UNA INTRUSIÓN

Era la hora del desayuno. Mamá estaba hablando a papá de una de sus alumnas. Bart, sentado a la mesa frente a mí, comía un plato de cereales con expresión ceñuda. A él sólo le gustaban los bocadillos, que según papá no le convenían.

—No creo que Nicole salga de ésta, Chris —decía mamá, con aire preocupado—. Es horrible que los coches atropellen a tanta gente; y ella tiene una hijita de sólo dos años. En realidad, la pequeña me recuerda mucho a Carrie cuando tenía la misma edad.

Papá asintió distraídamente con la cabeza, sin dejar de mirar el periódico de la mañana. La escena que había presenciado en el ático seguía intrigándome, sobre todo de noche, cuando no podía dormir. A veces me sentaba a solas en mi habitación y trataba de recordar lo que se ocultaba en lo más recóndito de mi mente. Estaba seguro de que debía de tratarse de algo importante, pero no podía recordar qué era.

Incluso ahora, mientras ellos hablaban de Nicole y su hija, seguía pensando en aquella escena del ático, preguntándome qué significaba y quién era la abuela que tanto les atemorizaba. Por otro lado, ¿cómo podían haberse conocido cuando mamá tenía sólo catorce años?

—Chris —suplicó mamá, intentando obligarle con su tono a dejar la página deportiva—, no me escuchas cuando te hablo. Nicole no tiene familia, ¿lo has oído?, ni siquiera un tío o una tía que pueda cuidar de Cindy si ella se muere. Y sabes que no llegó a casarse con el chico a quien amaba.

—¡Hum! No te olvides de regar hoy el jardín —dijo él, antes de morder su tostada.

Ella frunció el entrecejo, realmente molesta. Él no la escuchaba como yo.

—Creo que cometimos un error al vender la casa de Paul y trasladarnos aquí. Sus estatuas no quedan bien en este marco.

Esta frase atrajo, al fin, la atención de papá.

—Cathy, acordamos que nunca nos arrepentiríamos de nada. Y hay cosas en la vida más importantes que tener un jardín tropical donde todo crece desaforadamente.

—¿Desaforadamente? ¡Paul tenía el jardín más cuidado que jamás he visto!

—Ya sabes a qué me refiero.

Después de un momento de silencio, ella volvió a hablar de Nicole y la niña de dos años que acabaría en un orfanato si su madre moría. Papá opinó que seguramente alguien la adoptaría. Se levantó y se puso su chaqueta.

—No seas tan pesimista. Nicole puede curarse. Es joven, vigorosa y, fundamentalmente, sana. Pero si te preocupa tanto, hablaré con sus médicos.

—Papaíto —gritó Bart, que había estado enfurruñado toda la mañana—, ¡nadie me hará ir al este en verano este año! ¡No quiero ir y no podéis obligarme!

—Cierto —convino papá, pellizcando la barbilla de Bart y revolviéndole los ya alborotados cabellos negros—. Nadie puede forzarte, y supongo que tú prefieres quedarte solo en casa.

Se inclinó para despedirse de mamá con un beso.

—Conduce con cuidado.

Todos los días mamá le decía lo mismo antes de que él se marchase. Papá sonrió y aseguró que tendría cuidado, y sus miradas se encontraron, y se dijeron cosas que yo comprendí hasta cierto punto.

—Había una vieja que vivía en un zapato —canturreó Bar—. Tenía tantos hijos, que no sabía qué hacer.

—Bart, ¿por qué has de estar siempre armando jaleo? Si no vas a terminar tu desayuno, pide permiso y levántate de la mesa.

—Pedro, Pedro, calabazas comía; tenía una esposa y mantenerla no podía. Vació una calabaza y en ella la metió, y ella desde entonces muy bien se encontró.

Sonrió a mamá, se levantó de la mesa y se fue… Era una manera de pedir permiso.

¡Sería tonto! Tenía casi diez años y todavía cantaba canciones de cuna. Cogió su viejo suéter favorito, se lo echó sobre un hombro y, al hacerlo, volcó un bote de leche. La leche se derramó en el suelo, y Clover la lamió como un gato. Mamá estaba tan absorta mirando una foto de la hijita de Nicole, que no lo advirtió.

