EL DÍA DEL JUICIO

Nadie me comprendía, ni comprendía lo que yo trataba de hacer. Resultaba inútil intentar explicarlo. Tenía que hacerlo todo por mi cuenta. Me apartaba de papá, Jory, y todos los que me consideraban malo e innecesario en sus vidas. Tal como había llegado, podía irme, y todos se quedarían tan tranquilos. Ignoraban que me proponía reparar todas las cosas malas que habían hecho antes de que yo naciera, y todas las que habían hecho después.

Pecado. El mundo estaba lleno de pecado y pecadores. Yo no tenía la culpa de que mamá tuviese que ser castigada, aunque me extrañaba un poco que Dios no incluyese a papá en el castigo.

John Amos me había dicho que los hombres estaban destinados a los mejores actos, actos heroicos, como ir a la guerra y realizar hazañas. No importaba que perdiesen los brazos y las piernas, pues ese sufrimiento era muchísimo más llevadero que el que Dios había reservado a las mujeres.

Tendría que reflexionar a fondo sobre el tema. ¿Y si las puertas del cielo no se abrían para recibir el alma purificada de mamá? «Ve, y no peques más», diría yo, si fuese Dios. Golpeé con mi cayado de oro el suelo de oro del cielo, y lancé una piedra enorme a las profundidades, para que, cuando se partiese, apareciesen escritos en ella mis veinte mandamientos (diez eran pocos). Me pregunté cómo podría abrir las aguas del Pacífico para que todos los justos pudiesen escapar de los paganos que les pisaban los talones.

Al meditar sobre todo esto sentí que me daba vueltas la cabeza, mis piernas flaqueaban y se me enfriaban las manos y los pies. «Mamá, ¿por qué tuviste que ser tan mala? ¿Por qué tuviste que vivir con tu hermano, arrojando sobre mí la carga de tu muerte?».

Jory estaba al otro lado de mi puerta, espiándome. Sabía que era él. Siempre estaba husmeando, tratando de averiguar lo que yo me proponía. Le ignoraría y concentraría toda mi atención en las últimas horas de mamá. Ella y la abuela habían de tener buena comida para su último ágape. Todos los reos podían comer lo que quisieran antes de morir. Tenía que ser justo con mamá y mi abuela. ¿Cuál era su comida favorita? Yo prefería los emparedados; quizá también les gustarían. Emparedados, pastel y helado; no estaría mal. En cuanto todos se hubiesen acostado, les llevaría su última cena.

Llegó la negra noche. Se apagaron todas las luces. Pronto reinaría el silencio, un profundo silencio. ¿Qué era aquello? ¿Eran ronquidos lo que se oía en la habitación de los invitados, contigua a la de Jory? La vieja madame Marisha roncaba. ¡Qué desagradable!

Puse unos trozos de pavo entre rebanadas del pan de queso que elaboraba Emma. Metí también dos raciones de pastel de cerezas y un trozo de helado en mi bolsa, y me dirigí a aquella casa, que era como una ballena blanca, sin hacer más ruido que un ratón.

Bajé la empinada escalera que conducía a la bodega, donde ratas, ratones y arañas campaban por sus respetos, y dos mujeres lloraban, gemían y me llamaban. Me sentí importante. Empujé la puerta diminuta que había bajo el último estante cargado de botellas e introduje la bolsa de las golosinas.

La luz de la vela que les había dado era muy débil, parpadeaba y proyectaba pálidas formas que no parecían reales. Mi abuela trataba de calmar a mi madre, que la increpaba de continuo.

—Quítame las manos de encima, señora Winslow. Durante un tiempo volví a sentirme como una niña y me alegré de que estuvieses conmigo en esta oscuridad; pero ahora recuerdo. ¿Cuánto le pagas a tu mayordomo para que me haga esto? ¿Y por qué estás tú aquí?

—Cathy, Cathy, John me golpeó en la cabeza, igual que a ti. También me odia. ¿No oíste lo que te expliqué?

—Sí, lo oí. Fue como una pesadilla. Utilizaste los mismos argumentos que solía emplear Chris para justificar tu comportamiento. Aunque finge que te odia, siempre he sabido que en el fondo te quiere, a pesar de todo lo que hiciste. Conserva un poco de su fe en ti, pero es estúpido en su lealtad a las mujeres. Primero te la brindó a ti, ahora, a mí.

Me alegré de conocer tantas palabras importantes; así podría algún día escribir mi propio diario y explicar a todo el mundo cómo había salvado a mamá del fuego del infierno.

Vi unas pajas en los cabellos de mamá, que ya no eran tan hermosos. Las pajas procedían del establo donde había morado Apple. Ni siquiera me habían agradecido que hubiese convertido su prisión en un lugar más cómodo y caliente, gracias al heno que había introducido allí mientras ellas dormían.

—Cathy, ¿amas realmente a tu hermano? ¿No te has limitado a valerte de él?

Mi mamá pareció casi loca cuando respondió:

—¡Sí, le amo! Tú hiciste que le amase. Tú fuiste la responsable de que viviésemos avergonzados y sintiéndonos culpables, temiendo el día en que nuestros hijos descubrieran la verdad. Ahora ya lo saben, ¡por tu culpa!

—Por culpa de John —murmuró la abuela—. Yo sólo vine aquí para ayudaros, para estar cerca de vosotros, para compartir un poco vuestras vidas. Pero deja de sentirte culpable; arroja la vergüenza y el remordimiento sobre mí. Los acepto como míos, sólo míos. Tienes razón, siempre tuviste razón al juzgarme, Cathy. Soy débil, tonta, y siempre me equivoco al tomar mis decisiones. Cuando las tomo, creo que hago bien, pero siempre resulta que he optado por lo peor.

