Llorarás más de lo que has llorado en tu vida!

En el camino se alternaban las sombras y la luz de sol, y pronto Bart y su rabieta quedaron atrás. El sol me quemaba la cabeza, y oí unas débiles pisadas detrás de mí. Me volví y vi que Clover corría para alcanzarme. Esperé arrodillado, para cogerle cuando saltó a mis brazos, lamiéndome la cara con la misma adoración que cuando yo tenía tres años.

Tres años. Recordé que mamá y yo vivíamos entonces en las Blue Ridge Mountains de Virginia, en una casita situada en una hondonada cerca de los montes. Evoqué a un hombre alto, de ojos oscuros que me había regalado, no sólo a Clover, sino también un gato llamado Calico y un periquito, Buttercup. Calico se marchó una noche y nunca volvió. Buttercup murió cuando yo tenía siete años. «¿Te gustaría ser mi hijo?», resonaba la voz del hombre en mi memoria. Aquel hombre que se llamaba, ¿cómo se llamaba? ¿Bart? ¿Bart Winslow? ¡Dios mío! ¿Empezaba a darme cuenta de algo que nunca me había pasado por la cabeza? ¿Sería mi hermano Bart hijo de aquel hombre y no de papá Paul? ¿Por qué había puesto mamá a su hijo un nombre que no era el de su marido?

—Tienes que regresar a casa, Clover —dije, y pareció que me comprendía—. Tienes once años y no te conviene corretear bajo el sol del mediodía. Vuelve, busca un lugar fresco y espérame. ¿De acuerdo?

Meneó el rabo, dio sumisamente media vuelta y se dirigió a casa, volviéndose de vez en cuando para ver si yo le daba la espalda y la oportunidad de seguirme de nuevo. Esperé hasta que se perdió de vista en el recodo del camino y reanudé mi marcha hacia la vieja y gran mansión. El pasado remoto redoblaba en mi cabeza como sordos tambores, recordándome sucesos que había olvidado. El ballet de la víspera de Navidad, y el apuesto caballero que me había regalado mi primer tren eléctrico. Pero alejé tales recuerdos, prefiriendo mantener intactos el concepto sagrado de mi madre, mi amor por papá Paul y mi respeto por Chris. No, no debía indagar en exceso en mi pasado.

Si los ballets reflejaban historias verdaderas, aunque un poco exageradas, los amores iban y venían en la vida de todos. Como habría hecho mi papá, me acerqué audazmente a la verja de hierro y llamé. La pesada puerta se abrió sin hacer ruido, como las rejas de una cárcel, invitándome a entrar. Recorrí el curvo paseo casi corriendo, hasta que llegué a la puerta principal, y entonces hice sonar la campanilla y golpeé con la aldaba lo más fuerte que pude.

Aguardé con impaciencia a que llegase el extraño y viejo mayordomo. Advertí que la verja de hierro se había cerrado detrás de mí y tuve la impresión de haber caído en una trampa. Igual que Bart aprovechaba sus fantasías para divertirse y evadirse, empleé mis conocimientos del ballet para escribir un guión. Me sentía como un príncipe desgraciado y desdeñado, que carecía de poderes mágicos, que Bart poseía.

La confusión y las dudas aumentaban y minaban mi determinación. Aquella mansión no semejaba el castillo de una malvada reina de cuento de hadas, sino sólo el enorme y anticuado hogar de una anciana solitaria que necesitaba a Bart tanto como él la necesitaba a ella. Pero esa mujer no podía ser su abuela; era imposible. Su abuela estaba en Virginia, encerrada por algo horrible que había hecho.

Reinaba el silencio alrededor, pendiente de mí, haciéndome sentir extraño. Mi casa estaba llena de sonidos; de la cocina, música, los ladridos de Clover y los lloriqueos de Cindy, sin olvidar los gritos de Bart y las órdenes de Emma.

En cambio, ahí no se oía ni una mosca. Agité los pies, nervioso, pensando que quizá sería mejor renunciar a mi idea de enfrentarme con ella. Entonces vi una sombra oscura detrás de una de las ventanas cubiertas con visillos. Me estremecí y a punto estuve de marcharme, pero precisamente en ese momento se entreabrió la puerta, dejando sólo una rendija suficiente para que el mayordomo aplicase a ella uno de sus furtivos y acuosos ojos.

