Tal como habíamos planeado, me marché con papá en su coche en dirección al colegio; pero me apeé en la carretera que conducía a nuestra casa.
—Ahora tómalo con calma, Jory. No hagas nada que suponga un riesgo para tu vida, y evita que Bart o ese mayordomo adviertan tus intenciones. Pueden ser peligrosos, no lo olvides. —Me abrazó con fuerza, como si temiera que pudiese cometer alguna estupidez—. Ahora escucha con atención. Iré a ver al psiquiatra de Bart para contarle lo que ha ocurrido. Después comprobaré en el aeropuerto si mi madre ha tomado algún avión, aunque Dios sabe que no es probable. Que dos mujeres desaparezcan el mismo día es demasiada coincidencia.
Yo tenía que decirlo. Por mucho que luego me odiara por ello, tenía que decirlo.
—Papá, ¿has pensado que Bart pudo…? Bueno, ya sabes… Clover fue estrangulado con un alambre. Apple fue privado de comida y murió cuando le clavaron una horca. ¿Sabemos acaso lo que es capaz de hacer?
Me dio unas palmadas en el hombro.
—Sí, desde luego lo he pensado. Pero no puedo imaginarme a Bart venciendo a tu madre por la fuerza. Ella es muy vigorosa, aunque esté acatarrada. Eso es lo que más me preocupa, Jory. Tenía una temperatura de más de treinta y nueve, y la fiebre debilita. Debí haberme quedado en casa para cuidar de ella. La mujer que se casa con un médico es una tonta —concluyó, como si hubiese olvidado mi presencia.
Mientras tanto, el motor roncaba suavemente. Papá inclinó la cabeza sobre sus manos apoyadas en el volante.
—Papá, ve a comprobar esos vuelos. Yo me ocuparé de lo que suceda aquí. —Y añadí, con una confianza tal vez excesiva—: Además, madame Marisha está aquí también, y ya sabes cómo es. Bart no hará ninguna trastada estando ella cerca.
Papá sonrió, como si le hubiese infundido la seguridad que necesitaba, y arrancó, agitando la mano y dejándome plantado allí, mientras yo me preguntaba qué tenía que hacer. La fuerte lluvia del día anterior se había convertido en llovizna molesta y fría, pero soportable.
De nuevo en casa, me escondí detrás de unos arbustos mojados, mientras Bart, sentado en la cocina, se negaba a desayunar.
—Aborrezco tu comida —dijo, malhumorado.
Me sorprendió oír con tal claridad su voz. Después sonreí, comprendiendo que aquello nada tenía de fantástico. Se debía a que el sistema de intercomunicación estaba conectado. Con frecuencia los recaderos llamaban a la puerta posterior en lugar de recorrer el paseo que conducía a la entrada principal. La sala donde desayunábamos no estaba lejos del panel con docenas de botones. Recordé que, cuando nuestra casa fue construida, mamá se empeñó en que hubiera «música en todas las habitaciones, para que las tareas de la casa resulten menos aburridas». Entonces oí la voz estridente de madame:
—Bart, ¿qué hay de malo en tus cereales?
—No me gustan los cereales con pasas.
—Entonces, no te comas las pasas.
—Se mezcla con lo otro.
—Tonterías. Si no tomas tu desayuno, tampoco habrá comida para ti. Y, si no comes, tampoco cenarás. Y a un chico de diez años no le conviene irse a la cama con hambre.
—¡Usted no puede matarme de hambre! —exclamó Bart—. ¡Ésta es mi casa! ¡Usted es una forastera! ¡Váyase!
—Pues no me iré. Me quedaré hasta que tu madre regrese sana y salva. Y no vuelvas a levantarme la voz, si no quieres que te ponga sobre mis rodillas y te azote el trasero hasta que chilles pidiendo perdón.
—No me hará daño —se burló él. Y era verdad. Los azotes no preocupaban a Bart, porque las puntas de sus nervios no llegaban a la superficie de la piel.
—Gracias por decírmelo —repuso madame, con mucho aplomo—. Entonces pensaré en un castigo mejor, como, por ejemplo, que te quedes en casa, encerrado en tu habitación.
Yo miré a la ventana. Bart seguía sentado, con una misteriosa sonrisa en su semblante.
—Emma —ordenó madame—, llévese el plato de Bart, la taza y también el zumo de naranja. Bart, vete a tu habitación y no vuelvas a decir una palabra hasta que estés dispuesto a volver a la mesa y comer sin quejarte.
—Una bruja, una bruja negra vino a vivir en nuestra casa —canturreó Bart, mientras se alejaba.
Pero no fue a su habitación, sino que salió por la puerta del garaje, aprovechando un momento en que madame no miraba. Desde allí se encaminó hacia el muro del jardín y al viejo roble por el que treparía para pasar al otro lado.
Corrí lo más deprisa que pude detrás de él. Pero, ya en la mansión, le perdí de vista. ¿Dónde había ido Bart? Miré a diestro y siniestro. ¿Había desaparecido escaleras arriba o había bajado al sótano? Me fastidiaba aquella casa, con su laberinto de largos corredores, con tantos nichos entre las paredes, donde podían haber escondido a mamá. Generalmente, los constructores dejaban espacios libres para que se acondicionaran como gabinetes o alacenas. Yo tenía la certeza de que en aquella casa había puertas secretas, pero ya había registrado todos sus escondrijos. Era inútil volver a revisarlos.
De pronto oí un ruido de pisadas. Bart estaba detrás de mí. Tenía los ojos vidriosos, y la mirada, perdida. Resultaba increíble que no me hubiese visto.
Le seguí en silencio, pensando que me llevaría al lugar donde se hallaban ocultas mamá y su madre. Desgraciadamente, se dirigió a nuestra casa. Aturdido, descorazonado, le seguí de lejos, sintiendo que había decepcionado a mi padre y también a él.
A la hora del almuerzo, papá llegó a casa, cansado y con aire afligido.
—¿Has tenido suerte, Jory?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco. Mi madre no salió para Hawai. He preguntado en todas las líneas aéreas. Jory, tanto Cathy como mi madre tienen que estar en la casa de al lado.
Tuve una idea.
—Papá, ¿por qué no hablas largo y tendido con Bart? No le increpes ni le riñas; háblale con dulzura. Alábale por ser bueno con Cindy, hazle saber lo mucho que te interesas por él. Yo sé que está detrás de todo esto, pues está continuamente mascullando que él es el ángel vengador del Señor.
Papá no dijo nada. En silencio fue a buscar a Bart para ver qué podía hacer para que el niño que se sentía desdeñado se considerase necesario, si no era ya demasiado tarde.