Me miraban, pero no me veían. No sabían quién era yo. Para ellos no era más que una cosa que se sentaba a su mesa y trataba de tragar la bazofia que ponían en el plato. Las ideas bullían en mi cerebro, pero ellos no podían leer mis pensamientos. No me comprendían en absoluto. Iría a la casa de al lado, a la mansión donde había sido invitado. Cuando estuviese allí, cuidaría mi pronunciación; siempre me repetían que debía pronunciar bien las palabras. Pues así lo haría, en honor de nuestra anciana vecina.
Iría solo. No se lo diría a Jory, pues él no necesitaba más amigos. Asistía a sus clases de ballet, donde estaba rodeado de niñas bonitas, y eso era Suficiente; y con Melodie, más que suficiente. En cambio, yo no tenía a nadie, salvo unos padres que no me entendían. En cuanto pudiese levantarme de la mesa del desayuno, saldría rápidamente al jardín mientras Jory seguía comiendo su montón de pastelitos cubiertos de azúcar. Era un cerdo…, ¡un maldito cerdo!
Hacía mucho calor. El sol brillaba demasiado. Las sombras se extendían largas sobre el suelo. El blanco muro se alzaba a gran altura, como si hubiese intuido que yo me dirigía allí y que era torpe, como si pretendiese ponerme las cosas difíciles. El árbol al que subí no era tan malo.
El jardín era tan grande que mis cortas piernas se cansarían. Ojalá tuviese unas piernas largas y bonitas como Jory. Siempre me caía y me hería, pero nunca sentía dolor. Papá se había sorprendido mucho al descubrirlo. «Como las terminaciones nerviosas no llegan a tu piel, Bart, deberás tener mucho cuidado con las infecciones. Podrías dañarte gravemente sin darte cuenta. Por consiguiente, lava siempre los cortes y los rasguños con agua y jabón, y díselo a tu madre o a mí para que te pongamos un desinfectante».
Con agua y jabón se expulsaban los gérmenes. ¿Adónde irían? ¿Al cielo? ¿Al infierno? Y ¿cómo serían los gérmenes? Jory había dicho una vez que eran unos monstruos feos y diminutos. Cabían mil millones de ellos en la punta de un alfiler. Desgraciadamente, yo no tenía ojos de microscopio.
Eché otra larga, larguísima mirada al jardín y salté, cerrando los ojos para no ver mi choque contra el suelo. Aterricé de lleno en un macizo de rosales; más rasguños que añadir a mi colección, y también más gérmenes. Pero no me importaba. Agazapado allí, entorné los párpados para protegerme del sol y traté de descubrir los fieros animales salvajes que solían habitar en lugares oscuros y misteriosos como aquél.
Allí, detrás de aquel arbusto… ¡un tigre! Levanté mi rifle y apunté con cuidado. La fiera meneó la larga cola y echó chispas por los ojos. Se lamió las quijadas, pensando que pronto me tendría como almuerzo. Apreté con fuerza el gatillo. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Te alcancé! ¡Estás muerto!
Con el rifle sobre el hombro, avancé cautelosamente por los senderos de la peligrosa jungla, desdeñando un gatito blanco y pardo que maullaba lastimeramente. («Lastimeramente» era una de las palabras nuevas que tenía que emplear; una palabra nueva cada día. Papá entregaba una lista de siete palabras a Jory y a mí e insistía en que debíamos utilizar la correspondiente a cada día al menos cinco veces durante la conversación. No necesitábamos un vocabulario más extenso. Ya sabíamos lo suficiente).
Una tonadilla acudió a mi memoria. Aparecía en una película sobre West Point que había visto la noche anterior en la televisión. La canción estaba muy bien:
«Una vez había un soldado… Bien, bien, bien…».
Marché al compás de la canción, con el rifle marcialmente sobre el hombro, sacando el pecho y levantando la barbilla. Me encaminé directamente hacia la puerta principal. Entonces golpeé con fuerza, usando la aldaba de bronce, que era una cabeza de león con la mandíbula inferior colgando. Mi aspecto militar era tan admirable que sabía que la anciana señora se quedaría impresionada. Los médicos eran otra cosa, y también los bailarines. Pero un general de cinco estrellas… ¡era algo imponente! Y nadie poseía un nombre tan largo como el mío: general Bartholomew Scott Winslow Sheffield. Ni siquiera el de Jory Janus Marquet Sheffield era tan largo, ni sonaba tan bien. Sólo había que esperar a que el enemigo se enterase de quién dirigía la guerra.
