AZÚCAR Y ESPECIAS

Mamá había comprado una escuela de danza que todavía llevaba el nombre de su antigua propietaria. Había conservado el nombre, Escuela de Ballet de Mane DuBois, y dejaba que sus alumnos pensaran que era Mane DuBois. Más tarde explicó a Bart y a mí que eso era más sencillo y provechoso que cambiar el nombre. Papá pareció estar de acuerdo.

La escuela estaba situada en la planta alta de un edificio de dos pisos, en San Rafael, no lejos de donde se encontraba el consultorio médico de papá. Con frecuencia comían juntos o bien pasaban la noche en San Francisco, para asistir a una representación de ballet o ir al cine, y ahorrarse el viaje de ida y vuelta. Emma se quedaba con nosotros, y por eso no nos molestaban demasiado aquellas ausencias. Sin embargo, a veces, cuando les veía llegar felices y contentos, me sentía como excluido. Entonces pensaba que no éramos tan importantes para ellos como queríamos creer.

Una noche que no podía dormir, salí silenciosamente de mi habitación, con el único propósito de tomar un tentempié a medianoche. Cuando me hallaba en el pasillo, cerca del cuarto de estar, oí las voces de mis padres, voces fuertes. Estaban discutiendo, y raras veces se hablaban con tal aspereza.

No supe qué hacer, si esconderme o regresar a mi habitación. Entonces recordé la escena del ático y pensé que, para mi conveniencia y también para la de Bart, tenía que enterarme de lo que se traían entre manos.

Mamá llevaba todavía el lindo vestido azul que se había puesto para salir a cenar con papá.

—¡No sé por qué sigues oponiéndote! —exclamó, paseando arriba y abajo y lanzando furiosas miradas a papá—. Sabes tan bien como yo que Nicole no se recuperará. Si esperamos a que esté enterrada, el Estado asumirá la custodia de Cindy y nos costará muchísimo conseguirla. Debemos actuar ahora. Si la acogemos ahora, nos resultará más fácil que nos cedan su tutela. Por favor, Chris, ¡cambia de opinión!

—No —replicó fríamente él—. Tenemos dos chicos, ya es suficiente. Hay muchos matrimonios jóvenes que estarán encantados de adoptar a Cindy, parejas que no tienen tanto que perder como nosotros. Si la Oficina de Adopciones empieza a investigar…

Mamá extendió los brazos.

—¡Es lo que estoy diciendo! Si nos ocupamos de Cindy antes de que Nicole muera, la Oficina no tendrá motivos para investigar. Esta noche visitaré a Nicole para explicarle mis intenciones. Estoy segura de que accederá a firmar todos los documentos legales que sean necesarios.

—Catherine —dijo mi padrastro, con voz firme—, no puedes hacer siempre cuanto se te antoje. Nicole tal vez se recupere en unas semanas, y aunque sufriera una invalidez permanente podría desear conservar a su hija.

—¿Y qué clase de madre sería?

—Eso no es de nuestra incumbencia.

—¡No puede recuperarse! Lo sabes tan bien como yo… Y, lo que es más, Christopher Doll, ya he estado en el hospital y he hablado con Nicole; ella quiere que me quede con su hija. Me acompañó el abogado Simon Daughtry y su secretario, y ella firmó los papeles que le llevé. ¿Qué puedes hacer para impedírmelo?

Visiblemente impresionado, mi padrastro se cubrió la cara con las manos, mientras mi madre continuaba atacándole:

—Christopher, no ocultes tu rostro. Muestra la cara y reconoce que me has obligado a actuar así. Estabas presente la noche en que nació Bart, diciéndome con ojos suplicantes, que Paul no sería suficiente y que al fin serías tú quien triunfaría. Si no hubieses estado allí, rogándome con tus malditos ojos azules, nunca hubiese permitido que los médicos me indujesen a firmar aquellos papeles autorizando la esterilización. Habría parido otro hijo, aunque me hubiese costado la vida. Pero tú estabas allí, y por ti cedí, ¡maldita sea! ¡Por ti!

Sollozó y se dejó caer en el suelo, encogida sobre un costado, arañando con los dedos la gruesa alfombra. Su larga melena rubia se extendió como un abanico de oro sobre la alfombra e hizo de almohada a su mejilla. Mientras seguía llorando, le reprochaba y se reprochaba lo que ambos estaban haciendo.

