BART

No me conocen ni me comprenden mejor que antes. Jory me mira con compasión, como si yo fuese diferente del resto de los humanos. Lamenta que no me guste la misma música que a él, o cualquier clase de música, y que los colores no sugieran imágenes en mi cerebro ni creen música en el aire. Piensa que nunca hallaré satisfacción en nada. Pero sí que la encontraré. Sabré cuál es el futuro que me corresponde, pues ésa fue la verdadera razón por la que Dios me envió a mi abuela, John Amos y Malcolm, para que me guiasen en mi camino. Vinieron para mostrarme la manera de salvar a mis padres de la condenación eterna.

Observo noche y día a papá y mamá, y me deslizo en su habitación, temiendo sorprenderles en alguna acción perversa. Pero sólo duermen plácidamente y, para alivio mío, los ojos de ella no se mueven rápidamente debajo de sus párpados cerrados. Ya no tiene pesadillas. Y, cuando nos sentamos a desayunar, miro a mi padre a los ojos, que brillan más azules porque logró cortar el lazo que le unía a su hermana.

Y he sido yo quien les ha salvado. Sí, Jory me compadece, pero algún día, cuando los dos seamos mayores y más avisados, y yo haya encontrado las palabras adecuadas, le diré algo que Malcolm escribió en su libro: «Tiene que haber oscuridad para que se haga la luz».