LA REDENCIÓN

Fuego. La casa estaba ardiendo. Yo continuaba sentado a horcajadas sobre John Amos, que pugnaba por librarse de mí, pero pronto comprendió que tenía las de perder.

—No podrá escapar, viejo malvado. Usted envenenó la mente de mi hermano, le hizo pensar cosas horribles. Pido a Dios que se pudra en la celda de una cárcel por todo lo que ha hecho.

Mientras, papá corrió para auxiliar a mamá y la madre de ésta, seguido por Bart, que le indicaba a gritos el camino de la bodega.

—¡Apártate de mí, muchacho! —ordenó John Amos Jackson—. Tu hermano está loco, ¡es peligroso! Mató de hambre a aquel pobre cachorro y lo remató con una horca. ¿Haría una cosa así un chico que estuviese cuerdo?

—¿Y por qué no impidió usted que lo hiciese, si lo estaba viendo?

—Porque… porque… —farfulló el viejo—, se habría vuelto contra mí como una fiera. Ese chico está tan loco como su abuela. Mi esposa lo vio enterrar el cadáver de su gatito. Pregúntaselo a ella.

Sus palabras empezaban a causarme cierto efecto. Bart estaba perturbado, pero ¿podía ser un asesino?

—Bart habla en sueños, viejo. Repite como un loro cuanto oye durante el día. Cita fragmentos de la Biblia y dice frases que no podría pronunciar si alguien no se las enseñase.

—¡No seas tonto! Él no sabe quién es. ¿Acaso no puedes verlo? Se imagina que es su bisabuelo Malcolm Foxworth y, como Malcolm, ¡siente el impulso de matar hasta el último miembro del clan Foxworth!

En aquel momento vi que mi padre entraba tambaleándose en el garaje, llevando en brazos a mamá, mientras la madre de ésta, sucia y harapienta, seguía sus pasos. Me levanté de un salto y me dirigí hacia ellos.

—Mamá, ¡oh, mamá! —exclamé, en un arrebato de alegría, al ver que estaba viva.

Su aspecto era lamentable; sucia, pálida y delgada… Pero, gracias a Dios, ¡estaba viva! Y conservaba el conocimiento.

—¿Dónde está Bart? —murmuró.

Después de formular esta pregunta, se desmayó y quedó inerte en los brazos de papá. Mientras buscaba a Bart, advertí que John Amos Jackson se había perdido de vista.

—Papá… —dije, para alertarle. En ese mismo instante, el mayordomo surgió de entre las sombras del garaje, blandiendo una pesada pala, que descargó sobre la cabeza de papá. Silenciosamente, sin un gemido, papá se desplomó, llevando todavía a mamá en brazos. El mayordomo volvió a levantar la pala, como si pretendiera matarle… y quizá también a mamá. Corrí y le aticé una patada con la pierna derecha, como no la había dado nunca. La pala salió volando y cuando John Amos se volvió para enfrentarse conmigo, le propiné un puntapié en mitad de la barriga. Lanzó un gemido y cayó al suelo.

Pero Bart…, ¿dónde estaba Bart?

—Jory —dijo la anciana—, saca a tus padres del garaje lo más deprisa que puedas. Llévales lejos, para que no les alcance la explosión si el fuego llega hasta la gasolina que tenemos aquí. ¡Pronto! —Iba a protestar, pero ella me atajó—. Encontraré a Bart. Encárgate de tus padres.

Fue fácil cargar con mamá y correr a un lugar seguro donde dejarla, pero no lo fue tanto arrastrar a papá tirando de sus hombros y dejarlo al pie de un árbol junto a ella. Pero lo conseguí. Observé que salía humo por varias ventanas de la casa. Mi hermano estaba allí, dentro, y también mi abuela.

John Amos Jackson se había recobrado y había entrado en la casa incendiada. Le vi en la cocina, luchando con mi abuela. La estaba abofeteando con violencia. Corrí en auxilio de la anciana, aunque el humo enturbiaba mi visión.

—¡No te saldrás con la tuya, John! —exclamó ella, mientras él intentaba estrangularla.

Tropecé con una silla volcada, pero me levanté rápidamente. En ese momento ella golpeaba la sien del viejo con un pesado cenicero de cristal veneciano. John Amos cayó al suelo, como un pájaro abatido de un disparo de escopeta.

Entonces vi a Bart en el salón, tratando de descolgar aquel enorme retrato.

—Mamá —decía, lloriqueando—, tengo que salvar a mamá. Te sacaré de aquí, mamá, no temas. Soy tan valiente como Jory, tan valiente como él, y no permitiré que te quemes. John Amos mentía; él no sabe qué quiere Dios, él no lo sabe…

—Bart —dijo dulcemente mi abuela. ¡Cuánto se parecía su voz a la de mi madre!—. Estoy aquí. Puedes salvarme a mi, no un retrato. —Avanzó cojeando ostensiblemente, y sospeché que habría tropezado y se habría dislocado un tobillo, porque, a cada paso que daba, su rostro se contraía en una mueca de dolor—. Por favor, querido, tenemos que salir los dos de esta casa.