Pero ¿qué estaban haciendo? Ella se tumbó sobre la espalda y extendió los brazos. Él se descubrió la cara y, profundamente herido, la observó.

—¡Tienes razón, Christopher! ¡Tú siempre tienes razón! Sólo en una ocasión la tuve yo, y aquella única vez habría podido salvar la vida de Cory.

Sollozando, apartó la cabeza de la de papá, que se había arrodillado junto a ella y trataba de ceñirla con sus brazos. Entonces le golpeó, y me quedé boquiabierto.

—¡También tenías razón cuando me aconsejaste que no me casara con Julián! Estoy convencida de que te regocijaste cuando nuestro matrimonio terminó en un lamentable fracaso. Seguro que te encantó que Julián no hiciese nada para impedir que Yolanda Lange destruyese cuanto poseíamos. Todo ocurrió como habías pronosticado, y eso te alegró. Después Bart se asfixió en el incendio que consumió Foxworth Hall. ¿También te reíste para tus adentros, contento de librarte de él? ¿Creíste que me arrojaría a tus brazos y olvidaría todo lo que debíamos a Paul? —Su voz se elevó y se tornó más estridente—. Cuando Paul y yo éramos amantes, nunca consideré que fuese demasiado viejo para mí, hasta que empezaste a incordiarme recordándome continuamente su edad. Quizá no habría prestado ninguna atención a Amanda y a lo que me contó, si tú no me hubieses herido de manera tan cruel por querer casarme con un hombre veinticinco años mayor que yo.

Me encogí aún más. Me avergonzaba permanecer allí, escuchando, pero después de haber oído tantas cosas. Mamá estaba alterada, como si hubiese estado guardando todo aquello durante mucho tiempo para echárselo a la cara en el momento oportuno… Y parecía que el momento oportuno había llegado. Él retrocedió ante la furia de sus palabras.

—¿Recuerdas la tarde que me casé con Paul? —prosiguió mamá—. ¿La recuerdas? Acuérdate del momento en que me entregaste el anillo que él puso en mi dedo. Vacilaste tanto que el pastor tuvo que apresurarte en voz baja. Y durante toda la ceremonia estuviste suplicándome con la mirada. Entonces resistí, como debía haber resistido después de que él muriera. ¿Deseabas que muriese pronto, para poder aprovechar tu oportunidad? ¡Un deseo cumplido, Christopher Doll! ¡Ganaste tú! ¡Siempre ganas tú! ¡Te sientas a esperar haciendo mientras tanto todo lo posible para confundir mi vida! Bien. ¡Aquí me tienes, exactamente donde me querías!, en tu cama, haciendo el papel de esposa. ¿Te divierte? ¿Sí?

Se echó a llorar y entonces le propinó una fuerte bofetada. Él retrocedió, sin decir nada. Mi madre no había terminado aún:

—¿No te das cuenta de que no habría ido en busca de Bart si tú no hubieses estado siempre rondando cerca de mí, interponiéndote entre Paul y yo, haciendo que me avergonzase de lo que mamá nos había hecho a ti y a mí? Tenía que arrebatarle a Bart, pues sólo así podía castigarla por lo que nos había hecho. Y ahora, después de la ayuda que Paul nos brindó al acogernos en su hogar, no tienes siquiera la decencia y la generosidad de adoptar a una pobre niña que pronto será huérfana. Te niegas incluso a pesar de que yo ya he solventado las cuestiones legales, de tal modo que las autoridades no emprenderán ninguna investigación. Pero tú sigues queriéndome para ti solo, convencido de que dos hijos son suficientes para entorpecer nuestra intimidad, y que otra criatura podría derribar nuestro castillo de naipes.

—Cathy, por favor… —dijo él.

Ella le golpeó con sus pequeños puños y volvió a increparle:

—Quizá incluso dijiste que Paul ya podía hacer el amor para que sufriera otro ataque al corazón.

Mamá se apartó, jadeando, con el rostro surcado de lágrimas, mirando fijamente a papá. Él permaneció inmóvil, encorvado como petrificado ante lo que acababa de oír.