—Puedes pasar —dijo bruscamente—, pero no estés mucho rato. La señora está delicada y se cansa fácilmente.

Le pregunté cómo se llamaba ella, harto de nombrarla mentalmente como «aquella anciana» o «la mujer de negro». El hombre hizo caso omiso de mi pregunta. Aquel mayordomo me intrigaba, con su manera de arrastrar los pies, como si estuviese un poco cojo; su negro bastón que repicaba sobre el entarimado, su calva y brillante cabeza rosada y su fino bigote, que pendía en dos largos mechones a un lado y otro de sus tristes labios. Pero, por viejo que fuese y por débil que pareciese, sabía adoptar un aire temible y siniestro.

Me indicó con una seña que entrase, pero vacilé. Sonrió cínicamente, mostrando unos dientes anormalmente grandes, demasiado iguales y amarillos. Erguí los hombros y le seguí con arrojo, pensando que aclararía la situación y conseguiría que nuestras vidas volviesen a ser felices, como antes de que ellos viviesen en esa casa que hasta entonces habíamos considerado como propia.

Desconocía que la sospecha había entrado en mi cabeza. Creía que tan sólo se trataba de curiosidad.

La habitación donde ella estaba siempre volvió a sorprenderme, aunque no podría precisar la razón. Tal vez se debía a que las cortinas permanecían corridas en aquel espléndido día de verano. Detrás de las cortinas, las persianas de las ventanas estaban cerradas y dejaban pasar franjas de luz. Persianas y cortinas impedían la entrada al calor y mantenían el salón inesperadamente frío. En esa parte del país, el aire acondicionado resultaba innecesario. La proximidad del Pacífico mantenía fresca la atmósfera y nos obligaba a llevar suéter al atardecer, incluso en pleno verano. Pero esa casa era extrañamente fría.

La anciana se hallaba en aquella mecedora de madera y me miraba fijamente. Su mano delgada esbozó un gesto de bienvenida, invitándome a acercarme. Pero comprendí instintivamente que aquella mujer suponía una amenaza para mis padres, mi propia seguridad y, sobre todo, la salud mental de Bart.

—No debes temerme, Jory —dijo, con voz dulce—. Mi casa es tanto tuya como de Bart. Siempre serás bien recibido. Siéntate y charlemos un rato. ¿Tomarás conmigo una taza de té y un trozo de pastel?

«Engatusar». Era la palabra que habíamos añadido el día anterior al vocabulario en que tanto insistía papá debíamos aprender.

«El mundo es de quienes saben hablar bien; los que escriben bien hacen fortuna», nos había dicho.

Admito que aquella mujer trataba de engatusarme, sentada, vieja pero todavía orgullosa, en su dura mecedora.

—¿Por qué no abre las ventanas, descorre las cortinas, y permite que entre un poco de luz y aire? —pregunté.

Sus nerviosos movimientos arrancaron destellos a las muchas piedras preciosas que llevaba en los dedos. Rubíes, esmeraldas y brillantes titilaban con toda la gama de colores. Esas joyas parecían incongruentes al lado de aquel vulgar vestido negro y las capas de velo negro que cubrían su cabeza. Sin embargo, en esa ocasión mostraba los ojos, unos ojos azules, intensamente azules. Sus ojos me resultaban familiares.

—El exceso de luz me daña la vista —explicó, con un ronco murmullo al ver que no dejaba de mirarla.

—¿Por qué?

—¿Preguntas por qué la luz daña mis ojos?

—Sí.

Suspiró débilmente.

—Durante mucho tiempo viví aislada del mundo, encerrada en una pequeña habitación; peor aún, encerrada dentro de mí misma. Cuando alguien se ve obligado a enfrentarse consigo mismo por primera vez en la vida, retrocede a causa de la impresión. Yo retrocedí la primera vez que miré profundamente en mi interior, ante un espejo que había en mi habitación, y me espanté. Por eso vivo ahora en habitaciones llenas de espejos, pero me cubro la cara para no ver demasiado, y prefiero esta penumbra, pues ya no admiro la cara que solía adorar.

—Entonces, quite los espejos.