Él sacudió la cabeza.

—Debo salvar a mamá. ¡Tú no eres mi mamá!

—Pero yo sí —dijo otra voz, en el umbral de otra puerta. Abrí mucho los ojos al ver a mi madre plantada allí, asiéndose débilmente al montante de la puerta—. Deja el retrato, querido, y saldremos todos de esta casa.

Bart la miró y miró a su abuela, todavía aferrado al pesado retrato que nunca podría sacar de allí.

—Tengo que salvar a mi mamá, aunque ella me odie —musitó Bart, y tirando del enorme cuadro—. Ya no me importa que quiera más a Jory y Cindy. Debo hacer una buena acción para demostrar a todos que no soy malo ni estoy loco.

Mamá corrió hacia él y llenó de besos su sucia cara, mientras la habitación se llenaba de humo.

—¡Jory! —exclamó mi abuela—. Llama a los bomberos. Llévate a Bart de aquí, y yo sacaré a tu madre de la casa.

Pero mamá se negaba a marcharse. Parecía haber olvidado el peligro que suponía permanecer en una casa llena de humo, con el fuego rugiendo bajo sus pies. Mientras yo telefoneaba a los bomberos, les informaba de lo que ocurría y les daba la dirección, mamá se había hincado de rodillas y estrechaba a Bart entre sus brazos.

—Bart, querido, si no puedes aceptar a Cindy como hermana y vivir feliz con ella, renunciaré a Cindy.

Él aflojó los dedos que sujetaban el cuadro y abrió mucho los ojos.

—No, no lo harías…

—Te juro que sí. Tú eres hijo mío, fruto de mi amor por tu padre…

—¿Quisiste realmente a papá? —preguntó él, con incredulidad—. ¿Le amaste de veras, a pesar de seducirle y matarle?

Lancé un gruñido y cogí de un brazo a Bart.

—Vamos, marchémonos de aquí mientras estemos a tiempo.

—Te juro que sí. Tú eres hijo mío, fruto de mi amor por tu padre…

Arrastré a Bart hacia la puerta lateral que él solía utilizar para entrar a hurtadillas en la casa y, al volver la vista atrás, vi que mi abuela tiraba de mamá, que parecía a punto de desmayarse.

Después de salir de la casa y haber obligado a Bart a reunirse con papá al pie del árbol donde yo le había dejado, vi que mamá se había derrumbado en brazos de su madre, haciendo que ésta retrocediese tambaleándose; el humo las envolvió a ambas.

—¡Oh, Dios mío! ¿Está Cathy todavía en la casa? —preguntó papá, enjugándose la sangre que no dejaba de fluir de la profunda herida que tenía en un lado de su cabeza.

—Mamá va a morir, ¡lo sé! —dijo Bart, corriendo hacia la casa. Le seguí y le hice caer. Luchó conmigo como un loco—. ¡Mamá! ¡Tengo que salvar a mamá! ¡Suéltame, Jory, por favor!

—No necesitas hacerlo. Su madre la salvará —aseguré, mirando por encima del hombro, sin soltarle, para impedir que volviese a la casa incendiada.

De pronto llegaron Emma y madame Marisha, que nos agarraron a Bart y a mí y nos condujeron hacia papá, que había logrado ponerse en pie.

Como un ciego, como andando a tientas, papá se dirigió a la casa y llamó:

—¡Cathy! ¿Dónde estás? ¡Sal de ahí! ¡Voy a buscarte, Cathy!

Entonces mamá fue empujada violentamente a través de una de las contraventanas que daban al patio. Corrí a levantarla para llevarla junto a papá.

—Ninguno de los dos moriréis —dije, con un nudo en la garganta—. Vuestra madre ha salvado al menos a uno de sus hijos.

Pero el aire se llenó de gritos. ¡El vestido negro de mi abuela estaba ardiendo! La vi como en una pesadilla, intentando apagar las llamas con las manos.

—¡Échate al suelo y rueda por él! —aconsejó papá, que soltó a mamá con tanta prisa que ésta cayó al suelo.

Corrió hacia su madre, la cogió y la hizo rodar por el suelo. Ella jadeaba y boqueaba mientras él trataba de sofocar las llamas. Una larga y enloquecida mirada de terror fue seguida en el rostro de la anciana por una extraña expresión de paz. Se quedó inmóvil, con aquella expresión en su cara. Papá lanzó un grito y se agachó para auscultarle el pecho.

—Mamá —sollozó—, no te mueras antes de que haya podido decirte que… Mamá, no te mueras…

Pero la abuela había muerto. Incluso yo lo sabía, por los ojos vidriosos que parecían mirar fijamente el cielo estrellado de aquella noche de invierno.

—Su corazón —dijo papá, con los ojos nublados—. Igual que su padre… Cuando la hice rodar por el suelo, pareció que el corazón iba a saltarle del pecho. Y ahora está muerta. Pero murió por salvar a su hija.