«Al diablo con Jory y con Emma», pensaba mientras me deslizaba Por el ardiente desierto de Arizona. Menos mal que Apple me quería, y también mi abuela. De no ser así, mi situación habría sido desesperada. Afortunadamente, la dama vestida de negro me esperaba con los brazos abiertos para darme más besos y abrazos de los que nunca darían a Cindy.
Me sirvió un tazón de sopa con queso por encima. Era riquísima.
—¿Por qué no puedo decir a mis padres lo mucho que te quiero y lo mucho que me quieres? Así todo estaría claro.
No le conté que sospechaba que no era mi verdadera abuela y que ella sólo lo decía para complacerme. De ese modo nos queríamos más, pues los familiares tienen forzosamente que quererse, lo que no ocurre con los extraños.
Antes de contestar mi pregunta, puso un gran camión de recogida de basura encima de una de las mesas. Me sorprendió que ahora se mostrase triste, cuando hacía sólo un momento parecía bastante contenta.
—Tus padres me odian, Bart —murmuró débilmente—. Por favor, no les hables de mí. Es nuestro secreto.
Abrí mucho los ojos.
—Entonces ¿ya los conocías?
—Sí, hace mucho, muchísimo tiempo, cuando eran muy jóvenes.
¡Caramba! ¿Qué les hiciste para que te odien?
A mí me odiaba casi todo el mundo, y por eso no me extrañó que alguien pudiese odiarla.
Alargó una mano para coger la mía.
—En ocasiones, incluso los adultos se equivocan. Yo cometí un terrible error, y ahora lo estoy pagando caro. Todas las noches ruego a Dios que me perdone. Me estremezco cada vez que me miro al espejo. Por eso me cubro el rostro para no verlo y para que no lo vean los demás, y me siento en incómodas mecedoras para no olvidar un solo instante todo el daño que causé a quienes más quería.
—¿Adónde fueron tus hijos?
—¿Lo has olvidado? —dijo, con lágrimas en los ojos—. Huyeron de mí, eso duele muchísimo. No huyas nunca de tus padres, Bart.
¡Oh! A mí nunca se me había ocurrido escaparme. El mundo exterior era demasiado grande y peligroso. Prefería quedarme donde estaba seguro. Corrí a abrazarla y después fui a jugar con el camión. Entonces, John Amos entró cojeando en la habitación, y en sus ojos traslucía la ira.
—¡Señora! Los niños no se desarrollan bien si se cede a todos sus antojos. Debería saberlo.
—John —replicó ella, con altivez—, no vuelva a entrar en esta habitación sin llamar primero. Manténgase en su sitio.
Dura. Mi abuela era dura. Sonreí a John Amos, que se retiró mascullando que ella no le daba ningún sitio o, al menos, no el sitio que se merecía. En cuanto hubo salido me olvidé de él y me dejé arrastrar por el hechizo de mi nuevo camión de basura y su mecanismo interior. No tardaría en descubrir su funcionamiento, aunque tal vez mi curiosidad tendría tan malas consecuencias. Debido a mi perversa naturaleza, todo lo que ella me regalaba lo rompía antes de una hora.
Mi abuela suspiró y pareció afligida cuando mi camión se descompuso.
Transcurrieron lentamente los largos días de verano, y John Amos siguió enseñándome muchas cosas importantes sobre lo que tenía que hacer para ser poderoso e intrépido como Malcolm, hombre inteligente y astuto por excelencia. A su manera, John Amos resultaba fascinante, con aquella forma de arrastrar los pies, sus piernas flacas y más huesudas que las mías, su respiración sibilante, sus palabras murmuradas entre dientes, su fino bigote y su cráneo calvo, donde sólo conservaba un cabello blanco. Cualquier día se lo arrancaría. Me preguntaba por qué no le apreciaba mi abuela. Ella era el ama y, aunque podía despedirle, no lo hacía. Por lo tanto, algo importante y oscuro había entre ellos.
