SOMBRAS

—Jory —dijo mamá, mientras cogíamos nuestros bártulos y nos dirigíamos al coche—. No acierto a comprender qué le ocurre a Bart este verano. No es el mismo. ¿Qué crees que hace tanto tiempo fuera de casa?

Me sentí incómodo. Como quería proteger a Bart y dejar que mantuviera su amistad con nuestra anciana vecina, no podía explicar a mamá que aquella mujer andaba diciendo que era abuela de Bart.

—No debes preocuparte por Bart, mamá —la tranquilicé—. Diviértete con Cindy. Es una niña guapa, como debiste de ser tú de pequeña.

Ella sonrió y me besó en la mejilla.

—Si mis ojos no me engañan, hay otra niña guapa a quien tú admiras.

Sentí que el rubor subía a mis mejillas. Melodie Richarme me atraía mucho. Era una muchacha muy linda, de cabello de un rubio ligeramente más oscuro que el de mamá, pero con unos ojos azules tan suaves y brillantes como los de ésta. Pensaba que nunca amaría a una chica que no tuviese los ojos azules. Precisamente en aquel instante apareció Melodie, que se apresuraba hacia el coche de su padre. Me sorprendió la rapidez con que estaba convirtiéndose en mujer. Era milagrosa la forma en que el pecho plano de las niñas empezaba a adivinarse debajo de su ropa mientras se abultaban las caderas bajo la fina cintura, y de pronto se mostraban diez veces más interesantes.

En cuanto llegamos a casa, mamá me envió en busca de Bart.

—Si está en el otro jardín, avísame. No quiero que molestéis a esa anciana solitaria, aunque preferiría que ella se abstuviese de subir a la escalera y husmear por encima del muro.

Trepando, saltando y gritando, busqué hasta encontrar a Bart en aquel viejo establo que antiguamente debieron de llamar «caballeriza». Ahora los compartimientos donde antaño vivían los caballos estaban desiertos. Hallé a mí hermano en uno de ellos, sacando el heno con un rastrillo. Me quedé atónito, sin dar crédito a mis ojos. Junto a él había un perro san Bernardo casi tan grande como Bart, aunque se veía claramente que no era más que un cachorro, por su manera de jugar y de gruñir como los perros de pocos meses.

Bart bajó el rastrillo y riñó al perro:

—¡Deja de saltar de esa manera, Apple! Los ponis sólo saltan obstáculos. Ahora, come ese heno, si quieres que mañana te lo traiga limpio.

—Bart… —le llamé suavemente, apoyándome contra la pared del establo y sonriendo al advertir su sobresalto—. Los perros no comen heno.

Su rostro se congestionó.

—¡Vete! ¡Vete de aquí! ¡Este sitio no te pertenece!

—Tampoco a ti.

—Vete —lloriqueó, arrojando el rastrillo y cogiendo el gran cachorro en brazos—. Este perro es mío. Tenía que haber sido un poni y por eso hago que sea poni y perro a la vez. No te burles, ni pienses que estoy loco.

—No creo que estés loco —dije, sintiendo que se me formaba un nudo en la garganta al verle tan trastornado.

En cierto modo, me avergonzaba de que los animales se encariñaran más conmigo que con él. Parecían intuir que él les pisaría el rabo o tropezaría con ellos. En honor a la verdad, incluso yo me sentía un poco temeroso cuando me tumbaba en el suelo y Bart andaba cerca.

—¿Quién te ha regalado ese cachorro?

—Mi abuela —respondió, con orgullo—. Ella me quiere, Jory, me quiere más que mamá. Y más de lo que te quiere a ti la vieja madame Marisha.

Eso era lo malo de Bart. En cuanto me acercaba a él, me propinaba una bofetada, haciendo que lamentase mis buenas intenciones.

No acaricié al hermoso cachorro, aunque parecía pedírmelo. Dejé que Bart se saliese con la suya; quizá, a fin de cuentas, había conseguido un amigo por una vez.

Sonreía satisfecho mientras volvíamos a casa.

—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó. Desde luego, yo no lo estaba—. ¿No me delatarás, Jory? Es importante que mamá y papá no se enteren.

No me gustaba ocultar secretos a mis padres, pero Bart se mostró muy insistente, ¿y qué había de malo en que una amable anciana regalase algunas cosas y un cachorro a Bart? De ese modo, él se sentía amado y feliz.

En la cocina, Emma estaba introduciendo cucharadas de cereales en la boca de Cindy. Mi madre había vestido a la pequeña con un delantalcito azul y una blusa blanca con unos conejitos de color rojo que mamá había bordado. Mi madre le había cepillado los cabellos hasta hacerlos brillar como si fuesen de oro pálido y los había recogido en una cola encima de la nuca con una cinta de seda azul. Estaba tan limpia y fresca que sentí ganas de abrazarla, pero me limité a sonreír, pues no quería mostrarme efusivo en presencia de Bart para que no sintiese celos. Pero, aunque parezca extraño, Bart atraía a Cindy más que yo. Quizá se debía a que no abultaba mucho más que ella.

Mi hermano se sentó en una silla de la cocina con tal ímpetu que casi la volcó. Emma le miró y frunció el entrecejo.

—Lávate las manos y la cara, Bart Winslow, si quieres comer en mi mesa.

—No es tu mesa —refunfuñó él, dirigiéndose al cuarto de baño, no sin antes pasar las manos sucias por las paredes, dejando largas señales.

—¡Bart! ¡Quita tus sucias manos de mis paredes! —ordenó Emma, enojada.

—No son tus paredes —murmuró él.

Tardó una eternidad en lavarse las manos, y cuando volvió sólo las palmas estaban limpias. Miró con disgusto la sopa y los bocadillos que había preparado Emma.

Yo estaba acabando mi segundo bocadillo y mi segundo tazón de sopa de verduras preparada en casa, prácticamente a punto de empezar el postre, mientras Bart mordisqueaba aún la mitad de su bocadillo y no había probado la sopa.

—¿Qué os parece vuestra nueva hermanita? —preguntó Emma, limpiándole los labios y quitándole el sucio babero—. ¿No es una muñeca?

—Sí, es muy mona —convine yo.

—¡Cindy no es nuestra hermana! —objetó Bart—. No es más que una sucia chiquilla, a quien nadie quiere, excepto nuestra madre.

—Bartholomew Winslow… ¡que no vuelva a oírte decir esas cosas! —Emma le dirigió una larga mirada de censura—. Cindy es una niña encantadora que se parece tanto a tu madre que podría pasar por hija suya.

Bart siguió mirando con rencor a Cindy, a mí, a Emma e incluso a la pared.

—Odio los cabellos rubios y los labios rojos que están siempre mojados —murmuró, y le sacó la lengua a Cindy, la cual rió y espurreó—. Si mamá no le dedicase tanto tiempo, rizándole el cabello y comprándole vestidos nuevos, sería fea.

—Cindy nunca será fea —declaró Emma, mirando a la niña con admiración.

Después, se inclinó para besar la linda carita de la pequeña, lo que provocó otra terrible mueca de disgusto en la cara de Bart.

Permanecí sentado, tenso y espantado. Todas las mañanas me despertaba sabiendo que tendría que enfrentarme con un hermano que cada día se volvía más extraño. Sin embargo, le quería, como quería a mis padres, y a fe que empezaba también a querer a Cindy. Por alguna razón, intuía que debía proteger a todo el mundo, aunque ignoraba y ni siquiera sospechaba de qué.