—Te parece muy sencillo, ¿eh? Pero tú eres joven, a los jóvenes todo os parece fácil. No quiero quitar los espejos. Los necesito aquí para que me recuerden continuamente lo que hice. Las ventanas cerradas, la atmósfera cargada son mi castigo, no el tuyo. Si quieres, Jory —prosiguió, mientras yo guardaba silencio—, abre las ventanas y las persianas; haz que entre la luz del sol, y me quitaré los velos para que puedas mirar el rostro que yo no quiero ver; pero no te resultará agradable. Mi belleza se marchitó, pero su pérdida es pequeña en comparación con todas las cosas que tuve y que perdí, todas las cosas que hubiese debido esforzarme denodadamente por conservar.

—¿Denodadamente? —pregunté. Era ésta una palabra poco significativa para mí; sólo indicaba valor.

—Sí, Jory; hubiese debido proteger denodadamente lo que me pertenecía. Yo era cuanto ellos tenían, y los abandoné. Creía que yo estaba en lo cierto y ellos se equivocaban. Me convencía todos los días de que la razón estaba de mi parte. Rechacé sus lastimeras súplicas, peor aún, ni siquiera consideraba que fuesen dignos de compasión. Estaba segura de que hacía cuanto podía por ellos, porque les compraba muchas cosas. Llegaron a desconfiar de mí, a aborrecerme, y eso me dolía más que todos los dolores que hasta entonces había sentido. Me reprochaba mi flaqueza, mi cobardía, al sentirme tontamente intimidada, cuando hubiese debido mantenerme firme y contraatacar. Tenía que haber pensado solamente en ellos y olvidarme de lo que quería para mí. Mi única excusa es que entonces era joven, y la juventud hace a todos egoístas, incluso frente a sus propios hijos. Creía que mis necesidades eran mayores que las suyas, que ya llegaría su momento y que entonces podrían hacer lo que quisieran. Sentía que era mi última oportunidad de ser feliz, y tenía que aprovecharla antes de que la madurez me privase de mis atractivos. Amaba a un hombre joven a quien no podía hablar de ellos.

¿Ellos? ¿A quiénes se refería?

—¿Quiénes? —pregunté débilmente, deseando por alguna razón que no me lo dijese… o que dijese lo menos posible.

—Mis hijos, Jory. Mis cuatro hijos. Los tuve con mi primer marido, con quien me casé cuando sólo tenía dieciocho años. Me habían prohibido hacerlo, pero yo le amaba. Estaba segura de que nunca encontraría un hombre más maravilloso, aunque después encontré otro que lo era tanto como él.

Yo no quería continuar oyendo su historia, pero me suplicó que me quedase. Permanecí sentado en el borde de uno de sus lindos sillones.

—Así —prosiguió—, guiada por mi miedo, permití que mi amor por un hombre no me dejase ver las necesidades de mis hijos. Les arrebaté lo que ellos necesitaban, su libertad, y ahora, a consecuencia de ello, me duermo sollozando todas las noches.

¿Qué podía decir yo? No comprendía de qué estaba hablando. Pensé que debía de estar loca y que por eso no era extraño que Bart se comportase también como un chiflado. Ella se inclinó para mirarme mejor.

—Tú eres un chico excepcionalmente guapo. Supongo que ya lo sabes.

Asentí con la cabeza. Toda mi vida había oído comentarios sobre mi belleza, mi talento y mi atractivo. Pero lo que contaba era el talento, no la hermosura. En mi opinión, la belleza sin talento era inútil. Sabía también que la belleza se marchitaba con los años, aunque no por eso dejaba de gustarme. Miré alrededor y comprendí que aquella mujer gustaba de lo bello tanto como yo, y sin embargo…

—Lástima que esté sumida en la oscuridad y se niegue a gozar de este lugar tan hermoso —me dije, sin percatarme de que hablaba en voz alta.

Ella me oyó y respondió con tono apagado:

—Es un castigo más.

No repliqué y seguí sentado mientras ella divagaba sobre su vida de pobre muchacha rica que, por haber cometido el error de casarse con un tío suyo, tres años mayor que ella, había sido desheredada. Pero ¿por qué me contaba la historia de su vida? A mí no me interesaba. ¿Qué tenía que ver su pasado con Bart? Yo había acudido a su casa para tratar de ayudar a mi hermano.

—Me casé por segunda vez. Mis cuatro hijos me odiaron por ello. —Contempló sus manos cruzadas sobre el regazo y empezó a dar vueltas a sus brillantes anillos, uno tras otro—. Los niños creen siempre que todo es fácil para los adultos, pero eso no siempre es verdad. A los hijos les parece que una madre viuda sólo les necesita a ellos. —Suspiró—. Piensan que ellos pueden entregarle el amor suficiente porque ignoran que existen diversas clases de amor y que resulta duro para una mujer vivir sin un hombre, cuando ha estado casada.