Fue Emma quien enjugó la leche y miró furiosa a Bart, quien le sacó la lengua y se alejó saltando.

—Discúlpame, mamá —dije, poniéndome en pie para seguir a Bart.

De nuevo en lo alto del muro, nos sentamos a observar, deseando ambos que la dama de la casa de al lado se decidiese a ocuparla de una vez. ¿Quién sabe? Quizá tendría nietos…

—Siento perder esa vieja casa —se lamentó Bart—. No me gusta la gente que invade nuestra propiedad.

Pasamos el día trajinando, plantando más semillas, arrancando más hierbajos, y no tardé en preguntarme cómo pasaríamos todo el verano sin visitar una sola vez la casa contigua.

Bart también echaba en falta aquella casa. Por eso durante la cena miraba malhumorado el plato todavía lleno.

—Tienes que comer, Bart —dijo papá—, o estarás demasiado débil para divertirte en Disneylandia.

Bart se quedó boquiabierto.

—¿Disneylandia? —Sus ojos negros se abrieron, entusiasmados—. ¿Iremos de veras allí? ¿No iremos al este a visitar viejas tumbas?

—Disneylandia es parte de tu regalo de cumpleaños —explicó papá—. Allí celebraremos tu fiesta, y después, iremos a Carolina del Sur. Así pues, no te quejes. Hay que tener en cuenta los deseos de otras personas, aparte de los tuyos. La abuela de Jory desea verlo al menos una vez al año, y como no fuimos el pasado verano, espera con más ilusión nuestra visita. Y también mi madre necesita ver a su familia.

Miré fijamente a mamá. Su expresión era sombría. Todos los años se mostraba inquieta cuando llegaba el momento de visitar a la madre de papá. Pensé que era una lástima que no comprendiese lo importantes que eran las madres. Quizá, como hacía tanto tiempo que había quedado huérfana, lo había olvidado, o tal vez estaba celosa.

—¡Oh! —exclamó Bart—. Prefiero Disneylandia a cualquier otra cosa. Nunca, nunca me cansaré de Disneylandia.

—Lo sé —repuso papá, con cierta sequedad. Pero cuando Bart estuvo convencido de que se cumpliría su mayor deseo, empezó a protestar de nuevo contra el proyecto de viajar al este.

—Mamá, papá, ¡yo no quiero ir! ¡Dos semanas es demasiado tiempo para visitar viejas tumbas y a viejas abuelas!

—Bart —replicó vivamente mamá—, no debes ser tan irrespetuoso con los difuntos. Tu propio padre yace en una de esas tumbas que no quieres visitar, y también tu tía Carrie. No dudes de visitar sus tumbas, y también a madame Marisha, tanto si quieres como si no. Y si vuelves a abrir la boca ¡no habrá viaje a Disneylandia!

Bart se resignó y trató de reparar su impertinencia.

—Mamaíta, ¿por qué tu papá, que está muerto en Gladstone, Pa…?

—Di Pensilvania, no Pa.

—¿Cómo es que su retrato se parece tanto al papá que tenemos ahora?

Los ojos de ella dejaron traslucir un profundo dolor. Resolví intervenir, furioso por la manera que tenía Bart de incordiar a todo el mundo.

—¡Huy! Dollanganger es un apellido horrible. Apuesto a que te alegraste de librarte de él.

Ella se volvió a mirar una fotografía grande del doctor Paul Sheffield y dijo, suavemente:

—Sí, fue maravilloso el día que me convertí en la señora Sheffield.

Entonces papá pareció turbado. Me hundí más en el cojín de terciopelo de mi silla. Alrededor, en el aire, deslizándose por el suelo, se ocultaban en las sombras retazos del pasado que ellos recordaban y yo no. Tenía catorce años y nada sabía de la vida aún, ni de cómo eran mis padres.

Por fin llegó el día en que terminaron las obras en la mansión. Entonces acudieron mujeres de limpieza para adecentar las ventanas y fregar los suelos y jardineros para rastrillar, segar y podar de nuevo. Nosotros estábamos siempre pendientes de lo que allí ocurría, atisbando a través de las ventanas o encaramados en el muro, donde nos sentábamos tranquilamente, como si nunca hubiésemos desobedecido las órdenes de nuestros padres.