Aunque sentí ganas de llorar, por él, por ella, por Bart y por mí, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Papá empezó a temblar ostensiblemente, como si el frío invierno hubiese entrado de forma inesperada en nuestro cuarto de estar. ¿Era verdad lo que había dicho mamá? ¿Era él el único causante de todas las muertes que afligían nuestras vidas? Me espanté, porque yo le quería.

—Dios mío, Catherine… —dijo él al fin, irguiéndose y dirigiéndose a su habitación—. Si es esto lo que quieres, haré mis maletas y me marcharé antes de una hora. Confío en que estés satisfecha, ¡esta vez ganas tú!

Ella se puso en pie de un gracioso salto y corrió detrás de él. Le agarró de un brazo y le obligó a darse la vuelta antes de rodearle la cintura con los brazos y estrecharle con fuerza.

—¡Chris! —exclamó—. ¡Perdóname! Lo lamento. No pensaba lo que decía. He sido cruel, lo sé. Te amo, siempre te he amado. Miento, engaño, digo cualquier cosa para salirme con la mía. Echo siempre la culpa de todo a los demás, incapaz, como soy, de soportar que sea mía. No te atormentes ni te sientas traicionado. Haces bien en negarme la hija de Nicole, porque siempre acabo hiriendo a quienes amo. Destruyo lo que me es más querido. Si fuese una persona sensata, habría encontrado las palabras adecuadas para consolar a Carrie; pero no dije lo que debía, ni a ella ni tampoco a Julián.

Siguió aferrada, mientras él permanecía tieso como un poste, sin corresponder a la pasión de su abrazo, sus palabras y sus besos. Ella tomó su mano inerte e intentó abofetearse con ella y, al no lograrlo, lo hizo ella misma con la mano que tenía libre.

—¿Por qué no me pegas, Chris? Sabe Dios que te he dado motivos suficientes esta noche. No necesito tener a Cindy si te tengo a ti y a mis hijos…

Yo habría asegurado que mi padrastro se sentía impotente ante la tremenda angustia que ella expresaba. Su histrionismo le había acorralado en un rincón, donde él prefería permanecer el tiempo suficiente para comprender su situación. Pero ella volvió al ataque, exigiendo una respuesta, y enseguida empezó a levantar de nuevo la voz:

—¿Qué te sucede ahora, Christopher Doll? Estás ahí plantado, sin decir nada, tratando de juzgarme por tu propia moral. Reconoce la verdad, ¡yo no tengo moral! Crees que no soy más que una actriz que representa un papel, igual que nuestra madre representaba el suyo. Incluso ahora, después de tantos años, eres incapaz de adivinar si estoy fingiendo o no. ¿Sabes por qué? —Su voz se hizo ofensiva, cínica—. Dado que nunca te has molestado en analizar mi lamentable caso, lo haré yo por ti. Objetivamente, Christopher, no quieres saber cómo soy en realidad. Si no estoy actuando, y la faceta que ahora te muestro es mi verdadero yo, te niegas a aceptar la realidad tal como es. Porque sabes que si lo hicieses, descubrirías que has entregado tu desinteresado y gran amor a una mujer cruel, exigente y absolutamente egoísta. Adelante, ¡reconoce la verdad! No soy una diosa, nunca lo he sido y nunca lo seré. Has sido un estúpido, Chris, al tratar, durante toda tu vida, de inventar, una Cathy distinta de lo que es, y eso te convierte también en embustero, ¿no crees?

Echó a reír, y él palideció.

—Mírame, Christopher. ¿A quién te recuerdo? —Retrocedió y le miró en silencio durante largo rato, esperando. Al ver que él no respondía, prosiguió—: Vamos, contesta. Soy como ella, ¿verdad? Como era ella aquella noche en Foxworth Hall, cuando los invitados rebullían alrededor del árbol de Navidad en el salón de baile y ella vociferaba en la biblioteca como lo hago yo ahora, proclamando a voz en grito que su padre le pegaba y le había obligado a actuar como lo hizo. Lástima que no estuvieses allí para verlo. Y ahora, ¡grítame, Chris! ¡Pégame! Chilla como estoy chillando yo, ¡y demuestra que eres humano!

Poco a poco, él perdía la paciencia. Me asusté al pensar lo que podría ocurrir a continuación. Deseaba interrumpir aquella escena, porque si él alzaba la mano contra ella, yo correría a defender a mi madre. No permitiría que la golpease.

