La noche era infernal. Llovía como cuando Noé estaba construyendo su arca. El viento zumbaba, aullaba y parecía querer decirnos algo; era como una música salvaje que azotase el cerebro. Yo caminaba al lado de papá, lo cual no resultaba nada fácil, pues aún no tenía las piernas tan largas como él. Papá tenía los puños cerrados, y yo cerré también los míos, dispuesto a luchar junto a él en caso necesario.
—Jory —dijo papá, sin aflojar el paso—, ¿con qué frecuencia viene Bart a esta casa?
En aquel momento llegamos a la verja de hierro y él se inclinó para hablar por la cajita que transmitiría su voz al interior de la casa.
—No lo sé —contesté, afligido—. Bart solía confiar en mí, pero ahora no confía en nadie. Ya no me cuenta qué hace.
La enorme puerta negra se abrió muy despacio. Las dos hojas me recordaron un par de manos esqueléticas que nos invitasen a entrar en nuestras tumbas. Me estremecí, al pensar que me estaba volviendo loco como Bart. Tuve que correr para alcanzar a papá.
—Tengo que decirte algo. —Alcé la voz para que me oyese a pesar del fuerte viento—. Cuando me enteré de que eras hermano de mamá y tío nuestro, creí que os odiaba a ambos, que nunca podría perdonaros la vergüenza y la confusión que me habíais producido. Pensé que se secarían mis sentimientos y jamás podría querer y confiar en nadie. Pero ahora que mamá no está, sé que siempre la querré, y también a ti. No podría odiaros aunque me esforzara.
Él se volvió en la oscuridad, bajo la espesa lluvia, y me abrazó, apretando con la mano mi cabeza contra su corazón.
—Jory, no sabes cuánto he deseado oírte decir que no nos odias. Siempre esperé que comprenderías cuando te lo explicásemos. Teníamos previsto decírtelo cuando fueses mayor. Pensábamos, quizá sin razón, que debíamos aguardar unos años más. Sin embargo, ya que lo has descubierto por ti mismo y, a pesar de todo, puedes seguir queriéndonos, tal vez más adelante llegarás a comprender.
Me acerqué más a papá al reanudar nuestro camino hacia la sombría mansión. Sentía que había surgido entre nosotros un nuevo lazo, más firme que el que antes nos unía. En cierto modo, era más mi padre, porque teníamos mucha sangre en común; era de mi sangre, pensé, tío mío y de Bart, cuando siempre había creído que sólo lo era de Bart, lo cual, me había hecho sentir un poco celoso. Pero ¿por qué no se habían dado cuenta de que yo era más maduro de lo que correspondía a mi edad, y que lo habría comprendido si me hubiesen dicho que mamá había tenido amoríos con el padre de Bart…? Creo…, creo que lo habría comprendido.
Llegamos a la entrada de la casa. Antes de que papá pudiese asir la aldaba, se abrió la hoja izquierda de la puerta y apareció el mayordomo, John Amos Jackson.
—Estoy haciendo el equipaje —dijo a modo de saludo, con el entrecejo fruncido y hosco el semblante—. Mi esposa ha partido ya hacia Hawai, y aún me queda mucho por hacer aquí. Me reuniré con ella en cuanto haya terminado. No puedo recibir visitas de los vecinos.
—¿Su esposa? —exclamó papá, con tal asombro que me contagió.
Una expresión taimada brilló y se extinguió en los ojos acuosos del mayordomo.
—Sí, doctor Christopher Sheffield, la señora Winslow es ahora mi esposa.
Pensé que papá se desplomaría de la impresión.
—Necesito verla. No le creo. Habría tenido que perder la cabeza para casarse con usted.
—Yo no miento —replicó el lúgubre y feo mayordomo—. Aunque es cierto que ella perdió la cabeza. Hay mujeres que no pueden vivir sin un hombre que rija sus negocios. Y yo soy eso, el apoyo que ella necesitaba.
—No le creo —repitió papá—. ¿Dónde está ella? ¿Dónde está mi esposa? ¿No la ha visto?
El mayordomo sonrió.