Había supuesto que sería el rastrero y viejo mayordomo quien abriría la puerta, pero lo hizo la anciana señora en persona. Yo la había visto algunas veces en su jardín. Abrió sólo una rendija, lo justo para dejar entrar únicamente un mezquino rayo de sol.
—¿Bart…? —murmuró, con voz alegremente sorprendida.
¿Se alegraba realmente de verme? Pero si ni siquiera me conocía.
—¡Es estupendo, Bart! Deseaba que vinieses.
—¡Apártese a un lado, señora! —ordené—. Mis hombres han rodeado la casa. —Hice que mi voz sonase grave y ruda, para imponer respeto—. Toda resistencia es inútil. Será mejor que se rinda e ice bandera blanca. No tiene ninguna posibilidad.
—¡Oh, Bart! —exclamó, sonriendo—. Has sido muy amable al aceptar mi invitación. Pasa y háblame de ti, de tu vida. Dime si eres feliz, si tu hermano es feliz, si te gusta la casa en que vives, si quieres mucho a tus padres. ¡Quiero saberlo todo!
Entré y cerré la puerta con una fuerte patada, como hacían todos los buenos generales. Sus ojos azules sonreían, pero sus labios seguían cubiertos por aquel horrible velo negro. ¡Qué raro! Mi gallardía militar se desvaneció como por ensalmo. ¿Por qué tenía que llevar aquel espantoso velo?
—Señora —dije débilmente, sintiéndome de nuevo tímido e infantil—, usted me llamó ayer por encima del muro. Me pidió que viniese aquí si me sentía solo. Por eso me escabullí…
—¿Te escabulliste? —preguntó, con voz extraña—. ¿Tienes que escabullirte de tus padres? ¿Te castigan a menudo?
—No —respondí—. De nada serviría. Los azotes no me duelen, y no pueden amenazarme con dejarme sin comer, porque no me gusta la comida. —Incliné la cabeza y murmuré—: Mamá y papá han prohibido molestar a las ancianas ricas que viven en grandes casas encantadas próximas a la nuestra.
—¡Oh! —suspiró—. ¿Hay muchas casas grandes y encantadas habitadas por ancianas ricas en este vecindario?
—¡Oh, no señora! —farfullé.
Entonces me acerqué dando saltitos a la pared de un lindo Salón, desde cuya ventana podría ver a cuantos entrasen o saliesen. Me apoyé contra la pared y saqué del bolsillo los adminículos necesarios para liar un cigarrillo, mientras ella se sentaba en la mecedora y me miraba. Observó cómo lanzaba anillos de humo al aire, y sonrió débilmente cuando éstos flotaron en torno a su cabeza. El estúpido velo subía y bajaba al compás de su respiración. Me pregunté si dormiría con aquella cosa sobre la cara y la cabeza.
—A menudo os oigo hablar a ti y a tu hermano en vuestro jardín, Bart. A veces me subo a una escalera para mirar por encima del muro. Supongo que no os importará. —Guardé silencio y seguí expulsando anillos de humo a su cara—. Habla, Bart, por favor. Siéntate y descansa. Ponte cómodo; quiero que te sientas como en tu casa. Mis puertas estarán abiertas para ti y Jory. Estoy muy sola. Sólo tengo al viejo Amos, el mayordomo. Resulta reconfortante tener una familia de verdad en la casa de al lado. Puedes decir lo que quieras, todo lo que se te antoje.
No tenía nada que decir, pero había una persona mayor que quería escuchar. ¿De qué podíamos hablar?
—No está bien que la gente nos espíe a mí y a mi hermano.
—No estaba espiando —replicó apresuradamente ella—, sino cuidando mis rosales, que trepan por el muro y deben ser podados… No pude evitar oíros.