¿Oyó ella mi muda plegaria? El caso fue que le soltó y se dejó caer de nuevo en el suelo. Aquella disputa tan violenta me abrumaba. ¿Por qué el nombre de Foxworth Hall despertaba miedos ocultos? ¿Y quién era aquella mujer de quien hablaban que no había parado de gritar? ¿Y dónde estaba papá Paul aquella vez, cuando mamá aún no conocía a su hermano menor…? Al menos, así lo habían dicho… ¿O acaso los padres mentían?

Foxworth Hall… ¿Por qué me resultaba ese nombre tan familiar?

Una vez más, él se arrodilló a su lado y la abrazó con gran ternura, y ella no luchó para desprenderse. Los rápidos besos de papá llovían sobre su cara pálida, tratando de ahogar las palabras que salían de su boca:

—¿Cómo puedes seguir amándome, Chris, si soy tan mala? ¿Cómo puedes comprender que me comporte en ocasiones de un modo tan perverso? Sé que soy tan malvada como ella aunque daría la vida por reparar todo el daño que nos infligió.

Sin decir palabra, él fijó su mirada en la de ella hasta que sus respiraciones se pausaron. Y la pasión, siempre latente, se inflamó, se encendió, y una especie de descarga eléctrica recorrió también mí piel.

Para no ver demasiado, me escabullí hacia mí habitación, conservando en la mente la turbadora visión de ambos fundidos en un abrazo rodando por el suelo, rodando una y otra vez, abrazados, como salvajes… Lo último que oí fue el sonido de una cremallera al descorrerse, no sabía si de ella o de él. Eso me intrigaba. ¿Estaba bien que una mujer desabrochara la cremallera de un hombre, aunque éste fuese su marido?

Salí al jardín. En la oscuridad, cerca del alto muro blanco, junto a una pálida estatua de mármol, me tendí en el suelo y eché a llorar. La estatua de Rodin, El beso, fue lo primero que vi al levantar la cabeza. No era más que una reproducción, pero me indicaba muchas cosas acerca de los adultos y sus sentimientos.

Yo era un chico que había creído que la integridad de mis padres era inmaculada, que su amor era como un suave y reluciente lazo de seda. Sin embargo, ahora se me mostraba desgarrado, sucio, y había dejado de brillar. ¿Habían disputado muchas veces más, sin que yo lo oyese? Intenté recordar. Me parecía que nunca se habían enzarzado en una pelea tan violenta; sólo habrían mantenido breves discusiones que enseguida quedaban resueltas.

Demasiado mayor para llorar, me dije. Con catorce años ya era casi adulto. Empezaba a asomar un poco de vello sobre el labio y en algún otro sitio. Sorbiendo, procurando sofocar mis sollozos, corrí al muro blanco y trepé por el roble. Cuando estuve sobre la pared, me senté en mi lugar preferido y contemplé la enorme y blanca mansión, de aspecto fantasmal a la luz de la luna. Pensé una y otra vez en Bart y en quién era su padre. ¿Por qué no le habían puesto el nombre de papá Paul? Lo más natural era que un hijo llevase el nombre de su padre. ¿Por qué Bart, en vez de Paul?

Mientras me planteaba aquellas cuestiones, llegó una niebla procedente del mar que, plegándose sobre sí misma, envolvió la casa hasta que no pude verla. La niebla gris se extendía en torno a mí, fantástica, temible y misteriosa.

Provenientes de la finca vecina, oí unos ruidos extraños y ahogados. ¿Estaba alguien llorando allí? Parecían fuertes sollozos desgarrados, acompañados de gemidos y breves palabras que suplicaban perdón.

¡Dios mío! ¿Estaría llorando aquella pobre anciana, igual que había llorado mi madre? ¿Qué había hecho ella? ¿Tenía todo el mundo un pasado vergonzoso que ocultar? ¿Sería yo como ellos cuando fuese mayor?

«Christopher», oí decir entre sollozos. Sobresaltado, traté de descubrir dónde se hallaba. ¿Cómo sabía el nombre de mi papá? ¿O conocía ella a otro Christopher?