Yo me sentía feliz en compañía de ambos; favorecido, de una parte, por mi abuela, con sus lindos regalos, sus mimos y sus besos; y de otra por John Amos, que me enseñaba cómo convertirme en un hombre poderoso ante el cual se doblegarían las mujeres. Por fin había encontrado a alguien que me quería por mí mismo a pesar de lo torpe y ruin que fuese, y empecé a sentir aquella magia especial de la que mamá y Jory disfrutaban. Pensé que también yo podía oír la música de los colores del sol poniente. Y los suaves acordes que emitían los limoneros. Además tenía a Apple, mi cachorro-poni Y, lo mejor de todo, pronto iría a Disneylandia, porque se acercaba el día de mi cumpleaños.
Ya empezaba a ser inteligente como Malcolm, de modo que traté de pensar en la manera de conservar el cariño de Apple durante las tres semanas que estaría ausente. Me pasaba todo el día preocupado y me despertaba varias veces por la noche. ¿Quién alimentaría a Apple y conquistaría su cariño mientras yo estuviese fuera? ¿Quién?
Me acerqué al muro y observé un melocotonero que había plantado y todavía no había arraigado. Tenía que crecer… y no lo hacía. Después miré el sitio donde había sembrado guisantes de olor. Allí nada aparecía, nada brotaba. Maldito. Estaba maldito. Observé, furioso, la parte del jardín que cultivaba Jory. Todas sus plantas estaban en plena floración. No era justo que ni siquiera las flores creciesen para mí. Gateé hasta el sitio donde crecían las malvas de Jory, aplastando petunias y verdolagas con las rodillas. ¿Qué haría Malcolm si estuviese en mi lugar? Arrancaría todas las plantas de Jory, excavaría agujeros con el pulgar en el suelo de su propio jardín y plantaría flores en ellos.
Uno tras otro, llené los agujeros con malvas de Jory. Como no se mantenían derechas, las dispuse de forma que se apoyasen las unas en las otras. Así tuve también flores en mi jardín. Era un chico inteligente; tortuoso y ruin, pero listo.
Al mirar mis sucias rodillas, vi que me había desgarrado los pantalones nuevos en la caseta que estaba construyendo para Clover. Era mi manera de pedirle perdón por haberle pisado el rabo tantas veces. Clover estaba sentado en aquella galería sin perderme de vista, temeroso de dormirse mientras yo anduviese cerca de él. Pero yo no le necesitaba ya; antes sí, pero ahora tenía algo mejor.
Los insectos me picaban en la cara. Me froté los ojos, sin importarme que mis manos estuviesen sucias de grasa después de haber trajinado en el taller del garaje de papá. Ni siquiera mamá podría remendar el desgarrón que llegaba desde el cuello hasta el faldón de mi camisa. Me mordí el labio inferior.
Los sábados eran para divertirse, pero yo no me divertía en absoluto. No tenía nada especial que hacer, a diferencia de Jory. Yo no había nacido para la danza, sino sólo para ensuciarme y producirme rasguños. Mamá tenía a Cindy, papá a sus pacientes, y Emma se ocupaba de la cocina y la limpieza. A nadie le importaba que yo me aburriese. Lancé una mirada furiosa a Clover.
—¡Tengo un perro mejor que tú! —dije, y Clover se metió en la casa y se escondió debajo de un sillón—. No eres más que un perrito de lanas francés. ¡No sabes salvar a las personas que se pierden en la nieve! ¡No puedes llevar una silla de montar roja, ni comer heno!
Cada día mezclaba un poco más de heno en la comida de Apple, para que acabase gustándole más que la carne.
Clover pareció avergonzado. Se escondió aún más debajo del sillón y me dirigió una de aquellas miradas tristes que tan nervioso me ponían. Apple nunca miraba de ese modo.
Suspirando, me sacudí el polvo de las rodillas y las manos. Era la hora de visitar a mi cachorro. Mientras me dirigía allí, la pared blanca llamó mi atención. Necesitaba más carácter, así que cogí una piedra y empecé a golpear con ella la pared para desprender más estuco blanco. ¡Oh! ¿Y si esa muralla se extendiese más y más? Podría llegar incluso a China, para contener las hordas de los mogoles. Me pregunté qué serían los mogoles. ¿Monos? Sí, sonaba como el nombre de unos monos, unos monos grandes y malvados que comían a la gente y estaban empeñados en una lucha cruel contra alguien. Sería estupendo ser tan grande como King-Kong, para poder pisotear las cosas que odiaba.