Entonces, como si hubiese olvidado mi presencia, pareció sobresaltarse al verme.

—¡Oh! ¡Qué mala anfitriona soy, Jory! ¿Qué te apetece tomar?

—Nada, gracias. Sólo he venido para decirle que no debe invitar a Bart. No sé qué le cuenta, ni lo que él hace aquí ahora, pero regresa a casa lleno de ideas extrañas y se porta como si estuviese desconcertado.

—¿Desconcertado? Te expresas con un lenguaje muy preciso para tu edad.

—Mi padre insiste en que aprendamos una palabra nueva cada día.

Se llevó las nerviosas manos al cuello y empezó a jugar con una ristra de gruesas perlas sujeta con un broche de brillantes con forma de mariposa.

—Jory, si te planteo una pregunta hipotética, ¿me contestarás… sinceramente?

Me levanté, dispuesto a marcharme.

—Si tu madre o tu padre te disgustasen, te defraudasen de alguna manera, aunque fuese en algo importante, ¿serías capaz de perdonarles?

Desde luego, pensé, aunque no podía imaginar que alguna vez me decepcionasen, ni a Bart ni a Cindy. Retrocedí hacia la puerta, mientras ella esperaba mi respuesta.

—Sí, señora; creo que se lo perdonaría todo.

—¿Incluso un homicidio? —preguntó de pronto, poniéndose también en pie—. ¿Les perdonarías eso? No me refiero a un homicidio premeditado, sino accidental.

Estaba chalada, igual que su mayordomo. Yo quería salir de allí lo antes posible. Le advertí una vez más que no debía recibir a Bart.

—Si quiere que Bart conserve la cordura, ¡déjele en paz!

Cuando sus ojos se llenaron de lágrimas, antes de asentir e inclinar la cabeza, comprendí que la había herido profundamente. Pero endurecí mi corazón para no pedirle disculpas. Entonces, cuando ya me marchaba, llamaron a la puerta. Yo mismo abrí y entró un transportista con una caja grande y ovalada. Fueron necesarios dos hombres para desclavar la tapa.

—No te vayas, Jory —suplicó la anciana—. ¡Quédate! Quisiera que vieses lo que hay en esta caja.

¿Qué me importaba a mí su contenido? De todos modos, me quedé dominado por la curiosidad que suele sentir todo el mundo ante una caja cerrada.

El viejo mayordomo llegó renqueando por el pasillo, pero ella le despidió agriamente:

—¡John! ¿Acaso le he llamado? Haga el favor de permanecer en su sitio hasta que le llame.

Él le lanzó una mirada furibunda, pero volvió a su cubil, allá donde estuviese.

Mientras tanto, la caja había sido abierta y los dos hombres extraían la paja del embalaje. Después sacaron del fondo una cosa muy grande, envuelta en una manta gris.

Era como esperar la botadura de un barco. Contuve el aliento, con expectación, tanto más intensa cuanto que ella tenía una mirada extraña en su semblante, como si ansiase que yo viese el contenido. ¿Iba a hacerme un regalo, después de darle a Bart todo lo que éste pedía? Bart era el niño más codicioso del mundo; necesitaba el doble de cariño que la mayoría de la gente.

Abrí la boca y di un paso atrás, anonadado. Lo que acababan de descubrir aquellos hombres era un cuadro al óleo.

Allí estaba mi hermosa madre, en traje blanco de etiqueta, de pie en el penúltimo peldaño de una escalera, con su delicada mano apoyada en la magnífica columna en que terminaba la baranda. Una cola de brillante tela blanca se extendía detrás de ella. La escalera se curvaba graciosamente y se perdía en una bruma ingeniosamente dispuesta por el artista para crear un ambiente dorado y resplandeciente y sugerir una mansión con aires de palacio.

—¿Sabes de quién es este retrato? —preguntó, cuando los hombres colgaron el cuadro en uno de los salones que ella parecía no frecuentar.

Asentí con la cabeza, pasmado y mudo. ¿Por qué tenía un retrato de mi madre? Esperó a que se marchasen los dos hombres, quienes sonrieron, encantados, con la espléndida propina. Yo jadeaba, oía mi propia respiración y me preguntaba por qué me sentía aturdido.