—¡Va a venir! —murmuró Bart, muy excitado—. La anciana se presentará en el momento menos pensado.

La casa había sido arreglada con tal magnificencia que esperábamos ver llegar a una famosa estrella de cine, la esposa de un presidente, en definitiva, alguien importante. Un día, cuando papá estaba trabajando, mamá había salido de compras y Emma se encontraba, como siempre, en la cocina, vimos que un enorme y largo automóvil negro rodaba despacio por la larga avenida de la finca contigua, seguido por otro más viejo, pero todavía de aspecto lujoso. Dos semanas atrás, aquella avenida, ahora asfaltada y completamente lisa, había estado revestida de cemento agrietado. Di un codazo a Bart para calmar su excitación. Las hojas formaban alrededor de nosotros un espléndido pabellón que a la vez nos ocultaba y permitía contemplarlo todo.

Lenta, muy lentamente, el chófer estacionó el largo y lujoso automóvil. Después se apeó y rodeó el coche para abrir la portezuela. Nosotros observábamos con la respiración contenida. Pronto veríamos a la rica, riquísima señora… ¡que podía conseguir cuanto quisiera!

El chófer era joven y tenía un aire garboso. Incluso desde donde estábamos podíamos apreciar que era un mozo guapo. En cambio, el viejo que bajó del automóvil no era en absoluto guapo. La presencia de aquel hombre me sorprendió. ¿Acaso no había dicho el capataz que sólo irían una dama y sus criados?

—Mira —murmuré a Bart—, ése debe de ser el mayordomo. No sabía que los mayordomos viajasen en el mismo coche que sus amos.

—¡Odio a la gente que invade nuestra casa! —gruñó Bart. El flaco y viejo mayordomo alargó una mano para ayudar a descender a una anciana que ocupaba el asiento posterior. Sin embargo, la mujer pareció no verlo, pues se apoyó en el brazo del chófer. ¡Caramba! Vestía de negro de la cabeza a los pies y se cubría la cabeza y la cara con un velo, como las mujeres árabes. ¿Sería viuda? ¿Musulmana? Parecía muy misteriosa.

—Odio los vestidos negros que se arrastran por el suelo. Odio a las viejas que se cubren la cabeza con velos negros. Odio a los fantasmas.

Yo no podía dejar de mirar a aquella señora fascinado, pensando que se movía con bastante gracia bajo la ropa negra. Incluso desde nuestro escondite, pude advertir que sólo sentía desprecio por el endeble y viejo mayordomo. ¡Vaya! Ahí había un misterio.

La dama miró alrededor. Durante largo rato observó el muro blanco y el tejado de nuestra casa. Desde luego, no podía ver gran cosa. Yo había estado muchas veces donde ella se hallaba en ese momento, y sabía que desde allí no podía verse más que la punta del tejado y la chimenea. Sólo desde el segundo piso podían vislumbrarse algunas de nuestras habitaciones. Tendría que decirle a mamá que plantase más árboles altos junto al blanco muro.

Entonces me pregunté por qué habrían talado los trabajadores algunos grandes eucaliptos. Quizá ella deseaba contemplar nuestra casa y entrometerse en lo que no le importaba. Sin embargo, lo más probable era que no quisiera que aquellos árboles crecieran tan cerca de la casa.

El segundo coche se detuvo detrás del primero, y de él se apeó una doncella con uniforme negro, delantal blanco y cofia. A continuación bajaron dos criadas vestidas con uniformes grises que empezaron a correr de un lado a otro portando maletas, cajas de sombreros, plantas vivas y otras cosas, mientras la enlutada anciana permanecía absolutamente inmóvil, con la mirada clavada en nuestra chimenea. ¿Qué le llamaba tanto la atención?

Entonces llegó una enorme furgoneta amarilla, de la que empezaron a descargar muebles elegantes. La dama continuó en el exterior, dejando que las criadas decidiesen dónde había que colocar las cosas. Por fin, cuando una de ellas se aproximó a la mujer para preguntarle algo, dio media vuelta y desapareció en el interior de la mansión y con ella, todas las criadas.

—Bart, ¡mira el sofá que llevan aquellos hombres! ¿Has visto alguna vez uno tan lujoso?