Una espía, era una espía. Aplasté la colilla de mi cigarrillo con el tacón de mi bota llena de polvo. El sol volvía a deslumbrar mis ojos, obligándome a bajar el ala de mi sombrero. El viejo diablo Sol me daba sed.
—Señora, usted me pidió que viniese y aquí estoy… Conque vaya al grano.
—Si te sientas, Bart, tomaremos un refrigerio. ¿Ves aquel cordón de campanilla? Mi doncella traerá helado y pastel. Como todavía falta mucho para la hora de la comida, no te quitarán el apetito.
No me importaba quedarme un poco más. Me dejé caer en un mullido sillón y miré los pies de la anciana, que apenas podían verse. ¿Llevaba tacones altos…? ¿Sandalias de fantasía…? ¿Se pintaba las uñas de los pies? Entonces se abrió la puerta, y entró una doncella mexicana con una fuente repleta de golosinas. ¡Caramba! La doncella sonrió, inclinó la cabeza ante la dama y se fue. Acepté educadamente lo que ella me ofrecía —un poco de todo— y puse manos a la obra. No me gustaba la comida que al parecer me convenía pues sabía mal. Cuando hube dado cuenta del festín, me levanté para marcharme.
—Gracias, señora, por haber tratado tan amablemente a un viejo vaquero que no está acostumbrado a esta clase de hospitalidad. Ahora tengo que marcharme…
—Si tienes que irte, hazlo —dijo apesadumbrada. La compadecí porque vivía sólo con criados, y no tenía niños como yo—. Vuelve mañana si quieres y trae a Jory contigo. Tendré de todo…
—¡No quiero traer a Jory!
—¿Por qué?
—¡Usted es mi secreto! ¡Él lo hace todo! ¡Yo nunca tengo nada que hacer! Nadie me tiene simpatía.
—Yo sí.
¡Oh! Eso sonó muy bien en mis oídos. Observé su cara, pero sólo pude ver los ojos azules.
—¿Por qué le soy simpático? —pregunté asombrado.
—No sólo me eres simpático, Bart Winslow —dijo, con extraño acento—, sino que te quiero.
—¿Por qué?
No podía creerla. Las damas se enamoraban siempre de Jory, nunca de mí.
—Hubo un tiempo en que yo tenía dos hijos, y ahora no los tengo —explicó con voz triste, bajando los ojos—. Después quise tener otro hijo con mi segundo marido y no pude. —Me miró a los ojos—. Por eso quiero que tú ocupes el lugar del hijo que no pude tener. Soy muy rica, Bart. Puedo darte cuanto quieras.
—¿Lo que más deseo? ¿Lo que más deseo en realidad?
—Sí, puedo darte todo lo que se puede comprar con dinero.
—¿No se puede comprar todo?
—Desgraciadamente no. Yo solía pensar que sí, pero ahora sé que con el dinero no se pueden conseguir las cosas más importantes, cosas que daba por seguras y trataba con ligereza… ¡Oh! Si pudiese vivir otra vez, ¡qué diferente sería todo! Cometí muchos errores, Bart. Quiero hacer todo lo que sea bueno para ti, contigo… y, si tienes que guardarme como tu secreto, tal vez un día… Bueno, dejemos eso para más adelante. ¿Volverás?
Parecía tan afligida, que me sentí inquieto. Froté los pies en el suelo y decidí que debía marcharme antes de que intentase besarme.
—Señora, he de regresar al campamento. Mis hombres estarán preguntándose si he sido herido o muerto. Pero recuerde que está rodeada y no logrará ganar esta guerra.
—Lo sé —admitió, con gran pena—. Nunca he ganado cuando he tratado de jugar. Siempre acabé perdiendo, aun cuando pensaba que tenía todos los triunfos en la mano.
¡Como yo! Esa confidencia hizo que me apiadase de ella.
—Señora, usted juega muy bien sus cartas, y la visitaré todos los días…, incluso dos o tres veces.
—Gracias, Bart. A qué quieres jugar, y las cartas estarán esperándote sobre la mesa.