—Jory —dijo suavemente ella, volviéndose de nuevo hacia mí—, éste es un retrato mío que mi segundo esposo encargó poco después de casarnos. Yo tenía entonces treinta y siete años.

Aquel retrato la mostraba exactamente igual a como era mi madre por aquel entonces. Tragué saliva y quise echar a correr, pues sentí de pronto una urgente necesidad de ir al cuarto de baño; pero al mismo tiempo quería quedarme para oír su explicación, aunque estaba paralizado por miedo a lo que pudiese contar.

—Mi segundo marido, que era más joven que yo, se llamaba Bartholomew Winslow, Jory —dijo rápidamente, como para asegurarse de que la oiría antes de escapar corriendo—. Más tarde, cuando mi hija fue mayor, le sedujo y me robó su amor para herirme dándole un hijo, el hijo que yo no podía tener. Adivinas quién es ese hijo, ¿verdad?

Me levanté de un salto y retrocedí, extendiendo las manos para impedir que continuase explicando lo que no quería oír.

—Jory, Jory, Jory —canturreó—, ¿no te acuerdas de mí? Recuerda cuando vivíais en los montes de Virginia, piensa en aquella pequeña oficina de Correos y en la rica señora del abrigo de pieles. Tú tenías entonces unos tres años. Me viste y te acercaste sonriendo para tocar mi abrigo, y dijiste que era hermosa… ¿No te acuerdas?

—¡No! —exclamé, con una fuerza que no sentía—. No la había visto en mi vida, hasta que vino a vivir aquí. ¡Todas las mujeres rubias con ojos azules se parecen!

—Sí —admitió con voz entrecortada—, supongo que tienes razón. Sólo quise divertirme un poco viendo tu expresión. No debí gastarte esta broma. Lo siento, Jory. Perdóname.

No podía seguir mirando aquellos ojos azules, tan azules. Debía irme.

Volví a casa desolado, arrastrando los pies. Si no me hubiese quedado, si no hubiese llegado aquel cuadro cuando yo estaba allí… ¿Por qué había sentido que aquella mujer representaba una amenaza para mi madre? ¿Qué había conseguido? «¿Fuiste tú, mamá, quien le robó el amor de su segundo marido? ¿Fuiste tú?», me atormentaba. ¿Por qué, si no, llevaba Bart el mismo nombre que él? Todo lo que ella había explicado confirmaba las sospechas adormecidas en mi mente durante tantos años. Las puertas se estaban abriendo, dejando entrar recuerdos frescos que casi parecían enemigos.

Subí por la escalera de la galería que mamá llamaba, en broma, «la galería al estilo del sur, de Paul». Ciertamente, no era el patio habitual de California.

Esta vez había algo diferente en la galería. Si hubiese estado menos turbado, quizá habría descubierto enseguida lo que faltaba. En mi estado, tardé varios minutos en advertir que Clover no estaba allí. Miré alrededor, inquieto y le llamé.

—Por el amor de Dios, Jory —se quejó Emma, desde la ventana de la cocina—, no des esas voces. Acabo de acostar a Cindy para que duerma un poco, y si sigues así la despertarás. Hace unos minutos vi a Clover correr hacia el jardín, persiguiendo a una mariposa.

Claro. Me sentí aliviado. Si algo rejuvenecía a mi viejo perro de aguas, eran las mariposas amarillas. Me reuní con Emma en la cocina.

—Emma, hace tiempo que quiero preguntarte una cosa: ¿qué año se casó mamá con el doctor Paul?

Estaba inclinada, mirando dentro del frigorífico y farfullando para sí:

—Habría jurado que la noche pasada sobró un poco de pollo y lo guardé aquí. Como esta noche tenemos hígado con cebolla, pensaba darle el pollo a Bart. Aunque fuesen sobras, creo que tu remilgado hermano las preferiría.

—¿Recuerdas qué año se casaron?

—Tú eras entonces muy pequeño —contestó ella, sin dejar de revolver las fiambreras.

Emma era siempre vaga en lo referente a las fechas. No podía recordar su propio cumpleaños, quizá deliberadamente.

—Cuéntame una vez más cómo conoció mi madre al hermano menor del doctor Paul… ya sabes, el que es ahora nuestro padrastro.