Pero hacía rato que él había perdido su interés por los recién llegados. Ahora observaba fijamente una oruga amarilla y negra que se deslizaba, ondulante, por una delgada ramita no lejos de sus sucios zapatos. Lindos pajaritos trinaban alrededor; el cielo azul estaba lleno de algodonosas nubes blancas. El aire, limpio y fresco, estaba perfumado por el aroma de los pinos y los eucaliptos… y Bart estaba contemplando lo único desagradable que había a la vista. ¡Una repugnante oruga!

—Odio los bichos feos que se arrastran y tienen cuernos —murmuró. Yo sabía que siempre había deseado saber qué había dentro—. Apuesto a que es verde y pegajoso debajo de su capa peluda y de lindos colores. Tú, pequeño y vil dragón que estás en esa rama, no vengas hacia mí. Si te acercas demasiado, puedes darte por muerto.

—No digas más tonterías. Mira la mesa que están entrando ahora aquellos hombres. ¡Chico! Seguro que aquel sillón procede de un castillo de Europa.

—Un centímetro más, y lo pasarás muy mal.

—¿Sabes una cosa? Tengo la impresión de que esa dama debe de ser simpática. Una persona con tan buen gusto para elegir los muebles debe ser forzosamente muy distinguida.

—Un centímetro más… ¡y te mato! —amenazó Bart a la oruga.

Cuando se puso el sol, el cielo adquirió un color rosado, y anchas franjas violetas hicieron que el crepúsculo fuese todavía más hermoso.

—Bart, mira la puesta de sol. ¿Has visto alguna vez unos colores más bellos? Los colores son como música para mí. Puedo oírlos cantar. Apuesto a que si Dios me dejase ciego y sordo en este momento, seguiría oyendo la música de los colores y percibiéndolos en el fondo de mis ojos. Y bailaría en la oscuridad, sin darme cuenta de la falta de luz.

—Tonterías —susurró mi hermano, sin dejar de observar a la vellosa oruga que se acercaba más y más al zapato asesino levantado sobre ella—. La ceguera es negra como la pez. No hay colores. No hay música. No hay nada. La muerte es silencio.

—He dicho sordo…. S–o–r–d–o, no muerto[2]. En ese mismo instante Bart aplastó a la oruga con el zapato. Después saltó del árbol al suelo y restregó la suela sobre el tierno césped del jardín de la dama para limpiarlo de aquel jugo verde y pegajoso.

—¡Has hecho algo muy ruin, Bart Winslow! Las orugas son una fase de la llamada metamorfosis. La que acabas de matar se habría convertido en la mariposa más bella de todas. Por lo tanto, no has matado a un dragón, sino a una reina de las hadas… o al amante más dulce de las rosas.

—Eso son historietas de ballet —replicó, pero parecía un poco asustado—. En todo caso, nada puedo hacer —dijo, con inquietud, mirando en torno a sí—. Pondré una trampa y capturaré una oruga viva. La cuidaré y esperaré a que se convierta en una reina de las hadas. Después la soltaré.

—Bueno, sólo era una broma. De todos modos, de ahora en adelante, no mates ningún insecto, salvo si está en los rosales.

—¿Puedo matar a todos los que encuentre en los rosales? Era extraño el afán que sentía Bart de matar a los insectos. Una vez le sorprendí arrancando una a una las patas de una araña, antes de aplastarla entre el pulgar y el índice. Entonces la sangre negra captó su interés.

—¿Sienten dolor esos bichos?

—Sí —dije—, pero no debes preocuparte por eso. Tarde o temprano, tú también sentirás dolor. No llores, no era más que un gusano peludo, no un rey o una reina de las hadas. Bueno, regresemos a casa.

Me compadecía de él, porque sabía que le inquietaba mucho no poder sentir el dolor como yo, aunque sabe Dios que hubiese debido alegrarse de ello.

—¡No! ¡No quiero volver a casa! Quiero ver por dentro la casa de al lado.

Precisamente entonces salió Emma tocando la campanilla para anunciar que la comida estaba preparada, y los dos corrimos hacia casa.