Primero aplastaría a los maestros, y después las escuelas, pero respetaría las iglesias. Malcolm era temeroso de Dios, y yo no quería que Dios se enfadase conmigo. Si fuera tan alto como ese gorila arrancaría las estrellas del cielo y las introduciría en mis dedos como si fuesen sortijas de brillantes, como las que mi abuela llevaba. Me pondría la luna por sombrero, pero dejaría en paz al sol, podría quemarme las manos… aunque si cogiese el Empire State Building, podría emplearlo como una cachiporra para golpear al sol y expulsarlo del universo. Entonces no habría días; sólo una noche eterna. La oscuridad era como estar ciego o muerto.
—Bart —dijo una voz suave que me sobresaltó.
—¡Vete! —ordené.
Me estaba divirtiendo solo. ¿Y qué hacía ella, subida en aquella escalera? ¿Me estaba espiando? Me senté de nuevo en el suelo y hurgué con un palo.
—Bart —llamó—. Apple está esperándote para que le des de comer, y necesita agua fresca. Prometiste ser un buen amo. Cuando un animal te quiere y confía en ti, tienes que corresponderle.
No llevaba los ojos tapados; el velo sólo la cubría de la nariz hacia abajo.
—Quiero unas botas de vaquero, una silla de montar auténtica, de cuero de verdad, no de imitación, y un sombrero, unos zahones, unas espuelas, y guisantes para cocerlos en la fogata al acampar.
—¿Qué acabas de desenterrar? Asomó más la cabeza para ver mejor. ¡Qué cosa más extraña! Parecía una cabeza colocada encima del muro, sin cuerpo debajo de ella.
¡Caramba…! Mira lo que estaba enterrado en el suelo; unos huesos, ¿dónde estaría la piel? ¿Y las suaves orejas blancas?
Me eché a temblar, muy asustado, mientras trataba de explicarme:
Era un tigre. Yo estaba aquí la otra noche, indefenso, y en pijama, cuando de la oscuridad surgió ese tigre feroz de ojos verdes. Rugió y se abalanzó sobre mí. Quería comerme, pero yo agarré mi rifle sin perder un instante ¡y le metí una bala en el ojo!
Se produjo un silencio, lo que significaba que ella no me creía. Su voz era comprensiva cuando dijo:
—Bart, eso no es el esqueleto de un tigre. Veo que hay también un poco de piel. ¿No será el gatito que yo tenía? Era un gatito que andaba perdido y recogí. Bart, ¿por qué mataste a mi gatito?
—¡Nooo! —exclamé—. ¡Yo nunca mataría un gatito! ¡Soy incapaz de hacerlo! A mí me gustan los gatos. Esto es un tigre, aunque no muy grande, la verdad. Los huesos llevan enterrados muchísimo tiempo, quizá desde antes de que yo naciese.
Ciertamente, parecían huesos de gato. Me froté los ojos para que ella no viese mis lágrimas.
Malcolm jamás lloraría. Se mostraría duro. Me sentía confuso y no supe qué hacer. El viejo John Amos siempre me repetía que tenía que ser como Malcolm y odiar a todas las mujeres. Resolví que era mejor actuar como Malcolm, y no como yo, que era un ser digno de lástima. Era inútil tratar de ser King-Kong, Tarzán o Supermán; me convenía más ser Malcolm, pues tenía su libro de instrucciones y podía seguirlas.
—Se está haciendo tarde, Bart. Apple tiene hambre y te está esperando.
Estaba cansado, muy cansado.
—Ahora voy —dije, con tono fatigado.
¡Uf! Simular ser un viejo resultaba agotador. Era mejor volver a ser un chico. Ser viejo significaba dedicar todo el tiempo al trabajo y esforzarse en ganar dinero sin divertirse nunca. No me apresuré para llegar a casa, obligando a mis piernas a caminar despacio. Había niebla por todas partes. El verano era menos caluroso para los viejos. «Mamá, mamá, ¿dónde estás? ¿Por qué no vienes cuando te necesito? ¿Por qué no me contestas cuando te llamo? ¿Es que ya no me quieres, mamá? Mamá, ¿por qué no me ayudas?».
Avancé trastabillando, tratando de pensar. De repente encontré la respuesta. Nadie podía quererme, porque yo no era de aquí, ni de allí. No era de ninguna parte.