—Sí, recuerdo a Chris. Era muy guapo, alto, y su tez estaba bronceada, pero nunca he conocido a nadie tan apuesto como el doctor Paul, a su manera… Tu padrastro Paul era un hombre maravilloso, tan amable, tan afectuoso…

—Es curioso que mamá se enamorase del hombre mayor y no del más joven. ¿No te resulta extraño?

Ella se irguió y se llevó una mano a la espalda que, según decía, siempre le dolía. Después se enjugó las manos en su blanco e inmaculado delantal.

—Ojalá tus padres no lleguen tarde esta noche. Ahora, ve a buscar a Bart para que se bañe. No me gusta que tu madre le vea tan sucio.

—No has contestado a mis preguntas, Emma.

Se dio la vuelta y empezó a cortar cebolletas.

—Cuando quieras saber algo, Jory, pregunta a tus padres. No acudas a mí. Quizá tú me consideres como un miembro de la familia, pero yo sé mantenerme en mi lugar. De modo que vete y déjame preparar la comida.

—Por favor, Emma, no quiero saberlo sólo por curiosidad, sino para ayudar a Bart. ¿Cómo puedo hacerlo si no conozco todos los hechos?

—Jory —dijo, sonriendo cariñosamente—, alégrate de tener unos padres tan maravillosos. Tú y Bart podéis consideraros muy afortunados. Confío en que cuando Cindy crezca se dé cuenta de la suerte que tuvo cuando tu madre decidió adoptarla.

Fuera, el día declinaba. Por más que busqué, no pude encontrar a Clover. Me senté en la escalera posterior y contemplé, inquieto, cómo el cielo se tornaba rosado y era atravesado por brillantes franjas anaranjadas y violetas. Me sentía triste y abrumado, deseoso de que se aclarasen de una vez los misterios y la confusión. Y Clover, ¿dónde estaba Clover? Hasta ese momento, no me había dado cuenta de lo mucho que significaba en mi vida, lo mucho que le añoraría cuando desapareciese para siempre. «Por favor, Dios mío, no dejes que se vaya para siempre».

Inspeccioné el jardín una vez más. Después pensé que sería mejor entrar en casa y telefonear a los periódicos para que publicaran un anuncio. Ofreceríamos una recompensa por un perro perdido, una recompensa tan importante que quien lo encontrase no vacilaría en devolverlo.

—¡Clover! ¡Es hora de comer! Mis voces hicieron que Bart saliese de detrás de un seto, con la ropa desgarrada y sucia. Sus ojos oscuros parecían embrujados.

—¿Por qué gritas?

—No encuentro a Clover —respondí—, y sabes que nunca se escapa. Es un perro casero. El otro día leí que hay gente que roba perros y los vende a los laboratorios científicos para que realicen con ellos sus experimentos. Bart, desearía morir si alguien hiciese algo tan horrible a Clover.

Me miró fijamente, como pasmado.

—Nadie sería capaz de eso… ¿verdad?

—Bart, tengo que encontrar a Clover. Si no vuelve pronto, me pondré enfermo, enfermo de verdad. ¿Y si alguien le hubiese atropellado?

Observé que mi hermano tragaba saliva y empezaba a temblar.

—¿Te sientes mal?

—He matado un lobo allí, un lobo enorme. Le he metido una bala en uno de sus ojos rojos y malignos. Avanzaba hacia mí lamiéndose el hocico, pero yo fui más listo y más rápido, y le maté de un tiro.

—¡Oh, vamos, Bart! —exclamé con impaciencia, francamente irritado con un chico que nunca decía la verdad—. Sabes bien que no hay lobos en esta región.

Hasta la medianoche busqué por el vecindario, llamando a Clover. Las lágrimas nublaban mis ojos, y el llanto reprimido quebraba mi voz. Presentía que Clover nunca volvería.

—Jory —dijo papá, que me había acompañado—, vámonos a dormir y seguiremos buscando por la mañana, si para entonces no ha vuelto. Y no te preocupes demasiado. Clover es un perro viejo, pero incluso los viejos pueden sentirse románticos las noches de luna llena.

¡Oh, no! Eso carecía de sentido. Hacía tiempo que Clover había dejado de perseguir a las perras. Ahora, lo único que le apetecía era tumbarse en paz donde Bart no pudiese tropezar con él o pisarle el rabo.