Estaba seguro de que algo oscuro y amenazador había entrado en nuestras vidas. Bart estaba más raro que de costumbre. Algo o alguien estaba influyendo en él de una manera sutil que yo no acertaba a descubrir. Fuera lo que fuese aquello que cambiaba a Bart, nada tenía que ver con mamá y con papá, pues si yo no podía comprenderlos, mucho menos podía hacerlo él. Tanto lo que existía entre mis padres como lo que le ocurría a Bart me afectaban de tal modo que sentía todo el peso del mundo sobre mis hombros, todavía demasiado débiles para aguantarlo.

Una tarde, después de salir de la clase de ballet, volví deliberadamente temprano a casa. Quería averiguar qué hacía Bart cuando yo no estaba. No se hallaba en su habitación ni en el jardín; por tanto, sólo podía estar en un sitio: la casa de al lado.

No me costó encontrarle. Para mi sorpresa, estaba dentro de la casa, sentado en el regazo de aquella anciana siempre vestida de negro.

Contuve el aliento. El pequeño truhán se dejaba mimar. Me acerqué más a la ventana del salón. La mujer le arrullaba suavemente, mientras él contemplaba su velado semblante. Los grandes ojos negros de Bart rebosaban inocencia, pero su expresión cambió súbitamente para convertirse en la de una persona mayor y taimada.

—Tú no me quieres de verdad —dijo, con un tono muy extraño.

—¡Oh! Claro que te quiero —contestó ella dulcemente—. Te quiero más de lo que he querido a nadie en el mundo.

—¿Más de lo que podrías querer a Jory?

¿Por qué diablos tenía que quererme a mí? La anciana vaciló, desvió la mirada y respondió:

—Sí, tú eres para mí alguien muy, muy especial.

—¿Me querrás siempre más que a nadie?

—Siempre, siempre…

—¿Me darás todo lo que pida, sea lo que sea?

—Sí, sí… Bart, querido mío, la próxima vez que vengas, encontrarás aquí… lo que más deseas.

—¡Será mejor que así sea! —amenazó Bart con una dureza que me sorprendió.

De pronto parecía varios años mayor de lo que era. Siempre cambiaba su manera de hablar y de andar, siempre hacía comedia, fingía.

Cuando regresase a casa, se lo contaría a mamá y a papá. Bart necesitaba amigos de su edad, no una dama anciana. No era bueno para un chico carecer de amigos con quienes jugar. Entonces me pregunté de nuevo por qué mis padres nunca invitaban a sus amigos a casa, como solían hacer los demás padres. Vivíamos solos, aislados de los vecinos, hasta que esa musulmana, o lo que fuese, llegó y se granjeó el afecto de mi hermano. Debería alegrarme por él, y, sin embargo, todo aquello me inquietaba.

Por fin, Bart se levantó.

—Adiós, abuela —dijo, empleando ahora su voz normal de niño.

Pero ¿por qué diablos la había llamado «abuela»? Esperé pacientemente hasta asegurarme de que Bart se hallaba en nuestro jardín, y entonces me dirigí a la puerta del viejo caserón y llamé con fuerza. Esperaba que el viejo mayordomo recorriera renqueando el largo pasillo hasta el vestíbulo para abrirme, pero fue la propia anciana quien aplicó un ojo a la mirilla y preguntó quién era.

—Jory Marquet Sheffield —dije, con orgullo, como habría hecho mi papá.

—Jory —murmuró ella, y al instante abrió la puerta—. Entra —me invitó alegremente, apartándose a un lado para dejarme pasar. Entre las sombras del fondo percibí a alguien que se ocultaba rápidamente—. Me complace mucho que hayas decidido visitarme. Tu hermano ha estado aquí y ha agotado toda nuestra provisión de helado, pero puedo ofrecerte un refresco, pastel y bollos.

No era de extrañar que Bart no comiese nada de lo que Emma preparaba. Esa mujer le atiborraba de porquerías.

—¿Quién es usted? —pregunté, enojado—. No tiene derecho a dar de comer a mi hermano.

Ella retrocedió, con aire dolorido y humilde.

—Siempre le aconsejo que espere hasta después de las comidas, pero él insiste. Por favor, no me juzgues mal sin permitir que me explique.

Me invitó con un gesto a sentarme en un sillón de uno de sus lujosos salones. Aunque quería rehusar, mi curiosidad pudo más que mi recelo.