Al día siguiente volvimos a subir al muro. Los de la agencia de mudanzas habían terminado su trabajo después de acostarnos nosotros. Ya no entraban ni salían camiones. Yo había pasado la mayor parte de la mañana y las primeras horas de la tarde en la clase de ballet de mamá, y Bart se había quedado en casa, jugando solo. Los días de verano eran largos. Sonrió, feliz, cuando me reuní con él.

—¿Listo? —pregunté.

—¡Listo! —respondió.

Tal como habíamos convenido previamente, nos encaramamos al muro y saltamos al otro lado, descendiendo por un árbol recién plantado. Era un terreno que nos estaba prohibido, pero, con razón o sin ella, lo considerábamos de nuestra propiedad, porque lo habíamos poseído antes. Nos deslizamos como dos sombras. Bart miró los arbustos, que habían sido recortados con formas de animales. ¡Qué raro! Un gallo junto a una gorda gallina en un nidal. Curioso, realmente curioso. ¿Quién habría supuesto que aquel viejo mexicano fuese tan hábil con las tijeras?

—No me gustan los arbustos que parecen animales —criticó Bart—. No me gustan los ojos verdes. Los ojos verdes son ruines. Jory, ¡nos están observando!

—Calla. Mira dónde pones los pies. Sigue mis pisadas.

Miré el cielo, que había adquirido un oscuro color morado, veteado por rayas carmesíes que parecían de sangre fresca. Pronto sería de noche y la luna no siempre mostraba una cara amable.

—Jory —murmuró Bart, tirando del faldón de mi camisa—, ¿no dijo mamá que debíamos estar en casa antes del anochecer?

—Todavía no es de noche.

Pero faltaba poco. El blanco cremoso de la mansión se había convertido en blanco azulado a la luz del crepúsculo, lo que le confería un aspecto inquietante.

—No me gusta que hayan dado aspecto de nueva a esa casa vieja que parecía un esqueleto. —Sin duda Bart tenía ideas propias—. Seguro que es hora de volver a casa —insistió.

Hice caso omiso de sus tirones. Ya que habíamos llegado hasta ahí, debíamos seguir adelante. Me llevé un dedo a los labios y susurré:

—Quédate donde estás.

Me dirigí a la única ventana iluminada de las muchas que tenía el enorme caserón. Bart, en lugar de permanecer donde le había indicado, siguió pisándome los talones. Le advertí de nuevo que anduviese con cuidado y después me encaramé en un pequeño roble que apenas si podía aguantar mi peso. Subí lo suficiente para atisbar el interior de la casa. Sólo pude vislumbrar una gran habitación en penumbra, llena de bultos todavía sin abrir. Una lámpara alta y muy gruesa me impedía ver, de modo que tuve que inclinarme hacia un lado. Distinguí vagamente una figura vestida de negro sentada en una mecedora de madera, que debía de ser muy incómoda en comparación con los mullidos y lujosos sillones y divanes que habían introducido en la casa. ¿Sería la mujer del velo negro, la misma que habíamos visto en la entrada?

Los árabes llevaban túnicas; así que podía tratarse del enjuto mayordomo. Pero entonces vi una mano pálida y delgada, con muchos anillos relucientes, y estuve seguro de que era la dueña de la mansión. Me incliné más, buscando una mejor posición, y al hacerlo crujió la rama en que me apoyaba. La mujer levantó la cabeza y miró en mi dirección.

Tenía los ojos muy abiertos y parecía asustada. Pensé que una persona que se hallase en una habitación iluminada no podía ver nada de lo que hubiese en la oscuridad. De todos modos, mi corazón latió con fuerza y contuve el aliento. Pequeños insectos nocturnos zumbaban alrededor de mi cabeza y empezaron a picar.

Debajo de mí, Bart gruñía impaciente. Sacudió mi frágil árbol. Sin dejar de sujetarme, traté de indicarle por señas que se estuviese quieto. Afortunadamente, una doncella abrió la puerta en aquel momento y entró con una gran bandeja de plata en que había muchos platos cubiertos.

—¡Deprisa! —gimió mi hermano, aterrorizado—. ¡Quiero volver a casa!

—¿De qué tenía miedo? Yo era el único que podía caerse del árbol. El ruido de los platos y los cubiertos al ser colocados sobre la mesita ahogó el que hacía Bart. En cuanto salió la doncella de la habitación, la mujer de negro levantó las manos y se quitó el velo.