Entonces se me ocurrió una idea. ¡Eran tantas las cosas que deseaba y no llegaban nunca! No quería libros, juegos, juguetes ni otras cosas ordinarias. Deseaba algo distinto, y la miré, esperanzado… Tal vez ella me la proporcionaría.
—¿Cómo se llama?
—Vuelve, y te lo diré.
¡Desde luego que volvería! ¡Ahora no podía mantenerme alejado de allí!
Volví a casa y nadie advirtió mi presencia. Mamá empezó a hablar enseguida de aquella niña de quien tendría que cuidar si su alumna predilecta, Nicole, moría. «Dios mío, haz que Nicole no muera», recé en silencio.
—Juguemos a la pelota, Jory.
—No puedo. Mamá me llevará en el coche a la clase de la tarde. Los padres de Melodie me han invitado a cenar esta noche y después iremos al cine.
A mí nadie me llevaba a ningún lugar, salvo mis padres. No tenía amigos, ni siquiera un animalito propio. El maldito Clover quería más a Jory, y aullaba como un condenado cuando le pisaba el rabo por accidente o tropezaba con él, lo que era habitual pues siempre se metía entre los pies.
Unos días después me encaminé de nuevo hacia la puerta posterior.
—¿Adónde vas? —preguntó mi madre, que estaba contemplando una foto de aquella niña que quería adoptar.
¡Cómo si no tuviese bastante con dos chicos! Ahora deseaba además una hija, una niña tonta.
—Contesta, Bart. ¿Adónde vas?
—A ninguna parte.
—Siempre que te pregunto qué has hecho y adónde has ido, respondes que no has hecho nada y que no has ido a ningún sitio. Ahora quiero saber la verdad.
Jory se echó a reír y la abrazó.
—¡Oh, mamá! Después de tanto tiempo tendrías que conocerle. Cuando Bart sale por la puerta trasera, está en todas partes. Nunca he visto a un chico a quien le guste tanto fingir. Es esto, es aquello, y lo único que no es nunca… es él mismo.
La fuerza que puse en mis ojos malignos y penetrantes hubiese debido obligarle a callar. Sin embargo, prosiguió:
—Prefiere la fantasía a la realidad, mamá. Eso es todo.
Pero no era cierto. Me aburría; eso era todo. No conseguía nada de lo que quería en la vida real, mientras que en mis ficciones todo lo hacía bien, todo lo tenía. Después él y mamá se echaron a reír y prescindieron de mí. Loco. Ellos me volvían loco.
¡Maldecía a quienes se burlaban de mí! Pero el hecho de odiar a todo el mundo hacía que me sintiese malo. En cambio, mis aventuras imaginarias me hacían feliz. ¿Qué podía perder yendo a su casa? Nada. ¡Absolutamente nada!
Arriesgando la vida en la más oscura y peligrosa selva, me abrí camino hacia su casa. Me interné valientemente, desafiando la muerte una y otra vez, para llegar hasta ella; trepando a aquel árbol resbaladizo que se empeñaba en hacerme caer, escalando el alto muro que me separaba de ella. Contra el viento y la nieve, bajo el granizo y la lluvia que helaban mis pies y cegaban mis ojos, seguí avanzando hacia ella.
Logré encontrar su casa por quinta vez en tres días. Y allí estaba ella, sonriendo debajo del velo, amándome como nadie más me amaba. Me sentí feliz y contento cuando ella me llamó con los brazos abiertos. Corrí a refugiarme en ellos y la abracé, ansioso por sentarme en su regazo y sentirme querido y mimado. Ella me necesitaba, necesitaba quererme como si fuese suyo. Su regazo no quemaba como yo había temido, ni me resultó tan horrible que me besara en las mejillas, aunque sus besos parecían secos. ¡Maldito velo!
Como ella me quería, yo también la quería. Me había dado una habitación para mí solo, para guardar las cosas que me regalaba; dos pequeños trenes eléctricos con todos los accesorios, automóviles y camiones de juguete, y muchos juegos. Todo eso para que jugase en su casa, no en la mía.
El tiempo fue pasando. Cada día la quería más. Entonces, un martes, encontré al escurridizo y viejo mayordomo, John Amos, en la habitación favorita de la anciana, revolviendo sus pertenencias y mascullando algo sobre una imbécil y su manera de derrochar el dinero. No me gustó que él tocara sus cosas ni que hablase mal de ella cuando no podía oírle.