La seguí hasta lo que bien podía haber sido el enorme salón de un palacio francés. Había un piano de cola, magníficos divanes, sillones tapizados en brocado, un escritorio y una larga chimenea de mármol. Entonces me volví para verla bien.

—¿Cómo se llama?

Ella titubeó y respondió, con voz muy débil:

—Bart me llama… abuela.

—Usted no es su abuela —repliqué—. Si usted le dice que lo es, le está confundiendo, y Dios sabe, señora, que lo peor para mi hermano es un desconcierto mayor del que ya tiene.

Un ligero rubor coloreó su frente.

—Yo no tengo nietos. Estoy sola. Necesito a alguien… y Bart parece que me aprecia…

Sentí compasión por ella y me resultó difícil expresar lo que había planeado decir. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, conseguí hablar:

—No creo que venir aquí sea bueno para Bart, señora. Si yo estuviese en su lugar, procuraría disuadirle. Él necesita amigos de su edad…

Aquí se quebró mi voz, porque, ¿cómo podía decirle que era demasiado vieja? Además dos abuelas, una en una casa de locos, y la otra chiflada por el ballet, eran más que suficientes.

Al día siguiente nos comunicaron, a Bart y a mí, que Nicole había muerto aquella noche y que a partir de entonces su hija Cindy sería hermana nuestra. Mi mirada se encontró con la de Bart. Papá tenía la suya fija en el plato, pero no comía. Oí el llanto de un bebé y miré, sorprendido, alrededor.

—Es Cindy —dijo papá—. Vuestra madre y yo estábamos junto a la cama de Nicole cuando murió. Sus últimas palabras fueron para pedirnos que cuidásemos de su pequeña. Cuando pensé que vosotros dos también podríais quedaros huérfanos como Cindy, comprendí que, dado el caso, moriría más tranquilo si supiera que mis hijos serían acogidos en un buen hogar… Por consiguiente, dejé que vuestra madre expresase lo que había querido decir desde el día del accidente de Nicole.

Mamá se dirigió a la cocina y volvió portando en brazos una niña pequeñita, de rizos rubios y grandes ojos azules, casi del mismo color que los suyos.

—Jory, Bart, ¿no es preciosa? —Besó la redonda y sonrosada mejilla, mientras la pequeña nos observaba con sus grandes ojos azules—. Cindy tiene exactamente dos años, dos meses y cinco días. La patrona de Nicole se alegró de librarse de lo que consideraba una pesada carga. —Sonrió, feliz—. ¿Recuerdas, Jory, que en una ocasión me pediste una hermanita? Entonces te expliqué que no podía tener más hijos. Bueno, por lo visto los caminos de Dios son a veces misteriosos. Lamento mucho lo de Nicole, que podía haber vivido ochenta años, pero se rompió la espina dorsal y tenía múltiples lesiones internas…

No terminó la frase. Yo pensé que era terriblemente triste que una linda jovencita de diecinueve años como Nicole Nickols tuviese que morir para que nosotros pudiésemos tener la hermana que yo había mencionado casualmente mucho tiempo atrás.

—¿Era Nicole paciente tuya? —pregunté a papá.

—No, hijo. Pero como era amiga y alumna de tu madre, nos informaron de que no respondía al tratamiento médico, y corrimos al hospital para estar a su lado. Supongo que ninguno de los dos oyó sonar el teléfono a las cuatro de esta mañana.

Miré con atención a mi nueva hermanita. Estaba muy linda con su pijama de color de rosa. Unos suaves rizos orlaban su cara. Se asía con fuerza a mi madre y, después de observarnos, hundió la cabeza para hurtarse a nuestras miradas.

—Tú hacías lo mismo, Bart —dijo mi madre, dulcemente—. Cuando escondías la cara, creías que no podíamos verte, porque tú no nos veías.

—¡Sácala de aquí! —exclamó Bart, con el semblante rojo de furor—. ¡Llévatela! ¡Métela en la tumba con su madre! ¡Yo no quiero ninguna hermana! ¡La odio! ¡La odio!

Todos nos quedamos mudos tras aquel inesperado estallido de ira.

Entonces, mientras mamá permanecía inmóvil, demasiado impresionada para respirar siquiera, papá agarró a Bart, que se había levantado para pegar a Cindy. La cría echó a llorar, y Emma miró furiosa a mi hermano.