Mamá se apaciguó. Se echó hacia atrás y contempló fijamente a su madre.

—Esa cara… ¿por qué te destrozaste la cara?

Mi abuela bajó la cabeza. Parecía haber envejecido diez años en un solo y largo, larguísimo día.

—Cuando Bart murió, quería morir. Quise destruir mi belleza, para que ningún hombre volviese a desearme. Además, no quería mirarme al espejo y ver que tú me estabas mirando, porque también te odié durante mucho tiempo. Pero cuando Chris me visitaba cada verano, me hablaba de ti, haciéndome comprender cuáles fueron tus sentimientos hacia mi marido. Me dijo que tú amabas realmente a Bart, que debiste haber abortado a causa de tu salud, pero que te negaste a hacerlo. Querías conservar aquel hijo. Y te lo agradezco, Cathy. Te doy gracias por darme otro Bart, pues es mío como nunca lo será Jory.

¡Oh! ¡Las dos me querían! Mamá había arriesgado su salud para darme la vida. La abuela había dejado de odiar a mamá, por mi causa. Al parecer, no era tan malo como suponía.

—Por favor, Cathy, perdóname —suplicó mi abuelita—. Dilo, di al menos una vez que me perdonas. Necesito oírlo de tus labios. Christopher me quería, me defendía, pero tú no me dejabas dormir, atormentándome incluso durante mi luna de miel con Bart, y tu rostro y los rostros de los dos gemelos, siguen torturándome todavía. Christopher será siempre mío, y tuyo, pero devuélveme a mi hija.

Mi madre gritó. Lanzó unos gritos fuertes, estridentes, locos. Se abalanzó sobre mi abuela, golpeándola con los puños.

—¡No! ¡Nunca podré decir lo que tú quieres! Derribó la vela, que prendió fuego al heno. Unos periódicos viejos que empleaban para calentarse se encendieron también, y mi madre y mi abuela empezaron a golpear las llamas con las manos para apagarlas.

—¡Bart! —exclamó mi abuela—. Si estás ahí y puedes oírnos, ¡corre en busca de ayuda! ¡Telefonea a los bomberos! ¡Díselo a tu padre! Apresúrate, Bart, o tu madre morirá en este horno… ¡y Dios nunca te perdonará que hayas ayudado a John Amos a matarnos!

¿Qué? ¿Estaba yo ayudando a John Amos, o a Dios? Subí como un loco por la escalera de la bodega y salí al garaje, donde John Amos cargaba su equipaje en el segundo de los negros automóviles. El otro había partido ya, llevando a las doncellas a lugar seguro.

Cerró de golpe el maletero, se volvió a mí, sonriente, y dijo:

—Bueno, ésta es la noche señalada. A las doce en punto, no lo olvides. Baja por la escalera con cuidado y enciende la mecha.

—¿Aquella mecha que huele tan mal?

—Sí. Está empapada en gasolina. —No me gustó su olor, y por eso la tiré. No quise que tomasen su última cena en un lugar apestoso.

—¿Qué estás diciendo? ¿Les has dado de comer? Giró sobre sus talones, como si fuese a pegarme, y entonces Jory surgió de alguna parte y saltó sobre John Amos. El viejo cayó de espalda, con Jory a horcajadas sobre él. Papá entró corriendo en el garaje.

—Bart, vimos cómo preparabas los bocadillos, cortabas el pastel y cogías el helado. Ahora di, ¿dónde están tu madre y tu abuela?

Yo no sabía qué hacer.

—¡Papá! —exclamó Jory—. ¡Huelo a humo!

—¿Dónde están, Bart?

John Amos dijo a papá:

—¡Llévese a ese loco fuera de aquí! ¡Él y sus cerillas! Ha provocado un incendio. Siempre está haciendo locuras, como cuando mató a aquel cachorro que tanto le quería. No es de extrañar que Corinne se espantase y huyese, sin decirme adónde iba. —Vertió lágrimas auténticas y se sonó la nariz—. ¡Oh, Dios mío…! Ojalá nunca hubiésemos venido a vivir en esta casa. Advertí a Corinne que esto no traería nada bueno.

¡Mentiras! ¡Me estaba acusando! ¡Nada de lo que decía era verdad!

—¡Usted lo hizo todo! ¡Usted es quien está loco, John Amos! —Como habría hecho Malcolm, corrí hacia él y le propiné una patada—. ¡Muere, John Amos! ¡Muere y redímete con la muerte!

Alguien me asió y me apartó a un lado. Papá me tenía en sus brazos y trataba de calmarme.

—Tu madre, ¿dónde está tu madre? ¿Dónde está el fuego? Una nube roja enturbiaba mis ojos, pero metí la mano en el bolsillo del pantalón y entregué la llave a mi padre.

—Están en la bodega —dije, con voz apagada—, esperando a que el fuego acabe con ellas, como ellas acabaron con Foxworth Hall. Así lo quiso Malcolm… Todos los ratones del ático tenían que arder y dejar de reproducir su contaminada especie.

Estaba fuera de mí, observando el terror y el pasmo en los ojos de mi padre, que intentaba escrutar en los míos… Pero nada leería de ellos, porque yo no estaba allí. No sabía dónde estaba. Ni me importaba.