—¡Salga de aquí! —exclamé, con voz de hombre mayor—. Diga a la señora que he llegado, a la cocinera que hoy me apetece comer chocolate y helado con pastelitos Oreo, no de los corrientes.
Me miró con una expresión terrible.
—Alguna vez se puede confiar en unos pocos, y casi siempre, en nadie. Considérate afortunado si puedes confiar en uno solo, pero siempre.
¿Qué significaba eso? Le observé malhumorado y procuré olvidarme de él. No me gustaban sus dientes postizos, que resbalaban y le obligaban a ponerlos en su sitio, y que chascaban también, como si no se ajustasen a su boca.
—La aprecias mucho, ¿eh? —inquirió, sonriendo taimadamente, moviendo la cabeza arriba y abajo y de un lado a otro, quizá para desorientarme—. Cuando quieras saber toda la verdad sobre quién eres tú y quién es ella… acude a mí.
Las pisadas de la dama en la escalera hicieron que se escurriese fuera de la habitación.
Escurridizo. Y hacía que yo me sintiese escurridizo y asustado. Yo sabía quién era…, la mayor parte de las veces.
Me quedé solo. No tenía nada que hacer. Me senté y crucé las piernas, imitando a mi papá, y después me recliné en el asiento para encender un puro de los más caros, lo que papá nunca hacía, pues a mamá no le gustaba que los hombres fumaran. A mi modo de ver, no había nada malo en el acto de fumar, pensé mientras expelía cuatro perfectos anillos de humo… que echaron a volar rumbo al Pacífico. Sin duda aterrizarían en Japón, sobre el monte Fuji.
—Buenos días, mi querido Bart. Me alegro mucho de verte.
Entró y se sentó en la mecedora.
—¿Tiene ya mi poni?
Por su voz deduje que estaba preocupada.
—Querido mío, sé que te prometí un poni, que ése era tu mayor deseo; pero entonces no sabía las dificultades que un poni puede acarrear.
—¡Me lo prometió! —exclamé. ¿Me había equivocado al depositar en ella mi confianza? Por lo visto, no cumplía sus promesas.
—Un poni requiere un establo, querido. Además quien lo monta huele mal. Cuando volvieses a casa, tus padres y Jory sospecharían que tienes un animalito aquí.
En lugar de replicar, me eché a llorar.
—Toda mi vida he deseado tener un poni —dije, entre sollozos, al cabo de un rato. Toda mi vida lo quise, y ahora creceré sin tenerlo…
Gimoteé un poco más, bajé la cabeza y me dispuse a marcharme para no volver.
—Bart, hay un perro grande y muy hermoso que no huele y no te delatará. Es un San Bernardo, un perro tan grande que puedes montar en él como en un poni. Si lo tienes limpio, no te delatará con su olor.
Me volví despacio y la miré fijamente.
—¡No existe ningún perro tan grande como un poni!
—¿Crees que no?
—¡No! Se está burlando de mí. Ya no la quiero. Me iré a casa y no volveré… No volveré hasta que tenga un poni al que pueda llamar Apple.
—Querido, puedes llamar Apple a tu perro, aunque no coma manzanas[3]. Y piensa en la envidia que sentirá Jory si tienes un perro más hermoso que el suyo.
Me dirigí a la puerta muy disgustado.
—Sólo los que son riquísimos pueden alimentar a un san Bernardo, Bart.
Como si yo fuese una aguja y ella un imán, retrocedí inconscientemente. Ella me subió sobre sus rodillas y me acunó, y no resultó tan desagradable, después de todo.
—Puedes llamarme abuela.
—Abuela.
Era hermoso tener al fin una abuela. Me apreté más contra ella y esperé que me llamase «mi niño», pero se limitó a mecerme y cantarme una nana. Me llevé el pulgar a la boca. Era estupendo sentirse abrazado y besado, amparado y querido. Y, en todo caso, ella no olía a naftalina.