—Bart, nunca había oído palabras tan feas y crueles —dijo papá, cogiendo a mi hermano y sentándolo sobre sus rodillas. Bart se retorció y se agitó tratando en vano de escapar—. Ve a tu habitación y quédate allí hasta que aprendas a ser un poco compasivo con el prójimo. Si estuvieses en el lugar de Cindy, te sentirías dichoso.

Mascullando, Bart se encaminó hacia su dormitorio y pegó un portazo.

Papá se volvió, recogió su maletín negro y se dispuso a salir. Dirigió una mirada severa a mi madre.

—¿Comprendes ahora por qué me oponía a adoptar a Cindy? Sabes tan bien como yo que Bart siempre ha sido celoso. Una criaturita tan adorable como Cindy no habría pasado ni dos días en un orfanato sin que una pareja feliz la hubiera adoptado.

—Sí, Chris, tienes razón, como siempre. Si Cindy hubiese sido puesta bajo custodia legal, sin duda habría sido adoptada por otros. Pero entonces tú y yo no habríamos tenido nunca una hija. Ahora, tengo una niña pequeña que me recuerda mucho a Carrie.

Papá hizo una mueca que expresaba un intenso dolor. Mamá se quedó sentada a la mesa, con Cindy sobre la falda, y por vez primera él no la besó al despedirse, ni ella le advirtió «ten cuidado».

Al poco tiempo, Cindy ya me había hechizado. Correteaba de acá para allá, queriendo tocar y probar todo. Un cálido sentimiento me embargaba al ver a la niñita tan querida y mimada. Parecían madre e hija cuando ella y mamá estaban juntas, ambas vestidas de rosa, con cintas del mismo color en los cabellos; la única diferencia era que Cindy llevaba zapatitos blancos con lazo.

—Jory te enseñará a bailar cuando seas mayor.

Sonreí a mamá cuando salí de casa para asistir a la clase de ballet. Mamá se levantó rápidamente, dejó a Cindy al cuidado de Emma y se reunió conmigo en su coche, aparcado en nuestro amplio garaje.

—Jory, creo que Bart no tardará en querer a Cindy un poco más, ¿no te parece?

Estuve a punto de decir que no, que nunca la querría, pero asentí con la cabeza para que ella no notase lo preocupado que estaba por mi hermano.

—Problemas, problemas y más problemas.

—¿Qué estás murmurando, Jory?

¡Vaya! No me había dado cuenta de que hablaba en voz alta.

—Nada, mamá. Sólo repetía algo que oí decir a Bart la noche pasada. Habla en sueños, mamá. Te llama y grita diciendo que te has fugado con tu amante. —Guiñé un ojo, tratando de bromear—. No sabía que tuvieses aventuras de esa clase.

Ignoró mi chistosa observación.

—Jory, ¿por qué nunca me has explicado que Bart tiene pesadillas?

¿Cómo podía decirle la verdad? ¿Cómo decir que estaba demasiado encandilada con Cindy para prestar atención a nadie más? jamás, jamás hubiese debido prestar atención a nadie más que a Bart, ni siquiera a mí.

«¡Mamá, mamá! —oí que Bart exclamaba aquella noche, en sueños—. ¿Dónde estás? ¡No me dejes solo! Por favor, mamá, ¡no me abandones! No lo quieras a él más que a mí. No soy malo, no soy malo, pero no puedo evitar lo que hago a veces. Mamá… ¡Mamá…!».

Sólo los locos no pueden evitar lo que hacen. Y con una loca en la familia había de sobra. No necesitábamos otro bajo nuestro techo.

No había más remedio… yo debía salvar a Bart de sí mismo. Me correspondía enderezar algo que se había torcido hacía ya mucho tiempo. En los más oscuros rincones de mi mente persistían vagos e inquietantes recuerdos de algo que me había turbado años atrás, cuando era demasiado pequeño para comprender, para encajar las piezas del rompecabezas.

Sin embargo, gracias a que había pensado tanto en ello durante el pasado, ahora empezaba a aclararse mi memoria, y podía recordar a un hombre de cabellos negros, alguien que nada tenía que ver con papá Paul. Era un hombre a quien mamá solía llamar Bart Winslow, precisamente el nombre de pila y el apellido de mi hermano.