—Ve a la cama, papá, y deja que yo siga buscando. La clase de ballet de mañana no empieza hasta las diez, de modo que puedo acostarme más tarde que tú.

Me dio un breve abrazo, me deseó suerte y se dirigió a su habitación. Una hora más tarde, consideré que mis esfuerzos eran inútiles. Clover estaba muerto. Era lo único que podía explicar su prolongada ausencia.

Pensé que debía decir a mis padres lo que sospechaba. Me planté al borde de su cama y les miré. La luz de la luna entraba por las ventanas y caía sobre sus cuerpos. Mamá yacía de costado, para arrimarse más a papá, que estaba tumbado boca arriba, y apoyaba la cabeza en su pecho desnudo, mientras el brazo de él la ceñía de modo que la mano descansaba en su cadera. La colcha estaba subida lo justo para cubrir su desnudez, lo que hizo que retrocediese, sintiéndome culpable. No debía estar allí. Dormidos, parecían vulnerables, más jóvenes de lo que eran, y eso me conmovía y hacía que me avergonzase. Me pregunté por qué sentía vergüenza. Papá me había enseñado hacía tiempo las cosas de la vida, y gracias a sus explicaciones sabía qué hacían los hombres y las mujeres para tener hijos… o para divertirse.

Ahogué un sollozo y me volví para salir.

—¿Eres tú, Chris? —preguntó mi madre, medio dormida.

—Estoy aquí, querida —murmuró él—. La abuela no puede atraparnos ya.

Me quedé como petrificado. Parecían dos niños. Y de nuevo salía a relucir la abuela.

—Tengo miedo, Chris, mucho miedo. Si ellos llegan a descubrirlo, ¿qué diremos? ¿Cómo podremos explicarles…?

—¡Chtst! La vida será buena con nosotros de ahora en adelante. Conserva tu fe en Dios. Ambos hemos sido duramente castigados y Él no querrá que suframos más.

Corrí, corrí, tuve que correr hasta mi habitación, y me eché de bruces en la cama. Sentía un vacío en mi interior y en torno a mí, en lugar del amor y la confianza que solía sentir. Clover se había ido. Mi querido e inofensivo perrito de lanas, que nunca había hecho nada malo. Y Bart había matado un lobo.

¿Qué haría Bart la próxima vez? ¿Sabía lo que yo había hecho? ¿Por eso se comportaba de un modo tan extraño? Miraba con malicia a mamá, como si quisiera herirla. Entonces volvieron a brotar las lágrimas, porque los recuerdos no podían borrarse para siempre. Ahora sabía que Bart no era hijo del doctor Paul, sino del segundo marido de aquella anciana y por esa razón llevaba el mismo nombre; era hijo de aquel hombre alto y esbelto que a veces aparecía en mis sueños junto al doctor Paul y mi verdadero padre, a quien sólo había visto en fotografías.

Nuestros padres nos habían mentido. ¿Por qué no nos habían dicho la verdad? ¿Tan horrible era la verdad que no podían contárnosla? ¿Tan poca fe tenían en nuestro amor por ellos?

¡Oh, Dios mío! ¡Su secreto debía ser tan espantoso que nunca podríamos perdonarles!

Y Bart podía ser peligroso, yo sabía que podía serlo. Cada día resultaba más evidente. Por la mañana quise decírselo enseguida a mamá o papá, pero llegado el momento no me atreví a abrir la boca. Entonces supe por qué insistía papá en que aprendiésemos una palabra nueva todos los días. Se necesitaban palabras especiales para expresar ideas sutiles, y, por el momento, yo no había sido suficientemente instruido para formular mis turbadas ideas y tranquilizarles al mismo tiempo. ¿Y cómo podía tranquilizarles, cuando Bart estaba delante de mí, con sus negros ojos duros y malévolos?

«¡Oh, Dios mío! —pensé—. Si estás ahí arriba, en alguna parte, y me estás mirando, escucha mi oración. Haz que mis padres tengan la paz que necesitan, de manera que no tengan que soñar por las noches en una abuela malvada. Con razón o sin ella, sea lo que fuere lo que hayan hecho, sé que obraron lo mejor que podían».

¿Por qué había formulado mi plegaria de tal modo? La seguridad era una palabra que carecía ya de consistencia, como los muertos, que no eran más que sombras en mi memoria, no algo tan concreto como el odio de Bart, que crecía día a día.