—¿Te pones ese velo porque eres fea? —pregunté, pues siempre había sentido curiosidad por saber cómo era. El velo era casi transparente, pero no lo suficiente.
—Creo que pensarías que lo soy, pero antaño fui muy hermosa, como tu madre.
—¿Conoces a mi madre? —pregunté. Se abrió la puerta y entró mi doncella preferida, con una fuente de helado y bollos recién sacados del horno.
—Ahora come sólo un bollo, y conténtate con ese pedacito de helado para que puedas volver después de la comida.
Siguió diciendo que no comiese tan deprisa porque era de mala educación y perjudicaba el sistema digestivo.
Mi educación era buena. Mi mamá me había educado bien. Por alguna razón, me enfadé y salté de su regazo, preguntándome al mismo tiempo qué tendría que decirme John Amos. Me dirigí a la puerta y me encontré de pronto en el pasillo al mayordomo, que sonreía como un fantasma. Se inclinó un poco y dejó en mis manos un librito encuadernado en cuero rojo.
—Tengo la impresión de que no confías mucho en ti mismo —murmuró, silbando como una serpiente—. Ya es hora de que sepas quién eres en realidad. La dama que te dijo que la llamases abuela es tu verdadera abuela.
—¡Oh, Dios mío! Ignoraba que tuviese una abuela de verdad. Creía que mis abuelas estaban muertas o encerradas.
—Sí, Bart, es tu abuela. Y no sólo eso, sino que estuvo casada con tu padre, con tu verdadero padre.
No sabía qué pensar, pero me sentía extraordinariamente feliz por tener una abuela de verdad, auténtica y propia, de la misma manera que Jory tenía la suya. Y no estaba muerta ni loca.
—Ahora escucha, muchacho, y no volverás a sentirte débil o torpe. Lee todos los días un fragmento de este libro que te enseñará a ser como tu bisabuelo, Malcolm Neal Foxworth. Jamás hubo en el mundo un hombre más listo que tu bisabuelo, padre de tu abuela, la que está ahora sentada en aquella mecedora y lleva un feo velo negro.
—Pero ella es hermosa —repuse, porque no me gustaba lo que decía y su forma de mirarme—. Nunca le he visto la cara, pero adivino por su voz que es guapa… ¡más guapa que usted!
Rió entre dientes y, rápidamente, cambió de expresión y sonrió.
—Está bien, como quieras. Pero cuando hayas leído este libro, escrito por tu querido bisabuelo, comprenderás que las mujeres no son de fiar, especialmente las bonitas. Con su astucia, utilizan y manipulan a los hombres. No tardarás en saberlo, cuando seas mayor. Tu padre era muy guapo, pero ella lo esclavizó, lo convirtió en un perrito faldero, como está haciendo ahora contigo.
¡Yo no era un perrito faldero! ¡De ninguna manera!
—Bartholomew Winslow fue su segundo marido. Tenía ocho años menos que ella y no sabía qué se hacía. Pensó que podría aprovecharse de ella, y fue ella quien se aprovechó de él. Quisiera salvarte de ella, para que no acabes como tu padre: muerto.
Muerto. Casi todos los miembros de nuestra familia estaban muertos. En realidad, no me sorprendió lo que explicaba, salvo que desconocía que las mujeres fuesen tan malas. Lo había sospechado, pero en realidad no lo sabía. Tendría que avisar a Jory.
—Bueno, si quieres salvar tu alma inmortal del fuego eterno del infierno, lee este libro y aprende a ser fuerte y poderoso como tu bisabuelo. Entonces las mujeres no volverán a dominarte, sino que tú las dominarás a ellas.
Miré su larga y macilenta cara, su fino bigote y sus dientes amarillos, por entre los cuales no sólo susurraba, sino que a veces silbaba. Era el hombre más feo que jamás había visto. Emma había dicho más de una vez que la belleza se la hacía cada cual. En fin, pensé que no me perjudicaría saber algo de mi poderoso bisabuelo leyendo el librito rojo lleno de caracteres como patas de araña.