Empezó a comer, completamente a solas, justo cuando estaba segura de que ningún ruido había delatado que alguien la estaba observando, la débil rama en que me apoyaba lanzó un fuerte chasquido.

Volvió la cabeza. Ahora era el momento de verla sin el velo negro, y la vi. ¡La vi! Pero, en realidad, no vi su nariz, ni sus labios, ni sus ojos, sino sólo unas cicatrices a ambos lados de su cara. ¿Le habría producido aquellas cicatrices un gato? De pronto compadecí a la anciana, que tenía que sentarse sola a una mesa, sin apetito para disfrutar de nada. No parecía justo vivir una vida tan solitaria y falta de amor. Tampoco era justo que el destino me mostrase cómo podían los años arrebatar la belleza a alguien que, en su tiempo, podía haber disfrutado de la misma hermosura que mi madre.

—¿Jory…?

—¡Calla…!

Ella seguía mirando y, entonces bajó rápidamente el velo sobre su cara.

—¿Quién está ahí? —preguntó—. ¡Váyase, quienquiera que sea! Si no lo hace, ¡avisaré a la policía!

Eso me convenció. Salté al suelo, agarré a Bart de la mano y eché a correr. Él tropezó y cayó, de modo que tuve que detenerme, como de costumbre. Le levanté y corrí de nuevo, obligándole a correr más deprisa de lo que habría podido sin mi ayuda.

—¡Jory! —jadeó—. ¡No tan rápido! ¿Qué has visto? Di, ¿era un fantasma?

Era algo peor. Había visto cómo sería mi madre dentro de treinta años, si vivía lo bastante para sufrir los embates del tiempo.

—¿Dónde habéis estado?

Mamá se interpuso en nuestro camino cuando tratábamos de deslizarnos hasta el cuarto de baño para asearnos antes de que pudiese reparar en nuestra arrugada y sucia ropa.

—Venimos del jardín de atrás —respondí, sintiéndome culpable.

Ella advirtió inmediatamente mi expresión, y sus recelos aumentaron.

—No mientas, ¿dónde habéis estado?

—Por ahí atrás…

—Jory, ¿vas a mostrarte tan evasivo como Bart?

La rodeé con mis brazos y apreté la cara contra su blando pecho. Era demasiado mayor para hacer eso, pero sentí la súbita necesidad de que ella me amparase.

—Jory, querido, ¿qué te ocurre?

No me ocurría nada. En realidad, no sabía qué me preocupaba. Había visto personas viejas con anterioridad, como mi abuela Marisha. Pero ella siempre había sido vieja.

Aquella noche soñé con mamá, que aparecía como un ángel adorable que hechizaba a todo el mundo para que nadie envejeciese. Vi damas de doscientos años que se conservaban tan jóvenes y hermosas como cuando tenían veinte… Sólo había una anciana vestida de negro, sola, meciéndose en su sillón.

Por la mañana, temprano, Bart se deslizó en mi cama y se acurrucó junto a mi espalda, observando conmigo la niebla gris que envolvía los árboles, cubría la hierba dorada, borraba toda señal de vida y hacía que el mundo exterior pareciese muerto.

Bart musitó:

—La tierra está llena de muertos. Animales muertos y también plantas. Forman lo que papá llama «mantillo».

La muerte. Mi hermano Bart estaba obsesionado por la muerte, y yo le compadecía. Noté que se arrimaba más a mí, mientras ambos contemplábamos aquella niebla, que era como una parte de nuestras vidas.

—Nadie me quiere, Jory —se lamentó.

—Sí te quieren.

—No, no es verdad. Te quieren más a ti.

—Sí, así es, se debe a que tú no los quieres, y ellos se dan cuenta.

—¿Por qué quieres tú a todo el mundo?

—No quiero a todo el mundo, pero sé sonreír y fingir que los quiero, aunque no sea cierto. Quizá tendrías que aprender a ponerte una careta alguna vez.

—¿Por qué? No estamos en carnaval.

Me dejó confuso, como aquellas dos camas del ático, como aquella cosa extraña que existía entre mis padres y se manifestaba tan a menudo, recordándome que ellos sabían cosas que yo ignoraba.

Cerré los ojos y me convencí de que, en definitiva, todo era para bien.