—¿A su esposa, señor? Me basta con la mía para tener que cuidar de la suya. Ayer, con este tiempo horrible, mi esposa partió con una de las doncellas. Me pidió que me reuniese con ella más tarde, después de hacer lo necesario para cerrar la casa. A pesar del trabajo y el dinero que costó reparar y amueblar esta mansión, al fin deseó trasladarse a otro lugar.
Papá se quedó mirando fijamente a John Amos Jackson. Yo pensaba que debíamos marcharnos, pero papá parecía haber echado raíces en el suelo.
—Usted sabe quién soy, ¿verdad, John? No lo niegue. Lo leo en sus ojos. Usted es el mayordomo que le hacía el amor a la doncella Alivie cuando yo, oculto detrás del sofá, oí que le hablaba del arsénico en buñuelos azucarados para matar a los ratones del desván.
—No sé de qué está hablando —repuso el mayordomo. Dejé de mirarle para mirar a papá. Lástima que no hubiese terminado de leer el manuscrito de mamá. Las cosas eran aún más complicadas de lo que suponía.
—John, quizá se ha casado usted con mi madre o tal vez está mintiendo. En todo caso, creo que sabe dónde se encuentra mi esposa, y ahora empiezo también a preocuparme por mi madre. No me cierre el paso. Voy a registrar la casa desde el tejado hasta los cimientos.
—Usted no puede darme órdenes —murmuró el mayordomo, palideciendo—. Podría llamar a la policía…
—Pero no lo hará. Y si quiere, hágalo; llámeles. Voy a registrar la casa, John, y nada podrá impedírmelo.
El viejo mayordomo se apartó, encogiéndose de hombros.
—Adelante, pues, haga lo que quiera. Pero nada encontrará.
Papá y yo iniciamos el registro. Yo conocía la casa, sus rincones y escondrijos, mucho mejor que él. Papá dijo que seguramente estarían en el ático, pero nada había allí, salvo trastos viejos cubiertos de polvo.
Volvimos al salón, donde se hallaba la dura mecedora de madera de la mujer a quien él llamaba madre. Me senté en ella y la encontré muy incómoda. Papá paseó inquieto por la estancia y se detuvo en el arco que conducía a la habitación contigua, el otro salón, donde estaba colgado el gran retrato al óleo.
—Si Cathy estuvo aquí, tuvo que ver eso; y es posible que viniese, si Bart le dijo algo.
Mientras me columpiaba en la mecedora, ésta, debido al movimiento, se acercó un poco a la chimenea cuyo fuego se estaba apagando. Algo crujió debajo de uno de los balancines. Papá lo oyó y se agachó para coger algo. Era una perla.
Hincó en ella los dientes y sonrió con amargura.
—Una de las perlas del collar de mi madre. Lo lleva siempre, como llevaba siempre nuestra abuela su broche de brillantes. Dudo de que mi madre haya ido a alguna parte sin sus perlas.
Pasamos otra hora registrando la casa e interrogando a la doncella y la cocinera mexicanas, que no comprendían muy bien el inglés. Todo esfuerzo resultó inútil.
—Volveré, John Amos Jackson —dijo papá, abriendo la puerta de la entrada—, y la próxima vez me acompañará la policía.
—Como usted guste, doctor —dijo el mayordomo, con una sonrisa maliciosa.
—Papá, no podemos informar a la policía…, ¿verdad?
—Lo haremos si es necesario. Pero esperemos al menos hasta mañana. Él no se atreverá a causar ningún daño a Cathy o mi madre para no verse entre rejas.
—Papá, apostaría a que Bart sabe qué ocurre. Es muy amigo de John Amos.
Le expliqué lo que decía Bart, hablando consigo mismo, cuando creía que nadie le oía. También hablaba en sueños y cuando andaba por ahí representando sus comedias. Parecía que hablar consigo mismo era lo más importante en la vida de Bart.
—Está bien, Jory, comprendo lo que dices. Tengo una idea que espero que dé resultado. Puedes desempeñar un papel muy importante; por tanto, presta atención. Mañana por la mañana, fingirás que vas al colegio. Yo te dejaré en cuanto salgamos a la carretera. Entonces regresarás corriendo a casa, asegurándote de que Bart no te vea. Por mi parte, trataré de averiguar si mi madre partió realmente hacia Hawai, y si realmente está casada con ese horrible viejo.