LA ÚLTIMA CENA

Más tarde, volví a bajar al sótano con John Amos.

—Corinne —dijo suavemente John Amos, inclinándose con dificultad. Torpe como yo, se arrodilló, abrió la portezuela y miró por ella—. Quiero que tú y tu hija sepáis que ésta será vuestra última cena; por tanto, he procurado que sea buena. —Levantó la tapa de la tetera de plata y escupió dentro de ella. Después vertió el caliente líquido en finas tazas de porcelana.

—Una para ti y una para tu hija —dijo.

Introdujo una taza con su platito por el agujero y después el otro juego. Luego cogió un plato con bocadillos que parecían rancios y que, cuando el plato resbaló de su mano, cayeron sobre el sucio suelo de la bodega.

Recogió los pequeños triángulos y les quitó el polvo frotándolos contra la pernera de su pantalón; a continuación volvió a poner en su sitio la carne que se había caído y metió el plato por la portezuela.

—Ahí tienes, Corinne Foxworth —dijo John Amos—. Confío en que te gusten estos delicados bocadillos, ¡perra! Creí en tu palabra cuando te casaste conmigo, pensando que serías realmente mi esposa y, aunque no lo has sido de la manera que yo esperaba, acabaré heredando lo que en derecho me corresponde. Por fin he conseguido destruiros, a ti y los tuyos, como Malcolm quería destruir a todos tus engendros del diablo.

¿Por qué odiaba tanto a mi abuela? Quizá ella no tenía la culpa. Tal vez a ella le ocurría lo mismo que a mí, que a veces no podía evitar hacer cosas malas. ¿Por qué perjudicaban todos a los demás, alegando la «herencia» como excusa?

—¡Exhibías tu belleza ante mí! —exclamó el furioso viejo—, atormentándome cuando eras niña, incitándome cuando entraste en la adolescencia, pensando que podías divertirte conmigo y que yo nunca te causaría daño. Después, cuando te casaste con tu tío y volviste para apoderarte de mi herencia, me trataste como si fuese un mueble más de la casa.

Bueno, ¿dónde está ahora tu arrogancia, Corinne Foxworth? ¿Te sientes orgullosa, sentada sobre tus propias heces, sosteniendo sobre tu sucia falda la cabeza de tu hija moribunda? Al fin he conseguido que te arrastres por el suelo, ¿no? Te he vencido en tu propio juego, te he robado el cariño de Bart, que ahora recela de ti y confía en mí. Ya no puedes emplear tus ardides femeninos. Es demasiado tarde. Te odio, Corinne Foxworth. Tuve que pagar a las mujeres con quienes iba e imaginar que en cada una de ellas te tenía a ti; pero eso ya pasó. He ganado. Y aunque tengo setenta y tres años, todavía viviré cinco o seis más, con lujo suficiente para compensar todos los años que sufrí en tus manos.

Mi abuela sollozaba en silencio. Yo lloraba también, preguntándome quién tendría razón, si él o ella.

John Amos decía cosas terribles, palabrotas como las que los niños escribían en las paredes de los retretes. Los hombres mayores no debían hablar así, y menos en presencia de mi abuela y mi mamá.

—¡John! —dijo mi abuela—. ¿Acaso no es ya suficiente? Déjanos salir, y seré tu esposa tal como tú quieres; pero no aflijas más a mi hija. Está enferma. Tendría que estar en un hospital. Si nos dejas morir aquí te acusarán de asesinato.

John Amos se echó a reír y empezó a subir pesadamente la escalera.

Yo no podía moverme. Estaba petrificado, tan confuso que no podía distinguir el bien del mal.

—¡Bart! —llamó mi abuela—. Corre en busca de tu padre y dile dónde estamos. ¡Corre! ¡Corre!

Pero yo estaba atolondrado. No sabía qué hacer.

—Por favor, Bart —suplicó—. Ve a decirle a tu padre dónde estamos.

Malcolm… ¿Era su fantasma quien estaba en el rincón, mirándome con semblante sombrío? Pasé una mano tiznada por mis ojos nublados. ¡Qué oscuro estaba todo! Fingí que salía, pero volví atrás. Quería saber toda la verdad.

La fina voz de mi madre brotó de la oscuridad, increpando a aquella vieja que era su madre y abuela mía.

—¡Oh, sí, madre! Entendí todo lo que dijiste. Cuando nos llevaste a Foxworth Hall y nos encerraste allí, no teníamos posibilidad de salvación. Y ahora, muchos años después de aquello moriremos sólo porque ese viejo y loco mayordomo no heredó la fortuna que esperaba y que le fue prometida años atrás por un hombre que está muerto… Si crees algo de esto, es que estás tan loca como él.

—Cathy, no niegues la verdad, sólo porque me odias. Lo que te he dicho es cierto. ¿No ves cómo ha utilizado John a tu hijo, el hijo de mi Bart? ¿No te das cuenta de cuán perfecta es su venganza? Servirse del hijo del hombre a quien odiaba, el hombre que, según él, le había desplazado, porque habría podido ser él quien se casara conmigo, si mi padre me hubiese obligado. ¡Oh! No sabes cómo insistía papá en que me casara con John y dejara que éste obtuviese la mitad de su fortuna… No sospechaba, o tal vez sí, que John la quería toda para él. Y si tú y yo morimos no culparán a John, sino a Bart. Fue John quien mató a Clover y después a Apple. Es John quien sueña en disfrutar del poder y las riquezas de Malcolm. Siempre está murmurando para sí; lo oigo, no me engaña mi imaginación.

—Como Bart —farfulló mamá, con voz extraña—. Bart está siempre simulando que es viejo y enclenque, pero poderoso y rico. ¡Pobre Bart! Pero ¿y Jory…? ¿Se ha apoderado también de él? ¿Dónde está Jory?

¿Por qué me compadecía a mí, y no a Jory? Me levanté y me marché de allí.

¿Estaba yo también loco, como él? ¿Era en el fondo un asesino, como él? Nada sabía de mí mismo. Tenía la mente nublada, lo veía todo borroso. Sin embargo conseguí mover mis pesadas piernas y subir aquellos viejos peldaños.