Yo no era muy aficionado a la lectura. Prefería dedicar mi tiempo a otras cosas. Pero cuando estuve en el establo, cerca de la casita que pronto sería residencia de mi poni, me tendí de bruces en el heno. Deseaba tanto aquel poni que me dolía el corazón. No me importaba que oliese mal y que crease conflictos. Abrí el libro, que parecía muy viejo.
«Empiezo este diario el día más amargo de mi vida: el día en que mi querida madre se escapó de casa y me dejó por otro hombre. También abandonó a mi padre. Recuerdo qué sentí cuando éste me comunicó lo que ella había hecho; lo mucho que lloré, y lo perdido que me sentí. Me sentía solo cuando me acostaba, y echaba de menos una madre que oyese mis oraciones y me diese las buenas noches con un beso. Yo tenía cinco años, y hasta el día en que se marchó ella había dicho siempre que yo era lo más importante en su vida. ¿Cómo podía haber dejado a su único hijo? ¿Qué diablo se apoderó de ella, para obligarla a volver la espalda a su amante hijo?».
«Yo era entonces muy inocente, muy ignorante. Cuando leí las palabras del Señor, empecé a comprender que, desde Eva, las mujeres habían traicionado a los hombres de alguna manera, incluso las madres. Corinne, Corinne, ¡cómo empecé a odiar este nombre!».
Era curioso. Sentí algo extraño al levantar los ojos del rojo diario, con su escritura pequeña y apretada que en ocasiones se hacía más grande al final de la página, como si hubiese querido usar todo el espacio.
Yo también temía a veces que mi madre se marchase sin ningún motivo, sólo por el deseo de apartarse de mí. Me asustaba tener que quedarme solo con un padrastro que no podría quererme como si hubiese sido su verdadero hijo. Jory no lo pasaría mal, porque él disfrutaba con su baile, que era lo único que le importaba.
—¿Te gusta el libro? —preguntó John Amos, que se había deslizado en el establo y permanecía inmóvil en la sombra, observándome con sus ojos menudos y brillantes.
—Sí, es muy bueno —conseguí decir, a pesar de que su lectura me hiciese sentir mal, temeroso de que mamá pudiese escapar con alguien que no fuese médico.
Continuamente se quejaba de la profesión de papá, pues no le permitía estar más tiempo en casa.
—Ahora sigue leyendo ese libro todos los días —me aconsejó John Amos, que quizá me tenía simpatía, pese a que su cara era ruin—, y aprenderás algo sobre las mujeres y sobre la manera de dominarlas. —Podía escucharle mejor cuando no lo veía muy bien—. Y no sólo aprenderás a dominar a las mujeres, sino también a toda la gente. Ese librito rojo que tienes en las manos te librará de los errores que cometen muchos hombres. Recuerda esto cuando te canses de leer. Recuerda que Dios impuso a los hombres el deber de dominar a las mujeres, que son, fundamentalmente, débiles y estúpidas.
Bueno, yo no había sospechado que mamá fuese débil y estúpida. La consideraba fuerte y maravillosa, y a mi abuela, generosa y amable y… en cierto modo, mucho mejor que mi madre, que siempre parecía estar demasiado atareada para ocuparse de mí.
—Malcolm era uno de esos hombres que llamaban la atención a los demás, Bart. Un hombre a quien todos respetaban y temían. Cuando uno puede inspirar esa clase de respeto, es reverenciado… como un dios. No debes hablar a tu abuela de este libro. Es mejor que no lo hagas y que finjas quererla como antes. No dejes nunca que las mujeres sepan lo que piensas. Resérvate tus más sinceros pensamientos.
Tal vez tenía razón. Quizá, si leía ese libro hasta el final, acabaría siendo tan listo como Jory, y todo el mundo me admiraría.
Aquella noche sonreí en mi cama, apretando el diario de Malcolm contra mi corazón. Aquél sería el instrumento que me convertiría en el hombre más rico del mundo, un hombre como Malcolm Neal Foxworth, que había vivido en un lugar lejano llamado Foxworth Hall.
Ahora tenía dos amigos; mi señora abuela, vestida de negro, y John Amos, que hablaba conmigo más de lo que nunca lo había hecho papá. ¡Caramba! Era curioso que personas extrañas se metiesen en mi vida y empezasen a darme más que mis padres.