Todas las sombras que nublaron mis días juveniles, todas las preguntas y las dudas que no me atrevía a formular, han sido ahora eliminadas, como las telarañas que se forman en los rincones.
Cuando volvimos del entierro de nuestra abuela, pensé que la vida seguiría como antes y que pocas cosas habrían cambiado.
Sin embargo, se han producido muchos cambios. Ha menguado el peso que cargaban los hombros de Bart, que es de nuevo el niño callado y sumiso que era antes, todavía un tanto descontento de sí mismo. Su psiquiatra opina que superará gradualmente este sentimiento, si se le da cariño y tiene amigos de su edad con quienes jugar.
Ahora mismo, mientras escribo esto, miro a través de la ventana abierta y veo a Bart jugar con el poni Shetland, que nuestros padres le regalaron por Navidad. Al menos ha visto cumplido «su mayor deseo».
Observo a menudo cómo mira a su poni y al cachorro san Bernardo que papá le compró también. Después vuelve la cabeza y se queda mirando fijamente las ruinas de la mansión. Nunca hablamos de la abuela, la abuela de nuestro verano perdido. Tampoco nunca pronunciamos el nombre de John Amos Jackson, ni mencionamos a Apple o a Clover. No podemos poner en peligro la salud y la felicidad de un chiquillo inestable que trata de encontrar su camino en un mundo que no es siempre como el de los cuentos de hadas.
El otro día nos cruzamos en la calle con una mujer árabe auténtica. Bart se dio la vuelta para mirarla, con una intensa expresión de añoranza en sus ojos oscuros. Ahora sé que, a pesar de lo que nuestra abuela pudiese haber sido, Bart la amaba…, y que, por tanto, no podía haber sido tan mala como yo creía al leer el libro de mamá. Bart la quería, pese a ser un niño vulnerable y sometido a las intrigas de John Amos.
John Amos recibió su merecido y, como mi abuela, yace en su tumba, en Virginia, hogar de sus antepasados que se establecieron en lo que los libros de historia denominan «la colonia perdida». De nada le sirvieron sus intrigas y sus maquinaciones. Si, dondequiera que esté, puede pensar, me pregunto qué sentirá al saber el contenido del último testamento de mi abuela. Quizá se revolvió en su tumba cuando el abogado declaró que nuestra abuela había legado toda la fortuna de los Foxworth a Jory Janus Marquet, a Bartholomew Scott Winslow Sheffield y, sorprendentemente, también a Cyntia Jane Nickols, aunque ninguno de nosotros era, «legalmente», pariente suyo por la sangre. Toda aquella gran cantidad de dinero lo recibiríamos al cumplir los veinticinco años. Entretanto, papá y mamá serían administradores de la fortuna.
Si quisiéramos, o si quisieran mis padres, podríamos vivir con gran esplendor, pero continuamos morando en la misma casa de madera, con las estatuas de mármol en el jardín que la rodea y que cada año aparece más frondoso.
Bart se muestra ahora exageradamente pulcro. Por la noche, no se acuesta hasta que ha ordenado su habitación y colocado cada cosa en su sitio. Mis padres se miran cuando él se empeña en hacer esto, y percibo miedo en sus ojos. Me pregunto si Malcolm Neal Foxworth sería excepcionalmente pulcro y ordenado.
Una mañana, poco después de Navidad, cuando ya le había entregado su poni, Bart dictó su ley a mamá y papá:
—Si queréis conservar a Cindy, no podéis seguir viviendo como marido y mujer, contaminando mi vida con vuestro pecado. Tú tendrás que dormir en mi habitación, papá, y mamá tendrá que dormir sola el resto de su vida.
Mis padres no replicaron; se quedaron mirándolo hasta que enrojeció y dio media vuelta, murmurando:
—Lo siento… Yo no soy Malcolm, ¿verdad? Sólo soy yo. Muy poca cosa.
Bart es un verdadero Foxworth, de pies a cabeza; según dice, reinará en Foxworth Hall, después de haberlo reconstruido.
—Y tú podrás seguir bailando como un loco hasta que tengas cuarenta años —dijo una vez, enfadado porque yo acariciaba a su poni—, ¡pero nunca serás tan rico como yo! Cuando yo tenga cuarenta años, te superaré, porque las piernas sirven de poco cuando uno envejece, y el cerebro cuenta más, ¡un millón de veces más!
¡Seré el actor más grande de todos los tiempos! —declaró en otra ocasión, con arrogancia, pasando de sumiso a agresivo, sólo porque tenía aquel librito rojo en las manos—. Y, cuando me harte del escenario y la pantalla, dedicaré mi talento a los negocios, y todos los que no me hayan admirado como actor se pondrán en pie y aplaudirán mi talento para acumular dinero.
Representar: era todo lo que seguía haciendo, porque no era más que un chiquillo que apenas hablaba, salvo consigo mismo. Sin embargo, cuando estoy tumbado despierto por la noche, pensando cuanto ocurrió antes de que él y yo naciésemos, me digo que debió de existir alguna razón para que brotaran rosas de las ruinas, ¿no? Me preocupan las mujeres a quienes Bart pisoteará para conseguir sus propósitos. ¿Será tan despiadado como lo fue nuestro bisabuelo, sólo para acrecentar su gran fortuna? ¿Y cuántos sufrirán a causa de aquellos fatídicos verano, otoño e invierno, de cuando yo tenía catorce años?
Mañana le cogeré de la mano y le conduciré al jardín para contemplar la reproducción de El beso de Rodin, y quizá entonces comprenderá que Dios creó al hombre y la mujer para que se amasen físicamente, y que el amor no es pecado, sino algo natural.
Ojalá vea Bart algún día la vida a mi manera, y sepa que el amor, independientemente de su forma y sus manifestaciones, merece siempre la pena, por muy alto que sea el precio.
Entre el amor y el dinero, yo elegiré siempre el amor. Pero la danza es lo primero. Y cuando Bart sea viejo y canoso, y se siente en Foxworth Hall para contar sus miles de millones, yo estaré con mi esposa y mis hijos gozando con los felices recuerdos de cuando era joven, guapo y gentil, y veía la luz de las candilejas delante de mí, y escuchaba los aplausos entusiastas; entonces sabré que he cumplido mi destino.
Yo, Jory Janus Marquet, seguiré la tradición de mi familia.